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Holly en el cielo
Holly en el cielo
Holly en el cielo
Libro electrónico260 páginas3 horas

Holly en el cielo

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Información de este libro electrónico

Holly muere y se va al cielo, pero su vida no ha terminado. En el más allá pasan muchas cosas, y hay unas cuantas que resolver para que pueda disfrutar tranquila de la eternidad.

En medio del ajetreo de la gente y los animales, conoce a Frida, una chica que lleva allí cien años. Juntas se dirigen a la escuela de los ángeles, porque, como revela Frida, ellos son los únicos que tienen permiso para volver a la Tierra. Holly extraña a su familia, pero desde que Bortel gobierna el cielo, la escuela está cerrada y se ha cortado la conexión con la Tierra.

Con gran astucia, y desde el punto de vista de una niña, Micha Lewinsky especula sobre la vida después de la muerte. Escribe así una novela cariñosa, cómica y ágil, que nos hace reflexionar sobre las grandes incógnitas universales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 may 2024
ISBN9788419794079
Holly en el cielo
Autor

Micha Lewinsky

Micha Lewinsky va néixer a la ciutat alemanya de Kassel el 1972 i actualment resideix a Zuric amb els seus dos fills. És escriptor i guionista. Entre la seva obra cinematogràfica destaquen Die Standesbeamtin (2009), Moskau einfach (2020) i Der Freund (2008) amb la qual va rebre el Premi del Cinema Suís per millor guió. A més del seu treball al cinema, ha compost Ohrewürm, una sèrie de cançons infantils que es reprodueixen a totes les escoles bressol suïsses. La Holly al cel es la seva primera novel·la juvenil.

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    Holly en el cielo - Micha Lewinsky

    VOLAR

    Holly volaba. Casi no podía creerlo. Estaba volando por el aire. Así de fácil. Era verdaderamente raro.

    Hasta entonces, Holly solo había volado una vez. En un avión. Con sus padres, cuando aún les apetecía volar juntos. A Holly le habían dado un chicle para aliviar la presión en los oídos, y Timi, su hermano pequeño, había cogido un berrinche porque él también quería uno. El padre había intentado hacer como si el niño del berrinche y su familia no tuvieran nada que ver con él. Y, luego, la madre de Holly había intentado hacer como si ella no tuviera nada que ver con el padre. Al final, Holly había pegado el chicle debajo del asiento.

    Había sido extraordinario. Pero no raro. No como este vuelo, que era extraordinariamente raro. Porque lo que ocurría ahora es que Holly estaba volando sin avión. Volaba. Así de fácil. Como un ángel, solo que sin alas. Porque no era un ángel. Eso estaba claro. Holly seguía siendo una muchacha completamente normal.

    Y era una tarde completamente normal. Salvo por el hecho de que volaba.

    Desde allí arriba, el mundo parecía pequeño. Como si Timi hubiera colocado el tren y todos sus coches en miniatura en la sala de estar. Ese es el aspecto que tenía. Solo que sin las pelusas que había por el suelo.

    Holly sobrevoló algunos tejados que no conocía. Y luego se encontró con uno que conocía muy bien. El de su colegio.

    Junto a la entrada había una estatua grande y antigua. Vista desde arriba parecía una de esas figuritas de Lego con las que jugaba Timi. El primer día de colegio, Holly había sentido un escalofrío ante aquella estatua. Lo recordaba muy bien. Ahora aquel señor tan imponente, esculpido en piedra, tenía incluso cierto encanto.

    Había niños jugando en el patio.

    —¡Hola! —saludó Holly desde arriba.

    Y como nadie se fijó en ella, levantó la voz para saludar de nuevo:

    —¡Hola, estoy aquí!

    La voz de Holly era alta y clara. Los niños la oyeron perfectamente. Pero no la veían. No estaba en la calle y tampoco en el patio del colegio, como las demás muchachas de voz alta y clara.

    —Estoy aquí arriba —gritó Holly.

    Los niños levantaron la vista. Primero hacia el tejado del colegio, luego hacia la farola de la calle y, por último, hacia la copa del viejo castaño. Pero tuvieron que mirar mucho más alto, hacia las nubes, para encontrar a Holly. Una muchacha de diez años, pelirroja, que sobrevolaba la ciudad como si fuera la cosa más normal del mundo.

    Los niños se quedaron boquiabiertos de asombro. Tanto que un dentista que acertó a pasar por allí descubrió al instante media docena de caries.

    Por un segundo, Holly lamentó no estar allí abajo para poder levantar la vista hacia el cielo como todos los demás. Sobre todo, con una amiga.

    Una amiga con la que mirar hacia el cielo para ver a una muchacha que pasa volando. Eso es lo que a Holly le habría gustado. Pero sabía, por supuesto, que eso era imposible. Porque encontrar a una amiga no es nada fácil. Y no digamos ya tener una con la que mirar hacia el cielo mientras tú vuelas por el aire. Eso sería pedir demasiado, desde luego.

    Mientras Holly continuaba pensando en la amiga que no tenía, se dio cuenta de que había alguien más volando a su lado. Una gaviota. Mejor dicho, toda una familia de gaviotas. Las gaviotas la miraron asombradas. Es probable que fuera la primera vez que veían a una muchacha volando.

    —¡Hola, gaviotas! —saludó Holly—. ¿Cómo os va?

    —¡Cui! —respondieron las gaviotas.

    Primero fue una, luego otra y al final se sumaron todas.

    —¡Cui, cui, cui!

    Las gaviotas trataban de decirle algo a Holly. Eso estaba claro. Pero Holly no lo entendía. ¿Qué significaba ese «cui»?

    Holly se expresaba muy bien en su lengua materna y también sabía un poco de italiano, porque una de sus abuelas vivía en Italia. Y allí todos hablan italiano. Su otra abuela vivía en Düsseldorf. Allí también se puede hablar italiano, pero nadie te entiende. Una vez, cuando estaba de vacaciones, Holly había llegado a entender el inglés. Así de fácil. No solo yes y no. También otras palabras que nadie le había enseñado. Ice cream, por ejemplo.

    Pero Holly no sabía qué podía significar aquel «cui». Hasta que miró hacia delante y comprendió lo que las gaviotas trataban de decirle con tanta insistencia. Holly volaba derechita a una chimenea que se alzaba hacia el cielo justo delante de ella.

    Estaba tan cerca que podía ver cada uno de los ladrillos rojos con los que se había construido.

    Por suerte, pudo echarse a un lado en el último momento y pasó a su lado volando.

    Recuperada del susto, volvió la vista hacia las gaviotas. Pero se habían marchado. Ahora, en su lugar, había un helicóptero. Era como si hubiera surgido de la nada. El helicóptero pasó volando muy cerquita de Holly. Ella saludó educadamente al piloto con la mano. Pero él se limitó a mirarla asombrado, con los ojos abiertos como platos. Es probable que no supiera que los niños pueden volar. No es nada extraño. Tampoco Holly lo sabía.

    Pero así es. Algunas veces somos capaces de hacer cosas que ni siquiera sospechamos. Saltar sobre una pierna, entender qué significa ice cream o incluso volar.

    Holly volaba cada vez más y más alto. Se metió en una nube blanca, como de algodón, la atravesó y volvió a salir por arriba.

    «¡Tendría que haberme traído unas gafas de sol!», se le ocurrió pensar. Allí había mucha más luz que debajo de la nube. Holly guiñó los ojos, pero el sol la deslumbraba tanto que apenas podía ver algo. ¡Y cuánto ruido! Era insoportable. ¿De dónde vendría? Era un pitido alto, estridente y desagradable.

    ¡Piiiiiiiiip!

    Holly se tapó los oídos para no oír el ruido y cerró los ojos para que no la deslumbrara la claridad. Pero volar cerrando los ojos y tapándose los oídos no es posible. Ni siquiera Holly era capaz de hacer algo así. Y empezó a caer.

    «¡Tendría que haberme traído un paracaídas!», pensó entonces. Pero Holly no tenía paracaídas. Ni siquiera tenía un paraguas. No tenía nada con qué parar. Seguía envuelta en aquella claridad y oyendo aquel pitido estridente, mientras se precipitaba desde las alturas, cada vez más rápido, cada vez más cerca del suelo.

    ¡Piiiiiiiiip! ¡Piiiiiiiiip!

    Quería gritar, pero no le salía la voz. Era una sensación extraña. Veía que los tejados se acercaban a ella a toda velocidad.

    En realidad, era Holly la que se acercaba a toda velocidad hacia los tejados. Pero parecía que fuera justo al contrario. Igual que cuando uno va sentado en el tren contemplando el paisaje que pasa ante sus ojos. El paisaje permanece inmóvil. Es uno el que pasa de largo ante él. Igual que era Holly la que estaba cayendo. Se veía cada vez más cerca de los tejados, ya no eran en absoluto tan pequeños. Holly agitó los brazos desesperada. Pero ya no podía volar. No podía hacer nada. Holly giraba sin control, como los aviones de papel que a su padre se le daba tan mal hacer y acababan estrellándose.

    Paul, su papá, sabía hacer un montón de cosas y las hacía muy bien. Sabía escribir gruesos libros que nadie leía. Sabía explicar cosas muy complicadas, tan complicadas que después de explicarlas uno seguía sin comprenderlas. También hubo un tiempo en el que sabía jugar a volar. Se tumbaba de espaldas, levantaba las piernas en el aire y Holly se echaba sobre la tripa apoyándose en las plantas de sus pies. Sin agarrarse. Así es como solían jugar cuando Holly era más pequeña. En aquel entonces no era nada extraño que su padre se tumbara. Porque solía estar cansado. Pero nunca supo hacer aviones de papel. Aunque lo intentaba una y otra vez. Sus aviones de papel terminaban en el suelo en cuanto los lanzaba por la ventana. Giraban en el aire y luego se precipitaban sobre el jardín que tenían delante de su casa. O acababan estrellándose en la calle. Exactamente lo mismo que iba a ocurrirle a Holly. Ya podía ver las casillas de colores que había pintado con tiza el día anterior para jugar a la rayuela. Una verde, una azul y una roja.

    «¡Se acabó!», pensó Holly. Cuando uno sube por encima de las nubes, cae desde lo alto del cielo y se estrella en el jardín de su casa es imposible sobrevivir.

    —¡Piiiiiiiiip! —hizo el despertador de nuevo.

    Fue entonces cuando Holly se despertó. Su madre estaba sentada a su lado, sobre la cama, y le dio un beso en la punta de la nariz.

    LA ÚLTIMA MAÑANA

    —¡Buenos días! —dijo Astrid. Y al instante se inclinó hacia Holly para darle otro beso en la punta de la nariz. Pero Holly se dio la vuelta. Le gustaban aquellos besos. Incluso cuando un mechón del cabello de Astrid se deslizaba sobre su cara y le hacía cosquillas. Le gustaba el cabello de su madre, que era de color rojo zanahoria, igual que el suyo. Pero también le gustaba seguir durmiendo.

    A Holly no le gustaba nada levantarse. Seguramente porque tampoco le gustaba irse a dormir. Lo primero tiene mucho que ver con lo segundo. Cuando Holly se metía en la cama por la noche, se le ocurrían miles de cosas de las que tenía que ocuparse. Así que se quedaba despierta, moviendo los dedos de los pies, enfadada por tener que acostarse. Y, cuando por fin se quedaba dormida, ya eran las tantas y no tardaba en llegar la mañana. Y se enfadaba por tener que levantarse.

    Holly guiñó los ojos. La deslumbraba la claridad que entraba por la ventana. Fuera brillaba ya un agradable sol de primavera. Los pájaros trinaban. A lo lejos se oyó un motor y luego la puerta de un coche.

    Sabía de qué coche se trataba. Estaba segura de que era el de Uwe. ¡Otra vez! Uwe visitaba a su mamá continuamente. Uwe le había traído a Holly unos lápices de colores preciosos, pero a ella le parecían feísimos, solo porque se los había regalado él. Uwe podía regalarle todos los lápices de colores que quisiera. Para Holly jamás sería como su verdadero padre. Porque para ella no había nadie mejor que su padre. Aunque no se le diera bien hacer aviones de papel. Y Uwe tenía que saberlo.

    Astrid dio a Holly otro beso en la nariz. Y luego uno en el cuello. Su cabello cosquilleó a Holly en la oreja.

    —¡Para de una vez! —se quejó Holly.

    Astrid obedeció, aunque Holly habría preferido que hubiera seguido haciéndole cosquillas un poco más.

    Y entonces se oyó la puerta de la casa en la planta de abajo.

    —¡Hola-hola! —exclamó una voz grave, la de Uwe.

    —¡Hola-hola! —respondió al instante la vocecilla de Timi desde la habitación de al lado.

    Holly se enfadó cuando oyó que su hermano saludaba imitando aquel «hola-hola». ¡Como si tuviera alguna gracia! La verdad es que Timi no entendía absolutamente nada.

    —¡Hola-hola! —saludó también Astrid.

    Holly soltó un gruñido. ¿Es que se habían vuelto todos locos?

    Oyó reírse a Timi en la habitación de al lado. ¡No tenía ni idea de lo que estaba haciendo!

    Holly había trazado un plan. Y Timi estaba a punto de echarlo todo a perder. Su enfado iba en aumento. Entonces, la puerta se abrió de golpe. Y entró Uwe. Con su calva y esos ojos que a su madre le parecían «tan dulces». ¡Dulces! Como si hubiera unos ojos más dulces que otros. ¡Y aunque así fuera! ¿Alguien podría decir qué tienen de bueno unos ojos dulces?

    —¡Hola-hola! —repitió Uwe—. ¡Feliz domingo!

    Echó un vistazo a la habitación de Holly. Por el entusiasmo que mostraba cualquiera habría dicho que era la primera vez que entraba allí. Uwe no dejó de admirar la bola de discoteca que colgaba del techo y un póster con animales repartidos sobre el mapa del mundo.

    —Hola —replicó Holly dejando escapar un suspiro.

    Solo lo dijo una vez. Para que Uwe se diera cuenta de lo estúpido que sonaba.

    Pero a él no pareció importarle.

    —Bueno, ¿no te alegras de verme? —preguntó.

    ¡Aquello era lo único que faltaba! Holly no dijo ni una palabra.

    Uwe se volvió hacia Astrid.

    —¿Y tú, tesoro?

    —¡Yo me alegro un montón! —respondió Astrid.

    Y luego le dio un beso. Holly se llevó las manos a los ojos. Pero no lo bastante rápido. Lo había visto. Su madre había besado a Uwe. Delante de ella, en su cuarto. El día no podía empezar peor.

    —¡Y ahora voy a preparar el desayuno! —anunció Uwe contento—. ¿Te gustan las tortitas?

    Holly negó con la cabeza. Por supuesto que le gustaban las tortitas. ¡Le encantaban! Pero no las de Uwe.

    —Pues ya verás. Yo hago las mejores tortitas del mundo. ¡Lo digo en serio!

    Luego levantó la voz para que se le escuchara desde la habitación de al lado.

    —¿Y a ti, Timi? ¿Te gustan las tortitas?

    —¡Sí! —respondió Timi al instante, como si hubiera estado esperando la pregunta todo ese tiempo.

    Holly saltó de la cama, pasó por delante de Uwe sin decir ni una palabra y entró en la habitación de Timi.

    Desde que papá se había marchado, Holly y Timi tenían cada cual su propia habitación. Al principio, Holly se había alegrado porque le parecía fantástico tener una habitación para ella sola. Pero ahora empezaba a pensar que habría sido mejor que Timi siguiera durmiendo en el cuarto de ella. La otra habitación estaría vacía, reservada para su padre. Por si volvía. Pero mamá no quería que papá volviera. Y Timi no quería dejar su nueva habitación.

    Se lo encontró sentado en el suelo, delante de la cama, jugando. Había construido algo con Lego. Parecía una mezcla de estación espacial y barco pirata. Holly cerró la puerta de la habitación.

    —¡Ya has vuelto a liarla! —susurró

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