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Si nada cambia
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Si nada cambia

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Una historia de perseverancia, cambios y lealtad a Dios de una esposa y madre acosada, afligida, maltratada, abandonada y perseguida por el esposo y por las autoridades de su pueblo; traicionada por su madre y por su hijo mayor por leer y aceptar las enseñanzas de la Biblia en una época cuando era prohibida su lectura por la misma iglesia a la cual pertenecía. Cómo, finalmente, el hijo, el esposo.

IdiomaEspañol
EditorialBen Romero
Fecha de lanzamiento3 ago 2012
ISBN9781476428062
Si nada cambia
Autor

Ben Romero

Benedicto Romero Ozuna nació en El Roble, Sucre, Colombia. Allí estudió escuela primaria. Inició la secundaria en el Instituto Colombo Venezolano en Medellín, Colombia y la terminó en el Colegio Vocacional de América Central en Alajuela, Costa Rica. Inició escuela de pregrado en Madison College, Madison, Tennessee, Estados Unidos, continuó en Antilliean College, en Mayagüez, Puerto Rico e iIngresó a Loma Linda University - La Sierra Campus, California, Estados Unidos donde terminó un Bachelor of Science (BS) en Administración de Empresas. Prosiguió estudios de postgrado en la Inter-American University of Puerto Rico, San Germán Campus, donde se graduó con Maestría en Administración de Empresas ( MBA). Obtuvo Certification del Institute of Children's Literature, West Redding, CT, Estados Unidos, por esutdios en Literatura Infantil - Fiction and Non-Fiction. Benedicto se ha desempeñado como Administrador Financiero y General de la Misión Adventista del Séptimo Día de las Antillas Holandesas, como Pastor Interino de la Iglesia Adventista del Séptimo Día de Cheresile en Curacao, Antillas Nerlandesas, Director del Departamento de Administración Comercial del Instituto Colombo-Venezolano en Medellín, Colombia y Profesor de Contabilidad, Economía, Relaciones Industriales, Administración y Legislación Mercantil. Organizó e inició la administración del Hospital Adventista del Séptimo Día de las Antillas Holandesas en Curacao y se desempeñó como Administrador Asociado del Hospital Bella Vista, con asignación como Administrador de Policlínica Bella Bista, una dependencia del hospital. Fue Administrador del Hospital Universitario de Montemorelos en Montemorelos, Nuevo León, México, Tesorero de Greater Miami Academy en Miami, Florida, Estados unidos. Por 16 años se desempeñó como Administrador Asociado para Asuntos Financieros de la Asociación Publicadora Interamericana en Miami. Otros 11 años ha ejercido como Administrador del Sistema de Traducciones por la Internet de la División Interamericana de la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día con sede en Miami, Florida, Estados Unidos, ya en sus años de retirado. Benedicto también es autor de un libro para chicos titulado, "Ven, te cuento", publicado por la Asociación Publicadora Interamericana y de otros manuscritos aún sin publicar.

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    Si nada cambia - Ben Romero

    Descripción de la primera parte 

    La Biblia fue introducida en un hogar. Él padre y dos hijas la aceptaron. La madre y el varón de sus tres hijos no. No eran casados, no pudieron casarse y la unión terminó. El padre se fue a otra ciudad y la madre con los tres hijos, también dejaron el pueblo natal. El padre se casó con una dama que creía como él y tuvieron dos hijos. Con los dos pequeños salieron en busca de la ex concubina del esposo y los otros tres hijos. En el viaje, él enfermó. Fue recluido en un hospital y la esposa fue tras la ex concubina y los tres medios hermanos de sus menores. Grave, el esposo fue llevado a otro hospital en otra ciudad. Allí tuvo pruebas, tribulaciones y aun castigos por creer en la Biblia. A punto de morir, una noche fue curado milagrosamente y dado de alta después. Viajó a donde fue su ex concubina con los tres hijos y su esposa con dos menores. A su reencuentro, su testimonio afirmó un grupo formado por sus dos hijas mayores, su esposa, los dos menores, y dos familias del pueblo. Reorganizado el grupo, los esposos se fueron a otro pueblo. Allá formaron otro grupo con dos familias y ellos. El resto es la fascinante historia cristiana de una familia imperfecta y lo que logró cuando nada cambiaba.

    Prefacio

    Cada historia, cuando se escribe será releída, y cada relectura será una nueva interpretación.  En tal sentido, no hay una historia original ni un mensaje original¹

    Cuenta Wilma Ross Westphal en Heritic at Large (Hereje suelto) del arribo a Panamá de Max y Noema Trummer. Fueron a servir como misioneros en Panamá y Colombia. El idioma los obligó a abrir oficinas en Bogotá, aunque en San Andrés y Providencia en Colombia, se hablaba casi sólo inglés.

    Un paquete enviado por Trummer a Cartagena le llegó a un ministro protestante. Fue un milagro porque en el paquete iba un libro protestante. Éstos y sus vendedores eran perseguidos. Los libros eran quemados y los vendedores eran encarcelados o expulsados de pueblos y ciudades. La autoridad civil era instigada por la religiosa que ignoraba la constitución del país a voluntad. El fanatismo dominaba la sociedad. A los vendedores los acusaban falsamente o de herejes.

    El libro en el paquete de Trummer se titulaba El Rey que viene. De sacerdote católico, Redondo se había convertido a la iglesia presbiteriana y servía de ministro de esa colectividad.

    La Biblia no era muy conocida. Aunque, por años, biblias habían sido distribuidas…por fieles colportores presbiterianos².

    En Cartagena, Redondo leyó El Rey que viene. Aceptó el contenido. En Barranquilla, dos hombres leían del descanso en el séptimo día. Uno era dueño de un puesto de verduras. Lo vendió, y se dedicó a vender la Biblia, libros y revistas. Eso dijo Gabriel Castro en una entrevista poco antes de morir en Miami, Estados Unidos. Muy joven, Gabriel también aceptó El Rey que viene y se dedicó a vender libros.

    Era un estigma ser protestante en Colombia en las décadas 1920 a 1950, dijo Gabriel. Los vendedores de Biblias y libros religiosos eran estigmatizados por ser protestantes y por vender literatura protestante.

    Redondo conoció a otro joven, José Manuel Martínez, que trabajaba en aduanas de Barranquilla. Lo introdujo a la Biblia y a El Rey que viene. Aduanas no acomodó a Martínez para adorar y descansar según la Biblia, y como Gabriel, se empleó de vendedor de libros. Manuel Martínez trabajó por muchos años como vendedor de libros, dice él en el libro Dios de maravillas del doctor Loron T. Wade.

    ¹ Reverenda Petra Heldt, ministra luterana, directora de Ecumenical Theological Research Fraternity en Jerusalén, citada por Bruce Feiler, autor del Bestseller del New York Times, Walking the Bible en su libro Abraham, A Journey to the Heart of the Faiths, pagina 188.

    ² Wilma Rosss Westphal – Heretic at Large, Pág. 52, 53.

    Primera Parte

    Introducción

    Vivía en una región visitada por vendedores de la Biblia y de literatura religiosa. Aunque analfabeta, compró la Biblia y la estudió con el vendedor al comienzo. Las dos hijas—que podían leer—se le unieron cuando el vendedor se fue. Su querida y el hijo tampoco sabían leer, pero no participaban. Al comienzo, las hijas le leían a Carlos. Luego, leían solas y a Carlos. Descubrieron historias y enseñanzas fascinadoras, pero nada cambiaba. No pudieron evitar que la Biblia se infiltrara en el hogar, ahora tampoco podían evitar que se infiltraran cambios por lo que aprendían. Aunque católicos, no conocían las historias ni las enseñanzas en la Biblia porque no se leían en la iglesia. Por eso no había cambios en nada ni en nadie. Fuera del llanto de un nuevo bebé, del ladrido de un perrito, del maullido de un gatito, o de los ruidos de un perico, de una cotorra o de una guacamaya que adoptara la gente, nada nuevo ocurría en los hogares.

    Rosa y Belén, las hijas de Carlos, aceptaron la Biblia sin trabas. Pero, esa misma decisión llevó a Carlos a definir su unión con María. Vivían felices, sin impedimentos, excepto los regaños indirectos del cura por vivir fuera del sacramento matrimonial. La iglesia no avalaba la unión libre, pero no ayudaba las parejas si uno se convertía a otra religión y optaba por casarse. Por eso, la unión libre se reproducía en miles de hogares. También, por otras razones.

    Uno creyente en la Biblia y el otro no, ya no podían vivir sin casarse. ¡Tampoco podían casarse! Las iglesias ni las cortes casaban a personas de credos distintos. El derecho civil no les permitía y la iglesia. Los católicos debían casarse por la iglesia, aunque, de todos modos, miles no lo hacían. Se juntaban, como ahora en otros niveles sociales y de la farándula. En las ciudades era más probable―no más fácil―casarse por lo civil, si los dos eran protestantes. En los pueblos no se conocía del matrimonio civil. El desconocimiento era porque no había otras religiones diferentes a la oficial. La iglesia presbiteriana fue la primera en luchar por ese derecho en las ciudades en donde había entrado.

    Pero el proceso para entrar en vigencia general era lento, o ausente en la mayoría de los pueblos y ciudades medianas y pequeñas. No fue hasta 1974-1978, más de medio siglo después de la unión de Carlos y María, que se estableció el matrimonio civil bajo el gobierno del presidente Alfonso López.

    Al Carlos aceptar la Biblia y María no, hizo que uno fuera de una religión y el otro de otra. Para más trabas de las que ponía la iglesia y el código del derecho civil, ¡la Biblia aconsejaba a no juntarse en yugo con ‘infieles!’ (2 de Corintios 6: 13-15). Los infieles no eran impíos para la iglesia ni para el Código Civil. Sólo significaba de diferente religión.

    Ante eso y porque María no aceptó la Biblia, la unión se rompió. Los hijos quedaron con María y Carlos salió. Carlos encontró una mujer que creía como él y se casaron.

    En el capítulo 8, La casa que tembló, del libro "Dios de Maravillas" del doctor Loron T. Wade se menciona la esposa de Carlos. La mención indicaría que Martínez la conocía de antes de un ataque a un grupo en el que ambos estaban. El ataque fue por unos hombres contrariados por la presencia de Martínez. Él no menciona sino a la esposa de Carlos. No menciona ni siquiera a la protagonista, Emiliana, cuyas decisiones habían provocado ataques anteriores a ella y a laicos que la visitaron. O la menciona porque ella lo jaló al interior de la casa de reuniones para protegerlo.

    Carlos y la esposa tuvieron dos hijos: hembra y varón. María y sus tres hijos con Carlos, emigraron a un pueblo a cerca de 100 kilómetros al suroeste del propio. Con la mudanza, también fue la Biblia de Carlos. La dejó con la esperanza de que los hijos y María, conocieran mejor al Señor.

    Antes de Carlos conocer la Biblia, Max Trummer conoció y bautizó a Antonio Redondo. Siendo un ministro presbiteriano, recibió el paquete de Max Trummer sin destinatario. Redondo se convirtió al mensaje del segundo advenimiento de Cristo, tal cual se menciona en el Credo de la iglesia que dejó como sacerdote.

    En el mensaje de El Rey que viene, conoció a José Manuel Martínez³. Martínez también se convirtió y vendió la Biblia y libros religiosos en la región de Redondo y Carlos. Después de muchos años, Martínez fue asignado a predicar. Fue ordenado como ministro,⁴ tal vez, unos años antes de Carlos conocer la Biblia o en la misma época.

    Mudados María y los tres hijos, Belén se empleó con una costurera de nombre Primitiva Emiliana Ozuna y empezó la fascinante historia, Si nada cambia, ahora relacionada con Emiliana.

    No se pretende presentar esta historia con una cronología precisa; o si las historias se dieron tal cual se conocieron.

    ³ Heretics at Large – Wilma Westphal

    ⁴ Dios de Maravilla, Loron Wade – La Casa que tembló.

    Un libro que separa y une

    La introducción de la Biblia en el hogar de Carlos y María empieza con la conversión de Carlos y dos hijas y termina con su separación, la salida de todos, por separado, del pueblo natal y su reencuentro posterior en otro pueblo.

    El nuevo conocimiento de Carlos no permitía seguir su unión con María. El código del derecho civil no contemplaba su matrimonio, si María no aceptaba la Biblia. La aceptación de la Biblia por María no se produjo entonces, ni después. Carlos corrigió yéndose a otra ciudad. Allá se casó, como lo anheló con María. No olvidó sus hijos ni a María, sin embargo. Su deseo de encontrarlos y llevarlos al Señor lo reafirmó con su búsqueda incansable.

    En la época se vendía la Biblia y unos libros titulados Nuestro siglo a la luz profética, El Rey que viene, El porvenir del mundo descifrado y la revista El centinela. Los libros escaseaban. En una entrevista, Gabriel Castro dijo: Por más de un año vendí solo la revista El Centinela.

    El vendedor habló con Carlos del consumo de cerdo, la adoración a Dios por medio de imágenes o la adoración a imágenes, los diez mandamientos de la ley de Dios, la naturaleza del alma, el reposo semanal, el estado de los muertos y otros temas obligados—obligados por el entorno religioso en los pueblos y ciudades. La gente insistía (aún insiste) en ellos, en contraste con lo que dice la Biblia. La Biblia empezaba a tener presencia, a pesar de prohibirse su lectura por la misma iglesia que debía promoverla.

    Al final de 1920 y comienzos de 1930, Carlos y María se separaron. Ya venían separados en sentimientos y formas de ver su relación con Dios y con ellos mismos. En su nueva convicción, Carlos emigró. Fue fiel y amó a María y a sus tres hijos. Aún casado, los buscó. Quería que tuvieran una experiencia con la Biblia y el Señor.

    La esposa de Carlos compartía su devoción, su espíritu misionero y su deseo de encontrar sus hijos con María. Aunque frustrante, la separación les abrió la puerta a ambos para sus preferencias.

    María y los tres hijos, con el tiempo, entendieron la devoción a la oración y a la lectura de la Biblia de Carlos debajo de aquel tamarindo, su deseo por compartir lo que entendía y como lo entendía.

    Años después, su esposa, le leyó de El Camino a Cristo que, leer la Biblia fielmente, compartir sus enseñanzas y orar sin cesar, son tres señales de una verdadera conversión. Por eso Carlos se empeñó en eso, a pesar de no saber leer.

    María y los tres hijos armaron viaje de aventuras al suroeste de donde vivían. Recordaban lo que aprendieron entre rechazos y rezongas del Libro negro de borde rojo, como llamaban la Biblia por no saber leer.

    Si nada cambia

    No era la primera ni la última familia de híbridos creyentes que se hartaba de su entorno.

    Belén y Rosa leían la Biblia a Carlos dos veces al día, todos los días, mañana y tarde por seis días; los sábados doblaban la lectura. Al comienzo la lectura fue para Carlos. Ahora, mantenían la costumbre. Estaban en una cuarta ronda de lectura desde que la Biblia entró al hogar. Habían formado el hábito y algo se les había pegado. Ese era el sueño de Carlos y había sido su excusa para no aprender a leer. Era el único libro que tenían y estaba prohibido leerlo. Ellos no lo sabían.

    Aunque lloraban cada vez que leían, Rosa y Belén siguieron la rutina. Habían leído y releído las historias de ambos testamentos y aun se habían identificado con algunas. No había nadie para que les explicara lo que no entendían.

    Una historia que asociaron con ellos, antes y después de Carlos salir era la de Taré. Padre de Abrahán, Taré también se hastió de Ur. Allí nació, se crió y formó una familia y una hacienda. Se hastió y aborreció su entorno.

    El pueblo de Carlos también era idólatra. María e Inocencio, aunque no seguían la Biblia, ya no adoraban imágenes. El viento les había aventado a los oídos, "No te harás imagen de nada que esté en el cielo"...

    La historia de Abrahán decía que recibió la orden de Dios de dejar la casa de su padre. Taré era idólatra, aunque venía de una línea de adoradores del verdadero Dios, desde Noé, Sem y Nacor su padre.

    Con María, Belén, Rosa e Inocencio (Chencho) era lo contrario; Carlos llegó a ser adorador del verdadero Dios por la lectura de la Biblia, era fiel y salió del hogar solo. La familia, ahora, no practicaba la idolatría. Más bien, la resentía. En eso se parecía a Abraham y a Sara, no a Nacor y Labán. A Labán, ya viejo, Raquel le robó los ídolos.

    Aunque Carlos les enseñó a adorar debajo del tamarindo con la cara al sol, no era porque fuese adorador del sol. Con la salida del sol viene la buena suerte, decía. A veces comprobó que no siempre la buena suerte venía con la salida del sol. Llovía todo el día y la gente no compraba la bebida que vendían para ganarse la vida. Tenían que tomársela, regalarla o desecharla. No tenían cómo refrigerarla y la gente no tomaba bebida trasnochada.

    Belén y Rosa conocían la historia de Taré como los dedos de sus manos. María e Inocencio la habrían oído. Todos sabían que perdió un hijo en Ur antes de tiempo—antes de tiempo porque se supone que sean los hijos los que entierren a sus padres, no lo contrario. Pero ellos perdieron a Carlos—lo perdieron en vida.

    Recordaban la historia porque un día, al comienzo de la tercera ronda de lecturas, Carlos se quejó de la historia de Taré.

    Está mocha, dijo.

    ‘Mocha’ era que le faltaba algo.

    Después de la muerte de Harán, Abrahán y Sara adoptaron a Lot. ¿Por qué Lot no se quedó con su mamá y su hermana Icsa? Milca se había casado con Nacor.

    ¿Dónde está su mamá? ¿Era Lot huérfano de madre también? Preguntó Carlos.

    Para colmo, había nombres para Sara, Milca e Icsa, pero no para la mujer de Taré ni para la de Harán; tampoco para la madre de Sara que habría sido mujer de Taré, por cuanto Sara era medio hermana de Abraham.

    ¡Ustedes mocharon la historia! juzgó Carlos.

    No, no la mochamos ni saltamos nada, papá, dijo Rosa.

    Volvieron a leer la historia y no había forma de saber más allá de lo que decía. ¿Habrían muerto Harán, su esposa e Icsa? ¿Cuándo? ¿Cómo? La esposa de Harán e Icsa no aparecían. Ur era una importante ciudad cerca de la desembocadura del Éufrates, sobre el Golfo Pérsico. Carlos no era el único que había notado la falta de información en la historia. Sólo que él no tenía forma de especular como Robert Lafont que sugiere un accidente.⁵ ¿Se ahogaron? El libro negro no decía más de lo que decía.

    Belén y Rosa recordaban la historia de Taré y de alguna forma se identificaban con ella, con la salida del pueblo, la pérdida de Carlos, aunque estaba vivo.

    Taré odió tanto a Ur que salió con Abrahán, Nacor y Lot, hijo del muerto, con Sara y Milca, esposas de Abrahán y Nacor.⁶ Milca era hija de Harán, sobrina y esposa de Nacor y hermana de Lot. ¡Todo un enredo para Carlos! Hasta inmoral, según su cultura. La señora Harán no aparecía en la historia; y de Icsa sólo el nombre aparecía. Ella era otra nieta de Taré por Harán. Eso recordaban Belén y Rosa que Carlos criticó de la historia y la calificó de mocha.

    Ellos no tenían nada que odiar de su pueblo, excepto que allí los dejó Carlos; el hogar se rompió y aún zanqueaban las calles de un pueblo donde ya no deseaban vivir. El sentir de María era, ¿Te perdiste? ¡Nosotros también nos perderemos!". Todo con la idea de castigar a Carlos con la ausencia y la incomunicación con los hijos.

    El conocimiento de la Palabra de Dios es dinámico. A Abraham lo mantuvo como nómada, viendo más allá de las estrellas la ciudad de su destino final.

    Desde que conoció la Biblia, la familia de Carlos se revolcó. Empezó a hervir como señal de que no todo era tan normal como se vivía. ¿Qué si nada cambia?

    El primer cambio de Carlos fue dejar lo ordinario que hacía en el día de descanso semanal que indica la Biblia para ir a adorar a una casa común con otros creyentes y ocuparse de lo extraordinario: obedecer a Dios.

    Si la Biblia se infiltra en el hogar, cuando se lee y se siguen sus enseñanzas, también se infiltran cambios. Se mueve lo inmóvil y cambia la actitud de fijación de sus lectores. Es que hay quienes no quieren saber más de lo que no saben para no tener que cambiar lo que deben cambiar.

    Otra complicación de la familia de Carlos era a dónde ir—no sabían. Había muchos pueblos a su paso. Debía ser uno que les ayudara a cambiar la vida de pobres que los marcaba; justo lo contrario de Taré y su familia. Estos tenían grandes rebaños. La decisión la harían en el camino. Encontrarían más de un Harán que les tentaría y más de un Éufrates que los intimidaría para quedar indefinidos, y por lo mismo, dejar a otros indefinidos en ‘el camino’. Como resultado, la bendición que ellos podían ser para otros, a pesar de la pobreza que marcaba sus pasos día a día, también quedaría atollada en la indefinición.

    Carlos—que ya vivía solo—tenía sus propias luchas. Las preguntas que aparecían como relámpago en el cielo de su familia eran, ¿A dónde vamos? ¿A dónde apuntamos los cuellos de los burros? A los burros les daba igual a dónde los obligaran a mover los cascos y a direccionar el cuello. Aunque a veces protestaban con una patada o amago a morder, no podían escoger. Si hubiesen podido, habrían preferido ahorrarse el viaje, mantener los ojos y hocicos sobre las sabanas del playón, rumiar la hierba allí y rebuznar donde nacieron.

    El Roble se hinca en una región más al suroeste del pueblo de Carlos. Entre los dos pueblos hay pueblos y ciudades más grandes, con más oportunidades. En sano juicio, nadie escogería ir a vivir allá. Todavía es un pueblo que batalla con el atraso. Su página de la Internet dice, El Municipio… tiene 97 kilómetros de vías rurales que en su totalidad están en afirmado, de las cuales el 45% se encuentra en buen estado, el 20% en regular estado y el 35% en mal estado…solamente el 5% de las vías internas se encuentra pavimentado. O sea que un 95% es vía destapada o de tierra.

    En el viaje tendrían que cruzar por haciendas ganaderas donde habrían encontrado trabajo. Las mujeres como sirvientas e Inocencio como machetero, trabajador agrícola, reparador de cercados, o cuidandero de haciendas. Sólo tenían que hablar. Tal vez no se empleaban todos a la vez o con el mismo empleador, pero podían emplearse a cortas distancias unos de otros. No lo harían, sin embargo. Suficiente era la ausencia de Carlos.

    Como empujados por un ventarrón seguirían—todavía sin saber a dónde. ¿Por qué? ¿Qué habría más allá de cada paso, de cada hora en aquel camino, y de cada mirada que se perdería en el horizonte? En su caminar, dejarían atrás decenas de familias que podrían beneficiarse de su presencia, su amistad y del conocimiento que Rosa y Belén habían mejorado de la Biblia y del Señor. Aunque, también era probable que fuesen rechazados por eso mismo.

    ¿Bienes terrenales? Dos burros y cuatro jolones⁷ para colgar a cada lado de la engarilla⁸ de cada burro. Dentro llevaban chécheres gastados por el uso; y la Biblia. Carlos la dejó con un cancionero y un cuaderno de lecciones de trimestres vencidos. Con la Biblia marcarían una diferencia. También llevarían un pavo con su pava y un gallo con su gallina—como Noé al Arca—para empezar de nuevo cuando pararan el diluvio de huellas que marcarían sobre aquel camino. 

    ⁵ Sugiere Robert Lafont en Sarah, un libro en francés.

    ⁶ Hebreos 11:8 

    ⁷ Bolsones de boca ancha, hechos de laminillas vegetales, o de cuero, acondicionados para colgar a cada lado de la montura. 

    ⁸ Montura o angarilla de burros y mulos. Los campesinos cambiaban la primera a por e.

    ¡Si no cambias te cambian!

    Pasaba el tiempo y no veían la hora de dejar atrás la inercia de los cambios que todos esperaban. El precio de la panela había subido, la canela no se conseguía y los viejos gimoteaban que les subía la presión y les bajaba el bolsillo. ¿Y limones? "Oiga comae⁹, regáleme un limoncito, se lo repongo cuando limones eche mi arbolito", decía una comadre a la otra. Para ayudarse, casi todos los patios tenían un árbol frutal.

    Seis cosas no cambiaban entre otras: la pobreza, la joroba de los jorobados, la calva de los calvos, el hueco hablar de los boquinetos, el uso de malas palabras y la costumbre regional de mochar algunas palabras.

    ¡Cambios! ¡Cambios! ¡Cambios! El tiempo los dejaba atollados en la intención de "los come-plata capitalinos", decía la gente. Quedaban rezagados en documentos que se tragaban los archivos municipales. Se tornaban marrón, sin otro resultado que el reciclaje de la rutina política de cada gobierno de turno. La indigestión de la pobreza era como el ciclo de la noche y el día: aparecía vaga con cada atardecer y se agrandaba con cada aurora. Reaparecía con cada crepúsculo, se agrandaba y volvía con la claridad del sol para completar el ciclo interminable que secaba la esperanza.

    ¡Es así todavía!

    Más de 20 millones de personas viven en la pobreza en aquel país y más de 8 en la indigencia, lo que significa que cerca de 30 millones de personas no tienen los recursos suficientes para disfrutar de una vida digna en el país sudamericano. Eso dijo Juan Carlos Tanus, Director Ejecutivo Nacional de la Asociación Civil Colombiana en Venezuela, 3 de agosto, 2010, señalado por Rubén Nieto en Tercera Información: (http://blogs.tercerainformacion.es/).

    Pero, era sólo para el pobre. Para finqueros, ganaderos, y de manera extraña, para los turcos, la historia era otra. Los finqueros tenían tierras, ganado y más plata cada día. Los turcos aumentaban los inventarios de telas en sus tiendas espinazo. Con ellas recorrían los pueblos. De un día a otro ya no andaban por las calles. Del espinazo, las telas pasaban a estantes en tiendas del centro de los pueblos.

    Pobres y ricos se veían frente al regateo para comprar por el precio justo… Era una cultura entre comprador y vendedor, aun sin un turco de por medio. Y si lo que compraban se pesaba, la gente comprobaba que la pesa no tenía defectos calculados.

    El jornalero moría vestido de piel—su piel. Si tenía calzones al morir, estaban teñidos de azul turquí o de negro. Así les borraban las manchas de plátano y café. Tenían rotos en las nalgas y las rodillas; y los dobladillos a nivel de los talones estaban flecados por el roce con la tierra y las piedras de calles y caminos de la región. La rula vieja en su cubierta curtida por el sudor, el polvo y el tiempo, cuando no colgaba del hombro, colgaba de un horcón de la casucha de palma con paredes de pencas de la palma de vino. Peor aún, un cuerpo cruzado de años, enfermo, demacrado, con frecuencia ciego, y con una llaga incurable en una canilla. ¡Era la herencia a los hijos! A nadie le importaba si las cosas cambiaban o no. La esperanza se distanciaba; escondida, se desteñía para el pobre.

    Pero, desde que conocieron la Biblia, las personas y el hogar de Carlos cambiaron.

    Si nada cambia alrededor, uno debe cambiar, aunque sea de lugar. Si uno no cambia corre el riesgo de ser cambiado. Lo más seguro, para lo que no quiere. Es la ley de la dinámica y de la vida.

    ¡No se puede leer la Biblia y quedar en lo mismo.

    ⁹ Comadre

    Hogar de mis recuerdos

    La densa neblina cubría la sabana. Arañas grises, marrones, negras rayadas con listas blancas, adornaban con telas los matorrales. También, las barrigonas zanquilargas tejían castillos enmarañados que colgaban con destreza de las ramas de los árboles y arbustos en playones que se extienden a lado y lado de los caminos. La arena cambia de color entre trechos. A veces blancuzca, grisácea, negruzca o rojiza. A veces suelta o de piedra caliza. Los caminos serpentean entre sabanas y montes, entre cercados de haciendas que se alargan paralelos por kilómetros y kilómetros. ¡Tanto terreno para un puñado de ricos y tantos pobres sin terreno!

    Un gallo ordinario, patudo, espueleado, de cresta roja y sesgada de los vecinos, daba los primeros aletazos. Con el viento fresco de la madrugada, se sacudía, alzaba el pescuezo y lo arqueaba para soltar su primer canto. Trepado en una caña guadua atravesada entre dos árboles de mango, cuyas ramas se cruzaban unas con otras, empezaba sus cantos largos, melancólicos, intermitentes y casi brujos. Lo hacía todos los días a la misma hora. Como despertador de gallos, era seguido por otros y se producía aquella gallofonía que llenaba el corazón de nostalgia, mientras el humo de los fogones en los patios de los pobres agitaba la nariz con un olor híbrido de leña quemada y aroma de café. Se contestaban unos a otros. También era el despertador emplumado de labriegos, pilanderas¹⁰ de arroz y maíz; con el maíz hacían almojábanas, empanadas, carisecas¹¹ y María preparaba la bebida que vendían para torear la pobreza. Así se ocupaban dentro del desempleo que rodaba por las calles en los pies empolvados de hombres y mujeres. Panzudos sapos de ojos abotagados y ranas desnalgadas, dormían mojados en un estanque cercano. Atisbaban desde las cuevas aguadas con ojos cubiertos por una telilla del color del entorno. Se ocultaban como soldados atrincherados y con su monótono croar alentaban el sueño de los pobres. De otros rincones del pueblo, descrestados gallos de pelea de galleros aficionados contestaban con cantos menos misteriosos y más cortos: coccuyó.

    Antes del sol tragarse la aurora y evaporar la neblina lechosa del entorno, Carlos se levantaba; también levantaba la Biblia de la vieja mesita gris donde la dejaba abierta en el Salmo 23—siempre en el Salmo 23, Jehová es mi Pastor, nada me faltará. Sabía que eran las primeras palabras de ese precioso salmo. Aunque no sabía leer lo había memorizado.

    Con Rosa y Belén se dedicaban, primero a orar, luego cantaban, Por la mañana, oh Señor, yo con alegre voz, a tu buen nombre doy loor, con gratitud, mi Dios. Seguido leían el salmo. Volvían a orar y una de las dos seguía con Carlos para leer los tres capítulos de la mañana del Año Bíblico. Luego, cada uno se iba a su faena: desde buscar agua, hasta encender el fogón ceniciento donde cocían todo.

    El sol pronto dejaba caer sus sofocantes rayos sobre el pueblo y la región. La luz de la aurora se fugaba y el sol empezaba a dibujar las siluetas de los árboles de papaya cargados de verdes y amarillas lechosas (fruta bomba) sobre el piso de los patios. Las aves reducían sus cantos mientras la lectura de la Biblia a Carlos llenaba el entorno debajo de aquel tamarindo sembrado por esclavos, de quienes María era descendiente sin mezcla. Volvían a leer el salmo, cantaban de nuevo el mismo canto y cerraban con otra oración.

    La que seguía para leer tres capítulos de la Biblia a Carlos, rodaba su taburete cerca al de Carlos y empezaba la lectura, mientras la otra veía por dónde empezar las tareas del día. Eran esos los recuerdos del hogar, incluyendo a María e Inocencio que no eran parte de la lectura de la Biblia.

    El día de la salida Belén y Rosa hicieron lo mismo. En medio de copiosas lágrimas leyeron, como de costumbre, pero más temprano. Lo hicieron a la luz de una vieja linterna. Ahora leían para ellas. Carlos se había ido hacía tiempo. Leerían los primeros tres capítulos del Año Bíblico de ese día. Seguían la costumbre de Carlos. Ahora eran solamente Rosa y Belén. María y Chencho, sin nada en qué ocuparse, excepto en criticar la demora por leer la Biblia, esperaban. María se fue a acompañar los burros. Ya tenían sus dos jolones cada uno a cada lado del espinazo y Chencho esperaba enredado en el patio como loco buscando lo que no se le ha perdido. Su última tarea era cerrar las puertas de la casa. Lo haría, seguramente, después de alguna ceremonia brujeada. No esperarían que el sol dibujara las siluetas de los árboles por última vez en su pueblo. Saldrían antes del amanecer del hogar de aquellos recuerdos. Una que otra esperanza—grillo—camuflaba su verdor con el de las hojas de los matarratones.¹²

    Ese era el hogar de los recuerdos donde Carlos, Belén y Rosa compartían cada día, dos veces al día los pensamientos y lecciones de la lectura de la Biblia.

    ¹⁰ Mujeres que pulen el arroz y trituran el maíz en pilones, expresión regional. 

    ¹¹ Torta de maíz como panqueque, más delgada. 

    ¹² Árbol místico, que los hacendados usan para cercar sus haciendas, los curanderos para santiguar los niños con mal de ojo y las viejas supersticiosas y embusteras para espantar los demonios y evitar con rezos los maleficios.

    Ni brujas ni hechiceros

    La lectura obligada de la Biblia a Carlos—al comienzo—cambiaba poco a poco a Belén y a Rosa. Pensaban en sus enseñanzas en la medida que las entendían y como las captaban de las reflexiones que emanaban de la misma Biblia y de la inteligencia natural de Carlos. Chencho seguía con emplastos lo que oía por albur. Creía en brujas y cuentos de brujas. María se enredaba a voluntad en faenas para no estar cerca.

    Una bruja rondaba por las veredas, según la gente; vengaba males de malos a buenos con otros males de buenos a malos. Y Chencho creía en males echados; se daba el palo y fumaba criollo, un tabaco enrollado en casa. Lo hacía a escondidas. Pero todos lo sabían. No podía esconder el olor a humo. Se le adhería a la ropa que Rosa y Belén lavaban. Se sentía en su aliento, se veía en sus dientes biliosos y en el color de sus uñas. A María le dio igual hasta que venció el vicio. Porque el cuerpo es templo del Espíritu Santo y no te pertenece, sonaban las palabras de Carlos en sus oídos cada vez que fumaba.

    [Chencho] se tomaba un purgante de sal con limón en vez de limón con sal y se jactaba de no padecer de lombrices, como beneficio de ‘purgarse’. Con el compuesto sacaba maleficios echados por venganza o por despecho. Él sabía mejor. Carlos era un creyente genuino. Cuando conoció la Biblia, enseñaba a los hijos a no creer en brujas ni brujerías y a dejar los vicios. Rosa y Belén le leían la historia de Saúl y la pitonisa de Endor en 1 de Samuel 28. También le leían, No permitas que nadie practique la adivinación ni que busque señales para decir lo que sucederá en el futuro. No permitas que nadie practique la hechicería (Deuteronomio 18:9-11). Pero Chencho, al excluirse a voluntad, no aprendía y seguía en sus creencias.

    Lo peor que le puede pasar a una persona es ser ignorante a voluntad o por juicios infundados—auto fijación o actitud mental. Cuando llegó el día y hora de salir del pueblo, por supersticioso y enredado con creencias extrañas, decidió ser el último y cerrar las puertas del hogar. Pero como espíritu fantasmal, Belén se filtró en la neblina que opacaba el entorno y llegó a la puerta. Era antojadiza, enigmática y caprichosa. Cuando se le daba por fisgonear, o se volvía nostálgica, o quién sabe qué otra majadería, era una Itresde, como describían los estudiantes esa condición sicológica, i3d: impaciente, impredecible e imprudente en tercera dimensión. Belén se devolvió de donde estaban los asnos listos para salir. Con canillas de gacela y descalza, se presentó en la puerta. Chencho estaba de pie a la entrada como una tranca humana. Belén traía el cabello trenzado. Su cabeza parecía un pueblo con avenidas desde la frente hasta el cogote. Cubría la cabeza con un chal blanco transparente, de florecillas negras; antes de conocer la Biblia lo usaba para ir a rezarle a los muertos en los velorios o a la iglesia. Tenía una lagaña en cada ojo y llegó como espíritu intruso. En la puerta, tropezó con el taburete viejo y gris que Carlos dejó. Chencho estaba de pie como estatua de carbón sobre el pretil y por fuera, porque ya había cerrado la puerta.

    ¡Agrr! protestó.

    Exageró su asco por las pitañas de Belén.

    "¡Uf! ¿Y ahora asco de qué, Tarántulo?" se quejó Belén.

    Ambos se tenían apodos. Por eso Belén lo llamaba Tarántulo y él llamaba a Belén Tarántula. No implicaban nada con los sobrenombres. Belén tenía la costumbre de hablar rápido.

    "¡Las ‘elefantas’, mija!" dijo Chencho.

    Belén sabía, pero se hacía la no aludida. Se levantaba con ojos pitañosos. Cuando Chencho protestó, con los dedos de la mano derecha empujó las elefantas hacia la nariz. Chencho viró la cara fingiendo vomitar.

    ¡Belén se limpió con el chal!

    ¡Agrr, cara…! se quejó Chencho.

    Eh, eh, eh, berreó Belén. Sabes que no debes usar esa palabrota. ¿Recuerdas? De toda palabra…

    "Sí… ‘ociosa que hablaren los hombres… de ella darán cuenta en el día del juicio final, terminó Chencho la cita y le sumó la palabra final" porque era la forma de referirse a ese evento.

    La oía muchas veces de Carlos cuando citaba de la Biblia para prevenirle de lo que se oía en la calle de una u otra cosas. Todo lo dijo en son de arremedo y con ojos enrollados.

    ¿A qué vienes, melanina? Te haces la distraída, dijo Chencho.

    "No, Tarántulo, quiero ver la casa por última vez", dijo Belén.

    Vivió la infancia, adolescencia y casi toda su juventud allí. En la madrugada, con Rosa habían leído los primeros tres capítulos del Año Bíblico para el día. En la tarde y sobre el camino leerían los tres restantes. La lectura del Año Bíblico no fallaba por nada del mundo y leían el doble para leer la Biblia en 6 meses, en vez de 12, como les sugirió el vendedor.

    "Tarántula, ya cerré las puertas; puse el taburete viejo patas arriba para que nos acompañe la buena suerte", dijo.

    El taburete estaba desfondado y tenía una pata quebrada. Era el mueble más viejo, pero no iría en la mudanza. Además, María no lo quería porque le traía recuerdos de Carlos.

    ¿Vienes por mala suerte y a recoger los pasos? ¡No vas a entrar, Tarántula! siguió Chencho.

    Molesto, Chencho estaba de pie como espanta-gatos en la puerta y con los brazos levantados.

    ¡Recoger los pasos! ¡Taburete patas arriba! Por favor, Chencho. Brujos ni hechiceros…

    … van al cielo"¹³ volvió a terminar otra cita que oía a menudo por creer en brujas y brujerías.

    Con gestos de ya lo sé y ojos achicados, repetía las citas que le decían a diario para recordarle lo contrario de lo que cría. Según él, Belén hizo esa madrugada lo que hacen los agónicos antes de morir: Se les arruga el corazón, se les secan los pulmones, y se les pega la lengua al paladar. Pero aún están vivos, y salen a ‘recoger los pasos’.

    Había personas que morían con más de 100 años de edad, como mi bisabuela Patricia y mi abuela Adelina. Recoger los pasos de 100 años no es fácil para un agonizante cuya alma todavía está pegada a alguna parte del cuerpo. Por eso el trabajo lo hacía el ‘alma’ como paloma, creía la gente. Volaba rápido y hacía el trabajo en menos tiempo. Regresaba y aleteaba invisible por última vez alrededor del moribundo y se despedía de un cuerpo que ya no podía darle morada.

    Chencho no pudo evitar el empujón de Belén, aunque trató de sujetarla. De un jalón se soltó. Se abrió la puerta, lanzó el taburete al centro de la sala, tropezó con él y, ¡cataplán!, al piso cayó de barriga. Sobre el piso, viró la cabeza. Vio a Chencho con los ojos blancos que contrastaban con su piel y la madrugada gris que se iba con el asomo de la aurora.

    ¿Y Chencho? ¡Como si nada! No la miró. La superstición lo controlaba. Belén se levantó, se sacudió y recorrió los cuartos vacíos. Volvió a la sala. Salió al patio. Miró a todos lados. Buscaba lo que no se le había perdido. Todo estaba en silencio y quieto, hasta que ella irrumpió, excepto por el chirrido de un grillo zancón verde que sacudía las alas como epiléptico y chirreaba pegado a la ventana del patio, justo donde ella dormía en su estera. Belén se acercó y lo atrapó, vino y se lo dio a Chencho.

    Toma, tolondro, este grillo es más cuerdo que tú, le dijo.

    El grillo le metió las zancas entre los dedos y Chencho lo soltó más rápido que inmediato. Para Belén el grillo era hembra; Esperanza, lo llamaba. Lo cuidaba, aunque la aturdía con temblores y chirridos intermitentes en las noches.

    Cuando le dio la gana, salió de la casa, después de tropezar con el pretil. Chencho cerró la puerta sin mirar al interior de la sala. Dio media vuelta y se quedó como estatua de carbón mojado en el declive del pretil; como un monumento a la ingenuidad y a la superstición. Se le metió la idea de que Belén no solo atrapó el grillo, sino también, la mala suerte en la pollera. De allí en adelante Chencho no caminaría detrás de ella, si recordaba. Cuando caminó a los burros, esa madrugada y en todo el camino, evitó caminar detrás de Belén para no atrapar su mala suerte.

    A zancadas, Belén llegó a donde los burros estaban con la mudanza enlomada y listos para salir; rumiaban las últimas canulitas de pasto. Belén no miró atrás. Pero, no era porque creyera en brujas y brujerías, en cuentos de ancianos embusteros del pueblo, o en lo que Chencho creía. Era para no ver a Chencho riéndose de ella. Él creía que, cuando se salía de la casa para nunca más volver, si se miraba atrás, la mala suerte perseguía al que hiciera tal cosa y a los que iban detrás, también se les pegaba la mala suerte. 

    ¹³ Miqueas 5:11-13

    Escribían una historia

    María y Rosa cruzaban las canillas sobre la cerviz de los burros. Belén y Chencho tomaban turno a pie. Belén se adelantó para no ir detrás de los asnos. Parado, aún, frente a la puerta de la casa, Chencho miraba las tres mujeres. Bajó el pretil. Aún estaba incómodo por la demora para leer la Biblia a la hora de salir; también por los antojos de Belén. Pensaba cómo evitar caminar detrás de Belén por la mala suerte enredada en la falda; que no e le olvidara. Por supersticioso, no miró atrás, ni a donde ponía los pies. Tropezó con la raíz volante de uno de los árboles y ¡cataplán!, al piso salpicado de hojas cayó. Se levantó, se sacudió las manos contra el pantalón caqui que vestía, y caminó en dirección a donde le cayó la cabeza. Ahora decidiría si caminar detrás de los burros o detrás de Belén. Belén se había adelantado sobre el camino. Chencho pensó que el tropezón y la caída se debían a la mala suerte atrapada por Belén. Caminarían más de 150 kilómetros a pie para ir a ¿quién sabía dónde?

    Vamos, dijo cuando llegó con cara de aporreado.

    María tocó al burro con el garabato por el pescuezo para que empezara el viaje. Lo guiaría al sur. Los dos jumentos agitaron los rabos con las orejas hacia atrás e irritados porque no los dejaron terminar la yerba.

    Aún de madrugada, el cielo occidental mostraba la luna como la primera parte de un paréntesis ladeado. Los sapos y las ranas dormían su trasnocho. Dejaron de cantar esa madrugada auto atrapados en las cuevas de un estanque de aguas maléficas. La Bruja Menegilda bebió del agua del estanque, por ignorancias de bruja. Al que bebía de las aguas del estanque, se le crecía la barriga. La barriga grande de Menegilda, sin embargo, se le veía solo en el día. En las noches se le escurría para montar su escoba y volar por los techos de las casas con silbidos brujeados, decía la gente. ¿La verdad? Nadie veía a Menegilda con la barriga plana a ninguna hora. La sentían ‘volar sobre las casas y los árboles’. Eso decían cuando silbaba una lechuza en noches de luna o en oscuras estrelladas. Los jovencitos y jovencitas se asomaban para ver a Menegilda. No la veían. Cuando se percataba que la atisbaban, se metía en su cama que cubría con una sábana roja. De lona, la cama tenía dos patas en forma de equis que se convertían en cuatro al bajar al piso. ¡Augurios infundidos por mayores tarambanas! Por mucho tiempo los niños creímos tales sagas, más por el embrujado silbido de las lechuzas—que sí oíamos—que por las brujerías de Menegilda o de otras brujas que nunca vimos.

    Sin saber a dónde, iban María y los tres hijos. En el viaje, posarían donde la noche los alcanzara con su toldo gris, siempre misterioso. ¿Comida? La que supliera la Providencia. Cada mañana, entre otras oraciones, decían, Danos hoy nuestro pan cotidiano. Había días en que el pan cotidiano eran los mangos que bajaron al salir. A veces dormían a orillas de haciendas, cerca al ganado de los ricos—ganado cebú que pacía junto a toros bravos y vacas cimarronas que temblaban de rebeldía y retenían la leche a la hora de ordeñarlas; escarbaban y resoplaban cuando alguien se les acercaba. Un hombre, tres mujeres y dos jumentos. Con los cascos levantaban el polvo del camino. Sobre la arena caliente escribían una historia. Así marcaban el paso en el culebreado camino al pueblo a donde iban. Cuando se topaban con otros burros rompían el silencio de las veredas y los bosques con rebuznos. Se rebelaban y querían desbocarse con la carga en medio de la jarana que montaban. Unos garabatazos¹⁴ por las orejas los calmaban. Al paso de los burros, los viajeros se detenían a la vera del camino para escapar del sol que los acosaba desde que se asomaba con la aurora, hasta que se escondía detrás de los montes con el crepúsculo.

    ¹⁴ Golpes con el garabato.

    Una esperanza superior

    La esperanza de la familia era superior a la de otras que tenían bienes y una religión con la cual todos concordaban, aunque unos la seguían con más fervor que otros. Era, también, la experiencia de ellos. La reafirmaban día a día al enfrentar la pobreza. La ignorancia de muchas cosas, los hábitos y deficiencias de cada cual, eran compensados con la confianza en Dios, a pesar de sus diferencias en el diario vivir. Les sostuvo con Carlos. Ahora les sostendría sin él en otro entorno. La devoción de Rosa y Belén era visible cada día y a cada momento, como visibles eran sus necesidades. Inspiraba a todos a mirar más allá de sus huellas, de las orillas pobladas de montes y rastrojos. Les ponía a soñar más allá del ronquido de sus sueños pesados de pobres que no perdían nada al dar un paso, excepto una oportunidad que no vieran.

    En la época, nadie pensaba en dejar lo conocido para ir a lo mismo—falta de oportunidad—en lo desconocido. En el viaje alzaban la vista de día y la hincaban en el cielo brillante que desborda de luz en la región. Nubes lechosas adornaban el cielo azul y huían con la luz del sol que dora los copos de los árboles y tuesta la arena y la sabana de aquellos caminos. Asombrados por su inmensidad, devolvían su asombro al interior del espíritu y en silencio reflexionaban y se preguntaban, ¿Qué hay más allá del cielo azul? ¿Más allá de este sol ardiente? Miraban adelante sobre el terreno y se preguntaban, ¿Qué hay más allá de este serpenteado camino? Llevaban una esperanza. Ahora no sospechaban cómo serían recibidos o qué pasaría cuando empezaran a buscar empleo. Casi siempre es la misma experiencia de aquellos pescadores a quienes Jesús invitó, Venid, y yo os haré pescadores de ‘hombres’.

    En la región, el calor batalla con la brisa fresca que sube del mar. Se retrasa en los cerros; luego se libera y fluye a los llanos a la caída de la noche para refrescar los hogares en faldas y planicies. En la seguridad que se vivía, así era—seguridad que, con el tiempo, tal vez, vuelva como las golondrinas del poeta.

    Pero, se necesita voluntad. Si no vuelve es porque no hay optimismo ni voluntad para perdonar, para creer que se puede dejar atrás el rencor, el odio y el deseo de venganza. Es que todos esperamos y buscamos, a como dé lugar, nuestra propia justicia—aunque sea sólo para amoldarnos y llorar con algún ‘sentido personal’ nuestras pérdidas. El odio, el rencor y la búsqueda de poder enfermizo por lo que ha ocurrido y aún ocurre en el país, después de los tiempos de esta historia, ¿rebasará cualquier posibilidad de una reconciliación genuina y duradera? Si no se ejerce buena voluntad, la respuesta es, lamentablemente, sí.

    Pero aquellos creyentes nómadas rodaban las pupilas por el firmamento como cometas pegados a la tierra. Buscaban iluminar con su fe lo oscuro de sus noches. Al instante, se perdían en el infinito, y las estrellas devolvían luz a sus ojos cansados. Miraban los árboles, y entre las ramas en la oscuridad—siempre misteriosa—veían la luz de la luna reflejada en los ojos de búhos que soltaban sombríos lamentos, ujujuh. De las ramas de los árboles también volaban fugases luciérnagas como diminutos cometas, y alumbraban por segundos el cielo de los verdes follajes. Los cantos de los búhos les llevaban a los oídos los temores del diario sobrevivir y revolcaban el ánimo y la esperanza de, por lo menos, vencer los temores. En otras instancias, los cantos de los búhos les ponían música a sus pasos por aquellos caminos y veredas estrechos de la región. El de los búhos era un canto lastimero, inventado por ellos para agudizar la tristeza a los tristes y la pobreza a los pobres. Las lechuzas emitían silbidos agudos que sonaban como presagios de mala suerte a los oídos de la gente supersticiosa—como Chencho, que a eso le sumaba la mala suerte en la pollera de Belén.

    Alguna gente de aquella época y región creía que los silbidos de las lechuzas eran chifladuras de Menegilda, la bruja de una vereda que José Martínez menciona por oficio, pero no por nombre, en el capítulo 8, La casa que tembló de Dios de Maravilla del doctor Loron T. Wade. Las lenguas sin oficio decían que Menegilda salía a volar en su escoba. Se escurría a velocidad de rayo cuando el cielo estrellado sin luna cubría las praderas y colinas. Los cometas fugaces que, de vez en cuando surcaban alguna parte del cielo, no eran cometas, sino la punta de la larga pollera amarilla de Menegilda. La combinaba con una blusa negra y un lazo rojo en el cuello. En sus vuelos nocturnos la iluminaba con un trozo de relámpago cortado del extremo de un rayo en una tormenta. Congelado, guardaba el trozo de rayo en un viejo y embrujado baúl de madera debajo de una roca cubierta de árboles frondosos y detrás de un cerro donde nacía un manantial. Toda una fantasía. Lo saca en las tormentas para aterrar a los que se mofan de ella, decía la gente.

    ¡Ay Ombe, son puros embustes de viejos mascatabaco! decían otros viejos más sensatos que no creían en brujas ni brujerías.

    Un ángel del infierno

    Aquel viernes, antes del mediodía, después de varios días parando aquí y allá, cuando el sol dibujaba sus siluetas sobre el terreno, los seis llegaron a la última ciudad en la vía al pueblo a donde iban. Cabecera municipal, la ciudad ofrecía mejores oportunidades. Podían quedar allí con trabajos mejor pagados en fincas de decenas a lado y lado de la vía, antes y después de la ciudad y antes del pueblo de su destino. También, en hogares de ricos. No lo hicieron. Por las calles transitaban campesinos de veredas próximas. Cabalgaban en burros y mulas. Vendían sus cosechas por calles y barrios y en el mercado público. El entorno les ayudó a cruzar de noroeste a sureste sin ser notados. Gente a pie y en bestias iba y venía en diferentes direcciones y con el tropel de pueblos más adelantados, pero igual, donde el desempleo era una peste. Había pocos vehículos. Una que otra carreta tirada por bestias rodaba por las calles. Movían productos del campo, agua y leña para residentes que aún usaban fogones rústicos para cocinar. Siguieron por el este del parque central al sur. Pasaron frente a la catedral sobre el borde suroriental donde despegaba la calle angosta, que luego se volvía un camino culebreado de tierra a donde iban, varias horas a pie desde allí. Al paso de burros eran, aún, más horas.

    Cuando las aves revoloteaban en los árboles a la orilla del camino, llegaron a una curva. De súbito, el asno de Rosa en uno de los turnos, se entercó. Sembró los cascos en la arena y buscó salirse del camino. El instinto irracional lo previno, como la mula de Balaán cuando vio un ángel. Todavía llevaba las canillas cruzadas sobre la cerviz del burro. Conocía la historia de la mula de Balaán.

    ¿Por qué no sigue este imbécil? protestó.

    ¿No es otra la imbécil? fustigó Chencho desde atrás.

    ¿SERÁ QUE VAMOS POR MAL CAMINO? gritó Belén detrás de Chencho.

    Era una alusión a la historia de Balaán, el profeta que maldeciría a los israelitas en camino a Canaán. La mula que montaba se paró y no seguía. Cuando Balaán la castigó, destrabó las quijadas y le habló.

    La mula de Balaán vio un ángel en el camino, dijo Rosa.

    El burro no te habla aún, dijo Chencho.

    "Cuídate, Tarántulo, de no ser maldición para otros", dijo Belén.

    Chencho se escurrió por un costado. Con la mano izquierda tomó el bozal del burro y con la derecha levantó la rula. Rodó la vista sobre el terreno.

    "¡Quietos! ¡Un ángel del infierno!" Dijo.

    Había oído la historia de Balaán. Rosa vio que la rastrera serpenteaba por entre la sabana a los montes marginales. Dejó la cacería con los movimientos. Los segundos volaban, cuando Chencho determinó no dejarla ir. De piel oscura, Rosa quedó achocolatada. Temió por la vida de Chencho.

    ¡DÉJALA IR! gritó.

    Todo ocurría rápido. Con ojos brillosos, la rastrera serpenteó evadiendo los alargados trancos de Chencho, pero la golpeó. Golpeada, se retorcía y Chencho terminó de matarla.

    A dos kilómetros al este, estaba el cementerio. Allí estaba enterrado Emiliano, padre de la costurera que emplearía a Belén. Lo mordió una de esas rastreras. Al arribo de Belén, hacían sólo pocos años que Emiliano había muerto. Ella escucharía la historia de cómo murió y lo que la hija cría sobre dónde estaba su padre hora. Él había sido buen padre, según ella, Por eso, Emiliano estaba en la gloria con Dios. La Biblia en uno de los jolones decía lo contrario: que su padre estaba en la tumba y despertaría el día de la resurrección de los muertos, como decía el credo de su iglesia. Su madre, de quién se había separado Emiliano, creía diferente: Emiliano estaría, tal vez, en el infierno porque la dejó. La Biblia también decía que no era cierto que había un infierno donde, en ese momento, y desde que murió, Emiliano ardía en llamas.

    Por ahora, la costurera estaba ajena a lo que ocurría en el camino sobre la entrada norte del pueblo. Dos kilómetros más hacia el sur y la familia vio las primeras casas.

    No es el burro sino la mala suerte

    La tarde gris se tomaba el entorno. Los creyentes pausaron por última vez—creían ellos—antes de llagar a donde dormirían esa noche. Descansarían, pensarían en la llegada y acomodarían los ánimos. No planeaban nada. Lo que se presentaba lo hacían, lo postergaban o lo ignoraban. Pero ahora estaban atrapados por la distancia recorrida. Era un trecho corto pero que no podían ignorarlo, postergarlo ni abandonarlo.

    ¿Dónde dormiremos? preguntó Belén.

    Dependía de seguir zanqueando el camino y enfrentarse a lo que más temían: la gente de un pueblo desconocido. De pronto, la emocionó aquel entorno fantástico. Como espejismo de desierto, sólo que no era un desierto. Árboles frondosos unos cerca de otros, espaciados para colgar cuatro hamacas en medio de una insondable oscuridad, con millares de mosquitos zumbando por fuera de los toldos y una cantidad de ruidos de animales nocturnos, y las centelladas de bandadas de luciérnagas que se desprendían de los árboles. ¡Era sólo imaginación! El sol aún

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