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Materia dispuesta
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Libro electrónico312 páginas6 horas

Materia dispuesta

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Luego de que el terremoto de 1957 expulsara a su familia del cosmopolita centro de la Ciudad de México, Mauricio Guardiola vive su infancia y adolescencia en las calles de Terminal Progreso, un vecindario incrustado en el paisaje semirrural de Xochimilco que parece haber cristalizado las promesas de un futuro brillante en simple nostalgia por el porvenir. A la sombra de su padre –un arquitecto vehemente y mujeriego, obsesionado por plasmar la identidad mexicana en sus construcciones– y acechado por las frases edificantes que su madre pega en la puerta del refrigerador, Mauricio se inicia en la sexualidad, la amistad, el enamoramiento y la búsqueda de vocación de la mano de una serie de personajes cifrados por sus manías. Pero, ¿es acaso posible adquirir convicciones férreas en un suelo movedizo? En un territorio tan vacilante como la Ciudad de México, cualquier certidumbre puede parecer absurda.
Con una prosa atlética y gran sentido del humor, Juan Villoro construye un irónico reverso de la novela de aprendizaje en el que la adultez se muestra como una condición de insuficiencia. A más de veinte años de su primera publicación, Almadía reedita con orgullo Materia dispuesta, crisol de las obsesiones y el genio literario de uno de los escritores más reconocidos y queridos de la lengua castellana.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 sept 2023
ISBN9786078851355
Autor

Juan Villoro

Juan Villoro nació en México DF en 1956. Ha sido agregado cultural en la Embajada de México en la entonces República Democrática Alemana, colaborador en revistas y numerosos periódicos. Fue también jefe de redacción de Pauta y director de La Jornada Semanal, suplemento cultural del diario La Jornada, de 1995 a 1998. Actualmente es profesor de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) e invitado en las de Princeton, Yale, Boston y Pompeu i Fabra de Barcelona. Colabora regularmente en los periódicos La Jornada (México), El País (España) y El Periódico (España), y en publicaciones como Letras Libres, Proceso, Nexos, Reforma y la italiana Internazionale. Premiado en sus múltiples facetas de narrador, ensayista, autor de libros infantiles y traductor de importantes obras en alemán y en inglés, Juan Villoro es cada vez más reconocido como uno de los principales escritores latinoamericanos contemporáneos.

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    Materia dispuesta - Juan Villoro

    LA EXCENTRICIDAD DE LA COSTUMBRE

    A 25 AÑOS DE MATERIA DISPUESTA

    A medida que un autor acumula libros una pregunta se vuelve inevitable: ¿cuál de sus títulos prefiere? Con frecuencia, recurrimos a la comparación con los hijos: no todos son estupendos, pero no se puede querer a unos más que a otros. Y, sin embargo, hay parcialidades. Por un lado, están las obras que conectan plenamente con los lectores y se parecen, al menos por un tiempo, a los hijos que redimen a sus padres. En mi caso, ese chico ejemplar es El libro salvaje, pensado para lectores de trece años. Por otro lado, están los libros que, como tantos hijos consentidos, se han vuelto desobedientes y sorprenden al autor por la forma en que se independizan de él. En este sentido, Materia dispuesta es mi preferida hija rebelde.

    Dicho esto, agrego que debemos desconfiar de la forma en que un escritor se juzga a sí mismo. En mi experiencia, la única prueba de que un texto se salva ocurre cuando me parece escrito por otro. Esa sensación de autonomía lo dota de rara elocuencia; al mismo tiempo, me impide sentirme orgulloso de él, pues su mayor virtud es la de resultarme ajeno.

    Desde el punto de vista estilístico, Materia dispuesta es el libro más cercano a mis obsesiones; los adverbios y los adjetivos revelan tanto de mí como una prueba de sangre, pero el conjunto me sorprende más que cualquier otro libro mío.

    La novela narra veintiocho años en la vida del protagonista, Mauricio Guardiola. La astrología y diversas variantes de la antroposofía se han referido a la importancia de los septenios para clasificar la vida de una persona. De manera más intuitiva que sistemática, Materia dispuesta se inscribe en dicha tradición y explora una biografía en siete plazos de siete años.

    Empecé escribiendo cuentos y al concebir mi primera novela, El disparo de argón, me propuse que no pareciera la novela de un cuentista. Para evitar que diversas historias independientes conservaran la forma del relato, prescindí de capítulos y estructuré la novela a base de fragmentos. Una vez sorteado ese desafío, no me preocupó que mi siguiente novela, Materia dispuesta, se ordenara en siete historias que recorren las edades del protagonista.

    Quise hacer una novela de educación en un país que no tiene nada que enseñar o no sabe cómo hacerlo. El nacimiento de Mauricio Guardiola coincide con el terremoto de 1957 y sus ritos de iniciación concluyen con el sismo de 1985 que devastó la Ciudad de México. La tierra tiene una conducta tan incierta como el personaje.

    Hay poco de autobiografía en las tramas de este libro, pero el contexto social y cultural es inseparable de mi experiencia. Crecí en una época dominada por la idea de futuro, que anunciaba un horizonte muy superior a nuestra estancada realidad. Durante setenta y un años el mismo partido ganó las elecciones; nada cambiaba y eso permitía reiterar las incumplidas promesas de la Revolución de 1910. Desde su nombre, el Partido Revolucionario Institucional se disponía a transformar la lucha en burocracia y a sustituir los logros por ilusiones: todo sería magnífico, pero no ahora. Habitábamos una nación potencial, orientada hacia un porvenir siempre aplazado, una meta intangible y deseada: el México moderno.

    Mauricio Guardiola se educa en un territorio donde el presente es un borrador que no llegará a la versión definitiva. En catalán, su apellido significa hucha o alcancía. Mauricio es una hoja en blanco que espera llenarse de sentido, una alcancía dispuesta a ahorrar algo. Vacilante, improvisada, la realidad lo dota de palabras inseguras y monedas falsas. Esa paradoja define las siete historias del libro, marcadas por una pedagogía al revés, donde aprender confunde.

    En forma irónica, Materia dispuesta aborda una de las obsesiones de la cultura mexicana en la segunda mitad del siglo XX: la identidad. La mascota de Mauricio es el ajolote, animal endémico de Xochimilco que lleva una existencia anfibia, a medio camino entre el agua y la tierra, y que eventualmente puede mutar en salamandra. Como ha observado el antropólogo Roger Bartra, el ajolote se presta para ser el símbolo de un país donde la transformación es una posibilidad latente que no siempre sucede.

    Durante décadas, la cultura mexicana mostró una especial ansiedad por definirse de manera unívoca, por encontrar su rostro verdadero, oculto tras las sucesivas máscaras del pasado indígena, el mundo colonial, la independencia y la nueva dependencia (esta vez de Estados Unidos). La paradoja es que, a fuerza de usarse, las máscaras dejan de ser disfraz y se convierten en identidad; bajo su manto, no hay facciones perennes sino texturas híbridas, modificables, que cambian como un rostro trabajado por el tiempo.

    Mi generación fue educada para reconocer arquetipos. En las estampas de la lotería de feria, el Valiente empuñaba un cuchillo ensangrentado para demostrar que el arrojo mata. En los libros de civismo, las palabras México, hombre, mujer y familia aspiraban a decir algo incontrovertible. Lo asombroso e interesante es que ninguno de esos iconos existía en la vida diaria. En el Libro de Texto Gratuito, el país aparecía como una fotografía retocada que no dejaba dudas sobre el azul del cielo; sin embargo, al salir a la calle, encontrábamos un país desenfocado, sin contornos definidos, donde todo se fundía y mezclaba.

    En su ensayo "Los (dos) lados de la toalla: masculinidad, sexualidad y nación en Materia dispuesta", Tamara Williams se ha referido a las diversas fisuras que atraviesan una novela sobre la crisis de la masculinidad que también pone en entredicho la noción de identidad nacional.

    El padre de Mauricio, Jesús Guardiola, es un arquitecto de la escuela mexicana que se beneficia de la retórica nacionalista y cree en la condición patriótica de los colores. El hijo ama a un padre con el que no puede identificarse, del mismo modo en que no entiende los códigos para pertenecer a su patria. Cuando se entera de que Yugoslavia es un país hecho de pueblos diferentes (eslovenos, serbios, macedonios, croatas) que de manera arbitraria comparten identidad, se asume como yugoslavo psicológico. Incapaz de encontrar un sentido de pertenencia en un entorno inestable, pasa de una interrogante a otra.

    Las escenas más estrafalarias de este libro provienen de la realidad (el concurso de El Bello Durmiente ocurrió en la mueblería Viana, el culto al Niñopa se celebra en Xochimilco, el burlesque erótico abarrotó durante años el Teatro Esperanza Iris, hoy Teatro de la Ciudad, la sociedad teosófica Quinto Sol tiene más de un correlato en la vida cotidiana, el tema de las pieles infrarrojas era una simple conjetura pero cobró actualidad en la Compañía Nacional de Teatro en 2022 con el reclamo de diversos colectivos que protestaron por la falta de actores morenos en un país de mestizaje). Nada es tan exótico como lo común visto de otro modo.

    Cuando empezaba a escribir esta novela, Sergio Pitol me recomendó la lectura de César Aira. Fue un consejo esencial. Las tramas desopilantes de Aira, donde la norma cambia de signo, me ayudaron a entender las posibilidades excéntricas de la costumbre.

    Como esta novela trata del desarrollo de un personaje, me pareció sugerente darle un sesgo gramatical al cambio de voz que define la maduración de los varones. Los tres primeros capítulos están narrados en primera persona (el tono genuino e íntimo que concede la infancia y que se desdibuja a medida que se hacen las paces con las convenciones de la vida adulta). Los últimos tres capítulos se narran en tercera persona (el protagonista ya tiene conducta cívica; pasa del nombre de pila al apellido, del impulso a la apariencia, de los dibujos a los documentos foliados). Entre ambos bloques, un capítulo bisagra representa las vacilaciones del cambio de voz. En ese cuarto episodio, Mauricio anhela y teme dejar la infancia, y aguarda la gravedad que modifique su garganta. A veces niño, a veces adulto, habla de sí mismo en primera y en tercera persona, como los protagonistas de El tambor de hojalata o Palinuro de México.

    Toda novela admite una lectura esotérica y esta propone un juego para los aficionados a buscar signos más allá de la trama. Sin llegar a una concepción ocultista de la literatura, incluí en ella algunas adivinanzas, semejantes al juego de los siete errores mencionado en el epígrafe.

    Además de la correspondencia astral con los ciclos de siete años, Materia dispuesta alude a diversas simbologías, del marxismo al catolicismo sincrético y la reivindicación de las raíces vernáculas. Pero lo más hermético son los nombres de los coches. Siempre me ha sorprendido que la industria automotriz bautice a sus modelos como objetos de poder: Mustang, Shadow, Vectra, Demon, Phantom, Testarossa. En su novela Dinero, Martin Amis inventa marcas para dotar de cierta irrealidad a la atmósfera. Me pareció interesante hacer lo mismo, pero sirviéndome de nombres que aportaran algo más a la trama. El hermetismo se basa en descifrar claves ocultas; para practicarlo, las claves deben estar ahí. Los coches de Materia dispuesta circulan como un reto esotérico que agrega posibilidades interpretativas, pero se trata de un efecto secundario; en su conjunto, la novela no depende de resolver esos enigmas. El lector puede ser indiferente al significado de un Kybalión del mismo modo en que puede ser indiferente al nombre del Prius que aborda en la realidad.

    A veinticinco años de distancia, no podía dejar de hacer ciertas enmiendas. Una de las cosas que más cambian en la vida de un autor es el sistema de puntuación. Como los pasos de baile, las comas, los puntos y el esquivo punto y coma, otorgan ritmo a las palabras. Pero nadie baila del mismo modo veinticinco años después. Ajusté un poco el tono general del libro y aclaré pasajes donde las metáforas y los adjetivos dificultaban la lectura.

    También suprimí un par de escenas que pretendían reflejar con transparente inocencia la perversión polimorfa de la infancia, como la llamó Freud, y que en la relectura me molestaron por su innecesaria crudeza. Mauricio Guardiola no aprende mucho, pero su autor debe hacerlo. Ha pasado suficiente tiempo para que esos pasajes me parezcan demasiado próximos al mundo primitivo en el que crecí, donde el abuso infantil era común.

    Transcurren veinticinco años y encaras a un hijo que tiene tu boca, tus ojos y tu nariz y, sin embargo, no se parece a ti. Aportaste los detalles, pero él aportó la manera de vivir con ellos.

    Quien lee vuelve propio lo ajeno; quien escribe vuelve ajeno lo propio. Literatura: un modo de cambiar: materia dispuesta.

    CIUDAD DE MÉXICO, a 5 de julio de 2022

    MATERIA DISPUESTA

    1. TOALLAS EJEMPLARES

    Mi padre siempre usó el lado rasposo de la toalla. Si algo definía su carácter era la furia para frotar y admirar su carne enrojecida; el vapor se disolvía en el espejo, mostrando a un hombre joven (en mi primer recuerdo debe de haber tenido veintiocho años), con la toalla firmemente atada a la cintura, satisfecho de los músculos que en su particular código de valores significaban estar vivo. Había que mantener el cuerpo en guardia, rascarse las sienes, darse un golpe estratégico en el pecho, usar agua fría.

    En la casa las toallas se planchaban hasta lograr un efecto de prensado. Al desdoblarse hacían ruido, y con ese rumor empezó mi historia general del mundo. Ignoraba casi todo, pero no que hubo una civilización con las manías paternas: Esparta.

    A los seis años recibí un inútil globo terráqueo y mi índice asalchichado trató de posarse en Esparta. En vano. La nación de las molestias edificantes, donde las manzanas se comían verdes, fue derrotada por tribus confortables.

    –¿Y eso qué? –preguntó mi padre.

    No me atreví a responder eso demuestra que se equivocaron. Para él los rigores eran un fin en sí mismos.

    Supongo que me seguí bañando porque mamá suavizaba toallas secretas para ella y para mí. Crecí del lado opuesto, algo que en la esotérica valoración de las telas familiares significaba dejarse llevar por la vida fácil, ceder a las presiones y a los gustos plácidos. Mucha miel de abeja, mucha televisión, muchos cojines en el sofá.

    Ante el espejo, mi padre se adoraba con una pasión casi mística. Me cuesta trabajo encontrarle esa mirada en otras circunstancias; persigo el recuerdo de sus ojos en éxtasis y sé que corro el riesgo de inventarlo.

    Las formas de la memoria me recuerdan, de manera inevitable, a una esfera de dulces en la farmacia cercana a la casa. El aparato contenía caramelos redondos, de distintos colores. Con una moneda de veinte centavos se podían obtener tres o cuatro. Me gustaba localizar una bola roja en la pecera de cristal y verla descender rumbo a la boca del aparato, oprimida por las demás. En ocasiones, el dulce avistado llegaba a la cuenca de mi mano; sin embargo, ¿podía estar seguro de que se trataba del mismo que había escogido antes? Lo único cierto es que para obtener un dulce había que sacar otros. Algo semejante sucede con los instantes perdidos; a veces no llega el momento solicitado, o llega en compañía de otros; regresa en densidad, y al final resulta imposible saber si se trata del recuerdo auténtico o de su copia, trabajada por las manías del tiempo, las presiones de los demás instantes que pugnan por salir.

    Como es de suponerse, mientras engordaba con los dulces de la farmacia no sabía que mi memoria se adiestraba en sus imposibilidades, en la azarosa contigüidad de los recuerdos.

    Escojo la mirada de mi padre ante el espejo, y al girar la manivela, con los dedos pegajosos de otra hora, recibo algo que no solicité y sin embargo forma parte de ese orden.

    Digo toalla y recupero los ojos encendidos de mi padre, pero en el lugar equivocado. El barroco desorden de ese instante no puede ser pospuesto.

    Estoy en el jardín de una casa ajena. Soy un bulto que juega a ver hormigas. De pronto algo blando se desgaja en el pasto, un desmembramiento, un hormigueo de tierra. Alzo la vista y los columpios se mecen solos. Me vuelvo hacia la casa y sé que va a venirse abajo. Lo único que me importa es morir adentro.

    Subo las escaleras, abro una puerta de golpe y lo que veo coincide penosamente con algo que ya sospechaba y en esencia quería comprobar. Es difícil acomodar el exceso visual de la escena. Hay un traje de charro en una silla, un corbatín tricolor se extiende sobre un tapete de peluche, junto a unas sandalias cherokees; el aire huele a cuero crudo, a vagas monturas. Las nalgas de mi padre son perfectas, redondas, rojizas. Con furia, con minuciosa exactitud, se hunde en la adorable Rita, a 6.3 en la escala de Mercalli. Sus ojos tienen un brillo acerado, ciego.

    No advirtieron mi presencia, ni se enteraron del temblor. Cerré la puerta con cuidado. En el barandal de las escaleras descubrí el rastro de pulpa de tamarindo que dejé al subir.

    La escena se me impone al barajar los años como la dura impronta de la que todo deriva. Sin embargo, fueron necesarias muchas cosas para llegar allí. Un enredo de suplantaciones, silencios, valores entendidos, me llevó a contemplar la intimidad ajena (la mayor cercanía no fue visual; más que los cuerpos, me asombraron sus impensables ruidos). En ese umbral, sin saber por qué, me sentí en total desventaja: gordo, sucio, incapaz de dejar de comer el hule con que forraba mis cuadernos, carne para las hormigas.

    Pero tampoco quiero exagerar la fuerza del momento; aquella imagen no daba para un trauma profundo. ¿Entonces por qué me sentí tan mal? En principio porque el hombre que jadeaba era mi padre, pero más seguramente porque ciertas combinaciones exceden la mirada. Vi las plantas callosas de los pies, los dedos torcidos en la almohada, una flor de papel lila en el buró, los aditamentos de la mala hora. Eran pocos pero todos sobraban.

    Hasta ese día nada me parecía mejor que acompañar a mi padre. Dos veces por semana íbamos al cine. Mamá detestaba las películas; le tenían sin cuidado los naufragios y los tigres de Bengala que los productores pudieran llevar a la pantalla, se desprendió de la pasión de la época como de un desierto incultivable. Por entonces Estados Unidos acababa de devolvernos un pedazo de país: El Chamizal, una franja seca, que a pesar de los discursos no valía gran cosa. Mamá nos legaba algo semejante, con el fastidio de quien concede poco: la vida exterior que llamábamos cine.

    Su reino tiránico era la cocina y el refrigerador su Tabla de la Ley. La puerta blanca siempre tenía algún mandamiento bajo una fruta imantada. Por ejemplo: LA PUNTUALIDAD ES LA CORTESÍA DEL REY.

    Aunque mamá quería educarnos con sus mensajes, la verdadera pedagogía estaba dentro del refrigerador: recipientes envueltos en celofanes, papeles encerados, aluminios de diversos grosores. Alzar una tapa equivalía a profanar su disciplinado edén.

    Me asombra que en ese clima yo comiera tantas grasas. Guardo una borrosa memoria de las mantequillas y los licuados, pero siempre estuve gordo, siempre fui el último en las carreras y el más visible en los escondites.

    Como toda cabeza de seis años la mía era demasiado grande para el cuerpo. Pero además tenía una costra de goma. Bajo aquella coraza que en verano atraía a las abejas, supuestamente había un cerebro lleno de episodios cinematográficos. Sin embargo, mi mente estaba en blanco. Jamás íbamos al cine.

    –¿Cómo estuvo la película? –preguntaba mamá, por decir algo.

    Yo inventaba una historia y ella picaba cebolla al primer muerto. Mi padre me acariciaba la nuca, en un gesto adicional de complicidad.

    Pocas cosas se comparaban a la recompensa de sus dedos fuertes en mi pelo engomado. Con los años empecé a asociar el gesto con el del cazador que reconforta a su lebrel. De cualquier forma, mentir en forma convincente aún me trae esa delicia elemental, los dedos de mi padre, la confirmación de que somos aliados.

    Nunca llevó a mi hermano Carlos en sus correrías porque temía que lo delatara. Carlos tiene un carácter impositivo, muy parecido al de mi padre; hasta la fecha, cree que se debilita al cumplir una voluntad ajena.

    Aunque Rita fue la mejor, todas las amantes de mi padre hicieron conmigo su mejor esfuerzo. A saber qué extraña y convincente historia contaba él para incluirme en la relación. Yo era su pretexto para salir de casa pero ellas me besaban como si supieran algo más. Si íbamos a sus casas me preparaban sándwiches extradulces y si íbamos a un motel me dejaban en el coche con una batería de juegos de mesa.

    En esos años estaban de moda las pelucas: mi padre tuvo una larga sucesión de rubias y pelirrojas que pudieron ser una misma castaña. Antes de Rita no amó a ninguna, o se amó de un modo parejo en todas ellas.

    Mi amigo Pancho, con el que solía compartir muchas horas de suave olor a podredumbre en los lotes baldíos de la colonia, me dijo un aforismo improbable para sus siete u ocho años: lo que te gusta te da nervios. Lo escuché con la aguda y agria sensación de entender un misterio.

    Mi padre tocaba sin nerviosismo a sus mujeres; en cambio, yo veía con pánico a Verónica; en la clasificación de Pancho, yo estaba más cerca de los agravios del amor.

    Ante Verónica carecía de palabras. Sus tobillos flacos y sus calcetines vencidos me llenaban de apuros. Yo era una planicie. Una hoja en blanco. Una boca perdida. El que comía hule y estaba lleno de hormigas. En cambio, las pasiones paternas avanzaban con una intensidad sin sobresaltos, y esto me hacía quererlo más. Era firme, no le llegaban traidoras lágrimas a los ojos; estaba tan cerca de él que su egoísmo me parecía una forma de la protección. Cuando pronunciaba mi nombre al salir de casa sabía que cambiaríamos de mujer. Mauricio era el protocolo de una conquista. En las primeras citas repetía mucho el apodo que me puso en la cuna y que resultó una profecía: Panza. Lo decía como para que me acostumbrara a estar ahí, con la nueva pelirroja; luego me convertía en un testigo algo anónimo y llegaba el momento en que ellos eran tan naturales como si yo no existiera.

    Apenas abandonaba a una mujer (nunca me constó que ocurriera lo contrario), mi padre podía olvidar su nombre (en cambio, yo llevaba un inventario en el que ya figuraban tres Susanas).

    En una de las raras ocasiones en que sí fuimos al cine descubrí una de las fuentes de su conducta. Le dio cinco pesos al encargado de romper los boletos y pude ver una escena magnífica en la que una mujer desnuda muere por asfixia dérmica, el cuerpo cubierto de pintura dorada.

    También recuerdo la función que el teléfono desempeñaba para el héroe de la película. Después de resolver un caso de espionaje, dormía con una mujer, pero lo decisivo era que una llamada de Londres lo sacaba de la cama: su Majestad estaba en peligro y él tenía un motivo histórico para dejar a la rubia que empezaba a fastidiarlo. Tal vez yo cumplía un papel similar para mi padre. Era su llamada de Londres; el niño en la sala o en el estacionamiento servía como boleto de salida. En todo caso, la película me reveló el horror de que las mujeres siguieran existiendo más allá de cierto punto: extensas, húmedas, meritorias de la pintura de oro.

    Nunca conocí la técnica con que mi padre rompía en forma definitiva con ellas. No vi llantos ni espasmos. Todas lucían contentas hasta el final y llegué a pensar, con helada objetividad, que las cortaba en el más literal de los sentidos. La imagen de mi padre como decapitador múltiple no me estorbaba gran cosa; correspondía a su hercúleo poderío, al círculo de fuerza que sería bueno mientras yo estuviese dentro.

    Era yo quien extrañaba las uñas rosas de Katia o los perfumados sándwiches de Lizbeth.

    Mi padre se recibió de arquitecto en 1957, el año de mi nacimiento. Entró a la década de los sesenta sin construir una sola casa; pasaba horas consiguiendo amigas en cafés que llamaba existencialistas, y usaba un suéter de cuello de tortuga negro que le daba el atractivo aire de un cura recién decepcionado.

    Decir que sus amigas se vestían en forma vistosa es decir muy poco. Tal vez algunas de las muchachas que me acariciaban el pelo fueran putas; en todo caso, la moda obligaba a mostrar los muslos y el maquillaje admitía anémonas en los párpados (por lo demás, al menos en mi familia, el maquillaje excesivo nunca estuvo reñido con la virtud: la beata tía Amelia se pintaba como para salir en un mural de Orozco). Las mujeres existencialistas fumaban mucho, decían pendejo, no para insultar, sino para darle ritmo a la conversación, y repetían obsesivamente la palabra neurosis. Eran de una edad movediza entre los veintidós y los treinta y cinco, aunque ninguna se veía mayor que mamá (sus veintiocho años parecían responder a otro reloj).

    Mi padre tuvo a su primer hijo a los veinte, cuando estudiaba arquitectura y servía de contable en un almacén. Cuatro años después, fui concebido en una recámara llena de reglas T, planos de papel albanene y bolsas rosas con electrodomésticos a mitad de precio. En sus ratos libres, Jesús Guardiola revendía las licuadoras que le fiaban en el almacén. También le pedía prestado a personas que le siguieron cobrando cuando yo ya tenía uso de razón. Después de recibirse entró a un bufet en el que le confiaron remodelaciones de poca monta: cocheras para casas anteriores a la expansión automotriz. Me alimentó gracias a sus sueldos de contable, la reventa no siempre legal de aparatos y los préstamos que lo desprestigiaron durante una generación. Pero todo este esfuerzo servía de poco; en primer lugar porque el dinero llegaba a la casa menguado por los gastos de su vida paralela y en segundo porque mientras no edificara al menos una casa nada tendría sentido. Mamá estaba a su lado en espera de los muros que la protegieran y en cierto sentido la ubicaran en la vida; lo demás tenía un valor secundario. Hay que decir que su insistencia en la casa propia carecía de veleidades escenográficas, su mente era ajena a

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