Los cinco detectives 15 - Misterio del torreón del duende
Por Enid Blyton y Òscar Julve
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Hay un criminal a la fuga. ¡El peor momento para que Fatty tenga visita en casa! Pero la invitada puede resultar clave para que Los cinco detectives desvelen el misterio.
Enid Blyton
Enid Blyton is one of the worlds' best-loved storytellers. Her books have sold over 500 million copies and have been translated into more languages more often than any other children's author. She wrote over 700 books and 2,000 short stories, including favourites such as The Famous Five, The Secret Seven, The Magic Faraway Tree and Malory Towers. Born in London in 1897, Enid lived much of her life in Buckinghamshire and adored dogs, gardening and the countryside. She died in 1968 but remains one of the world's best-loved storytellers.
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Los cinco detectives 15 - Misterio del torreón del duende - Enid Blyton
Los hermanos Pip y Bets estaban sentados a la mesa esperando el desayuno, que les iba a servir su madre. Su padre, un poco apartado, leía el periódico de la mañana, sentado junto a la ventana.
La pequeña Bets le comentaba a su hermano que tenía muchas ganas de que su amigo Fatty estuviera con ellos durante las cortas vacaciones que acababan de empezar y que le extrañaba mucho que todavía no hubiera regresado, pues los colegios hacía una semana que habían cerrado.
—¿No crees que estamos perdiendo lastimosamente el tiempo? —decía Bets.
—Así es —contestó Pip—. Parece mentira, pero en cuanto Fatty se va, la vida se vuelve desesperadamente monótona. Necesitamos su presencia y su desbordante energía para sentirnos activos.
Entonces entró su madre con el desayuno y le alargó a Pip una postal, que este se puso a leer con avidez.
—¡Alégrate, Bets! —exclamó Pip pasándole la postal a su hermana—. ¡Hoy llega Fatty!
—«Regreso mañana en autobús desde Warling. Esperadme en la parada, si podéis. ¿Qué os parecería un divertido y emocionante misterio? Creo que estoy bien preparado para afrontarlo» —leyó Bets.
—¿Un divertido y emocionante qué? —preguntó la madre, desconfiada.
—Misterio —contestó Bets con los ojos brillantes—. Mamá, ya sabes que cuando Fatty está con nosotros, parece que siempre tiene que pasar algo raro. Acuérdate del misterio del gato comediante, o de aquel misterio del príncipe desaparecido y…
Su padre, que hasta entonces había estado sumido en la lectura, la interrumpió diciéndole:
—Mira Bets, ya estoy cansado de que os mezcléis en todas las aventuras y sucesos raros que ocurren en la ciudad tan pronto como vuestro amigo Frederick aparece por aquí. Procurad permanecer al margen de cualquier asunto de ese tipo durante las vacaciones. Esperaba que Frederick estuviera fuera más tiempo.
—¡Oh, papá, no me gusta que lo llames Frederick! —se quejó Bets—. No suena bien.
—Me parece que Frederick es su nombre real, y creo que a un muchacho que ha pasado ya de los trece años es mucho más apropiado llamarlo por su nombre y no por ese absurdo apodo de Fatty —le contestó su padre—. A mí lo que me extraña es que Frederick deje que la gente lo llame así. Es demasiado mayor para eso.
—Pero es que Frederick está bastante gordo, por eso el apodo le sienta tan bien —dijo Pip—. En cambio, a mí mi diminutivo no me sienta nada bien, ahora que soy un poco mayorcito. ¿Por qué no me llamáis Philip, en vez de Pip?
—Sencillamente porque tú todavía estás saliendo del cascarón y posiblemente tardarás todavía mucho tiempo en abandonar por completo el huevo —respondió su padre desapareciendo detrás del periódico que estaba leyendo.
Bets soltó una carcajada y seguidamente un ¡ay! de dolor porque Pip le dio un puntapié por debajo de la mesa.
—¡Pip! —lo reprendió su madre, que había visto la mala jugada del chico.
Bets cambió de conversación al momento, porque no quería que Pip tuviera ninguna complicación por su comportamiento precisamente en el día que Fatty regresaba a su casa.
—Mamá, ¿dónde está la guía de los autobuses? —preguntó la niña—. Quiero consultar a qué hora llega Fatty.
—Mira, no hay más que dos autobuses por la mañana —explicó Pip—, y como el que viene de Warling tarda dos horas en hacer el trayecto, yo creo que Fatty vendrá en el primero, porque si no, llegaría muy tarde.
—Deben de ser alrededor de las diez menos cuarto —indicó su madre—. Esto quiere decir que tenéis tiempo más que suficiente para, antes que nada, poner un poco de orden en el embrollo que tenéis armado en el cuarto de jugar. Ayer apenas pude entrar por culpa del desorden.
—¿Por qué será que cuando planeamos salir a la calle siempre tenemos que arreglar, antes que nada, el cuarto de jugar? —refunfuñó Pip visiblemente enfadado—. Yo en realidad me imagino que…
—Pip, obedece a tu madre sin chistar —cortó su padre asomando la cabeza por detrás del periódico.
Pip se calló de inmediato, miró a Bets por el rabillo del ojo y la chica le hizo un gesto de conformidad. Fatty ya estaba de camino. ¡Fatty, el chico de la ancha sonrisa, del rápido pestañear, de las locas chirigotas y del extraordinario instinto para encontrarse de repente envuelto en curiosos misterios! ¡Qué ratos tan agradables habían pasado con Fatty! ¡Cuántas aventuras! ¿Qué envidiable don poseen los que siempre viven situaciones emocionantes?
«Si a Fatty lo abandonasen en una isla desierta, al momento sucedería alguna cosa extraordinaria que resolvería la situación —pensó Bets—. Seguro que se le aparecería una sirena y se lo llevaría montado sobre su cola, o quizá pasaría un submarino y…».
—Bets, ¿en qué estás pensando? —exclamó su madre—. No te distraigas, que estás untando de mantequilla los dos lados del pan.
Pip y Bets subieron a las habitaciones tan pronto como terminaron de desayunar, con un solo pensamiento en la cabeza. ¡Fatty estaba de regreso!
—Arreglemos y ordenemos el cuarto de jugar a toda prisa —dijo Pip—. Quiero pasar por casa de Larry y ver si él y Daisy saben ya que Fatty está a punto de llegar.
Y empezó a tirar todo lo que encontraba dentro del enorme armario que tenían para guardar sus juguetes. ¡Toma! ¡Esto aquí! ¡Este otro allí! ¡Y este también!
—Ya sabes que a mamá no le gusta esto… —empezó a decir Bets.
—¡Muy bien! Hazlo tú mejor y despacito. A paso de tortuga —la interrumpió Pip burlándose de ella—. Me voy a casa de Larry. ¡Adiós! ¡Ven en cuanto termines!
Pero Bets no estaba dispuesta a que la dejaran atrás. Apretujó en el armario las pocas cosas que quedaban fuera, cogió volando su sombrero, bajó las escaleras como una exhalación y pisó al pobre gato que dormitaba en un escalón.
—¡Ay, lo siento, minino! —le dijo echando a correr hacia la puerta del jardín mientras chillaba—: ¡Pip, espera!
Pronto llegaron a casa de Larry. La puerta estaba abierta y pudieron oír a Daisy, que regañaba a su hermano:
—¿No estás todavía listo? ¡Vas a llegar tarde!
Pocos segundos después los cuatro amigos estaban camino de la parada del autobús.
—¿Qué os apostáis a que ese diablo de Fatty nos hace una de sus bromas y se nos presenta disfrazado para que no lo reconozcamos? —dijo Pip.
—No me extrañaría lo más mínimo —asintió Larry—. Pronto lo veremos, pero tened en cuenta que hay algo que no puede disimular: su gordura.
—¡Corred, está llegando el autobús! —exclamó Bets.
Era un autobús de dos pisos el que se iba acercando a la parada, y todos corrieron hacia la puerta trasera. Los pasajeros se aglomeraban en la salida y el conductor, en voz alta, les advertía que no salieran con prisas y que al bajar tuvieran cuidado con el escalón.
Larry de repente le dio un codazo a Pip y murmuró:
—Mira, ahí tenemos a Fatty. Se ha disfrazado para ver si somos capaces de descubrirlo. Lleva un cesto para meter al perro, y apuesto a que es el simpático Buster el que está dentro. ¡Retrocedamos unos pasos! ¡Que no nos vea!
El muchacho que llevaba el cesto era corpulento y vestía un abrigo muy grueso y una bufanda amarilla que le abrigaba el cuello hasta la nariz. Tosió escandalosamente al bajar del autobús y se llevó a la boca un gran pañuelo verde.
Bets se reía entre dientes.
—Este es Fatty —le dijo en voz baja a Pip—. No le diremos una palabra. Solamente lo seguiremos con mucha parsimonia hasta su casa.
Se mantuvieron detrás de él, a una distancia prudencial. El muchacho andaba despacio porque cojeaba ligeramente del pie izquierdo.
—Sí, es Fatty, estoy seguro —afirmó Larry—. Pero ¡qué bien se ha disfrazado! ¡Hasta cojea para despistarnos mejor! Aunque a nosotros no puede engañarnos.
Fueron siguiendo al muchacho calle abajo. Después doblaron una esquina y empezaron a subir por una cuesta. Fue entonces cuando Larry le gritó:
—¡Vale, Fatty, párate de una vez! ¡Te hemos reconocido!
El muchacho se volvió en redondo y, mirándolos con enfado, vociferó:
—¿Cómo os atrevéis a seguirme? ¡Desvergonzados! ¡Pedazos de alcornoque!
—Continúa, Fatty. Ya sabemos que eres tú —insistió Pip—. Y también sabemos que llevas a nuestro amigo Buster en el cesto. ¡Déjalo salir!
—¿Buster? ¿Quién es Buster? —exclamó el muchacho—. ¿Estás loco? Hay un gato aquí y no un perro. ¡Míralo!
Deslizó el cierre del cesto y levantó la tapa dejando escapar de un brinco a un enorme gato rojizo que resoplaba y maullaba como una fiera.
Los dos muchachos y las dos chicas lo miraron asombrados. ¡Un gato! ¡No era Buster! Entonces aquel muchacho tampoco era Fatty. ¡Vaya! ¡Qué metida de pata!
—¡Oh! Lo sentimos en el alma —balbuceó el pobre Larry, muy sonrojado—. Todo ha sido una equivocación. Te rogamos que nos perdones. Te hemos confundido con un amigo nuestro.
—Pues ahora escuchadme bien —contestó el muchacho, muy enfadado—. ¿Veis a aquel hombre con uniforme que está allí? Pues voy a quejarme de todos vosotros. ¡Mira que seguirme y llamarme Fatty! ¿Qué culpa tengo yo de ser gordo? Ninguna, ¿verdad? ¡Ven aquí, mi pobre gato!
imagenEl muchacho recogió el gato y lo metió de nuevo en el cesto, atravesó la calle y, ante el asombro de sus atemorizados seguidores, se dirigió a la esquina donde estaba el señor Goon, el policía del pueblo. ¡El señor Goon! Todos sabían que no les tenía ninguna simpatía. ¿Qué podían hacer?
—Lo mejor es salir corriendo antes de que el señor Goon se ponga a perseguirnos —sugirió Pip—. ¡Caramba, qué manera de equivocarnos!
Dieron media vuelta y echaron a correr, tropezando con alguien que estaba de pie detrás de ellos, sonriendo burlonamente y con un terrier escocés entre los brazos.
—¡Fatty! ¡Eres tú! ¡Creíamos que eras aquel muchacho de allí! —exclamó Pip al ver a su amigo—. Lo hemos seguido y ahora se venga denunciándonos al señor Goon.
—Y yo os seguía a vosotros —dijo Fatty—. Venía en el piso de arriba del autobús, y a la llegada os vi perfectamente, pero vosotros no. Cogí a Buster en brazos porque temía que saliera corriendo detrás de vosotros y se descubriera la broma. ¡Buster, ya puedes lamerles las manos a tus amigos!
Soltó al pequeño terrier, que, muy nervioso, fue a acariciar a todos sus amigos, gimiendo alegremente. El perro descubrió de pronto al policía, que con mirada iracunda estaba vigilando a los muchachos desde la acera opuesta.
Buster dio un ladrido de alerta y atravesó la calle a toda velocidad.
«¡He aquí a mi gran enemigo! —parecía estar diciéndole el perro—. ¿Qué le parece, señor policía, si empiezo un bailoteo alrededor de sus tobillos para mordisquearlos? Es un ejercicio muy saludable para desentumecerse un poco después del largo viaje que he hecho metido en el cesto».
El señor Goon miró con odio al perro.
—¿Ya estás aquí, maldito perro? —exclamó—. Has regresado con tu dueño, ¿verdad? ¡Márchate! ¡Largo de aquí!
—Buster solo se ha acercado a decirle lo contento que está de verlo a usted de nuevo —explicó Fatty, viendo que el corpulento policía estaba dando zancadas para zafarse de las supuestas atenciones de Buster—. ¡Palabra de honor, señor Goon, debería aprender a bailar! Tiene usted los pies casi tan ligeros como Buster tiene los dientes. —Y dirigiéndose al perro añadió—: ¡La lección de baile ha terminado!
Goon tenía la cara roja de indignación.
«¡Vaya! —pensó el policía—. ¡Ya está aquí otra vez ese entrometido! ¡Adiós a la paz
