Mandur
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En el verano del 41 se produce un acontecimiento singular que convulsiona a la República; al ser invadida por el vecino país del sur. Cornelio y sus tres amigos son convocados a alistarse en las fuerzas armadas.
Cornelio emigra a EE. UU. y hace amistad con cuatro sudacas, con los que viaja por el gran país del norte. Regresa a su tierra, a gerenciar la bananera Tendal. El boom bananero se esfuma. Compra Tamarindo Seco. Invierte todo el dinero ahorrado y se endeuda en la construcción de: un túnel; carretera para sacar el tridestilado y mansión para su esposa. Quiebra y termina trabajando como chofer de camión de una bananera.
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Mandur - Miguel Landívar Lara
© Derechos de edición reservados.
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© Miguel Landívar Lara
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de cubierta: Rubén García
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
ISBN: 979-13-7012-445-8
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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CAPÍTULO I
Llegaron los médicos
Víctor Manuel vivía cerca de su hermano menor Rosendo, al que le adornaban muchas virtudes; tocaba bien la guitarra, cantaba como los dioses y estaba soltero. El día anterior a que llegaran los médicos de la campaña antimalaria, había salido de fiesta a los Faiques de Juan Naranjo; invitado por la hija. En la reunión, el muy audaz trató de levantarse a la madre de la chica. Se armó la buena; cuchillos van y vienen, Rosendo quedó malherido. Los Naranjos montaron al hombre en su jaca con dirección a Tamarindo Húmedo. El animal conocía la senda y no tardó en llegar a la casa de Víctor Manuel; al oír los pasos del animal, con la ayuda del mayordomo, desmontaron al jinete, le tomaron sus síntomas vitales, los que se habían apagado. Rosendo se murió en los brazos de su hermano.
La campaña antimalaria no se podía parar, los doctores de la facultad de Medicina de la Universidad llegarían al día siguiente y estaba previsto que los tres galenos se alojarían en la casa de Rosendo que vivía solo y disponía de tres dormitorios; la vivienda de Vítor Manuel estaba llena con su: mujer, yerno Rafael, hijo Rosendo Jr., sobrino Remigio, Santiago, amigo de los chicos y Cornelio otro amiguito y vecino del Mandur. Todos los pelados estaban en los doce años y habían concluido la primaria.
Víctor Manuel preguntó a Javier:
—¿Qué hacemos ahora para alojar a las visitas?, pues no se podía disponer de la casa vecina que estaba cerrada.
Rafael respondió.
—Hay dos opciones: habilitamos la sala, colocando mamparas para dividirla en tres cubículos o les ubicamos en el cuarto oscuro junto a la destilación.
Víctor Manuel descartó la última opción; los médicos podían quedarse dormidos de largo por la acción del elixir de los dioses y levantarse tarde para atender las consultas. Con sábanas y carrizos habilitaron tres cubículos en la sala.
—Rafael —acotó—, solo hay un baño y una ducha para todos los habitantes de la casa.
—Ni modo, tendremos que hacer cola para el chulla baño —respondió Víctor Manuel.
Al día siguiente, Rosendo Jr, Remigio, Santiago y Cornelio, fueron a recibir a los médicos en el atajo que divide Tamarindo Húmedo de la Feria. Remigio había quedado huérfano tempranamente de padre que murió cuando en pleno ejercicio profesional se contagió de viruela. Su madre quedó a cargo de él y de sus seis hermanos que tuvo que vender la hacienda en Gibones y la casa en Tumipamba para dar de comer y educar a tanto hijo.
Los tres doctores llegaron por la tarde, molidos de cabalgar por más de cuarenta kilómetros por un camino de herradura. Los dos chicos saludaron primero con el doctor Enrique, el más bajito de todos, quien lideraba el grupo de profesores de la Facultad de Medicina de la Universidad; luego con el doctor Vicente, más joven que Enrique y por último con el doctor Medardo, el menor de todos, recién graduado.
—Sigan por aquí —dijeron Rosendo Jr. y Remigio a la comitiva.
—Adelanten ustedes —respondieron.
Enrique preguntó:
—¿Qué tiempo falta para llegar a la hacienda?
—Aproximadamente en diez minutos estaremos en la casa —respondió Rosendo, soltando las riendas del bayo.
El trayecto trascurrió en silencio, el camino estrecho no permitía más de una cabalgadura a la vez. En el tiempo previsto por Rosendo, luego de pasar el huerto de plátanos: Seda, Colorado, Orito, Cavendish; entraron a un patio de tierra. Rosendo y Remigio se bajaron de sus cabalgaduras de una; el mayordomo ayudó a los tres jinetes a apearse de sus monturas.
Víctor Manuel, luego de saludarles, invitó a los médicos a que descansaran, pues habían cabalgado por un mal y estrecho camino por tres horas, desde Gijón hasta Faiques de los Peralta; y desde Tamarindo Seco hasta la casa, una hora, por un sendero empinado y como había llovido, lodoso. Las bestias bajaron ladeándose, tratando de asegurar sus pisadas. Y el trayecto que hicieron en carro desde Turibamba-Gijón, en la carretera durante seis horas, les estresó; a pesar de que el chofer manejaba con cuidado, aparecían abismos de lado y lado y los muchos huecos, que por poco rompen el Ford T del señor rector, les molieron las espaldas.
Un único descanso que habían hecho, fue a eso de mediodía en los Faiques, donde almorzaron carne cecina, descansaron un poco, y continuaron el viaje, acompañado de una caminerita que les regaló don Antonio para que no patee el camino ni la comida.
La casa y la factoría de Tamarindo Húmedo forman una sola estructura. El comedor, la cocina y un vestíbulo se encuentran en la parte baja; sobre ella están los dormitorios, la sala y un recibidor. La factoría, pegada a la casa, tiene la misma altura de dos pisos, aproximadamente seis metros. Los tanques de guarapo tierno y maduro se ubican en la parte alta; el alambique descansa en un rellano intermedio pegado a la pared donde se ha abierto una abertura que conecta el destilador con el fogón que se alimenta desde el exterior; los cuatro toneles de cuatrocientos galones cada uno, están anclados al piso de tierra. Entre la destilaría y la casa, se encuentra una pared falsa que oculta dos tanques de quinientos galones para las «emergencias». La molienda y el trapiche se encuentran sobre la casa en un canchón cubierto. Un reservorio de agua alimenta la rueda hidráulica made in Antillas de cinco metros de diámetro que mueve el trapiche.
A un costado de la casa, está una choza donde funciona la cocina de leña. En el otro extremo del patio, un improvisado gallinero de carrizos de tres pisos se ha levantado; el primero para los gallos y gallinas; el segundo para pavos y el último para las aves exóticas de Guinea.
En la huerta principal, frente a la casa, se cultivan naranjas, mandarinas, guabas; en un huerto más pequeño sobre el gallinero se han sembrado: tomates y legumbres.
El fogón del alambique se alimenta con bagazo seco; que se almacena en un espacio que sirve también para descansar y en un lugar de reuniones de trabajadores y patrones.
En un canchón sin paredes, junto a la factoría, se ha levantado un galpón con cubierta de zinc, apuntalado con ocho postes, allí funciona la planta de panela a desnivel, en lo más alto está una gran paila metálica: de tres por seis metros, calentada por bagazo, el combustible universal y en la parte más baja, un canal de madera conecta la paila con la batea donde se forma la rapadura.
Su producción es temporal, solo en la época del verano. Se vende por unidad o por docenas o sirve como intercambio con productos traídos por los serranos.
Los plantíos de caña de azúcar de cien hectáreas se extienden detrás de los huertos. Dos potreros, uno para caballos de montura y otro para acémilas de carga rompen la monotonía de los cañaverales.
A eso de las ocho de la noche, después de la merienda, el doctor Enrique a sus colegas, con su voz pausada, les dice: estimados amigos; hace un par de años se fumigaron masivamente con DDT estas tierras para terminar con el mosquito anofeles y a su vector; que desde épocas de la colonia han infestado el valle; este bicho exterminó una buena parte de la población negra, blanca y mestiza asentada aquí. El DDT fue muy efectivo, mató desde garrapatas hasta cucarachas pasando por los mosquitos; acabó con toda vida animal superior y con toda la cadena intermedia de exóticos pájaros que vivían en estas tierras: azulejos; canarios, codornices, gorriones y quillillicos.
La población por desgracia ya estaba contagiada con el paludismo y nuestro trabajo consistirá en establecer el número de personas infectadas.
Vicente dijo:
—Con la fumigación se hizo tremendo daño a la naturaleza.
El doctor Enrique contestó:
—Estimado colega, de todas maneras, el costo fue inferior al beneficio. Pregunto, ¿es más importante la vida de los humanos o la de los pájaros? A nosotros no nos corresponde realizar este análisis, nuestro trabajo será examinar a la población.
Vicente se quedó callado.
El doctor Enrique les dio las buenas noches y les recordó las instrucciones para el día siguiente, relacionadas con los chequeos médicos, que comenzarían a las ocho de la mañana en punto.
—Unas buenas noches, doctor —se oyó en la sala.
El día siguiente, desayunaron pronto, en el comedor frente a la huerta de frutas.
—¿Cómo se va a distribuir el trabajo, doctor Enrique? —preguntó Jacinto.
Este respondió:
—La primera, segunda y tercera semanas se realizarán los exámenes del laboratorio a cargo del doctor Medardo, quien tomará muestras de sangre alrededor de cien personas entre hombres mujeres y niños; son posibles de procesar gracias al microscopio de alta resolución y de última generación adquirido precisamente para esta campaña. Usted y yo, colega, nos encargaremos de abrir las fichas médicas y examinar a los pacientes casa por casa, choza por choza, barraca por barraca.
» La última semana, la cuarta, analizaremos los resultados finales para obtener las conclusiones y recomendaciones, con la colaboración de nuestro decano el doctor Timoteo.
» El informe se remitirá al señor rector de la universidad, para que ponga en conocimiento de la Sanidad Pública, con el fin de que se adopten las acciones correspondientes —puntualizó Enrique.
La primera semana trascurrió sin sobresaltos; se cumplió al pie de la letra lo planeado. Ningún habitante de la región faltó a la cita obligada de los pinchazos, en el corredor de la casa hacienda. Los hombres apenas fruncían el ceño; las mujeres exhalaban suspiros; los niños lloraban, pataleaban y unos cuantos definitivamente no se dejaron sacar sangre, a pesar de las argucias empleadas por los médicos y por sus padres de regalarles dulces y de propinarles pellizcos y sopapos.
—La muestra es representativa —dijo Enrique, a sus colegas.
—Casi un noventa por ciento —respondió Medardo el analista.
La noche del viernes de la primera semana, Víctor Manuel y su familia ofrecieron una recepción en honor a los ilustres visitantes para socializar un poco. Enrique sacó el acordeón que le acompañaba a todo lugar; mientras Jacinto afinaba la guitarra que colgaba del armario en el dormitorio principal. De la concertina brotaron notas arrabaleras de puro tango, dignas de Gardel. Vicente, rasgaba la guitarra sin desentonar; Medardo cantaba. Se puede decir que hacían un buen trío. A las voces entonadas se juntaron otras menos rítmicas que inundaron el salón. La fiesta avanzaba; y a eso de la medianoche, los pasillos: Alma en los labios, El aguacate, removieron las fibras íntimas del alma de los participantes, sus raíces andinas. La materia prima abundaba, pues estaban en la mata y el bendito licor circulaba a raudales que pasaba raspando el garguero a pesar del amortiguador jugo de naranja.
El lunes de la segunda semana, a primera hora los doctores reiniciaron su trabajo de examinar a los pacientes en sus viviendas, que eran chozas de lo más elementales con piso de tierra, paredes de bareque y techo de paja; sin alcantarillado y agua potable. La primera casa visitada fue la barraca de la negra Dolariza, una morena alta, desgarbada, de grandes ojos negros; piel de ébano; la única que quedaba como representante de esa raza, que a punta de palo fue traída desde el otro lado del Atlántico en la época de la Colonia; vivía con su hijo Octavio de doce años. El doctor Enrique examinó a la Dolo, que fue la primera paciente de Tamarindo Húmedo en ser atendida en la campaña; el doctor le hizo las preguntas de rigor: edad, enfermedades anteriores y cosas así. A la Dolo, el negro de la piel se le había convertido en plomizo. Desde hace tiempo atrás, no podía realizar su trabajo de peón de hacienda, como tampoco las más elementales tareas de la casa: lavar, cocinar y limpiar su choza. El diagnóstico no fue otro que paludismo, enfermedad que le había llegado hasta la médula de los huesos. Le recetaron los medicamentos correspondientes.
Doctor Enrique dijo a la negra:
—Esta medicina te aliviará los dolores que padeces, siempre y cuando la tomes seguido, sin olvidarte ni un solo día.
—De acuerdo, doctor —respondió.
—Primer examinado y primer caso hallado —comentó el galeno a sus colegas.
Octavio, hijo de la Dolariza fue el segundo paciente en ser examinado, le auscultó detenidamente; no le encontró ni signos ni síntomas de la enfermedad endémica.
—Muchacho, estás sano, saludable y listo para trabajar toda tu vida en estas tierras saneadas —dijo el médico.
Este no respondió y se fue al rincón de la casa junto a su madre.
Los galenos se dirigieron a la siguiente casa, la de Segundo Passaro, a veinte metros de la Dolo. Ahora el doctor Vicente fue quien examinó a un peón que había servido en la hacienda desde los quince años, bordeaba los cincuenta; pero tenía un aspecto de setenta. El trabajo y las malas condiciones de salubridad del entorno le habían envejecido prematuramente. Al paciente a más de detectarle paludismo, le diagnosticaron artritis; le recetaron la consabida medicina, más antiinflamatorios.
Luego, camino al río Ricay, entraron en una casa habitada por una sola persona, los galenos le examinaron, les llamó la atención la palidez del paciente. El doctor Vicente al examinarle pensó que tenía al frente un grave caso de malaria, el hígado del hombre estaba gigante; al auscultarle detenidamente le diagnosticaron cirrosis hepática; era un bebedor consuetudinario, campañero del padre y señor nuestro, que tomaba sin descanso todos los días de las semanas del año sin amilanarse; no salía a la puerta para recibir el aire por temor a perderse el último trago.
—No hay nada que se pueda hacer —dijo Vicente a su colega.
—Así es —contestó Enrique—. Este hombre morirá en su ley. Quitar la botella a estas alturas del partido equivale a darle un disparo en las sienes.
—Esta enfermedad social es más prevalente que el mismo paludismo —contestó Vicente.
Los últimos que examinaron fueron los Maulas que vivían en la parte alta de la hacienda en una comunidad de cuatro casas. La primera habitada por Juan, su mujer y cuatro hijos; la segunda ocupada por su papá, su mamá y dos tías; en la tercera vivían su hermana María y sus cinco vástagos y en la última moraban su tío Carlos y sus siete hijos. De las veinticuatro personas, la mitad tenía paludismo; una prevalencia del cincuenta por ciento, la más alta encontrada en el mundo, por cierto. Al realizarles el examen físico, observaron que dos hermanos Maulas tenían seis dedos en cada mano.
—Qué caso para raro —dijo Vicente— ¿Cuál sería la causa de esta malformación, colega? — preguntó.
Enrique contestó:
—En estos rincones de la patria, es muy común los matrimonios entre parientes cercanos; se casan entre primos, con los tíos y hasta con hermanos.
A oídos de Cesar, papá de Cornelio, propietario de la hacienda Tamarindo Seco, había llegado la noticia de que médicos de la Universidad Estatal estaban realizando exámenes a los peones de la hacienda de abajo. Él, un progresista, se preocupaba tanto de la infraestructura productiva de
