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El apogeo de la mezquindad. Vivencias y decires en el periodismo
El apogeo de la mezquindad. Vivencias y decires en el periodismo
El apogeo de la mezquindad. Vivencias y decires en el periodismo
Libro electrónico525 páginas8 horas

El apogeo de la mezquindad. Vivencias y decires en el periodismo

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Víctor Roura es un periodista que comenzó su trayectoria a principio de la década de los setenta y que se encarga de coordinar la sección cultural de El Financiero desde 1988 (ha escrito una breve e instructiva historia de ese diario especializado). Ahora en “El apogeo de la mezquindad. Vivencias y decires en el periodismo”, realiza reflexiones, anotaciones y descripciones alrededor de la práctica del periodismo.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 oct 2013
ISBN9781940281094
El apogeo de la mezquindad. Vivencias y decires en el periodismo

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    El apogeo de la mezquindad. Vivencias y decires en el periodismo - Victor Roura

    Pirro en México

    La prensa y sus periodistas a veces, sin proponérselo, se muestran tal cual son. Cuando la selección mexicana de futbol participó en 2005 en la Copa Confederaciones (porque siempre es más fácil clasificar en las zonas debilitadas que en las de mayor jerarquía: ¿qué pasaría si México estuviera situado geográficamente entre Argentina y Brasil y no entre Guatemala, Honduras y Estados Unidos, que, en futbol, es apenas un Jamaica sólo que dolarizado y abundantemente sobrealimentado?), los reporteros que detallaron los encuentros se mostraron sorprendidos... ¡porque el equipo nacional se enfrentó al tú por tú, y así literalmente lo notificaron, con sus adversarios! El halago, porque sí lo era, me pareció banal y excesivo, incluso poco cortés porque de antemano —con su juicio epopéyico parecían afirmar que, por fin, aquella vez los futbolistas locales tenían estaturas similares que las de sus contrincantes— estaban catalogando, acaso de modo acusadoramente subliminal, de naturaleza inferior a los connacionales, que, a final de cuentas, ocuparon su lugar habitual.

    Cómo se congratularon, Dios mío, los periodistas deportivos de la victoria mexicana sobre la oncena brasileña, misma que, pese a esa derrota, acabó ocupando nada menos que el primer sitio en la contienda. El austriaco Ernst H. Gombrich (1909-2001), en su Breve historia del mundo, nos recuerda que, en la época posterior a Alejandro Magno, las compañías romanas, llamadas legiones, vencían casi siempre. En cierta ocasión, una ciudad de Italia meridional llamó en su ayuda contra los romanos a un príncipe y caudillo griego, Pirro. Pirro avanzó con elefantes de guerra, tal como los griegos habían aprendido de los indios, y venció con ellos a las legiones romanas. Sin embargo, fueron tantos los que sucumbieron entre los suyos que, al parecer, dijo: Otra victoria como ésta, y estoy perdido. Por eso, sentencia Gombrich, cuando un triunfo se cobra demasiadas víctimas, se sigue hablando aún hoy de victoria pírrica. En un sentido llano, los triunfos de la selección sobre Japón y sobre Brasil, que tanto revuelo causaron en la prensa mexicana en julio de 2005, ¿no fueron en realidad victorias pírricas? Ese asombro de los periodistas por el hecho de jugar al tú por tú, ¿no minimiza a los nacionales por considerarlos, aun sin su propio aval, en desventaja ante los otros equipos?, ¿este tú por tú significa que nunca antes habían jugado con aparente suficiencia?

    A Brasil le importan los reveses decisivos (como frente a Francia durante la final precisamente del Mundial parisino en 1998), no las superficiales: perder ante México no le significó, en absoluto, ningún daño, ya que previamente había logrado su clasificación a la siguiente ronda, que lo conduciría a la final. En cambio, luego de su pírrica algarabía, los mexicanos fueron inmediatamente eliminados... aunque, eso sí, no dejaron, jamás, de jugar al tú por tú, ni con los alemanes, que los vencieron en el juego extra para enviarlos al cuarto lugar, lo cual es una honra, según los periodistas especializados, sobre todo porque, aquella vez, demostraron no ser unos ratones verdes, como siempre lo habían sido.

    Lo curioso de estas anomalías es que dichos protagonistas, ratoniles o no, son millonarios en potencia, lo cual debiera significar que están a la altura de cualquier otro futbolista de primer mundo, no de sus colegas centroamericanos, con los que siempre (para su fortuna) batallan (porque, ni modo, pertenecen a su zona geográfica) creyendo, al otorgar sucesivas palizas pírricas —siete goles a favor, a veces, ante equipos como San Vicente, cuyos improvisados futbolistas sin sueldo son taxistas, panaderos o carpinteros—, que ya están preparados para enfrentar, por ejemplo, a Francia, como si Francia fuese una Trinidad y Tobago sólo que sin signos alarmantes de anemia. Pero, a la hora de la hora, resulta que los otros equipos no se parecen a los que perviven en torno a México, sino que tienen más agallas. Y es ahí donde la apabullante realidad se topa contra un muro de contención.

    Es sabido que en México vivimos una injusta distribución de la riqueza. Lo saben los pobres e incluso los ricos. Los que parecen ignorarlo son algunos periodistas, que confunden riqueza con inteligencia o pobreza con estulticia, pobreza con riqueza o inteligencia con estulticia, o al revés. Cuando ven a un hombre que gana mucho dinero, lo tratan con respeto, aunque se trate de un don nadie, de un ensoberbecido patán inmundo o de un pelafustán bien vestido. Esto ocurre con demasiada frecuencia en el mundillo adinerado de las superfluas personalidades. Los futbolistas en México ganan mucho dinero. No importa si representan bien o no a su país, siguen ganando lo que su contrato estipula. Y si los periodistas apenas se empiezan a percatar de que, por una vez, los futbolistas, que ganan más de lo que juegan (no sé si de lo que merecen, ya que para entrar a estos terrenos se necesitaría no sólo hablar de manera experta de técnicas futbolísticas, sino del específico mercado en que se desarrolla este deporte con toda su parafernalia financiera), ahora sí entran al alfombrado verde con el espíritu del tú por tú, esto quiere decir que hemos estado inmersos, los espectadores, en una farsa por años encubierta. Y si apenas estamos entrando a la etapa de la igualitaria posición de los niveles futbolísticos, si estamos rompiendo el cascarón del espíritu deportivo, ¿por qué diablos los empresarios han repartido millones de pesos a futbolistas medianos, irregulares o insignificantes? ¿Se trata de esa indisoluble, si bien inexplicable, fórmula clásica de enriquecer porque sí a los ya enriquecidos?

    Los periodistas que cubrieron la participación de México en la Copa Confederaciones de 2005 se mostraron ufanos porque, ahora sí —y habría que subrayar este ahora sí, por favor—, los futbolistas exhibieron, según su erudita experiencia de periodistas (y uno tenía que haber oído las desmesuradas lisonjas de los televisivos, que son los que más saben de futbol, a decir de ellos mismos), su verdadera talla, ¡que no era otra sino la igualitaria altura de sus contrincantes! Después de todo, Pirro venció una vez a los romanos. aunque fueran muertos la mayoría de sus guerreros y él retirado, muy pronto, de Italia. Lo importante, dicen los optimistas —y dirían con ellos los alborozados periodistas futboleros, como para dejar bien asentados sus criterios etéreos pero férreamente arraigados—, es que Pirro ganó la batalla en una contienda cuya victoria era prácticamente imposible, aunque de nada le haya servido. Ganó, que era lo importante. Como ganar a Brasil, aunque de nada haya servido. Por lo menos ganó, y dicho triunfo, aunque pírrico, hizo estremecer, dicen los periodistas, a millones de mexicanos: no cuenta lo que aconteció después, sino se queda en la memoria la victoria. Lo pírrico, en México, no es signo de volatilidad sino de afirmación: Gana hoy, aunque pierdas mañana.

    Y esta leyenda pareciera extenderse a todos los otros estratos de la vida nacional, incluido el periodismo: Practícalo, aunque nadie te lea. Además, con todas las invenciones de la comunicación electrónica, la prensa ha ido ganando y perdiendo, o perdiendo y ganando, credibilidad. Al no existir un colegiado que le otorgue cohesión, la prensa, y con ella sus periodistas, se ha movido en la sociedad de manera individualista, jamás colectivamente: cada medio se construye sus propias reglas, de modo que una información, al otro día, puede obtener distintos matices de acuerdo con las concepciones del editor que le ha tocado moldearla; lo que en un medio merece aprobación, en otro, el desprecio es demoledor. Por eso se dice, ya con frecuencia absorbente, que la prensa está en manos de empresarios que modifican el mundo según sus intereses. Y esta definición es por supuesto comprobable, sobre todo en los emporios mediáticos: ¿no durante noviembre de 2011 fue invitado por fin con Joaquín López Dóriga el candidato perredista Andrés Manuel López Obrador, luego de que éste fuera fustigado en Televisa cuando el país se cimbró en 2006 con el segundo fraude electoral de su historia reciente, después del ocurrido en 1988 con el triunfo de Carlos Salinas de Gortari sobre Cuauhtémoc Cárdenas?

    ¿Quién tiene razón en la prensa? ¿Quién no la tiene? ¿Es la prensa un conducto fiable? ¿Son los periodistas servidores fidedignos de la ciudadanía? Lo cierto es que hemos sido testigos, una y otra vez, tanto de arbitrios como de honradez informativos. Lo mismo hemos sabido de periodistas que han sido informantes del gobierno como de informadores que no han cedido un ápice en los sobornos ofrecidos. Y lo mismo hay periodistas corruptos afamados que nobles periodistas marginados. De todo un poco en la esfera nacional: algunos informadores asesinados por su honestidad, otros desaparecidos por sus nebulosas transacciones, algunos más indemnes por su indiferencia social, aquellos en la búsqueda incierta de la escala monetaria. No todos los periodistas, en efecto, lo son por convicción. Y así como los hay fanatizados (no van a dejar de sorprenderme nunca, por ejemplo, los encabezados de los diarios deportivos que animan a los futbolistas o a los boxeadores a eliminar a sus contrincantes en un fervor patriótico indecible. ni voy a dejar de asombrarme, jamás, al mirar todas esas publicaciones alimentando la industria del espectáculo, como si fueran parte inherente de ese negocio), también los hay partidarios (politizados irredentos que practican su periodismo de manera escandalosamente parcial) y abusivos, y ensordecidos, y voyeuristas, y, sí, democráticos.

    Pero una cosa es cierta: si el periodista no está armado con sus letras, no es periodista. Porque allí tenemos, en nutrido grupo, a los infatigables locutores pavoneándose de periodistas cuando lo único que hacen es hablar, hablar, hablar, hablar. y a veces desordenadamente. ¿Es periodista Mariano Osorio por el solo hecho de estar detrás de los micrófonos? ¿Por haber leído noticias frente a las cámaras es Dolores Ayala una periodista? ¿Por tener una columna semanal en El Universal es periodista Cuauhtémoc Blanco? ¿Por qué El Universal desplegó en su portada la incorporación a su plantel de una locutora deportiva como Inés Sainz, convirtiéndola de súbito en periodista cuando en la televisión sus propios colegas la consideraban sólo una bella entretenedora más? ¿Son periodistas los académicos que inundan las páginas de los diarios con sus comentarios aleccionadores sobre la práctica periodística sin haber llevado nunca a la práctica sus sólidos conocimientos teóricos sobre la prensa? ¿Son periodistas todos los blogueros que llevan a sus sitios las opiniones suyas sobre el comportamiento general de la prensa? ¿Quién es periodista y quién no? ¿Y si yo finalmente no lo soy, aunque me lo crea?

    Por eso hablo de mis vivencias y de los decires en el periodismo. Son cosas que he mirado, oído, olido, percibido. Asuntos donde yo he estado, donde me han involucrado, donde he participado. Quizá para reafirmarme que sí soy periodista, aunque no lo sea. Y dado que ahora la situación periodística ha cambiado, o se empeñan en cambiarla los propios periodistas, ya que hoy es común mirar, más que el presente, hacia el futuro (los libros van a desaparecer, la prensa de papel se está extinguiendo, la escritura se acorta, los mensajes son los medios), las coordenadas para hablar de este oficio, sí, ya son otras: metodologías transformadoras para los nuevos medios. Hay que reconocer, ni modo, que el triunfo de la televisión (es decir, de la visualidad apresurada) ha obligado a las empresas informativas a, digamos, renovar sus papeles periodísticos incorporándose a las tecnologías de lo inmediato: ¿qué medio no tiene ya su propio canal televisivo, sus pautas de Internet, sus personales concepciones electrónicas?

    En este libro hay una palabra que merodea constantemente en los cinco capítulos: mezquindad, porque gira en torno de la condición humana. Si en la familia ocurre, si el hermano, o el tío, o la prima, o la madre, o el abuelo han hecho una mala jugada, o dicho un improperio, ¿qué no hace el mundo del entorno que no lleva nuestra sangre? Cuento sólo unas cuantas cosas no con la intención de abrumar a la gente, sino para que sepa que el orbe de la información es, asimismo, una constelación de nimiedades, voracidades, injurias, codicias, despechos, miserias, egolatrías, envidias: un espejo de la vida misma. Por supuesto que los años que tengo trabajando en la prensa —cuatro décadas cumplidas en este 2012— han sido de vaivenes indescriptibles, desde la alegría más cósmica hasta el sórdido hundimiento, donde no han faltado descubrimientos pasionales y una certeza amorosa, placenteros encuentros de amistad, hondas admiraciones, satisfacciones escriturales; pero también he visto de cerca a la muerte ya en aterradoras amenazas o en capturas impensables; he sido excluido gravitacionalmente de los corros literarios por mi rechazo a los sectarismos; he tratado de ser yo mismo a lo largo de estos cuarenta años de trabajo pertinaz e insaciable. Desde muy joven, laborando en las grandes redacciones de prensa, vi atrocidades de editores y de patriarcas periodistas que no admitían rivalidades en su camino; pero también he contemplado generosidades de personas superiores que nunca extraviaban su humildad. He mirado a informadores congraciarse con sus victorias diminutas que los han enriquecido momentáneamente para luego hacerlos desaparecer de los medios, y he observado a numerosos Pirros divertirse y enmuinarse con sus abultadas batallas desiguales y alegóricas. Pirros que van y vienen en la prensa como hormigas en sus multiplicados hormigueros.

    Pero eso no ha modificado la bella visión que tengo del oficio: el periodismo, sí, lo ha sido todo en mi vida. Y aquí dejo, lector, algo de ella en estas páginas.

    Prólogo

    Desglosar con esmero las canciones de Cohen y de Dylan.

    Desde el principio de mi carrera escritural, casi diría que de manera paralela, he visualizado el apogeo de la mezquindad, razón por la cual, creo, trato de mantenerme a una prudente distancia de esta perentoria calamidad.

    En cuanto incursioné en el periodismo roquero, en 1972 a los diecisiete años de edad, comencé a sentir en mi entorno feroces anomalías en la profesión. Por ejemplo, el director de la revista Dimensión, Daniel Castro del Valle, mirando que no se me pagaba un quinto por mis colaboraciones, me envió directamente con la jefa de Prensa de la compañía Polydor, María Esther Bordoy, para que me otorgara un disco de Uriah Heep (el longplay intitulado The Magicians Birthday).

    —Lo comentas y te lo quedas —completó Castro del Valle, lo que me pareció una insólita generosidad de su parte.

    Eso hice.

    Y vaya que me sentí por fin estimulado. Un estudiante del Colegio de Ciencias y Humanidades, como lo era yo entonces, no podía comprarse ni un elepé, de modo que la compensación me pareció maravillosa.

    Pero, apenas salió publicado el texto, el jefe de Redacción, Eduardo Álvarez, me llamó para preguntarme cómo conseguí el disco: si alguien me lo había dado en la oficina, o me lo habían prestado, o si yo lo había comprado.

    Le expliqué, y creo que hasta cierto punto con un indecible entusiasmo, la maniobra de Castro del Valle para poder proporcionarme el material.

    —¡Entonces el disco es mío! —dijo, exaltado, el buen Lolo, que con ese apelativo firmaba sus artículos—, ¡devuélvemelo!

    Fue a hablar con el director de la revista para advertirle que nadie más que él estaba autorizado para recoger discos de aquella empresa fonográfica. Se hicieron de palabras, pero Castro del Valle acabó dándole la razón a su subordinado.

    Y yo, al siguiente día, le entregué en sus manos el disco, con la suya conservadora y pusilánime cantaleta y ésta es la última vez que te apareces por esa compañía porque de lo contrario, etcétera.

    Cuando dirigí la revista México Canta, hacia 1975 o 76, pronto me percaté —yo cursaba los primeros años de Comunicación Gráfica en la unam— de la mala hechura del diseño de la publicación y la ausencia de incentivos escriturales, de ahí la inobservancia de la corrección estilística y los magros sueldos de los colaboradores. Y heme aquí armándome de valor para confrontar al dueño de la Editorial Latinoamericana, René Eclaire, no sin antes hablar con los redactores de la revista para plantearles mi postura y escuchar su opinión. Me alentaron. Estamos contigo, pase lo que pase, no te dejaremos solo, me dijeron. Y pedí hablar con Eclaire, quien siempre parecía estar contrariado.

    Recuerdo a la perfección la escena, como si hubiera sucedido ayer mismo.

    Le hice ver mi desacuerdo con la calidad de la impresión, le pedí refuerzo en la secretaría de redacción, un monto un poco más ampliado para mejorar la distribución monetaria entre los colaboradores y...

    Me detuvo en seco.

    —No me vengas con niñerías y ponte a trabajar —dijo, ni siquiera mirándome a los ojos.

    Eclaire estaba en calzoncillos, cómodo en su amplísima oficina.

    Le dije que si no atendía mis inquietudes renunciaba a la dirección de la revista.

    Allí fue cuando por fin posó sus ojos en los míos.

    —¡No, no renuncias! —gritó, dando un puñetazo en su escritorio, poniéndose de pie; sus calzoncillos eran rojos—, ¡yo te despido en este preciso momento!

    Salí desconcertado de aquel inmenso cuarto sólo para contarles a los redactores el aciago suceso, y su respuesta, colectiva pero súbitamente uniformada, me dejó atónito y perplejo:

    —Lo sentimos, Roura, que te vaya bien, nosotros nos quedamos, a ver a quién le toca ocupar tu lugar...

    Con esa inesperada mezquindad, ¿para qué los quería yo como amigos?

    Recuerdo a aquella bonita periodista, chihuahuense, que empezaba a desplegar sus alas en el reporterismo nacional sobre todo por su linda silueta, que se me acercara, radiante e iluminada, para proponerme algo incierto:

    —Soy tuya por cada cigarro de mariguana que me consigas —dijo, la voz empalagosa, o sedienta, o reseca por la falta de.

    Enmudecí.

    —Tú eres roquero —añadió—. Los puedes obtener sin problemas. Mírame y empieza a disfrutarme ya.

    Se equivocaba completamente. Ella no lo sabía, como sí todos los músicos de rock del país, pero yo no era, no fui nunca, afecto a esas sustancias.

    —¿No resulta lo mismo si abono unos Delicados con filtro? —le pregunté, aterrado, mirando el comienzo de su copioso escote.

    Me retiró en definitiva la palabra. Y fue en busca de otro reportero, éste sí bautizado por la chamana María Sabina, quien la encaminara (el reportero a la reportera, no María Sabina a la bella chihuahuense, que ya hubiera querido sus dones —los de la Sabina, aunque probablemente también la Sabina los suyos, es decir poseer las perfectas ondulaciones de la chihuahuense—, y quién sabe qué jubilosos estertores habríamos concebido en la sierra maza- teca) a los delirios de la ficción periodística hasta hacerla desaparecer (a la reportera, no a María Sabina) por completo del medio de las comunicaciones.

    Yo, entonces, me puse a desglosar con parsimonia e inusual esmero las complejas canciones Suzanne de Leonard Cohen y Like a Rolling Stone de Bob Dylan.

    Comenzaba, apenas, a caminar en los caminos de la prensa nacional.

    Capítulo Uno. Decires

    Ronda 1. Cochupo

    México corrupto. Se dice incluso que tal aseveración es de por sí una redundancia. A pulso se ha ganado esta clasificación. En varios lugares del mundo de habla hispana, como en Argentina y en algunas zonas de España, el nombre de la nación ha derivado, por lo mismo, en un ingrato verbo: mexicanear, que en su colorida acepción puede significar transar, delinquir, despojar, estafar, malversar, escamotear, rapiñar o sobornar, según la situación. En su libro Plata quemada, editado en España y llevado al cine, el argentino Ricardo Piglia relata los sucesos posteriores a un asalto bancario. Los ladrones, emboscados, hablan entre sí. Se confiesan sus cuitas. Nando era el estratega. Sus contactos son múltiples y había establecido los nexos para el repliegue y la fuga después de la operación —narra Piglia—. Conocía a todo el mundo, sabía cómo moverse. Obtendría los documentos falsos, el embarque, los contactos uruguayos, un embute y la reventa del material. Era el nexo de todo el que quisiera cruzar en secreto al Uruguay. Pero había que resolver muchos problemas antes de moverse. Y Nando no estaba de acuerdo con mejicanear a los policías y a los entregadores del asalto. Ahí está el descastado verbo, tan transparente y explícito como un niño sorprendido ante la desmesura del mar.

    Se dice, aquí y allá, en repetidas ocasiones, bajo diferentes ángulos, que México es como es: naturalmente corrupto, porque su destino ha estado signado así desde su refundación en la época colonialista. Conquistar otorgaba primacía al vencedor para la ocupación y explotación de la tierra —dice Ethelia Ruiz Medrano en el tercer fascículo, de cien, de la Gran Historia de México Ilustrada, coeditada por Planeta, Conaculta e inah—, pero también podía significar el enriquecimiento rápido y la vía para obtener honores por una fortuita conjunción de fuerza y valor en la batalla. Acumular riqueza a través del botín era parte de la conquista, así como ganar por las armas un señorío con gran número de vasallos, sin por ello pretender la posesión de la tierra, sino sólo mandar sobre ellos. Después de la masacre a los pobladores de Tenochtitlan, los conquistadores tuvieron el camino libre hacia la consolidación económica. Los inicios del sistema de encomienda en Nueva España nos llevan al año de 1523 —dice Ruiz Medrano—. En ese entonces, el emperador Carlos V especificó mediante las instrucciones que envió a Hernán Cortés, como gobernador de Nueva España, que quedaba prohibido encomendar a la población indígena. El monarca declaró que los indios eran libres vasallos de la Corona, y como tales no debían ser encomendados a particulares. Esa decisión se debió en gran medida a la desastrosa experiencia colonial antillana. Sin embargo, Cortés desobedeció esta orden e inició el reparto de los pueblos de indios entre los miembros de su hueste. Este acto se considera como el primer desafío de los intereses encomenderos en contra de la Corona. Para Cortés estaba claro que sin asiento (establecimiento) no había una buena conquista, y si la tierra no era conquistada, la población no podía ser controlada y sin control no había riqueza.

    Ya entonces, procedente de España, la corrupción se fincaba en los terrenos fértiles de los antiguos aztecas. Desde sus días en Coyoacán, con plena conciencia de la situación, Cortés designó a un español como encomendero en cada señorío o pueblo de indios, y en ciertos casos se designó a sí mismo —cuenta Bernardo García Martínez en el segundo fascículo de esta crónica mexicana—. Algo más de quinientos encomenderos fueron nombrados de este modo. A estos encomenderos, en su mayor parte soldados burdos, fanáticos, ambiciosos e inmaduros, correspondió llevar a la práctica la realidad cotidiana de la recién inaugurada dominación española. Cada encomendero habría de encargarse de mantener en su señorío, es decir en su encomienda, la funcionalidad de la relación establecida así como de atajar cualquier insubordinación o disuadir la resistencia, y en pago de sus servicios podría quedarse con el tributo de ese particular señorío. El encomendero recibía así diversos productos, además de que podía disponer de gran número de trabajadores casi para lo que quisiera. Pero estaban, cómo no, los omniscientes caciques. Los españoles no descuidaron el importante detalle de halagar a señores y nobles, ni a sus calpixque o cobradores de tributos, facilitándoles ciertos símbolos externos de prestigio (espadas, caballos, etcétera) y al parecer otorgándoles (o incitándoles a tomarse) una mano más libre que la que antes habían tenido para servirse de los recursos de sus propios señoríos o de los vecinos —dice García Martínez—. Casi todos los testimonios de la época coinciden en señalar el inmenso poder de que gozaban los caciques. Años después, y con el respaldo de una presencia española aún más fuerte en Nueva España, pudieron los encomenderos imponer sus deseos aun a contrapelo de la voluntad de los líderes locales. Fue entonces, cerca de 1530, que muchos de ellos se convirtieron en tiranos que no dejaron pasar ocasión de abusar de su poder. Pero, se pregunta García Martínez, ¿no ha sido siempre así la política?.

    Es una cosa normal, pues, este asuntillo de la corrupción. En esta misma colección bibliográfica se transcriben los apuntes que notificaban de los sucios manejos del virrey Antonio de Mendoza, el primero que se enviaba desde España en el año 1535, cuyo reinado duraría exactamente tres lustros. En 1546 se hicieron cargos en su contra, mismos que fueron enviados a su majestad Carlos V. Dicen las denuncias: Que ha recibido algunas dádivas y presentes, como es que recibió de Gerónimo López, vecino y regidor de esta ciudad, un caballo castaño, y de Francisco de Solís otro caballo castaño que se llama Solís, y de Juan Jaramillo recibió otro caballo, y de don Luis de Quesada otro, y del comendador Cervantes otro caballo, y del marqués del Valle recibió seis potros, y de Alonso de Mérida mucha cantidad de pescado de Metztitlán. Asimismo, que habiéndole Su Majestad hecho merced de dos mil ducados de oro de Castilla para salario de la gente de guarda de su persona, que había de traer y tener, no la ha tenido, y [se] ha llevado los dos mil ducados en cada año después [de] que vino a la tierra. Es decir, que don Antonio de Mendoza se los apropiaba. Para decirlo sin reticencias: se los transaba. Cochupos magníficos. Pese a estas advertencias, el Rey todavía lo dejó en la silla del virreinato por otros cuatro años más, hasta 1550.

    La costumbre colonial, con el paso de los años y los siglos, se ha hecho ley, al grado de que estos cochupos, prebendas, chayotes, embutes o sobornos son vistos, hoy, como algo natural. Por eso cuando una persona es nombrada dentro del gabinete presidencial para ocupar un importante cargo, el afortunado y respetable ciudadano elegido sabe que, durante un largo periodo (¡y cómo se perpetúan en las nóminas, caray, en una eficaz enseñanza que el pri estableció durante sus siete décadas de reinado político!), su situación financiera estará a salvo. Servicio público significa dinero, no responsabilidad social. Desde hace medio milenio, los cochupos (y los encomenderos, los caciques, los corregidores, los virreyes, los gobernantes, los diputados, los senadores, etcétera, siempre se encargarán oficialmente de desmentirlo) son elemento inherente, pieza integradora, ingrediente primigenio, de los gobernantes a costa de sus gobernados.

    ¿Y los periodistas?

    Ninguno acepta sobornos. Eso dicen, por lo menos, todos y cada uno de ellos, aunque se los mire con mansiones dimensionadas (hay quienes tienen, lo juro, un breve río ornamentado en sus amplios jardines para recorrerlos lentamente mientras conversan a profundidad con el político invitado) o los observe el espectador desde la sala de su casa entrevistando, con zalamería, al presidente en turno. Hay quienes asesoran a funcionarios o quienes doble- tean el sueldo trabajando en subsecretarías o escribiendo textos para discursos o traduciendo al inglés peroratas oportunistas (¿no todas las peroratas son oportunistas?). Una vez, el líder de los músicos del Distrito Federal, Venus[tiano] Rey[es] —ya fallecido—, me ofreció una casa en la colonia que yo quisiera (amueblada incluso, con carro en la puerta) siempre y cuando dejara yo de escribir las pendejadas que estaba apuntando acerca de sus tradicionales corrupciones para mantenerse como dirigente sempiterno en el sindicato. Ignoré su oferta, lo cual hizo que su encono estallara contra mi persona. Eran los viejos tiempos del unomásuno, hacia principios de los ochenta del siglo xx.

    —Muchos de sus colegas —me dijo Venus Rey, tras sus lentes oscuros que impedían siempre mirar sus ojos— aprecian mis promesas, porque saben que las cumplo.

    Cuando cuento la anécdota, varios periodistas me contestan —en serio, sin bromas, curiosos, sorprendidos, enfáticos— que cómo fui capaz de desperdiciar esa oportunidad de hacerme de una magnífica propiedad. Una sola vez ocurre eso en la vida, a veces, me dicen, reprochándome mi ingenua actitud, misma que, pobre de mí, aún mantengo.

    Primera parte

    Caminar sobre cuerdas flojas en callejones estrechos

    Son apenas las cuatro y diez de la tarde

    Viene un periodista y le dice a otro periodista:

    —¿Saber escribir te hace periodista?

    El otro periodista queda callado. La pregunta lo desconcierta, porque no sabe qué contestar. Nunca nadie antes lo ha cuestionado en esos términos. Además, él está consciente de que no sabe escribir; pero sólo él, su editor y el corrector tienen conocimiento de su estropicio escritural. Ni su mujer tiene idea de que él no sabe escribir. Entre otras cosas porque jamás lo lee. Sólo sabe, su mujer, que su marido es afamado y que va a desayunar y a cenar con funcionarios de alta envergadura, y que ese solo hecho lo hace importante. Sólo el periodista sabe que él está dentro de ese setenta y dos por ciento de la población mexicana que no compra un solo libro al año, y que tampoco lee uno solo en doce meses. Ya no digamos, como el promedio general nacional, que lee dos punto nueve libros al año (es decir, ni tres; vaya uno a saber por qué nunca terminan los mexicanos de leer el tercero, pero eso constatan las estadísticas, y hay que creerlo).

    No. No lee ni uno. Sin embargo, ha ganado dos premios nacionales de periodismo, y recurren a él en las entrevistas básicas los sobresalientes conductores de los distintos medios electrónicos. Una vez, incluso, fue llamado por Carmen Aristegui para despejar ciertas dudas sobre algunos problemas educativos. Y todos los radioescuchas lo oyeron como si se tratara de un sabio intelectual. Tampoco asiste a foros teatrales, ni a ningún concierto de música clásica, ni sabe lo que es el ballet contemporáneo. Una vez estuvo de acuerdo con Héctor Aguilar Camín cuando éste regañó a Víctor Roura por no querer incluir, el tal Roura, en la sección cultural de La Jornada, de la cual fue su primer editor, textos sobre el cine sobado hollywoodense.

    —No estaría mal hablar sobre KarateKid, una grandiosa película —dijo Aguilar Camín a Roura, comentario que Roura ignoró por completo, dándole la vuelta al asunto, pero que irritó a aquel periodista, lisonjero como es, aduciendo que hiciera caso de la invaluable aportación de Aguilar Camín, diciéndole que la cultura era lo que indicaban los avezados teóricos de la cultura orgánica, no lo que suponía la gente de la calle, ni los periodistas aislados de los circuitos cupulares.

    El periodista le dio vueltas en su cabeza a la pregunta (¿saber escribir te hace periodista?). Se mordió los labios. Hacía tanto tiempo que no escribía nada, sino sus textos los escribían jóvenes que trabajaban en torno suyo, que no supo qué contestar. ¿Era periodista porque sabía escribir? ¿Esa pregunta puede equipararse con esta otra: ¿Es usted músico porque sabe tocar música? Él conoce a varios músicos que son famosos pero nunca los ha visto hacer música. Es más, él sabe que hay músicos que no saben tocar ni correctamente la puerta de su casa. ¿Entonces? ¿El periodista lo es porque sabe armar su escritura? La última vez que fue a una audición musical se quedó tan profundamente dormido que los jazzistas, cuyos nombres no recuerda, no pudieron durante gran parte de su concierto disminuir el sonido de sus ronquidos —los del periodista— a pesar de la fuerza gravitacional de su saxofón. Y si él asiste a conciertos que lo aburren, a pesar de que los músicos en la escena son supuestamente deslumbrantes, ¿no un lector entonces tiene que comprender que no necesariamente un periodista debe de entender de lenguaje y de dicción y de ortografía y de acentuación y de sintaxis (o sintacsis, ya finalmente con esta renovada Academia de la Lengua da lo mismo) para llevar a cabo su oficio, un oficio al que cayó de manera circunstancial, no elegida? Pero, bueno, esas situaciones sólo le competen a él, no a su público, que siempre que lo escucha cree estar escuchando a un enviado de Dios para situarse en el Cuarto Poder.

    ¿Qué lo hace, pues, a él ser un periodista? Sabe muy bien, porque las conoce muy bien, que hay periodistas atractivas, que lo son por sus bien torneadas piernas, o por sus caderas volcánicas, o por sus pechos por donde se arrojarían algunos desquiciados. Pero ésos son problemas que no le incumben a él. Una vez conoció, sí, a una guapa mujer consentida en una área periodística sin que él supiera las razones de los mimos sucesivos por parte de la dirección hasta que, ¿pero cómo no pudo percatarse de tal argucia?, descubrió que era la querida de un alto ejecutivo. Y ella escribía muy bien, pero nadie la respetaba en la redacción por su delito de amar ella a quien amaba. Y cuando la dejaron de amar, aunque siguió siendo muy buena escritora, simplemente ya no fue la buena periodista que era: se diluyó entre las páginas del diario hasta desaparecer por completo. Hoy atiende una paletería, con la misma gracia con que despachaba sus entregas informativas. ¿Y por qué él era periodista si no sabía escribir? ¿Un periodista lo es por el solo hecho de saber escribir? A él le estaban haciendo la pregunta, incómoda pregunta ciertamente; pero tenía que responderla. Decir algo, por lo menos.

    —¿Y cómo sabes que sé escribir? —contestó, por fin, luego de un cauto silencio.

    —Porque te leo —contestó el interrogador.

    supo el periodista que su secreto sería nada más suyo, porque ni el editor ni el corrector lo revelarían. Así que se sintió de nuevo seguro, hinchó el pecho, se enorgulleció de su fama y engoló su voz, esa voz que se oye casi a diario en la radio, y susurró lentamente, como para que las palabras no se las llevara con prontitud el viento:

    —Pero no sólo dependo de la escritura para ser periodista —acotó, casi saboreando su retadora frase.

    entonces viene otro periodista, que alcanzó a oír la incompleta fulgurante sentencia, y pregunta, no sé si de modo ingenuo o de forma altanera, seguramente conducido por la envidia que le provoca la relativa superioridad de su colega:

    —¿Lo complementará, acaso, su cordialidad política con Dios y con Luzbel?

    el periodista se da la vuelta porque no va a responder tal impertinencia. ¡Son apenas, carajo, las cuatro y diez de la tarde!

    Dudas y yerros como peregrinos en el amanecer

    El domingo 4 de abril de 1999, el entonces gerente mexicano de la editorial española Alfaguara, Sealtiel Alatriste, en un artículo periodístico —con gran despliegue por parte del periódico Reforma, tal como se acostumbra en ese diario cada que publica un texto de una gran contratación, que es decir un prestigio bien pagado— recordó a Guty Cárdenas en un aniversario más de su infausta muerte. Apuntó que el compositor meridense había sido asesinado en La Ópera, bar que, hoy en día, según Alatriste, incluso muestra en su interior aún las huellas de aquella tragedia.

    Pero Sealtiel Alatriste cometió varios yerros.

    Salvador Morales indica en su libro Auge y ocaso de la música mexicana (Contenido, 1975): El 5 de abril Guty Cárdenas salió precisamente de la xew al terminar el programa y se dirigió al Salón Bach, un famoso bar de la avenida Madero. En un reservado lo aguardaban tres amigos: Rosa Madrigal, hermosa aspirante a estrella de cine, Arturo Larios y Tranquilino Murillo. Pocos minutos después se unieron al grupo dos españoles: José Peláez Villa y Jaime Car- bonell, el Mallorquín", este último cantaor de flamenco.

    "En un momento dado, Guty pidió al Mallorquín que cantara algo y se ofreció a acompañarlo con la guitarra. Cuando terminó la interpretación, todos aplaudieron excepto Peláez, quien dijo al yucateco que no servía para el cante. La expresión despectiva y el alcohol provocaron la cólera de Guty, que retó a golpes al hispano. Tranquilino Murillo, sabedor de que ambos acostumbraban andar armados, intervino para evitar el pleito. Logró que el cantaor y Peláez se retiraran a la barra, pero Guty los siguió enfurecido.

    "Peláez recibió al compositor con un botellazo en la cabeza y Guty, tambaleante, sacó su pistola y disparó tres veces: los dos españoles cayeron heridos. Pero en ese momento entraba al bar Ángel Peláez Villa, hermano del herido, y al ver lo que acontecía vació su pistola sobre Guty. Éste cayó con cinco impactos en el cuerpo. Rosa Madrigal se arrodilló ante él.

    "—¡Dios mío, lo han matado! —gritó.

    Eran casi las 12 de la noche del martes 5 de abril de 1932. Augusto Cárdenas Pinelo había muerto instantáneamente.

    Los disparos a los que se refiere Alatriste en La Ópera son la huella de la presencia de Pancho Villa en ese bar, pero ésa es otra historia.

    Carlos Fuentes, en Los años con Laura Díaz (Alfaguara, 1999), escribe que Juan Francisco López Greene, el que sería el marido precisamente de Laura Díaz (casados en un juzgado de Xalapa el 12 de mayo de 1920), era poderoso, era torpe, era delicado, era distinto y era amigo, además, de Xavier Icaza a quien, dice Fuentes, por escribir poesía vanguardista y relatos picarescos lo llamaban futurista, estridentista, dadaísta, nombres que nadie había oído mentar en Veracruz.

    Pues es probable, sí —¿debido al regionalismo aculturizado de Vera- cruz?—, que nadie (¡nadie!) en el puerto hubiese oído hablar en 1920 del dadaísmo, corriente instalada de manera oficial en 1917 con la aparición de la revista Dadá que dirigía Tzara, ni del futurismo, que surgió en 1909, pero lo que sí era seguro es que nadie (¡ahí sí nadie!) había oído mencionar la palabra estridentista, porque el movimiento se institucionalizó, éste sí en México, un año después —en diciembre de 1921— de la fecha en que data Fuentes su capítulo histórico.

    Pero son minucias, y lo son porque quienes cometen estos equívocos son personalidades que no yerran, aunque yerren. De este modo se maneja el ámbito cultural. Por lo mismo, cuando Gabriel García Márquez, por ejemplo, ofreció una sonada conferencia magistral en Zacatecas, en abril de 1997 durante el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, donde dijo, humorísticamente (incluso con sorna y guasa), que lo de menos en un escritor era su ortografía, de inmediato surgió un sinnúmero de artículos de intelectuales rigurosos, y rígidos, que analizaron el profundo análisis literario del Nobel colombiano.

    Quien ya es Alguien (con mayúscula, sí) en el medio intelectual tiene derecho a decir lo que sea, y también a equivocarse, y todos harán el papel de distraídos para no turbar, con sus impertinencias, a las insignes figuras. Una vez, acaso hace ya dos décadas, Víctor Flores Olea, entonces presidente del Conaculta, arribó a Cancún para inaugurar un festival de cultura afrocari- beña. En el momento del discurso de apertura, el funcionario declaró que para él era un honor estar en esa hermosa ciudad de Querétaro...

    El público se turbó, pero nadie hizo nada para corregirlo.

    Sólo un cercano suyo, en la mesa, se acercó a Flores Olea para indicarle que en realidad estaban en Quintana Roo.

    Flores Olea, confundido, todavía dudó:

    —¿No estamos en Querétaro? —preguntó a su confidente, pero su voz, clara aunque titubeante, se oyó por el micrófono.

    Hubo un escalofriante silencio, que fue roto por simpáticas risillas de complacencia de algunos intelectuales que acompañaban, en la mesa de honor, al egregio presidente de la cultura mexicana, y el discurso, luego, transcurrió sin tropiezos.

    Nadie volvió a tocar más el tema.

    Porque, aunque se equivoque, el intelectual de prestigio no comete equivocaciones.

    Ya otros disculparán sus yerros.

    José Emilio Pacheco, para disculpar los errores de Fuentes, dijo que el novelista estaba en su derecho de tergiversar la historia, si así convenía a sus intereses literarios.

    Total.

    Ahora resulta que Guty Cárdenas murió en La Ópera, pero lo mismo pudo haber sido asesinado en La Taberna de la Pensil.

    Los literatos, los de prestigio, tienen el privilegio de confundirse pero jamás notarlo.

    Porque las personas vivimos con el sagrado defecto de no señalar, cuando los vislumbramos, los yerros ajenos de figuras afamadas o mediáticas, de manera que, cuando estamos frente a alguien a quien criticamos con sorna a sus espaldas, lo saludamos con aprecio como si nos hiciera mucha falta en nuestras vidas. ¡Pero, por el contrario, cuán sencillo es vituperar a quien no es respaldado por los emporios televisivos y las multinacionales periodísticas! Así de inefables son los tamaños de la hipocresía y la vileza humanas, donde la ética viene a ser ya una parte diminuta intercambiable del decorado, no la suprema coraza con la que el hombre se guía.

    Por ejemplo, cuando en noviembre de 2010 asistí a una mesa redonda sobre periodismo cultural dije, entre otras numerosas cosas, que a los participantes mexicanos no se los estimulaba del modo como nutrían a las personalidades extranjeras, y mencioné a Almudena Grandes, quien ofrecería una conferencia magistral al cierre del citado coloquio (visita, además, que le sirviera de aparador frente a un sector exquisito de colegas suyos mexicanos que, al año siguiente, la premiaran con dos galardones: el Elena Poniatowska y el Sor Juana Inés de la Cruz por un solo libro: Inés y la alegría, proeza que le redituara en menos de dos meses algo así como setecientos cincuenta mil pesos). Nadie en ese momento dijo nada; pero más tarde, durante la siguiente sesión, y ya no hallándome en ese sitio, alguien de la organización dijo, en una aclaración jamás solicitada, que la Grandes no cobraría un quinto por la dicha ponencia, tal como se había mal mencionado en el curso de la anterior charla.

    ¿Y por qué no refutarlo en el instante mismo de la impertinencia? Porque vivimos, ya lo he dicho, con el sagrado defecto de lacerar a los que se sabe dependen nada más de sí mismos. Aunque yo habría respondido, por supuesto, la intemperancia referida: ¿no era un aliento ya por sí mismo el puntual y excesivo pago de los viáticos, del hospedaje, de la alimentación y del vuelo aéreo? Sumado todo ello (recuérdese que la Grandes vive en Europa), la retribución pecuniaria a los participantes nacionales (cuatro mil pesos) sencillamente era —fue— una insignificante porción de lo invertido en la gira de la escritora española. Pero nadie me lo dijo de frente. Porque las voladas siempre se aprecian y se pueden discutir mejor en ausencia de los errados, obviamente.

    Las entrevistas que realiza cotidianamente Carlos Loret de Mola, el modelo mediático en varias escuelas de comunicación, son, ni modo, precisamente lo contrario a lo que debe considerarse una buena entrevista periodística. ¿Alguien se lo hace saber? No. Mucho menos en su empresa. Recibe, en cambio, palmadas y efusivas felicitaciones. ¿Alguien le ha dicho a Loret de Mola que, así como para diversos profesores de teoría periodística es el preclaro ejemplo de buen entrevistador, para otros varios maestros de periodismo, éstos sí asentados los pies en la práctica —¡cómo abundan, Dios, los educadores teóricos que no han pisado jamás una redacción periodística!—, su método es asaz azaroso y fiscalizador? Su entrevista con Kalimba —asediándolo a que le dijera si había gozado haciéndole el amor a la jovencita que lo demandó de violación, pena por la que fuera finalmente exonerado el cantante radiofónico— fue una buena muestra de lo que no se debe hacer durante una entrevista. Antológica para el periodismo errado.

    ¿Alguien le ha dicho, por otra parte, a Carmen Aristegui que mientras hace una buena entrevista sus banners televisivos están escritos con pésima puntuación, con faltas ortográficas e incluso desorientación sintáctica? ¿Alguien le ha hecho ver a Joaquín López Dóriga que no puede nunca compararse con un periodista de a pie por sus diversos intereses pecuniarios y políticos contraídos debido a su millonario compromiso

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