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Shopping en Puerto Rico:: Prácticas, significados y subjetividades de consumo
Shopping en Puerto Rico:: Prácticas, significados y subjetividades de consumo
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Libro electrónico595 páginas4 horas

Shopping en Puerto Rico:: Prácticas, significados y subjetividades de consumo

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El libro digital, Shopping en Puerto Rico: Prácticas, significados y subjetividades de consumo (2013), de la autoría de la Dra. Laura L. Ortiz-Negrón, presenta los resultados de una investigación amplia en torno a la cultura del consumo como fenómeno social. Puerto Rico es el estudio de caso, que le permite a la investigadora producir una mirada interdisciplinaria y reflexiva sobre este tema. La autora presenta una mirada sociohistórica del consumo, las características de los consumidores/as y cómo ellos/as definen sus prácticas del ir de compras en su vida diaria, familiar y social. Presenta una línea de argumentación sólida y datos muy valiosos sobre este fenómeno.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento30 nov 2012
ISBN9781623099190
Shopping en Puerto Rico:: Prácticas, significados y subjetividades de consumo

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    Shopping en Puerto Rico: - Laura L. Ortiz-Negrón

    vitales.

    Capítulo I

    En torno a la economía de consumo

    Capítulo I. En torno a la economía de consumo

    Introducción

    Las prácticas de consumo son transhistóricas como condición de vida. Consumimos alimentos, productos, servicios, imágenes y textos, y nos consumimos a veces con algún tipo de ansiedad, sufrimiento o enfermedad. Pero, ¿cuál es la diferenciación social, cultural e histórica que podemos hacer del consumo como actividad común versus su conformación hegemónica como forma de vida en el mundo contemporáneo? Puerto Rico es un escenario donde el consumo se ha proclamado como práctica cotidiana y horizonte de vida. Es dicha fuerza del consumo la que hace pertinente su estudio como fenómeno palpitante de visiones, prácticas y subjetividades que figuran una sociedad. Los posibles entendidos, sentidos y significados del consumo pueden cartografiarse desde distintas disciplinas e interpretaciones de las Ciencias Sociales y desde los propios consumidores como protagonistas del fenómeno bajo estudio. Este trabajo es un esfuerzo en seguir dichas interpretaciones para complejizar el análisis del consumo en Puerto Rico.

    Una definición referencial básica del consumo es aquella que comprende el conjunto de representaciones, entendidos y prácticas correspondientes a la valoración, adquisición, uso o disfrute de artículos, imágenes, textos, bienes y servicios, y que, figuran al sujeto en su articulación consigo mismo y sus estructuras relevantes del orden social y el mundo; individualidad, deseos, intereses, status, progreso, familia, amistades, grupos, comunidad, cultura, trabajo, medios, ocio y gobierno, entre otras esferas. La posición del consumo en el sistema de producción social se desplaza a diversas esferas y se le adscribe funciones y valores sociales de progreso, civilización, belleza, movilidad social, status, competencia social, política, diferenciación social, terapia, obligación, conflictividad, problemas y ansiedades, entre otros. Como parte de este proceso, el ir de compras se muestra como la actividad espejo, representativa del consumo como fenómeno contemporáneo.

    La hegemonía del consumo a lo largo de la modernidad marca unos modos particulares de su reproducción y los posibles sentidos de esta actividad humana. En este contexto, el consumo se produce como economía y cultura durante la modernidad con múltiples sentidos. Y es por eso que al intentar definir el consumo como algo inequívoco resulta ser una labor engañosa. Por ejemplo, al momento de enunciar la palabra consumo, le sigue la pregunta, ¿consumo de qué? El consumo, de entrada, ya establece su carácter lábil y paradójico. El consumo acoge este desplazamiento múltiple entre adquisición−deleite, gasto−pérdida y destrucción de algo. La inversión en la construcción de una carretera, definida como actividad productiva, también destruye algo. La seducción y la compra de un objeto a su vez, pueden significar una ganancia subjetiva de gratificación y supone una pérdida -gasto, deuda- mediante una destrucción técnica o simbólica. El consumo puede pensarse como acto que busca acceso a la vida y que tiene que acabar con el acto mismo para seguir en busca de algo que siempre es incompleto. La palabra consumo no adquiere un sentido ontológico como esencia del ser, sino un cierto sentido relacional y paradójico en tanto se produce como un proceso y una práctica en un contexto particular que supone una lucha inacabable. El término consumo se desplaza así a diversos escenarios y por ello carga su registro polisémico. Existen muchas definiciones y realidades en torno al consumo. El consumo como sistema económico o régimen de producción, los consumidores como prosumidores o sujetos productivos, y el consumo como símbolo o significado para el sujeto en su visiones de mundo, prácticas cotidianas, vida familiar, en su ocio, y en su identidad y subjetividad conforman parte del espectro de la economía de consumo. Dicha economía representa las distintas esferas en que el consumo se reproduce, lo que atisba gran parte de su carácter polisémico y contencioso.

    Desde este enfoque, la palabra consumo se ha conjugado con términos contemporáneos como consumismo, consumerismo, sociedad de consumo y cultura de consumo registraban sus distintos significados en tanto respondían a contextos discursivos que intentaban definirlo y valorarlo. No es casual que el término sociedad de consumo, por ejemplo, resulte ser un eufemismo sociológico y que la noción consumerismo apunte a su carga moral, entre otras acepciones. Asimismo, el ir de compras o de shopping se significa como si fuera un sedativo ante la realidad. La palabras conjugadas alrededor del consumo recorren toda una suerte de significaciones que reiteran su carácter denso. En otros momentos los términos sociedad de consumo, consumismo, consumerismo, sociedad de consumo y cultura del consumo se utilizan de manera intercambiable y vaga. El término consumismo apela a la ideología de la práctica ir de compras y asumir la subjetividad como consumidores a manera de representación y norma del orden social contemporáneo. El vocablo consumerismo, de otra parte, tiene al menos tres registros discursivos muy comunes. Primero, el consumerismo se produce como una enunciación alrededor del consumo como actividad digna de su condena en tanto destructiva de la sociedad y sus instituciones y, por ende, del sujeto (Schor 1998, 1999). Segundo, el consumerismo se vincula a una cierta periodización de la historia moderna en que el consumo es tanto una estrategia económica así como una práctica de masas que manifiesta una mayor articulación en dicho período. Stuart Ewen (1977) describe este fenómeno para el caso de Estados Unidos, aludiendo al mercado del consumo como estrategia corporativa y cómo los valores del consumo masivo se consolidan como valores nacionales durante la década del 1920. El consumerismo también ha sido definido como el contexto socioeconómico que oprime y obliga a los consumidores a organizarse para exigir sus derechos como grupo social directamente afectado (Peterson sf; Demeron sf).

    De manera similar, las frases sociedad de consumo y cultura del consumo encontraron sus propias localizaciones discursivas. Cuando se utiliza la noción sociedad de consumo se tiende a pensar en la preeminencia del fenómeno consumo como mera descripción epocal por lo que cualquiera puede hacer uso de ella. En la medida que esta frase no apela ni amerita explicación, su uso es generalizado y seguro particularmente en los medios. Esta frase sociedad de consumo, también se adscribe a un entendido de las prácticas sociales desde una funcionalidad orgánica de la sociedad. Ya sea mediante las estructuras económicas o sociales se intentan establecer sus relaciones con aquel actor social que consume. En este contexto discursivo, el término sociedad de consumo se registra como enunciado abstracto y ahistórico de una relación desinteresada o natural del sistema económico; aquella vinculada a la demanda y la oferta. Bajo este entendido, la demanda la hace el sujeto y la oferta la empresa. A nivel discursivo, la denominada sociedad de consumo se vincula a la economía como parte de una ingeniería mágica definida como: la expresión sociedad de consumo se utiliza para designar a las sociedades en las que el consumo de los ciudadanos (demanda) se orienta y se dirige en función de las exigencias de la industria y no a la inversa, como había sucedido tradicionalmente (Vachetta, Rodríguez, García 2000, 4). La sociedad de consumo tiene un efecto discursivo de ser un eufemismo que se produce como una abstracción de todo referente, por lo que no permite la intervención de una mirada crítica en torno a las fuerzas sociales y subjetivas que operan en los nuevos escenarios de lo social. Mientras, la "cultura del consumo" se posiciona como espacio conceptual hasta cierto punto descontaminado de la economía política, que da cuenta de la producción simbólica y significante de las relaciones entre sujeto, objetos, signos y espacios de consumo.

    Esta variedad de entendidos alrededor del consumo ha estado registrada por las reapropiaciones para su estudio desde la psicología, la mercadotecnia, la comunicación, la ecología, la arquitectura, la economía, la antropología, el arte y la sociología. También estas disciplinas comienzan a hablar entre ellas marcando la necesidad de discusiones y trabajos interdisciplinarios. Desde los estudios culturales, la comunicación y otros campos, el consumo ha estado atado a la capacidad de significaciones y subjetivaciones en la relación sujeto-objetos o lo que se ha llamado como cultura material. También desde la antropología se ha producido como mediación comunicativa del orden social (Douglas, Miller, Appadurai, McCracken). Ciertamente estas lecturas interdisciplinarias apuntan a la tensión que se establece cuando se discurre en torno a las ideas de sociedad y cultura. Ello lleva a que las líneas fronterizas entre estos conceptos son difícilmente localizables, excepto para los más obtusos de las disciplinas. En el pasado la sociología como campo del saber en torno a la sociedad, y la cultura por su posicionamiento secundario a nivel paradigmático e ideológico, se convertían en objetos de estudio por separado alcanzando una relación de jerarquía, y a veces causal. Sin embargo, la insostenibilidad de la mutua exclusión de estos dos conceptos está marcada por las transformaciones sociales y paradigmáticas de estas últimas décadas. Todavía sin embargo, persiste la tradición entre muchos sociólogos de pensar la sociedad de consumo como estructura socioeconómica tradicional fuera de una contaminación con la cultura y como única verdad explicativa de ese social. En estos tiempos la cultura es el escenario por excelencia de la llamada economía.

    El consumo y sus protagonistas, los consumidores, de otra parte, fueron desarrollándose hasta gestar la idea de un sujeto de derecho (consumidor) que pagaba y utilizaba servicios públicos o privados. El consumo de agua, de energía eléctrica, alimentos, medicamentos, aire y tóxicos, artículos diversos y servicios recogen la idea de un sujeto de derecho particular, un ciudadano-consumidor. La utilización y pago por servicios se convierte en un tipo de participación sobre la cual se reclaman derechos ante el gobierno y la empresa privada. La llamada "democracia del consumo" también lleva a este nuevo sentido de ciudadanía y de cultura (Ewen 1988, 32-34). De hecho, la hegemonía del consumo como práctica social ha llevado a igualar la idea de ciudadanía a la idea de consumir en estos tiempos.⁷ La ciudadanía ha sido resignificada a través del consumo como el derecho a bienes y servicios que implican costos económicos y que dan sentido de reconocimiento, status y pertenencia, aún con todas las posibles diferenciaciones sociales y políticas. En este contexto, el consumo se ha vinculado a cierta práctica política de reclamos sociales y en otros casos se ha relacionado a diferentes movimientos de consumidores. Asuntos como costos económicos, anuncios engañosos, fraude, seguridad, y garantías de servicios y productos han sido algunos de estos reclamos.

    A otro nivel, una de las transformaciones radicales del fenómeno del consumo a nivel conceptual ha sido que los referentes conceptuales no necesariamente pueden remitirse a estructuras localizables, sino a prácticas cuyas coordenadas superan la idea de territorio (estilos de vida, información, moda, música, objetos). El objeto de estudio no tiene como límite analítico su país y su cultura necesariamente, sino un conjunto de prácticas que se articulan a nivel global y local. En este contexto, el consumo se ha relacionado con los términos globalización, globalismos y globalidad. En la medida que el consumo y la globalización caminan juntos como procesos de reordenamiento cultural, político y económico hasta cierto punto se han producido como nociones intercambiables. Ya sea por los medios tecnológicos (Internet, teléfono celular, televisión, cine) y por el intercambio planetario de servicios y mercancías, aunque diferenciado, el consumo se produce como parte de la globalización como contexto espacio-temporal.

    Ciertamente la globalización es un referente extremadamente móvil sirviendo como dispositivo para activar asuntos vinculados a la economía política, la cultura y la tecnología, entre otros campos. Desde este registro sociocultural, para Néstor García Canclini la globalización es un proceso de reordenamiento de las diferencias y desigualdades sin suprimirlas (1995, 13) y que se produce como si fuera homogéneo. Muchas veces se tiende a igualar la globalización con el consumo como práctica dominante de la moda a nivel internacional que representa los estilos de vida y los iconos del consumo chic. Vestir con zapatillas (tennis) y camisetas (t-shirts) en combinación con accesorios de marcas reconocidas como Armani, o lucir faldas en algodón hindú con aretes grandes -performance de signos gitanos- producen los signos de la moda étnicamente globalizada. Al momento de viajar a grandes ciudades, por ejemplo, se observa que los atuendos y vestimenta de los jóvenes son similares a aquellos de otras ciudades. La moda en este sentido se convierte en práctica y signo global.

    La lógica cultural es otro de los conceptos que han permeado los entendidos de este proceso. Para Fredric Jameson (1991), por ejemplo, la hegemonía de la cultura en tanto imagen, estética y simulacro protagonizada por el sujeto se da en un registro del presente. La globalización es el escenario de la producción de la cultura como coordenada valorizada por el capitalismo tardío.⁸ La globalización se ha definido a su vez como aquellos procesos tecnológicos que han permitido la permeabilidad y el contacto social entre distintos países y culturas, lo que ha expuesto nuevas relaciones, prácticas y subjetividades.⁹ En este contexto, los diversos medios de comunicación, como el televisor, el Internet y el celular ya no serían medios, sino escenarios de lo real.¹⁰ La intensificación de todo tipo de relaciones y concertaciones a nivel mundial lleva a lo que algunos estudiosos han denominado la globalidad, una sociedad mundial. Tanto la intensificación de las relaciones como sus efectos son parte de este proceso de globalidad. La muerte de un político o jefe de Estado, por ejemplo, incide sobre los mercados, acuerdos políticos y las sociedades a un tiempo fractal y bajo el entendido de un efecto cultural mundial. La globalización también se ha definido como nuevas formas y ritmos de un proceso sociohistórico largo, lo que presupone su antigüedad en la cultura moderna vía el fordismo y posfordismo. Esta forma de globalización se ha definido por algunos estudiosos como a global mass culture (Hall 1996).

    Otras veces la globalización se ha entendido como un grupo menor de naciones poderosas que deciden el futuro de todos los países en su condición de subordinación jerárquica sin tener que rendirle cuentas a país o gobierno alguno (Rodríguez-Morazzani 2001). En este contexto, la globalización se ve como un poder político concentrado y abstracto. Para de Sousa Santos, la globalización es una red de relaciones de poder definida como el proceso por medio del cual una condición o entidad local dada tiene éxito en extender su rango de acción sobre todo el globo y, haciéndolo, desarrolla la capacidad de designar a una condición o entidad rival como local (1997). Para este autor se presentan dos fenómenos como parte de eso que llamamos globalización. En primer lugar, se da un proceso de localismo globalizado, en el que una práctica o una regulación local se despliega a nivel internacional o mundial. En segundo lugar, estaría lo que el autor conceptualiza como un globalismo localizado; efectos de desestructuración y reestructuración local como resultado de una estrategia global, y como tal se opone al localismo globalizado; una práctica o regulación transnacional que se acoge mediante un localismo específico exitosamente (Santos 1997, 44). Estos dos procesos presentan la propia complejidad y paradojas de la globalización. Así también, la globalización se ha vinculado a la esfera neoliberal de la economía política, sobre la cual se han generado medidas de desregulación, la no creación de empleos estables, políticas de privatización, riesgos ecológicos y a la contracción del Estado benefactor. Las protestas en contra de la globalización son parte de este entendido político de la globalización y las políticas neoliberales. Sin embargo, estas políticas por parte de los poderes económicos (G7) se han definido de manera más formal como globalismos (Santos 1997). La integración o articulación de los mercados financieros también se ha definido como eje central de la economía global. Es decir, la globalización se utiliza para describir fenómenos y procesos muy distintos aún dentro del campo de la economía política.

    En el contexto de una economía de consumo, la globalización en sus distintas acepciones lleva a un debilitamiento de las fronteras ente economía, cultura y política en la medida que distintas personas y sectores se apropian de este proceso comunicacional diferenciado para producir sus intereses a nivel local y planetario, por lo que las relaciones sociales mundiales se intensifican. Los signos y significados que cargan los objetos (mercancías) rompen la geografía del territorio y de su corolario, el estado-nación, entre otros entendidos. De ahí, la contingencia y la complejidad en la formación de subjetividades y significados a partir de una economía de consumo. El tránsito de la palabra consumo y sus acompañantes remiten a desplazamientos que configuran relaciones, prácticas y entendidos diversos. Un análisis de la trayectoria social e histórica del consumo durante la modernidad hasta el presente nos revela dichos desplazamientos con sus conflictos y discontinuidades.

    El consumo desde la cultura moderna

    La modernidad como registro y dominio de relaciones capitalistas se basó en el dispositivo del valor trabajo. El trabajo pasaría a ser ideología, discurso, signo y significado de vida y moral. La forma fundante en que el capital se reproduciría y acumularía era el trabajo en sus diversas modalidades y etapas de los procesos y contextos sociales de la relación capital-trabajo (primitivo, artesanal, maquinista, taylorista, industrial, posindustrial, salvaje, digital-virtual, abstracto). El trabajo se convertiría en el horizonte de empeño donde el trabajador dejaría su capacidad, salud, energías y vida, no como compromiso, sino como sumisión. De entrada, la noción de dignidad quedaba emplazada. De ahí que la división social del trabajo, el trabajo asalariado y los procesos de proletarización fueron cruciales para que el sentido de trabajo no tuviera relación con el trabajo mismo sino con tener un empleo y un salario para sobrevivir o existir como persona. En el campo del libre mercado y la competencia la jerarquización del trabajo y sus oportunidades se unirán a estos cambios en los procesos de trabajo y al sentido de trabajo. Ello exacerba la jerarquización y diferenciación de los trabajos disponibles y accesibles. Trabajas o trabajas, aunque no lo haya o no lo pidas. Mientras la sociedad moderna descansaba sobre los principios de individualismo, racionalidad y desarrollo sin límite, lo que en clave marxiana serían las fuerzas productivas −hombre, naturaleza, tecnología−, el valor trabajo se presentaba como elemento de una vida digna; todo aquel que osara por ser reconocido por la clase, la familia, el gremio, la sociedad, estaba amarrado y limitado al mundo del trabajo, el cual prometía ser su razón de ser, de vida, felicidad y progreso. La dignidad del trabajo suponía unas bondades inequívocas en la medida que el campo ideológico y discursivo de la modernidad era un campo cuyo tono y repetición eran atribuciones de garantía, permanencia y continuidad hacia una resolución de una vida mejor. La definición del sujeto cuya laboriosidad se vinculaba a las ideas de respeto y excelencia moral eran los predicados del catecismo social. El valor trabajo paradójicamente operaba como elemento de separación, enajenación, objetivación y negación de otra forma de vida, no por el fetichismo de la mercancía, no por la abstracción de las relaciones capitalistas, sino por una promesa y una dignidad que no se producía; sentido de vida, felicidad y progreso. Mientras crecía el desempleo, los salarios no eran suficientes, la precariedad y la inestabilidad laboral se agudizaban, las reglas y procedimientos acaparaban los procesos de trabajo, la enfermedad acompañaba al trabajador, el tiempo del trabajo era su vida y el estado ya no era Estado, su inmovilidad e infelicidad se acrecentaba. La idea de tiempo y espacio se producían como experiencias de escasez y de un destino irremediable. La vida era trabajo, la dignidad era una promesa. Pasaban las horas, los días y años, y el trabajo se producía como utilidad, cuya monotonía, repetición y cansancio no daba cuenta de mérito y resultado alguno que no fuera su propia continuidad. Aquello de lo que las clases altas y burguesas podían disfrutar: un buen vestido, una buena comida, una joya, un buen vino, un deleite con las mercancías-objetos, se producía como imaginario de separación y objetivación para los sectores trabajadores de suerte que el proceso de enajenación se extendía al mundo del consumo.¹¹ ¿Por qué el consumo era una práctica legítima de las clases altas y burguesas las cuales ostentaban status y reconocimiento social, y no así para las clases trabajadoras? ¿Por qué el trabajo era digno si las clases altas y burguesas no trabajaban dentro de la lógica de la fábrica y el salario? Mientras el trabajador permanecía en ese mundo del trabajo como su razón de ser, el consumo era un signo profano, no digno. La deberización del sujeto en la sociedad moderna provoca un efecto de neurosis social en muchos sectores trabajadores por la proliferación de lo prohibido y limitado a no tener, a no disfrutar y a no vivir fuera de la triada moral familia-Estado-trabajo.

    El consumo desde el fordismo

    El fordismo y el posfordismo son los signos de la cartografía tendencial del capital durante los siglos XX y XXI (A. Lipietz, 1987). Ambos regímenes de producción y acumulación del capital se apuntalan a partir del consumo como eje supremo de la economía y de la vida en sociedad. El contexto y los catalíticos para la emergencia del fordismo, entre otros factores económicos, ocurren a partir de la competencia entre capitales y la sobreproducción de productos en las primeras décadas del siglo XX. El capital acumulado es desigual entre capitalistas y por tanto, su competencia y sobreproducción no se transforma necesariamente en su valorización en el mercado, lo que lleva a la crisis económica de las primeras décadas del siglo XX. Este proceso se definió como una crisis de reproducción y desde el punto de vista del capital, ello conduce a una reducción significativa de la fuerza de trabajo como estrategia económica. Ya para la segunda y tercera década del siglo XX se observan los desempleados, los motines y la miseria social que figuran la Gran Depresión de la década del treinta.¹² Hay una gran incapacidad de consumo de las clases trabajadoras por la intensa explotación, que en la economía política se denomina como una crisis de reproducción social. En este contexto, existe la necesidad de un nuevo ciclo de acumulación de capital, el fordismo.

    Ya para inicios del siglo XX, pero con una consolidación mayor a partir del 1950 en Estados Unidos, el fordismo como régimen de acumulación y modo de regulación permite una transformación en las condiciones de producción y de consumo, teniendo sus particularidades tanto en los países centrales como en los periféricos (Lipietz 1987). La estrategia y principio fordista supone extender la producción de la fábrica a la sociedad mediante el consumo socializado de los productos hechos por los trabajadores. Es decir, extender la división social del trabajo, lo que requiere una transformación y correspondencia rentable de las formas de producción y reproducción.¹³

    El fordismo en Estados Unidos comienza en las primeras décadas del siglo XX. Henry Ford, el dueño de las fábricas de automóviles en Michigan, es la referencia inaugural de este nuevo régimen, cuya política se inicia con el Five Dollars a Day y el Eight-hour Day para incrementar la productividad. La transformación de los procesos de trabajo para una mayor productividad consistió de un sistema integrado de producción en línea: la producción en masa sostenida por el trabajo en cadena, la línea de ensamblaje y la transportación mecánica de piezas y operaciones sucesivas sin la intervención de la mano de un obrero. Es una combinación de transportación automática y operaciones fragmentadas. Estas transformaciones en el proceso de trabajo, que optimizan el taylorismo y la administración científica, están vinculadas al aumento de la tecnología y la automatización; una gran descalificación del trabajador en la línea de ensamblaje, otras líneas de jerarquía y supervisión y, a la producción en masa de mercancías.

    A su vez, esta transformación económica tenía que ir acompañada de un aumento de salarios a los obreros, si el consumo era el principio socioeconómico. En este contexto, el signo Ford se convirtió en símbolo cuando el automóvil definido en primera instancia como un objeto-máquina tuvo su proceso de socialización a través del régimen de consumo. Esta metamorfosis del objeto-máquina al objeto de acceso y de todos, marca una revolución cultural. No sólo el automóvil como medio de transportación pasó a ser un elemento imprescindible de la vida cotidiana y social, sino que fue el eje de toda una serie de transformaciones del espacio urbano, comercial, residencial y de formación de subjetividades. La economía del automóvil requirió el establecimiento de estaciones de gasolina y de servicio, distribuidores y vendedores de automóviles, instituciones bancarias, carreteras, urbanizaciones, centros comerciales, compañías de seguro, espacios de mantenimiento y lavado, talleres de mecánica y mecánicos, que unido al discurso del progreso y el confort fue produciendo varias culturas y subjetivaciones en torno al automóvil. La importancia del automóvil se arraiga en su capacidad de un doble movimiento; transporta y mueve al sujeto al tiempo que transporta y mueve los objetos. En ese doble movimiento el propio automóvil deviene en objeto valorado y erotizado. La producción de imaginarios y subjetividades a partir del automóvil es múltiple. El capital es una visión potencial de valor y de conjunto, por lo que asuntos tan diversos como espacio, sentimientos, género, tecnología, ideología, clases, política, progreso y ciencia se organizan como elementos de una cadena de producción del consumo y los consumidores. Asimismo, es entendible la fabricación política de las necesidades.¹⁴

    Es importante destacar, no obstante que la visión de Henry Ford sobre el aumento de la productividad a través del sistema de producción en línea y el aumento de salarios se queda un poco limitada, cuando otros hombres de negocios e industriales comienzan a tener una visión más amplia y prospectiva de lo que Ford ya había iniciado en su fábrica de automóviles. Algunos de estos comerciantes, como Edward Filene comienzan a señalar que Competition compel us to Fordize American business and industry (Ewen 1977, 24). Fordize significaba repensar la producción en el sentido más amplio de lo social. La producción masiva de productos tendría que estar destinada hacia todas las clases e individuos, no hacia una clase o grupo social. Ello implicaba a su vez un cambio de pensamiento y estrategias de la publicidad y los mercados. Habría que re-crear al consumidor. Ya para finales de la década del veinte la psicología entra en este campo publicitario con la idea inicial del social self elaborado por el psicólogo social Floyd Henry Allport. Esta idea del social self radicaba en que la conciencia que tenemos de nosotros mismos es la conciencia que otros tienen de nosotros (Ewen 1977, 33-37). Bajo esta idea, el consumir pasaría por el escrutinio de los otros como algo positivo y así la valoración del sujeto consumidor. En ese momento histórico, apelar a la naturaleza humana y no tanto a la utilidad del producto será importante para la guía publicitaria de la producción en masa. Es importante destacar que la producción y el consumo masivo formaban un nuevo orden de producción social que se desarrolla a raíz de la Gran Depresión en los años del 1930 y se consolida a partir de la década del cincuenta.

    El fordismo como modo de regulación social y política supone la intervención del Estado a dos niveles; el Estado keynesiano y el Estado benefactor. La primera intervención es el papel activo del Estado en la economía, que logra un balance para la reproducción del capital y el empleo de la fuerza de trabajo. El Estado keynesiano, o como diría Antonio Negri, el Estado-Plan, tiene una gran expansión a nivel programático y fiscal que toca directamente a las esferas de la producción y reproducción social (Negri 1980a). Por ejemplo, aunque los términos del debate de los pasados cuatro lustros sobre el Estado capitalista, entre instrumentalistas, derivacionistas y estructuralistas, seguramente arrojaría diferencias sustantivas, me interesa aquí capturar acuerdos que subyacen a esas diferencias. Uno de estos acuerdos es coincidente con captar al Estado keynesiano como elemento tendencial de la época contemporánea. Este establece su ingerencia activa en la economía en busca del pleno empleo mediante sus políticas socioeconómicas. La inversión pública en transportación y utilidades públicas, inversiones, préstamos y bonos, así como los estatutos y políticas públicas en torno al trabajo, salarios y consumo representan algunas de las prácticas estatales de tipo keynesiano. Instituciones y nuevas prácticas estatales se articularán a esta nueva forma de acumulación. El salario social se traduce en beneficios y ayudas económicas en las áreas de trabajo, salud, educación y vivienda, y el empleo en el servicio público. Se presenta una articulación de normas, reglas, hábitos y leyes que aseguren el proceso de acumulación. Las prácticas políticas, económicas y culturales se entrelazan y se diluyen como prácticas productivas.

    La segunda intervención es una donde el Estado se proyecta como regulador de la reproducción social de excedentes poblacionales, desempleados, incapacitados y pobres. El Nuevo Trato es la primicia de este tipo de intervención estatal. El Estado benefactor delinea sus funciones benefactoras, establece otras maneras de control y vínculos hacia los sectores llamados marginados que, permiten a su vez continuar la buena marcha, sin mayores escollos, del proceso de acumulación de capital. A la labor de higienización y radiografía social mediante el auxilio de la estadística, le sigue toda una política de subsidios y ayudas socioeconómicas, que se convierten en salarios indirectos, o lo que se ha conceptualizado por algunos estudiosos como el salario social (Negri 1984).

    El proceso de consolidación del Estado benefactor queda inscrito en el discurso del progreso. Una vez el Estado benefactor entra a escena como alternativa para la subsistencia, desde la percepción de los sectores denominados marginados, ello se convierte en un reclamo contundente y en una obligación estatal inflexionada por la elastización del sujeto de derecho. De otro lado, se trataría más bien de una puesta en cuestión del mito sobre la dependencia de estos sectores en el Estado, toda vez que el salario social se convierte en una forma de ingreso sin tener que trabajar. En esta dirección, Paolo Carpignano indica: Step by step, the welfare system lost all its paternalist functions and became a means of acquiring income … Social struggles had identified the state as the bargaining agent from which to demand income (1975, 7-31). La estrategia keynesiana y benefactora adoptada por la intelligentsia del capital captó así la productividad y la rentabilidad de los consumidores, pero no una recomposición de clase, en los términos de luchas sociales reivindicativas. El Estado, en el escenario fordista, asume un rol mucho más activo como interventor en el terreno hasta ahora dominado por el mercado. Ciertamente los postulados del welfare y su conformación social conducen a una reflexión de los consumidores como sujetos productivos, que a su vez es reforzada por el fordismo en tanto dilatación de los términos de la explotación en la relación capital-sociedad. Es por ello que los conceptos, obrero, salario y plusvalor social son las aproximaciones intelectivas que capturan esta

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