Mistela con Aristóteles
Por Isabel Camblor
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Alicia, una joven catalana que trabaja como taxista en Madrid, adquiere la capacidad de captar telepáticamente pensamientos ajenos cada vez que le viene la regla. Durante mucho tiempo ha convivido con esta sorprendente habilidad sin demasiados problemas. Pero tras el atropello involuntario de unos motoristas, se verá involucrada, de la noche a la mañana, en una conspiración criminal que aparentemente no existe.
"Mistela con Aristóteles" es una inteligente comedia urbana de intriga en la que, a través de diversos personajes cuyos destinos terminarán por entrelazarse, Alicia descubrirá su propia singularidad, sin complejidades y su identidad sexual: se descubrirá a ella misma, en definitiva. Su inagotable sentido del humor y una trama tan sorprendente como perfectamente hilvanada fueron reconocidos por el jurado del IV Premio de Novela Río Manzanares.
Isabel Camblor
Isabel Camblor nació en Madrid, vivió su infancia y adolescencia en Tarragona, y cursó estudios universitarios en Alicante. Actualmente reside en Madrid. Licenciada en Filosofía y letras con estudios de posgrado en Psicología Clínica, ha estado muy vinculada al mundo de la docencia, asumiendo la gestión de numerosos proyectos educativos para diferentes organismos oficiales de Madrid. Ha colaborado con prensa y crítica literaria y ha publicado relatos y artículos en diversos medios desde 1998. Su primera novela, "Perdona el desorden" fue reconocida por el jurado del Premio «Joven y Brillante»; con "Mistela con Aristóteles" (Algaida, 2002) resultó finalista del IV premio Río Manzanares. Su tercera novela "Maldita Cenicienta" (Algaida, 2005) fue traducida al alemán, al francés y al rumano. Su cuarta novela "Dios es una dama con moño" fue publicada en 2008 por la editorial Planeta. Con "Memoria de la inocente niña homicida" (Pre-textos, 2012) ha sido galardonada con el XLIII Premio Internacional de Novela Corta «Ciudad de Barbastro».
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Mistela con Aristóteles - Isabel Camblor
Isabel Camblor
1ª Edición Digital
Febrero 2013
Smashwords edition
© Isabel Camblor 2002
© de esta edición:
Literaturas Com Libros
Erres Proyectos Digitales, S.L.U.
Avenida de Menéndez Pelayo 85
28007 Madrid
http://lclibros.com
ISBN: 978-84-15414-67-4
Diseño de la cubierta: Benjamín Escalonilla
Smashwords Edition, License Notes
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Índice
Copyright
Dedicatoria
I. Harry
II. Mijhail
III Los atropellados
IV El Madrid siciliano
V Cuatro vasos de mistela
VI Cuatro muertos
VII Mijhail y Nitzia
VIII Mistela, Dylan y Aristóteles
IX Un atentado
X Ojos cóncavos y ojos convexos
XI Martínez
XII Platón contra Aristóteles
Sobre la autora
A la memoria de mi Elisa.
A la imagen de mi hermano Pepe acunándola para ayudarla a morir.
A Alfonsito siempre.
I. Harry
Tengo que reconocer que yo me introduje en este Madrid caníbal a lo Paco Martínez Soria, con una idea muy endomingada y cateta, la que me procuraron unas instantáneas de polaroid que encontré en un envase de hojalata de Colacao, plagadas de fuentes presididas por dioses griegos y demás iconos cosmopolitas; de hecho yo creí en Madrid por su fotogenia y llegué a inventarme que uno podía camuflarse dentro de ella y hacerse invisible si le venía en gana, porque la versión que transmitían esas imágenes, algo coloreada por mi enorme potencial autosugestivo, tenía forma de hada madrina.
Concretamente me introduje por Atocha. Llevaba en el bolsillo una página extraída de tres dobleuves metromadrid punto es con un plano esquemático para moverse bajo tierra mediante líneas de colores. Era tan sencillo como subir por la azul, dirección plaza de Castilla, pero bajándose en Gran Vía, buscando entonces la verde, en dirección Canillejas, pero bajándose en Chueca.
Después de un primer paseo por los espacios grises del subsuelo madrileño con el consiguiente susto (y decepción: ni rastro de artistas ambulantes o violonchelistas del Este europeo con los que se supone tropieza uno solo dejarse engullir por las entrañas de la capital), puede decirse que consideré completada una especie de prueba de iniciación; ese microcosmos abarrotado de individuos anónimos me permitía hacerme una idea de cómo podría funcionar el Madrid abierto.
Recordando este principio de horror no puedo sino sonreír ante la pasmosa facilidad con la que me cuelo hoy durante casi siete horas cada día por entre los pliegues madrileños, con un R-21 Turbodiésel (esta puntualización debe constar siempre) pintado de blanco, con el que resuelvo fluidamente los nudos más enmarañados haciendo gala de una pericia propia de taxista madrileña de pura cepa, fenómeno que, todo hay que decirlo, frecuentemente me procura propinas nada despreciables.
Esta ciudad no tiene complejos, respira como si nada bajo una espesa capa de maquillaje negro, presume de rincones secretos, de abandonarse sistemáticamente a placeres espontáneos de ida y vuelta, de danzona. Y eso se contagia: yo también dejé atrás los complejos. En la estación de Atocha debí de dejarlos tal vez, el día que aterricé acojonadita en esta tierra de chóferes con la idea de convertirme en uno de ellos.
Harry me había advertido acerca del preocupante desdoblamiento esquizoide que sufren los madrileños, cordiales hasta decir basta, siempre y cuando se desplacen sobre sus propias piernas... que yo misma juzgara, dijo Harry, cómo era posible soportar la transformación que esta gente experimenta en el mismo momento en que pone un pie dentro del coche y una mano sobre el volante.
Harry era entonces el único conocido que tenía en Madrid —he dicho conocido, no obstante quizás resulta más apropiado utilizar la palabra amigo, que suena más benigna, aunque no se ajuste completamente a la realidad—, ya que tengo que admitir que en aquel momento fue el mejor árbol al que podría haberme arrimado; de hecho gracias a él se agilizaron de tal manera la locura de trámites administrativos, que conseguí empezar con el taxi en menos de un mes, un récord sorprendente, lo sé, aunque no vaya negar tampoco que en los procedimientos utilizados por Harry pudo existir alguna que otra irregularidad, pero no debe uno pretender que todo funcione con arreglo a derecho. Como bien dice Harry, aquí nadie lleva alitas pegadas al omoplato ni rasga la lira encaramado a una nubecilla, aquí las cosas van como deben ir, sin puñetas, y gracias a ello puedo yo ahora apoyar el culo en el asiento de mi taxi y no en un sillón del Instituto Nacional de Empleo. Debo decir que a mí nunca me ha gustado hablar así, decir culo me parece una ordinariez, hace un año hasta pompis me parecía vulgar, pero ya he explicado antes cómo el espíritu burlón de Madrid se contagia rápido; añadamos a esto el pormenor de que compartir piso con Harry cambia indefectiblemente a las personas, particularmente a las que provienen de un territorio de la calaña de Riudols, donde por no haber no hay ni taxis y solo los hombres tienen autorización para decir collons.
Debo decir que, aunque Harry y yo ahora nos soportamos bastante bien, hubo una época algo difícil. Cuando alquilamos el piso —un ático liliputiense en la calle Fuencarral: 60 m², dos habitaciones, aseo con dos tercios de bañera, y un hueco excavado en el comedor al que nuestra casera se refería tan frescamente como la cocina—, convenimos en la necesidad de limitar el cupo de visitantes con la finalidad de poder disponer de algo de intimidad, pero sobre todo sellamos un acuerdo por el que nos comprometíamos a no traer a dormir en ningún caso a una misma persona más de dos noches seguidas. Pues bien: no habían pasado ni tres meses desde el cierre de nuestro trato, cuando en casa ya teníamos instalado al nuevo novio de Harry, Pablo. Y para rematar la jugada, a ambos se les ocurrió la ingeniosa idea de tratar de embolsarse algún dinero descifrando tarots y practicando rituales esotéricos en la mesa del comedor; no solo tuve que soportar durante casi dos meses que el apartamento se convirtiera en un peripatético santuario con olor a incienso, sino que además sobre mis enclenques hombros se exigió que descansara durante este tiempo el peso del alquiler, luz, agua y gas, mientras Harry trataba de consolidar su nuevo negocio, que básicamente consistía en entregarse a una suerte de ritos corales cuya finalidad última era desintoxicar a sus pacientes de males-de-ojo mediante regateos con santos diversos, fundamentalmente San Judas Tadeo. Por supuesto agarré las maletas y traté de agarrar también la puerta, pero él, que no estaba dispuesto a dejarme marchar tan fácilmente (considerando que Pablo no pagaba alquiler y que la empresa no prosperaba), se avino a negociar. Logré que se replanteara la reducción de su jornada laboral, quedando a partir de entonces su agenda configurada de la siguiente forma: tres horas por la tarde para atender las gestiones santeras, la noche entera dedicada a ganarse el pan bailando sin camiseta en Papalaggi, y las mañanas para dormir. Me acusó de ingrata, materialista y cotidiana, de inadaptada, terrorista y pueblerina. Y su indignación todavía dura hoy, algo de lo más incómodo para ambos, por lo que de vez en cuando procuramos fingir que nos apreciamos: yo le tiño el pelo, él me dibuja un tatuaje con henna alrededor del ombligo, y durante unas horas el conflicto parece sobreseído, aunque los dos sabemos que la armonía durará solo mientras sus mengues espirituales le den permiso.
Con lo que no claudicó fue con lo de Pablo. Tuvimos una gran disputa por esta causa y al final cedí yo.
Puede decirse que poco a poco he ido acostumbrándome a Pablo, un pijo de diseño al que Harry había rescatado de las garras de Mirasierra, ultraeducado, no fumador, devoto adorador del cuerpo de su amado, un cuerpo que siempre observaba con placer epicúreo.
Las conversaciones de Pablo me parecieron desde el principio tan repetitivas y monótonas como las maneras nobles con las que las expresaba. Solían versar sobre los mismos temas y variaciones de estos: sus imperfecciones, sus tropiezos, su mundo recién descubierto, Harry, María —la novia abandonada, la novia que desechó para unirse a un hombre, a la que no había dejado de querer ya la que consideraba una versión femenina del propio Harry (el cual nunca se cansaba de escuchar referencias a la derrota de su rival y a su propia responsabilidad en el rumbo que había tomado la vida de Pablo)—. María y Pablo se habían conocido dos años atrás, en un garito con música de raíz. Pablo fue trabando unos lazos muy intensos con ella a lo largo de pocas semanas; sobre todo les había unido la devoción por un mismo tipo de música: una forma de blues sintético donde las cuerdas y los vientos se cruzaban en diálogos ininteligibles y acababan perdiéndose en un eco apenas perceptible por el oído de cualquier ser humano corriente, pero en el cual la pareja reconocía una belleza inconmensurable. Fue un enamoramiento racional, forjado a fuerza de afinidades, que comenzó con un enigmático aire de suspense y que fue concretándose lentamente a medida que uno iba adaptándose al otro. Durante dos años no hubo amor más correcto, mejor articulado, con mayor garantía de continuidad. Solo se debilitó al final, cuando, aprovechando un pequeño lapso de tiempo en el que, por un malentendido, la relación vivía un episodio con algo más de sombras que de luces, Harry acertó a pasar por allí colándose muy oportunamente por un resquicio de debilidad de Pablo y utilizando una técnica de persuasión de lo más rudimentaria: iniciarle en el rito del amor entre hombres, prometiendo todo pero sin acabar de saciarle. Así Pablo se quedó con una inquietud y, tratando de resolverla, abandonó a su novia, la bohemia enamorada de la música para virtuosos, y corrió a refugiarse en Harry, el fantoche enamorado de los encuentros con el más allá. Pablo, que nunca encajó muy bien en la calle Fuencarral, ni en Papalaggi, donde bailaba todos los fines de semana sin cobrar, solo por las copas y la compañía de Harry, andaba siempre buscando un hueco cerca de su enamorado para acurrucarse. Harry, por su parte, no dejaba de disfrutar encima de su pedestal, alimentando las ilusiones del otro con un coqueteo casi obsceno para embaucarlo, y sobre todo con su paternidad espiritual con la que lo envolvió siniestramente y con la que lo convirtió en su pinche cada vez que ejercía de médium para sacarse un dinero.
Pero no es conveniente ensañarse demasiado con el amigo Harry, puesto que ha llegado el momento de revelar mi propia miseria. Me veo obligada a hacer referencia a este punto —lo llamaré la cuestión de insurrección telepática cada vez que tenga que referirme a él—, pues considero necesario que se conozca para comprender cómo llegué yo a involucrarme en una situación tan absurda como la que acabo de vivir.
Empezaré por admitir que no dispongo de autoridad moral para censurar a Harry por sus escarceos con el más allá ya que, desafortunadamente, yo sí soy portadora de este inclasificable talento en el que preferiría no creer: ese insensato mundillo alternativo de lo oculto, el mismo que parece proporcionar sentido a la vida de Harry —aunque él sea perfectamente consciente de su fraude, esa es la gran diferencia—, se me presenta también a mí, sin previo aviso, manifestándose en forma de oráculo disuelto en migraña.
Sucedió por vez primera el día que estrenaba menstruación; quizás doce años sean muy pocos para poder digerir sin dejar secuelas este episodio, que se repite desde entonces regularmente: un dolor de cabeza rompedor hace acto de presencia de manera espontánea para anunciar que mi mente se dispone a convertirse en una improvisada pantalla sobre la cual se irán proyectando los pensamientos de cualquiera que me rodee. Para mayor gaita, con mi primera regla no solo adquirí esa irritante capacidad telepática que me empuja a robar cavilaciones ajenas en contra de mi voluntad; también apareció mi primera cana, y un primer acceso de meloso instinto maternal que aún estoy esperando que desaparezca, y por último un nuevo concepto de la cantidad que viene a conformar una ración prudencial de chocolate. ¿Traumática manera de iniciarse en la pubertad? No, no creo en los traumas. Simplemente una forma torpe y quizás poco práctica, pero que hasta mis treinta años no había sido motivo de ninguna angustia significativa; se trataba solo de un episodio cíclico, incómodo, molesto, sí, pero con el que yo ya había aprendido a convivir.
Hasta el mediodía del viernes veintisiete de julio de 2001.
II. Mijhail
El viernes es posiblemente el día de la semana más incómodo, laboralmente hablando, ya que suele ser un día en el que Madrid se encuentra bastante colapsado y además no cuento con clientes fijos, por lo que tengo que buscarme la vida y tratar de calcular, sirviéndome únicamente de lo que me vaya indicando la radio, cuáles van a ser las zonas más beneficiosas para circular y toparse con clientela potencial; no sucede lo mismo los lunes, martes y miércoles, porque esos días tengo operaciones concertadas y, aunque es cierto que me veo obligada a acabar la jornada como siempre, tratando de agenciarme clientes, dispongo del compromiso de tres fijos. De momento cuento con la chiripa de que la clínica de diálisis ubicada en El Pilar se encuentre transitoriamente metida en algún problema administrativo, coincidiendo esto con el hecho de que los hospitales del área están saturados, de forma que la Seguridad Social no ha tenido más remedio que asignar, temporalmente, a algunos pacientes con insuficiencia renal, una plaza en otros centros de diálisis situados lo suficientemente lejos como para que unos cuantos espabilados del gremio podamos explotarlo. A mí me han adjudicado tres enfermos renales que deben dializarse lunes, miércoles y sábados, y yo debo trasladarlos los dos primeros días. La Administración paga bien este trabajo; yo solo tengo que ir a recogerlos, cada uno a una hora convenida, a la Vaguada (Ginzo de Limia), Ópera (Costanilla de los Ángeles) y La Milla de Oro (Avenida del Brasil) respectivamente, y llevarlos a sus clínicas correspondientes, situadas todas por el sur: Leganés, Alcorcón y Fuenlabrada. Esta tarea puede llevarme más de tres horas. Supongo que el chollo no me durará mucho, aunque solo sea porque se trata de una ocurrencia ruinosa para el gasto público, pero mientras lo conserve, yo a aprovechar.
Pues bien, como apunté hace un rato, un viernes del mes de julio, en concreto el veintisiete de julio de 2001, tuve uno