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Las Mariposas Cantan de Noche
Las Mariposas Cantan de Noche
Las Mariposas Cantan de Noche
Libro electrónico195 páginas3 horas

Las Mariposas Cantan de Noche

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En este libro de narrativa breve, el escritor y periodista mexicano Juan Norberto Lerma muestra una sociedad marcada por la pobreza, la violencia y la marginalidad. La ciudad de Tlayohua, espacio mítico creado por el propio Juan Norberto Lerma, se convierte en un símbolo de las condiciones duras de vida, de la falta de empleo, del alcoholismo social y de una conflictividad interpersonal que en determinados momentos aparece angustiosa. Desde el realismo social, Juan Norberto Lerma aborda temas de gran calado, que afectan directamente a la sociedad mexicana. Y lo hace con un estilo rico en vocabulario y sintaxis, con un idioma español universal pero a la vez mexicano.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 may 2024
ISBN9798223026969
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    Vista previa del libro

    Las Mariposas Cantan de Noche - Juan Norberto Lerma

    Índice

    Índice

    Prólogo

    La cuerda

    Vuelta a casa

    Temporada de buñuelos

    El camino a La Laguna

    Aprendiendo a volar

    Sin lágrimas

    Domingo de futbol

    Una tarde sin perros

    Las mariposas cantan de noche

    In memoriam

    Página de autor

    Prólogo

    Las historias que contiene el libro Las Mariposas Cantan de Noche son un conjunto de narraciones que se desarrollan en una ciudad, mi ciudad interior, llamada Tlayohua. Además de reflejar el temperamento y las pasiones de un grupo humano integrado a un territorio, las escenas trazan sus calles, describen su historia, sus desilusiones, los extravíos y los estados sosegados o alterados de los personajes que deambulan en este escenario.

    Este volumen de cuentos es producto de mucho tiempo y dedicación, y más que de un trabajo formal, requirió, sobre todo, de tener paciencia. Escribir y reescribir, normalmente son ocupaciones placenteras, pero lo es aún más corregir, porque en ese momento descienden o surgen de aquí y de allá ideas, frases afortunadas, construcciones verbales sólidas como castillos, o tenues y sugeridas como remolinos ligeros en un llano.

    A grandes rasgos y de una forma general, considero que a una persona que escribe se le presentan dos posibilidades a la hora de decidir sobre su escritura. Desde luego tiene muchas y variadas opciones de elegir cómo las escribirá, eso no está en discusión, sin embargo, de entre todo ese cúmulo de posibilidades hay dos que sobresalen. En la primera, hay historias que el autor está obligado a contar, son las narraciones que le brotan, las que se le derraman, y como que se las murmuran, o las que parece que viene la Divina Providencia, que siempre sabe más, y se las cuenta. En la segunda forma que yo veo, hay otras historias que simple y sencillamente se le ocurren a la persona que escribe.

    Como sea, las primeras, las historias que debe escribir un autor, son las que escribe desde la más absoluta franqueza, son las que de alguna manera también lo describen a él, a su época y a sus circunstancias, y normalmente, son las que, con un poco de suerte, los lectores lo recordarán. Las otras, si algún valor tienen, son librescas, se guardarán en museos de la palabra para que las estudien los que dicen que saben, o creen que saben, los secretos de la literatura. En todo caso, esa clase de textos no son para el público en general, no porque sean de un carácter muy elevado, sino porque, sin saberlo, acaso sin desearlo, fueron construidos para distanciarse de lo humano, para justificarse como autor. De cualquier forma, que cada cual explique, si es que puede, las razones por las cuales escribió tal o cual engendro.

    Las historias que aparecen en este libro son de la clase de las que yo tenía que escribir, las que yo estaba obligado a contar. Durante muchos años postergué el instante de escribirlas, porque me distraje escribiendo historias librescas, sin embargo, el llamado de las historias que yo debía contar fue tan poderoso, que tuve que ceder y escribirlas. De hecho, no fue una decisión mía escribirlas, ni mi voluntad me llevó a contarlas, sino una especie de destino.

    Es posible que en Las Mariposas Cantan de Noche, las historias no sean lo que yo hubiera querido, sino que son lo que ellas quisieron. Representan un conjunto de textos en los que aparecen personajes a los que yo conocí, o que fueron cercanos a mí, como presencia, en mis primeros años, en mis primeras visiones, luego me acompañaron en mi adolescencia y mi primera, y única, juventud. En las narraciones aparecen personajes que me dicen algo a mí, y que espero también puedan decirle algo al lector.

    Los cuentos de este volumen son historias en las que se destila una cierta humanidad, un modo singular de vivir y padecer la vida. Aunque, en sentido estricto, una visión humanitaria no es un requisito de la literatura, considero que sí es una de las partes esenciales que la justifican. En todos los sentidos, es más valiosa una visión humana, que cualquier destreza gramatical, tiene más peso y un mejor brillo la humanidad que las construcciones verbales artísticas, si es que las hay, que no tienen una aplicación práctica. Digamos que si esas palabras que hechizan no son capaces de formar una nueva imagen, un significado nuevo comprensible para la mayoría, entonces no son más que meros artefactos verbales idiomáticos.

    Las historias de Las Mariposas Cantan de Noche están contadas de la mejor manera que me fue dada, literaria y creativa, de una forma imaginativa que describe el color local y, sobre todo, el mundo espiritual de los personajes, que son como desgarraduras del paisaje, seres heridos, que de alguna manera hablan de los momentos amargos de la vida, y que también armonizan con la escenografía, con esas calles purulentas, con esas colonias inmaduras, con esa ciudad que aquí se llama Tlayohua, que es a la que los protagonistas pertenecen, y a la que no quieren dejar de pertenecer nunca, porque es en la que surgieron, en la que crecieron, y la que los alimentó, la que los formó.

    Esa ciudad, Tlayohua, es una especie de vientre protector maternal, dador de vida, en el que estos personajes deambulan y se enfrentan a sus circunstancias. Es ahí en donde mejor reflejan una parte de lo que es la vida para ellos. En Las Mariposas Cantan de Noche, las historias se cuentan a sí mismas, no obedecen a las preferencias del autor, o del narrador, sino más bien las historias son las que van ordenando, desde el principio hasta el final los acontecimientos, y si algunas son desgarradoras o dolorosas, se debe a que así se vive en Tlayohua, no al capricho del autor o del narrador.

    Ciudad de México, 2022

    Juan Norberto Lerma

    La cuerda

    ––––––––

    Los vi caminando entre las mesas de verduras, dulces, relojes y ropas llamativas. En realidad, no valía la pena mirarlos, y primero me fijé en los rostros de los pequeños que cada uno de los individuos llevaba de la mano. Seguro lo hice por vicio o por manía, el hecho de llevar tres años al lado de Paloma y, su incapacidad de concebir, de alguna manera me justifica por mirar obsesivamente las caras de cada pequeño que se cruza en mi camino para rastrear en ellas los rasgos ideales de un hijo potencial de Paloma y mío. Los chiquillos que veía eran un niño y una niña. Detenían la marcha de los dos adultos cada tres pasos para mirar a la altura de sus ojos desleídos lo que había sobre las mesas. En el instante en que los tironeaban de las manos y los obligaban a caminar, los pequeños echaban una última mirada sobre las mesas y parecían memorizar dolorosamente el aroma de una fruta o el color de dulces inalcanzables y continuaban la marcha sin berrinche alguno.

    Los niños tendrían cuatro años, quizás seis. Sus vestidos eran comunes y tal vez la limpieza de sus rostros era el orgullo de nadie. Su semblante no expresaba emociones, sus rasgos suaves parecían viejos, como si ya lo hubieran vivido todo, o por lo menos, como si ya hubieran padecido cosas peores que la insatisfacción de sus deseos infantiles. Su actitud se parecía a la de la criatura de Rubens en el cuadro El niño y el pájaro, en el cual un pájaro diminuto aletea sobre los dedos de un pequeño rubio y rozagante. El niño observa el ave con detenimiento, como si comprendiera el mecanismo que sostiene al pájaro en el aire, por eso sujeta displicentemente entre sus dedos la cuerda diminuta que mantiene a su alrededor al ave. No se trata del simple hecho de que todo mundo sabe que un pájaro vuela y se escapa cuando nos acercamos a él, sino de que él niño comprende el mecanismo de vuelo del pájaro, ha vivido y sabe.

    Yo estaba acuclillado frente a uno de los puestos del mercado y las piernas comenzaban a hormiguearme. Por un instante, continúe buscando al acaso entre los libros y revistas viejos revueltos que había sobre la tela roja y empolvada tendida sobre el piso. No encontré nada que pudiera cautivarme, las revistas eran sobre automovilismo, una pasión para mí inalcanzable, chismes sobre actores y actrices que hacían de su vida cotidiana una comedia lamentable, y a los libros, por desgracia, les hacían falta hojas o pasta. El automovilismo me produce la misma sensación soporífera que recordar un amor antiguo; la vida absurda y vana de las estrellas televisivas me da náusea, y, por último, comprar y leer uno de esos libros mutilados hubiera sido como conversar con alguien a quien le faltase un órgano, acaso, bien lo sospechaba yo en ese instante, fueran los ojos, la lengua y, en el peor de los casos, el corazón.

    Me mantuve ahí, soportando el cosquilleo de mis piernas, solo para poder contemplar a las criaturas. De repente, me volví. Una barrera de vestidos y piernas me impidieron continuar mirándolos a placer. Resoplé y me aireé con una de las revistas. La solté enseguida y me puse de pie sin decir palabra, el vendedor comprendió que yo no compraría nada y dejó de vigilarme. Sus ojos se fueron detrás de caderas de papaya y pechos lucidores que hacían el recorrido para surtirse de víveres en el mercado. En el pasillo solo veía torsos ampulosos y no lograba localizar a los niños. Mi curiosidad inmediata, casi primaria, fue desplazada, ahora lo que quería era ver de cerca los rostros de quienes eran capaces de desearlo todo sin obtener nada, y que, sin embargo, eran lo suficientemente fuertes como para alejarse de su objeto del deseo sin proferir queja alguna.

    De pronto, metros adelante se abrieron las filas de los compradores para dar paso a un carro de súper colmado de ostras, bichos marinos y limones. A la altura de la parte baja del carro, en un costado, descubrí en primer término a la niña, después las piernas de un hombre, la cara del niño mirando dentro del carro y al otro hombre con una cuerda de brincar, blanca, retorcida, en la mano. De momento, no me extrañó que el hombre aquél llevara arrollada la cuerda. Supuse que más tarde él bien podría adaptarla para desempeñar el papel de víbora al ser agitada en el piso por uno de sus extremos y divertir a la criatura con el nerviosismo de la cuerda reptante y, al mismo tiempo, divertirse con los brincos torpes de la niña, o que quizá el sujeto jugaría un poco a que la cuerda era una hebra enorme y se enredaría con ella como un gato, para solaz de la pequeña. Lo que me chocó fue que el hombre que guiaba de la mano al niño fuera quien llevara esa especie de juguete, propio de una mujer, en lugar del otro hombre que conducía a la niña. Parecía una tontería la idea que me vino a la cabeza, pero está claro que el mismo objeto, digamos, un cuchillo, simboliza distintas cosas, dependiendo de si está en las manos de un hombre o de una persona de sexo femenino.

    Entonces, por primera vez reparé en el aspecto de los dos sujetos. Eran achaparrados, de complexión robusta y pasarían apenas de los veinte años. Sus rostros eran recios y simples, amarillo uno, el que conducía a la niña, y prieto el que llevaba la cuerda en la mano. Vi escupir con desparpajo al de rostro amarillo a los pies de unas mujeres, que prudentemente lo evitaron y se alejaron como pudieron entre los puestos sin volverse para mirarlo. Comparé por puro vicio, por manía innata, los rasgos de los tipos con la fisonomía de los menores. Era difícil encontrar una sola de las facciones curtidas de los mayores entre los rasgos finos y estilizados de los pequeños. En todo caso, lo único que saqué en claro fue que la belleza de la niña y el rostro rígido del chiquillo no tenían nada que ver con los rostros inhumanos de los dos sujetos que los conducían.

    El carro de las ostras me empujó por un costado y se perdió enseguida detrás de los puestos de pantalones. Ellos seguían frente a mí, ahora los cuatro estaban detenidos. Los hombres discutían por algo y por primera vez sus rostros deformados por la cólera me parecieron verdaderamente patibularios. Recordé historias de niños vistos una última vez por sus madres en los mercados o a la salida de escuelas desmanteladas. Acto seguido imaginé historias perversas, depravadas, colmadas de morbo y viciadas en extremo, y casi pude mirar los tormentos, crueldades y bajezas a los cuales ellos, los niños, podrían ser sometidos.

    El corazón comenzó a latirme vehementemente sin que yo pudiera hacer nada. Para tranquilizarme, me concentré en la actitud de los tipos. Habían dejado de discutir y ahora avanzaban de nuevo entre la gente. Incliné la mirada cuando pasaron a mi lado. Las caras de los niños estaban serias, rígidas, como máscaras de rasgos hieráticos superpuestas en sus rostros de niños. Giré la cabeza en busca de apoyo. Miraba en otras miradas por si alguien había advertido también lo que yo creía haber descubierto. Sin embargo, nadie notaba nada. A la muchedumbre que los cercaba, le parecía natural que dos padres o familiares consecuentes husmearan entre los puestos en compañía de sus hijos o parientes pequeños.

    Y era verdad, los chiquillos iban conformes, inalterables, no parecían desconfiar, como yo lo hacía, de los sujetos que los guiaban. Todo estaba claro, era muy sencillo: un paseo familiar entre los puestos para entretener a los niños. No había nada que averiguar, pero a mí no me dejaban satisfechas las explicaciones que me inventaba para justificar lo de la cuerda enrollada en la mano del sujeto que llevaba al niño.

    De improviso, vi que los cuatro se apartaban del corredor principal y salían por un hueco entre dos puestos de pescado. Me dije que forzando un poco mi camino podría seguirlos un trecho y, un minuto después, salí por el mismo hueco que ellos, envuelto en un aroma pegajoso a marisquería y, vagamente, creí percibir también el sofocante tufo con el que yo identifico la perversión y el pecado. Enseguida tuve la sensación de entrar en otra dimensión, en una dimensión en la cual los sujetos eran diestros y yo apenas un metiche, un curioso, un cándido, un bobo, un inválido, pero al fin y al cabo un ser humano, y ellos, pese a mis ideas desproporcionadas, tampoco podían escapar de su destino de ser hombres.

    Los individuos caminaban al ritmo de los niños, que ahora, sin nada que despertara su atención, avanzaban regularmente. Las calles de El Loreto son rectas, pero seguir a los individuos de alguna manera las volvía tortuosas. Caminaron a paso regular por las banquetas estrechas de Álamos y cruzaron sin ver frente a los aparadores repletos de trajes de Cerezos; ningún comentario les mereció la capilla pública de Almendros; en Oyameles patearon a un perro que corrió a refugiarse debajo de un carro que se caía a pedazos sobre la calle y, en Alerces, adelantaron a un par de señoras y simularon que les arrebatarían las bolsas cargadas de vegetales. Sin embargo, durante todo el recorrido, los chiquillos se volvieron una sola vez a mirar a unos niños que jugaban en la explanada de Abedules y ni una sola mirada les echaron a las resbaladillas, columpios y sube y baja que había más adelante. Los cuatro dieron vuelta y entraron en Pirules, a la mitad de la calle empujaron una puerta blanca carcomida y desaparecieron.

    Cambié de acera y en lo alto de la casa en donde se perdieron vi un letrero anunciando un cuarto disponible en la planta baja, informes: de nueve a seis. Pensé que era normal que cualquier interesado se acercara a la casa, mirara un poco la fachada y se informara del costo mensual de la vivienda sin despertar sospechas. Ante esa posibilidad, mi pulso se aceleró y advertí que de nuevo me hallaba en su carril, en el de los desalmados, y sentí un sudor frío resbalando por mi frente.

    De lejos, me pareció que la puerta por la que se habían perdido se encontraba entreabierta. Era normal, se trataba de una vecindad en la que todo mundo entraba y salía cuando le venía en gana. Apresuré el paso para marcharme de ahí y olvidarme cuanto antes

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