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El Señalado
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Libro electrónico212 páginas2 horas

El Señalado

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Información de este libro electrónico

Un hombre resignado a su destino cae en la cuenta de que los tiempos de Dios son perfectos, extraños, insondables.
Pero a veces, eres un Elegido...
Y, si el tiempo le alcanza para contribuir a su obra, entonces encuentra su misión.
Él o cualquier otro, no pueden negarlo... solo responder al llamado
El Padre Caduto es un hombre normal... pero es llevado al Vaticano sin imaginar los momentos extraños que llenarían su vida. Sin sospechar que era el Señalado.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 abr 2024
ISBN9798223976004
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    El Señalado - Jorge de Córdoba

    PROLOGO

    Jorge de Córdoba, poeta y escritor.

    Año de nacimiento 1969, Monterrey, N.L. México

    Autor de Títulos como: Poemario Musas de Fuego y Novelas: Perversión La Historia y Perversión El Crecimiento

    Nos brinda en esta ocasión, una obra alejada del género Erótico al que nos tiene acostumbrados. Adentrándose en el género Gótico.

    Una historia que nos hará reflexionar sobre el bien y el mal, y el mundo poco comprensible del pecado y sus consecuencias.

    El Padre Alberto Caduto, se hallaba saboreando su próxima jubilación.

    Tras una vida entregado a la fe y a la iglesia, se disponía a disfrutar de su retiro.

    Todos estos pensamientos lo acompañaban en la casa de retiro para sacerdotes en México.

    Sus planes se verán prontamente truncados al recibir una cita Papal, encomiándole su presencia en el Vaticano. Aunque a regañadientes, tiene que acudir.

    A partir de este viaje, se verá inmerso en esa pesadilla que nunca le abandonó: los susurros que solo él oía, la gelidez que a veces sentía recorrer su espalda... encontrarán el origen y respuesta que temía.

    Su estancia en Roma abrirá sus sentidos a lo desconocido e intuido.

    Se moverá entre lo divino y humano, entre el bien y el mal.

    Una batalla de la que saldrá fortalecido.

    Siempre apoyado en su fe y en su inseparable medalla de San Benito.

    Mati Perea

    Sevilla, España.

    La única manera de fastidiar al diablo

    consiste en hacerle creer que no creemos en su existencia.

    Umberto Eco (1932 – 2016)

    El sonido... un sonido... ¡Ese sonido!

    Ya lo había escuchado con anterioridad Hhhhaaaaaallllllll... Hhhhaaaaaallllllll... pero, aun así, le helaba la sangre cuando se despertaba con ese murmullo en la cabeza ya que lo sentía subir por el pecho hasta su cuello y bajar lentamente por sus costillas y más allá, hasta el propio miembro, como si fuese caricia llevada por el aliento de una mujer.

    Hizo a un lado las sábanas y, como siempre, tomó su tiempo para levantarse, queriendo prevenir los mareos que aparecían cuando se erguía demasiado rápido. Inhaló hondo y, olvidando por completo el murmullo que le había despertado, se incorporó despacio.

    Buscó a tientas el crucifijo que descansaba sobre el buró junto a su cama y llevándolo hasta sus labios lo besó con veneración, evocando el tiempo en que lo portaba al cuello. Finalmente lo dejó sobre el despertador para decidiéndose, plantarse sobre los pies descalzos.

    —Maldito piso helado ¿Cuándo pondrán calefacción en estos claustros de la edad de piedra?

    Se preguntó en voz alta buscando infructuosamente sus zapatos que, por cierto, ignoraba en dónde habían quedado. Antes de entrar al baño tomó las pastillas que lo acompañaran eternamente, así como la cucharilla de cúrcuma para desinflamar la próstata. Miró con aprehensión los pastilleros que siempre estaban a su vera.

    — ¿Cuándo me convertí en un hipocondriaco de la rutina?

    Una vez que salió del cuarto de baño, y ya vestido, caminó hacia la cocina y la encontró concurrida por los habitantes permanentes de la posada. Una posada de retiro para personas que habían prestado algún servicio en instituciones federales y/o episcopales; que tenían la solvencia y edad suficiente para retirarse y que, además, deseaban sustraerse al ruido mundano de la sociedad.

    Escuchó pasos apresurados: El sonido inconfundible producido por la suela dura de los zapatos bostonianos. Cerrando los ojos, levantó las cejas y negó con la cabeza, frotándose el entrecejo y armándose de paciencia.

    — ¡Alberto! ¡Alberto!

    Volteó al escuchar su nombre.

    — ¡Padre Vitor! ¿Cómo está? ¡Buenos días!

    — ¡Hola Alberto! Estoy bien, buenos días igualmente.

    El Padre Vitor se interrumpió al ver de cerca a Alberto.

    — ¿Por qué no portas tu clériman?

    —Sabe, Padre, que estoy en proceso de colgar los hábitos.

    —Lo sé. ¡Como que no se habla de otra cosa en este lugar! Pero ¿Después de tantos años, Alberto?

    —Antes de que me quiera increpar... permítame decir que...

    Respiro hondo.

    — ... ya lo expliqué con anterioridad.

    —Lo sé, Padre Alberto.

    Si me acompaña a mi oficina...

    Sin esperar una respuesta lo tomó por el codo y caminó junto a él.

    Anduvieron por un largo pasillo y, una vez dentro de la enorme oficina, cerró la puerta tras de sí.

    —Tome asiento, Padre Alberto.

    Se sentó al borde mismo de la silla, para posteriormente acomodarse y recargar la espalda antelando escuchar noticias poco gratas.

    —Aquí tiene.

    Recibió en sus manos un sobre abierto, con membrete del Vaticano.

    —Si se tomó la molestia de abrirlo, no me tenga en suspenso... ¿Qué dice?

    —Su renuncia fue rechazada.

    —Eso es imposible...

    —Además se le ordena presentarse, de inmediato, en las oficinas del Vaticano.

    — ¿Qué cosa...?

    —Fuiste reasignado. Tu nueva residencia será en Roma.

    Esta vez sí se tomó el tiempo de extraer el papel doblado, extenderlo y leerlo de arriba a abajo.

    —Esto es un error.

    —No es ningún error. Llegó el boleto de avión al mismo tiempo que las órdenes.

    El pánico se apoderó de él, oprimiéndole el estómago de forma muy desagradable.

    — ¡Avión! ¡Yo no vuelo desde el 2011! ¡Usted lo sabe!

    —Lo sé, Padre Alberto. Lo sé.

    Usted viajaría en el vuelo 175 de United Airlines... cedió el asiento a una mujer que lo necesitaba para acompañar a su hija y todos ellos murieron. Eso lo sabemos. Sin embargo ¡Son órdenes! Padre Alberto.

    Sintió que perdería la compostura.

    — ¿Qué está ocurriendo Vitor... Padre Vitor?

    —Lo único que sé, es algo en referencia a su Tesis.

    — ¿Mi Tesis? ¡Fue rechazada! ¿Qué tiene que ver con nada ahora?

    Contestó bajando la mirada para ocultar su creciente incomodidad. Forzándose en no mover las cejas ni parecer irónico.

    El Padre Vitor negó con la cabeza.

    —Nunca fue rechazada. Fue... silenciada.

    —¿Qué-quiere-decir-con-eso?

    No se dio cuenta de que ya estaba de pie ante su superior, pero sí fue consciente de su propia mirada de fuego. Solo cuando apoyó las manos sobre el escritorio reaccionó.

    — ¿Cuándo sale mi vuelo?

    —Dentro de cuatro horas.

    Tomó el sobre con las órdenes y viáticos al mismo tiempo que el boleto que le ofrecía el Padre Vitor.

    — ¿Tienes alguna idea del por qué se requiere en el Vaticano de un Presbitero?

    —Debes presentarte con Giancarlo Gramolazzo.

    — ¿Con quién...?

    — ¡Buen viaje, Padre Alberto! Empaca solo una maleta.

    Se te enviarán tus artículos personales...

    —Pero... ¿Dónde me hospedaré?...  ¿y mis libros...? ¿Mi guitarra... ¡mi piano!?

    — ... tu preciada biblioteca se enviará igualmente que tu guitarra. La parroquia a donde se te asignará tiene piano.

    El superior zanjó la discusión poniéndose de pie y extendiéndole la mano.

    Lo saludó con la cabeza, pasando por alto la mano y se retiró de la oficina.

    Giancarlo Gramolazzo ¿Dónde he escuchado ese condenado nombre...?

    Caminó deprisa y regresó a su habitación. Empacó ropa suficiente para una semana, esperando que el resto de sus cosas llegase antes de ese lapso.

    — ¿Qué voy a hacer en Roma?

    Mientras empacaba, su descontento e ira crecían. No tendría tiempo más que hacer algunas llamadas, pero a ¿Quién? Sus hermanos habían muerto en el lapso de pocos meses. Sus padres de la misma manera ya estaban en mejor vida; sus amistades se reducían a un pequeño grupo de diáconos y presbíteros con quienes se reunía en partidas de póquer y dominó.

    Sonrió ante la ironía de que nadie lo echaría de menos.

    Dos horas más tarde estaba en el aeropuerto, vestido de negro con todo y clériman. Aún se contaba con cierta deferencia en la sociedad al ser identificado como sacerdote.

    En el mostrador del aeropuerto, al presentar el boleto le pidieron que fuese a la sala de espera para pasajeros en primera clase, cosa que le sorprendió. Esperaba volar en clase turista o entre el equipaje.

    Ya que los artículos que escribió durante lustros siempre fueron recibidos con acritud; su Tesis doctoral, por otro lado, causó un mutismo incómodo junto con la orden de entregar su parroquia y destinarse a servir como sacerdote de apoyo.

    No tenía la intención ni la paciencia para capacitar a jóvenes párrocos y ser desplazado. Así que, había dimitido a sus obligaciones con la parroquia y se recluyó en la casa de retiro.

    Seis meses después, cuando murió el último de sus hermanos, envió la misiva en donde dejaba en claro su intención de abandonar la iglesia.

    Su astucia en los negocios previos a ordenarse como sacerdote y el manejo de sus inversiones en la bolsa de valores, le permitió asegurar un holgado retiro. Tenía una gran habilidad para pronosticar tiempos de compra y venta de acciones.

    Después de registrar su equipaje, caminó hacia la lustrosa barra de cantina, instalada en la sala de espera de primera clase.

    —Me sirve un Tinto Cuatro Soles, por favor.

    —En el acto.

    Se apretó el puente de la nariz e intentó ordenar sus ideas.

    Ocho horas antes estaba despertando... ahora se encontraba a minutos de abordar un avión que lo llevaría a... al Vaticano.

    —Aquí tiene padre...

    —Gracias.

    Acercó la copa de vino a su boca para aspirar el afrutado contenido. Dejó que el aroma acariciara sus sentidos antes de permitirse rosarlo con los labios y aplicar un pequeño, pequeñísimo, sorbo haciendo que el vino coqueteara con su lengua y paladar delatando los tres tipos de uva que contenía: Ruby Cabernet, Grenache y Barbera. Regresó las gotas de vino a la copa y se limpió con una servilleta.  Ignorando por completo las miradas curiosas de varios comensales y el arqueo de cejas que le prodigó la señorita que atendía la barra, apartó la copa.

    —Deme un ginger ale Schweppes, cerrado, por favor.

    —Desde luego. ¿Un vaso con hielo...?

    —Si, por favor.

    Cuando recibió la lata de refresco, lo sirvió con cuidado, casi con parsimonia, procurando que no se escapara el gas al tocar las paredes del vaso o el hielo.

    Lo bebió despacio. Poniendo especial atención al efecto que tenía en su cuerpo el sabor y el agua carbonatada.

    — ¿Ese sí lo puede beber?

    Miró con ojos sorprendido a una niña de escasos doce años que lo observaba con atención.

    —Si. Éste sí lo voy a beber, completo.

    — ¿Sabe bien...?

    —Mucho. ¿Cómo te llamas?

    —Leyone.

    — ¿Leyone...?

    Bonito nombre. ¿Cómo se escribe?

    La niña lo observó sonriendo, como se miraría a un niño que no entiende.

    —Se escribe: L-E-Y-O-N-E

    A la niña le brillaron los ojos al ver el rostro pensativo del hombre para terminar alejándose cuando una mujer la llamó con un gesto de la mano.

    El Padre Alberto seguía pensando, hasta que escuchó el número de su vuelo. Cuando volteó para ver a la niña, ésta ya no estaba.

    Sin perder un momento, abrió su saco y tomó un pastillero del que sustrajo un comprimido de somníferos.

    Lo tragó rápidamente, terminando la soda. Sujetó su saco y sosteniendo el boleto en la mano izquierda siguió a las personas que, como él, se habían alistado para abordar el vuelo hacia Italia.

    En el pasillo de abordaje, logró ver la matrícula del avión, pintada en grandes letras:

    MAR59

    Dejó de pensar en ello y se acomodó en el asiento A, 3ª fila en primera clase.  No tenía esperanzas de dormir las quince horas y media que duraría el vuelo... sin embargo no pensaba viajar despierto todo ese tiempo en un avión tan parecido a un misil.

    — ¡Basta! ¡Deja de pensar en eso!

    Se reprochó mentalmente. Para, casi en un acto reflejo, sustraer la biblia de bolsillo que llevaba consigo siempre.

    Si no lograba silenciar su mente, de nada serviría el somnífero y estaría en vela hasta aterrizar en Roma.

    Abrió sus páginas para que sus ojos se toparan con el versículo:

    "He aquí, yo os envío como a ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes, y

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