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El verano que nos unió
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Libro electrónico309 páginas4 horas

El verano que nos unió

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Durante el verano de 2006, en unas vacaciones en Santander, Juancar, Dani y Jesús, conocen a Rocío, María, Alba y Víctor, de la forma más divertida posible. Durante este verano se afianza una amistad que durará por años. Sexo, excesos, confesiones, viajes de locura, y muchos más momentos. Juntos descubrirán los caminos de la vida, que no siempre vienen como a uno le gustaría. Tras varias muertes, su amistad acabará mas unida, o quizás todo lo contrario.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 may 2024
ISBN9788410685116
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    El verano que nos unió - V. M. Aguilar

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © V. M. Aguilar

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-511-6

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    No todo es perfecto

    Los padres de Juancar se habían separado hacía poco. Le pilló en plena adolescencia, lidiando una batalla interna propia. Quería decirles a sus padres que era gay, pero no encontraba el momento. Había una guerra abierta en su casa, por lo que la cosa no estaba para dar más noticias, y menos una así. En cualquier otro momento, no supondría nada; al principio, les chocaría un poco, pero nada que no pudiesen asimilar. En plena separación, Juancar pensó que era mejor no decir nada, no quería echar más leña al fuego.

    Desde hacía algún tiempo, Pilar, la madre de Juancar, notaba algo extraño a su marido Gonzalo. Más distante, menos cariñoso con ella. Pilar sabía que algo pasaba en su matrimonio perfecto. No hay mayor ciego que el que no quiere ver.

    Para Pilar, lo más importante era su familia; tenía que ser perfecta. El lado malo de Pilar era que, era una auténtica estirada, una zorra engreída; vivía a la sombra de su marido, y nunca quiso trabajar., Ni fuera de casa, pero ni —mucho menos— dentro de casa. La familia de Pilar vendió había vendido unas tierras, años atrás, por las que les pagaron muy bien, demasiado bien. Gonzalo era banquero, y ganaba muy bien tenía un salario más que digno. Eso le daba a Pilar la libertad parade no hacer nada de nada en su casa. Sí fuera de ella, y no con su marido precisamente. Tenían una persona para la limpieza, otra para el jardín, y no podía faltar otra persona para cuidar a los niños cuando fueron creciendo. Primero llegó Jimena, una niña preciosa; salió a la familia de Gonzalo: rubia, ojos claros. La segunda en nacer fue Carla; ella heredó genes de las dos familias, siendo morena de pelo con ojos claros. Por último, nació Juancar. Desde que nació, fue un clon del abuelo, su abuelo Ricardo: rubio, ojos azules y la misma cara. Una familia digna de salir en las portadas de las revistas. O eso le hubiera gustado a Pilar, pues siempre que podía dejaba bien claro la perfecta familia que eran.

    Cada vez llevaba peor Juancar lo estirada y clasista que era su madre. Una noticia así para ella supondría un escándalo, no lo aceptaría fácilmente. Sin embargo, esperaba que su padre, ya que era un auténtico degenerado sexual —pero con su amante—, lo llevase mejor.

    En esa casa, todos tenían algo que callar; los trapos sucios estaban en todos los cajones. No solo Gonzalo había sido infiel a Pilar, ella tampoco se había quedado corta. Durante los primeros años de noviazgo, Gonzalo siempre fue muy atento con ella. Pilar disfrutaba mucho de su compañía, pero no era de la única compañía de la que disfrutaba Pilar. Mientras salía con Gonzalo, a su vez estuvo años con otro chico, sin que ninguno de los dos lo supiera. Pilar vio en Gonzalo lo que no vio en el otro; trabajaba en un banco, ganaba muy bien, lástima que el otro no. Son esas cualidades las que la hicieron decantarse por él.

    Pilar no era la única en guardar secretos, en llevar una doble vida a espaldas de su pareja. Gonzalo ya tenía una amiga especial antes de conocer a Pilar; una amiga con la que se divertía mucho, mucho más que con Pilar. A Pilar no le podía pedir ciertas cosas que la otra sí le hacía. Tenía una relación con una dominatriz. A Gonzalo, con tan solo 23 años, ya le gustaba el sexo duro, estar atado, sentirse humillado, que le measen, meterse en la boca una mordaza. Era muy improbable que Pilar hubiera estado por la labor de realizar con él dichas fantasías. En una ocasión, estuvo a punto de dejar a Pilar, pero, por desgracia para los dos, se quedó embarazada. Gonzalo se vio obligado a casarse con ella. No quería un escándalo en su vida, estaba ascendiendo muy rápido en su trabajo y la imagen de padre de familia, responsable, le hacía ganar puntos para ascender. Gonzalo era algo trepa, algo desalmado y no tenía ningún reparo en pisar a alguien si ello lo beneficiaba.

    Juancar se enteró de todo gracias a su abuelo Ricardo, el padre de su madre. Después de esto, le entraron más dudas sobre si debía contárselo a sus padres, los cuales estaban más pendientes de cómo putearse el uno al otro que de sus propios hijos.

    Las hermanas de Juancar se libraron de la bomba y el shock que supuso la separación de los padres. Carla, la mediana, estaba en la universidad en EE. UU.; comenzaba ese año y por nada del mundo iba a volver. Jimena, tras terminar la carrera de Derecho, se marchó a Londres a hacer un máster en Derecho Internacional. Se veía solo, sin el apoyo de sus hermanas, únicamente le quedaba su abuelo Ricardo para contarle todo.

    —Juancar, la movida con tus padres no es cosa tuya, no tiene nada que ver contigo, ya arrastraban mucha mierda desde hace muchos años, desde que empezaron a salir casi.

    —¿Cómo? ¿Tú sabes algo, abuelo?

    —Yo sé más de lo que a tu madre le gustaría.

    —No jodas… Cuenta, cuenta, por favor.

    —Son cosas de mayores, Juancar, solo te diré que ni el bueno es tan bueno ni el malo tan malo. Ahí los dos tienen mucho que callar y poco que reprocharse. Y, si quieres, hablaré con tu madre, no quiero que te afecte esta locura de situación. Te vas a venir aquí unos días hasta que las aguas estén más calmadas.

    —Muchas gracias, abuelo, no quiero estar en esa casa.

    —Nos ha jodido el niño… Ni yo tampoco, ni ahora ni nunca. No comprendo cómo tu madre se ha vuelto tan gilipollas y engreída. Me jode porque es mi hija, pero lo digo. Es más, voy a llamarla y decírselo yo mismo.

    Ricardo llamó a su hija y estuvo un rato hablando con ella. Le hizo ver que lo mejor para Juancar era quedarse unos días con él. Hasta que no estuvieran más tranquilos, no iría por casa.

    —Piluca, hija, Juancar se va a quedar en mi casa unos días, el ambiente que hay por tu casa no le hace ningún bien.

    —Pero, papá, Juancar tiene…

    —Ni peros ni peras, se queda aquí. No voy a consentir que esté solo viendo cómo sus padres se sacan los ojos en un divorcio; un divorcio del que, tú y yo sabemos, Gonzalo no es el único culpable, pues tú, hija, no eres una santa, aunque te las des de ello. En el fondo, eres una estirada y una gilipollas. Ya está bien… Me duele, eres mi hija, pero no me gusta nada en lo que te has convertido, una estirada, clasista y engreída, y no me calles. Nunca he dicho nada y ahora me vas a escuchar, Piluca. Sé desde hace años lo tuyo con Miguel, tu madre me lo contó antes de que muriese la pobre. No teníamos secretos. Haz lo que te dé la gana con Gonzalo, siempre fue un trepa de mucho cuidado, pero ese trepa te ha dado una vida muy cómoda; demasiado, diría yo. Ahora te das cuenta de que lleva años engañándote… Pues te jodes, cómo tú lo has estado haciendo. No te vayas haciendo la víctima, la despechada, «qué malo es mi marido, es un degenerado», que lo será o no.

    —Vale, papá, quédate unos días con Juancar, pero no tiene ropa en tu casa.

    —Me da igual, se la compro si hace falta, o me paso por tu casa mejor y hablo contigo en persona, hay cosas que por teléfono no se dicen.

    Juancar, sentado al lado de su abuelo, no daba crédito a todo lo que acababa de oír. Su madre tenía un amante, su padre otra. No eran la familia perfecta que ella vendía, más bien todo lo contrario. La engreída y estirada les había estado engañando a todos durante años. Ella siempre había criticado a las personas que eran infieles a sus parejas.

    —Juancar, voy a pasar por tu casa, ¿qué quieres que te traiga de ropa?

    —Quiero acompañarte, abuelo, así lo veo yo.

    —Mejor no, prefiero que te quedes en casa hasta que vuelva. Si quieres llamar a tus amigos y os venís a echar la tarde, me parece bien.

    —De acuerdo, abuelo, te espero en casa.

    Ricardo salió de su casa dejando a Juancar solo allí. Se dirigió a casa de su hija; quería decirle en persona todo lo que ya le había dicho por teléfono y más. También le diría que Juancar necesitaba más que nunca a sus padres y, si ella no sabía estar a la altura, no lo volvería a ver nunca más.

    Al llegar a casa de Pilar, ella estaba como loca tirando cosas de Gonzalo. El personal de servicio, asustado, de la cocina no se atrevía a salir. Pilar estaba metiendo en una bolsa enorme toda la ropa de su marido.

    —¿Qué cojones estás haciendo, Piluca? ¿Te has vuelto loca? Deja de hacer el ridículo ya, anda.

    —Déjame, papá, no quiero nada de ese ser en mi casa.

    —Tu casa, tu casa… Para empezar, no es tu casa. Recuerda quién te dio una gran suma de dinero y quién la ha estado pagando. Tú precisamente no has aportado nada.

    —Es mi casa, papá, y voy a tirar todas sus cosas, no quiero ver nada suyo aquí.

    —Nunca os he puesto una mano encima, ni a ti ni a tus hermanas de pequeñas, pero estate quieta ya, tienes al personal del servicio acojonado, están atrincherados en la cocina. ¿Te has visto la cara? Estás como loca; bueno, sin el «como»: estás loca.

    —Todos los hombres sois iguales, os apoyáis mutuamente. Yo soy la víctima, me ha estado engañando.

    —Serás hipócrita, tú no te has quedado corta, llevas años follándote a Miguel . Teníais vidas paralelas los dos, no solo él. No estás en disposición de criticar a nadie, no eres una santurrona. Y a lo que venía…

    —Sí, a por ropa para Juancar…

    —No me cortes, Piluca, no solo he venido a por ropa para el niño. He venido para hablarte del niño. Juancar os necesita más que nunca, a ti y a Gonzalo. Necesita vuestro apoyo y no que estéis en plena guerra civil. No me extraña que nunca os haya contado nada, te veo y no te reconozco, ¿en qué te has convertido? Ni tu madre ni yo te criamos para que fueras así. Mírate bien, Piluca, a ver si te encuentras, porque yo no; dejé de ver a mi hija en ti hace muchos años. ¿Cómo se va a atrever a decir Juancar que es gay? Con semejante madre, yo no lo haría.

    —¿Mi hijo es gay?

    —Sí, lo es, y si hubieras prestado atención, lo hubieras visto, pero como has pasado de todos tus hijos, haciendo que los criasen otros por ti… Mira ahora, Carla en EE. UU., al fin ha logrado largarse de casa; Jimena, en Londres, otra que a la que ya no le ves el pelo. Te vas a quedar sola, nadie te aguanta. Juancar se queda en mi casa hasta que yo decida que es oportuno. Dame una maleta para que le lleve sus cosas. Olvídate de verlo hasta que no seas una persona normal.

    —No puedes quitarme a mi hijo.

    —No te lo he quitado, es él el que no quiere verte ni estar en esta casa. Primero arregla tu vida y, luego, ejerce de madre, si es que lo has hecho alguna vez.

    Pilar le entregó una maleta. Ricardo pasó a la habitación de su nieto y le metió en ella la ropa que más le gustaba y los libros del instituto. Lo llamó a su casa, así sabría bien qué coger.

    —Juancar, ¿qué vas a necesitar de tu casa?

    —Abuelo, tráeme ropa, la mochila de clase y poco más.

    —Vale, ¿llamaste a tus amigos? Llevo algo para cenar todos, si os apetece.

    —No me apetece mucho, abuelo, pero gracias de todas formas.

    —Ya sabes que mi casa es tu casa. Mientras no te montes una orgía…, ja, ja.

    —Ja, ja, ja, qué basto eres, abuelo. Muchas gracias.

    —Nada que agradecer, esto es algo que tenía que haber hecho hace mucho tiempo y nunca hice. Tú me has dado el empujón que necesitaba para ello. Gracias a ti.

    Ricardo, de camino a su casa, paró en la sucursal donde trabajaba Gonzalo. Le había dicho las cosas claras a su hija, pero no le había dicho nada a su yerno y quería hablar con él. Juancar se iba a quedar en su casa y, como padre, Gonzalo tenía derecho a saber dónde iba a estar su hijo hasta que se calmasen las aguas.

    —Gonzalo, ¿tienes un minuto?

    —Hombre, Ricardo, me alegro de verte. Dame un minuto y estoy contigo.

    »Ya estoy, dime, ¿en qué puedo ayudarte?

    —Voy a ir al grano, sé la guerra que tenéis tú y Piluca. Me he llevado a Juancar unos días a casa, no quiero que esté en medio de vuestra absurda guerra. Me la suda si tú la has estado engañando o si ella también a ti. Para mí, lo primero es mi nieto. Cuando más os necesita, vosotros de guerra civil.

    —¿Qué es eso de que Juancar nos necesita? Siempre lo voy a apoyar y querer.

    —De eso no me cabe duda alguna, pero tienes que apoyarlo, os necesita. Lleva tiempo queriendo deciros que es gay, pero no se atreve. No quiero ningún reproche a mi nieto.

    —Ricardo, es algo que, sinceramente, me lo esperaba. Quiero mucho a mi hijo y hay cosas que se ven venir. Por mi parte, tiene todo mi apoyo.

    —Es todo lo que necesitaba oír de tu parte. Juancar va a estar bien, simplemente va a pasar unos días en mi casa. Yo lo llevaré a clase, no os preocupéis.

    —Muchas gracias, Ricardo, cuida estos días de mi niño.

    Montado en su coche, Ricardo recordó lo mucho que le gustan las pizzas a su nieto. Paró en la pizzería favorita de Juancar para llevarle una especial. La masa fina, crujiente, pollo ahumado, beicon, salsa de tomate, orégano y algún ingrediente secreto. Al llegar Ricardo a su casa, se encontró a Juancar sentado viendo la televisión.

    —Ven, Juancar, vamos a cenar, he traído tu pizza preferida. Coge unos platos, yo voy a sacar algo para beber.

    —Muchas gracias, abuelo, ¿hablaste con mis padres?

    —Sí, con los dos, pero ya te contaré, lo importante es que te van a apoyar en todo.

    —Gracias, abuelo.

    Pasaron los días y abuelo y nieto se hicieron más amigos. Juancar le contaba todo a su abuelo, sus inquietudes y también le hablada de sus amigos, Jesús y Dani. Dani estaba fuera comenzando la carrera, ADE y Derecho. Sus padres le habían pagado la mejor universidad, pero no le hacía falta, era un cerebrito, siempre sacaba matrículas en clase. Jesús, por otro lado, era compañero de clase de Juancar. El hecho de ser los dos los maricones de la clase les unió. Los insultos de los niños y las burlas se llevan mejor en compañía. A ellos les daba todo igual. Se tenían el uno al otro, podían con todo y contra todos.

    —Nada que el tiempo no cure —eso le decía Ricardo a su nieto—. Las palabras no hieren, solo lo hace quien tú quieres, no el que quiera humillarte. Si te llaman maricón, ¿qué hay de malo? Lo eres, con la cabeza bien alta. Tú diles: «¿Tratas de ofender? Ya sé que lo soy, pero ¿y tú con dos cervezas, sigues siendo hetero?». Verás como los callas.

    Los días pasaron y Ricardo se comprometió a cuidar de Juancar hasta que sus padres hubieran arreglado sus problemas personales. Lo llevaba al instituto y lo iba a buscar. Pero no tardó Juancar en pedirle a su abuelo que lo dejara ir y venir solo; no quería ser una carga para él y así también aprendería a moverse por el metro y a coger autobuses. Juancar había crecido entre algodones al ser el pequeño de tres hermanos y en una casa donde para todo había alguien que lo hacía por él. Se sentía inútil, torpe, sin saber nada de la vida real fuera de las comodidades de su casa. Esta decisión le gustó mucho a Ricardo; de hecho, la tenía en mente: hacer de su nieto mal criado todo un hombre. Se adelantó a su deseo. Antes de soltar a su nieto solo por la jungla que es una gran ciudad, le explicó cómo sacarse un abono de transporte y cómo usar el metro y el autobús.

    Una mañana, la primera en la nueva vida de Juancar, se montó por primera vez en el metro completamente solo. Decidió ir de casa de su abuelo hasta el centro. Había quedado con Jesús para dar una vuelta y hablar un rato. Desde que se mudó a casa de su abuelo, Juancar había dejado de ver a sus amigos; los veía lógicamente en el colegio, pero no era lo mismo. Echaba de menos las tardes que pasaban jugando en su casa o en la de Jesús. Eran muy buenos amigos. Como ellos decían: «Somos uña y mugre».

    Sorprendentemente, no se perdió; llegó puntual y de una pieza. Jesús llegó al momento. Habían quedado en Callao. Primero, dieron una vuelta por Gran Vía, viendo tiendas. Les encantaba ir de tiendas, ver ropa y probarse cosas que no se pondrían ni muertos, pero ahí estaba la gracia, verse vestidos así. Tenían claro que no comprarían nada, pero el buen rato que pasaban los dos nadie se lo quitaba. De las tiendas de ropa salieron con alguna que otra bolsa; algo sí se compraron. Después, fueron a comer a una hamburguesería, a la plaza Santo Domingo.

    —Bueno, Juancar, ¿cómo te va tu nueva vida?, ¿echas de menos a tus padres?

    —Si te soy sincero, no, no les echo de menos. Antes no estaban, ahora tampoco, no hay gran diferencia. En mi casa, casi no veía a mi padre y a mi madre, con sus cosas, tampoco la veía. En casa de mi abuelo estoy mucho mejor. He aprendido a ser útil, a moverme en trasporte público.

    —Ja, ja, para dos veces que te has montado en metro, ya te crees un profesional.

    —Ja, ja, pues claro que sí, no es complicado. Mi abuelo me está enseñando a aprender a valorar las cosas. Eso nunca lo había hecho.

    —Qué suerte has tenido de poder irte a casa con tu abuelo y no vivir en tu casa ahora. Justo cuando te animas a salir del armario, tus padres deciden comenzar una guerra civil.

    —Mi abuelo fue a hablar con ellos, puso en su sitio a cada uno y les dijo que soy gay.

    —¡No jodas! ¿Cómo se lo han tomado?

    —Espero que bien, pero no les queda más que aceptarlo si me quieren volver a ver.

    —Me dejas de piedra. Cómo se las gasta Ricardo. Me declaro fan número uno de él; bueno, número dos, que tú serás el primero, ja, ja, ja.

    Al terminar de comer, se marcharon a seguir viendo tiendas por el centro. La verdad sea dicha, con la percha que tenían tanto Jesús como Juancar, todo les quedaba bien. Jesús, con su 1,80 metros, cuerpo fibrado sin haber pisado en su vida un gimnasio, pelo negro azabache, ojos color miel y una sonrisa perfecta. Juancar, al igual que Jesús, gozaba de un cuerpazo, sin pisar tampoco un gimnasio, algo más bajito que Jesús, pero no mucho, castaño claro —aunque de pequeño era rubio— y con ojos claros que, dependiendo del sol, se veían más azules o verdes. El carácter de los dos era muy parecido: extrovertidos, con don de gentes, siempre viendo el lado bueno de las cosas.

    Verano de 2006

    Jesús y Juancar pudieron coincidir para las vacaciones, aunque no mucho tiempo, apenas se fueron una semana a Santander. A los dos les gustaba mucho el norte de España; el sur también, pero, en verano, con el calor, preferían irse al norte. Se fueron en el coche de Jesús, un viejo Opel, pero muy grande, cómodo, y lo que más le gustaba a Jesús era el maletero tan grande que tenía «el trasto móvil», así lo apodó cariñosamente. Viejo, algo roída la tapicería, nada que unos parches no solventasen. Se llevaron de todo para una semana, pese a que sabían que era imposible ponerse toda la ropa que habían metido en la maleta. Pero, claro está, no podían faltar unas camisas para salir de fiesta, otras para ir a comer e incluso ir a cenar, pantalones, pantalones vaqueros, chinos y bañadores —un bañador distinto para cada día, eso de repetir bañador no estaba en sus mentes—. ¿Qué se puede esperar de dos niñatos de 20 años? Nada que el tiempo no curase; tiempo en el que aprenderían a ser prácticos y meter lo justo en la maleta. Eso lo aprendieron bien en dos ocasiones. La primera, de vuelta de Londres: el hombre que iba delante de ellos se pasó con el peso de la maleta y la gracia le costó 100 libras. Ellos, ante esto, abrieron las maletas, comenzaron a ponerse ropa, una encima de la otra, hasta que la maleta pesó lo justo para no pagar nada.

    Los tíos de Jesús tenían un piso en Santander, en todo el centro; solamente se tenían que preocupar de llegar, aparcar el coche y pasarlo bien. El supermercado estaba en la puerta. Para dos niñatos de 20 años, ¿qué más se podía pedir?, piso gratis en Santander en la zona de fiesta y la playa al lado.

    —Juancar, tío, vamos a llenar la nevera. Tus tíos son muy majos, pero está vacía, ni una triste cerveza han dejado. Entre esta nevera y la de una anoréxica no hay diferencia.

    —Ja, ja. Sí, será mejor bajar a comprar algo, mucha bebida y poca comida, no se vaya a poner mala.

    —¿Tú crees que con cuatro botellas de ron habrá suficiente? Mejor cojo cinco; total, si sobra, que lo dudo horrores, nos las llevamos para Madrid.

    —Más vale siempre que sobre, pero no te vuelvas más loco.

    —Que sí, que sí, papá, ja, ja. Luego, si falta, te toca ir a comprar a ti.

    —Vamos a pagar todo, dejamos las cosas colocadas y nos vamos a la playa hasta la hora de comer.

    —Me parece dabuti. Tengo que pensar en qué bañador me pongo hoy.

    —Pero si te has traído uno para cada día, qué más dará cuál te pongas hoy, mientras no lo repitas el resto de los días…

    —Cierto es, pero por alguno tengo que empezar.

    Una vez en el piso, comenzaron a colocar las cosas. Surtieron bien la nevera de bebidas, alguna que otra pizza para comer, pero poca cosa más: bolsas de pipas, patatas…, la típica comida que hace que con 20 años no mueras de hambre. Cambiados, con el bañador puesto, las chanclas y la mochila preparada, con algo de picar, la toalla y unas latas frías, se dirigieron a la playa.

    No tardaron nada en llegar. Buscaron un buen sitio, ni cerca ni lejos del mar; total, les daba lo mismo, la marea estaba bajando, de poco les valía esa referencia. Colocaron bien sus toallas. No hacía nada de aire, la temperatura rondaba los 23 grados. Sin embargo, había bastante gente; se notaba que era sábado, mucha gente venía de visita a Santander y se sumaban a los lugareños que pudieran bajar a la playa.

    Estuvieron en la playa hasta la hora de comer. Se les pasó la mañana entre risas, baños, alguna cerveza que otra y mucha diversión. Estaban solos, no necesitaban a nadie más para pasarlo bien. Ellos solos se bastaban, llevaban la alegría allá donde estuviesen. Al regresar, Jesús metió la pizza al horno y, en poco más de 10 minutos, estaría preparada. Estando en esto, a Juancar le sonó el teléfono; era Dani, les estaba llamando.

    —Dime, Dani, ¿qué te pasa?

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