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Libro electrónico212 páginas2 horas

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Información de este libro electrónico

Circe es secuestrada y retenida en las catacumbas de un viejo castillo abandonado. El jefe de la mafia tenía planes oscuros en su contra , pero aquella jovencita fue capaz de transformar su lamento en baile y escapar de su prisión, rescatando a un grupo de rehenes de la más alta nobleza. Otra vez había logrado burlar al más temerario líder de aquellos tiempos.

IdiomaEspañol
EditorialEduard All
Fecha de lanzamiento17 abr 2024
ISBN9798224973552
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    circe-II - Eduard All

    Capítulo 1: Un corazón que lamenta

    Circe estiró las manos y tanteó. Su móvil estaba vibrando en algún sitio entre las sábanas. No lo ubicó. Entonces se incorporó a medias. Sabía que lo había programado con luces parpadeantes para situaciones similares. Sin embargo, bajo aquel embrollo de tela los destellos no emergían por ningún lado. Hurgó y tiró de los pliegues, hasta que, claramente, –recordó–lo había dejado debajo de la almohada.

    Fijó su atención en la identidad de la persona que llamaba. Eran pasadas las dos de la madrugada. Debía tratarse de una emergencia.

    Su identificador rezaba el nombre de Nélida. De inmediato descolgó la llamada.

    —¿Sí?

    –¡Circe! ¡Circe!... –el tono de voz de su profesora se percibía exaltado. –Circe, ¿me escuchas?

    –Sí, profesora. La escucho. ¿Qué sucede?

    –¡Agapulsia, Circe! ¡Mi amiga está agonizando!

    La chica, como por un choque eléctrico, se incorporó a su estatura completa. –¡Qué está diciendo, profesora! ¡Apenas ayer estaba estable!

    – Lo sé, lo sé... Pero ha tenido una recaída. El doctor no da muchas esperanzas. Ya sabes, su organismo estaba demasiado débil cuando ocurrió la caída...

    –¡La caída no, profesora! ¡Fue un intento de homicidio! –saltó enfurecida. Una vez más recordó a Cristell empujándola escaleras abajo.

    –¡Cómo sea, Circe! El hecho es que pide verte en sus desvaríos.

    –¡A mí? –quedó intrigada.

    –Al parecer tiene algo importante que decirte.

    De inmediato asaltó su mente el pensamiento de que la profesora McDonald le revelaría el paradero de aquel listado de infidentes. El ensañamiento de su adversario se debía precisamente a su conocimiento de esas personas corruptas en el gobierno. A razón de ello, los continuos intentos en busca de su muerte.

    –¿Estás en línea, Circe? ¿Sigues ahí?

    –Sigo... ¿Cómo le hago para llegar hasta allí?

    –Gudy está en camino. Él te traerá... Cáliz pertenece al estado de Filipo y Rimbaut a Fenice, pero linda una ciudad con la otra.

    –Me prepararé entonces.

    –Te estaré esperando —colgó.

    La chica tomó el primer conjunto de vestir a la mano. Se ciñó los zapatos y recogió su cabello sin mucho remilgo. Echó a la bolsa el móvil y algo de dinero. Siendo práctica, no necesitaba nada más.

    No tardó en estar abajo aguardando la llegada de su amigo el enano. La brisa onduló sus mechones cuando asomó el rostro sobre el arriate. Apenas la iluminaba una lámpara a un costado. Naturalmente, era media noche, y la señora McCrouss solo dejaba esa luz hasta deshoras, por si alguien descendía de las recámaras al comedor.

    Los rayos argentados de la luna bañaban las afueras. Se trataba de una entrada con excelentes labores de jardinería, un sendero zigzagueante, un arbusto en flor y un columpio familiar dispuesto entre un esparcimiento de claveles. Más allá de la verja se desplegaba la avenida San Jorge.

    El casón de los McCrouss quedaba en los límites de la ciudad.  Allí las leyes rimbanas permitían el tránsito de autos, a diferencia de la zona sur–céntrica donde recordaba Circe las miradas de muchos cuando llegó montada en una carreta. Ahora Gudy vendría, pero, ¿sería en la misma carreta de ruedas tambaleantes? Esperaba que fuera en un vehículo moderno. La verdad, no imaginaba con tal apremio, viajar a Cáliz a un ritmo lento y desesperante. Quizás debería despertar al señor McCrouss: con su camioneta tendría un conveniente aventón.

    Se dirigió hacia el sofá y en este se arrellanó para pensar. Experimentaba una opresión en el pecho, un dolor naciente por la gravedad del estado de salud de su profesora de Ilusionismo. En sus adentros siempre albergó la esperanza de una oportuna mejoría. Sin embargo, en esta ocasión parecía esfumarse toda oportunidad de restablecimiento. ¡Qué pena! Agapulsia McDonald había sido víctima de la maldad personificada: Cristell. Solo de pensarlo se le desataba un impulso incontenible de furia. Nunca soportó a personas de almas mezquinas e intenciones tan viles. ¡Pero qué hacer! Únicamente podía ir a asistirla, a cerciorarse sobre qué necesitaba, a conocer realmente cuál era su diagnóstico.

    Reparando en este punto, tuvo la tentativa a imaginarse que se trataba de otro intento de homicidio. ¿Por qué no? ¿Acaso puede estar una persona estable, con grandes perspectivas de recuperarse, y de pronto caer en un estado crítico? De cierto resultaba chocante este evento, como si otra vez se hubieran propuesto quitarla del camino.

    Una nueva inquietud rondó su cabeza. ¿Por qué no revelarle a Nélida el paradero del listado de infidentes? Según conocía eran intimas amigas, con entera confianza la una de la otra. Entonces, ¿debido a qué motivo necesitaba hablar específicamente con ella? Corría así el riesgo de perecer y dejar incógnito su mensaje.

    No hacía más que elucubrar en esto cuando una mujer en camisón se le acercó calladamente. Tenía facciones preocupadas; quizás también de cansancio.

    –¿Qué ocurre, Circe?  ¿Alguna novedad en Cáliz?

    La muchacha salió de su despiste. –No la escuché venir. – Se incorporó por respeto.

    –¡¿Qué haces, querida?! Toma asiento. Ya te he dicho, esta también es tu casa. No debes comportarte como una extraña... Ahora dime, ¿qué ocurre? Ha sido Agapulsia, ¿verdad?

    –¡Cómo lo sabe!

    –¡Oh, Circe! ¡En estos días lo que más has hecho es telefonear a ese bendito hospital! ¡Cómo no saberlo!

    –Es cierto. No logro sacarla de mi pensamiento –suspiró–. No sé si entienda cómo me siento, ella impidió que Cristell me lanzara de la torre del colegio. Es una buena persona. Le estoy muy agradecida por salvar mi vida...—hizo una pausa. –Quizás estaría fuera de peligro si no hubiera ido a socorrerme...

    –No te culpes. Esa señora hizo lo que tenía que hacer.

    –Aun así–persistió–, la escena no se borra de mi mente.

    –Es comprensible, querida –la tomó de la mano, y luego añadió–, pero en concreto no me has dicho nada. ¿Qué ocurrió en Cáliz?

    –No sé exactamente. Recibí una llamada de la profesora Nélida. Apenas entendí que la profesora McDonald está grave y que pide hablar conmigo.

    –Pues alguna cosa tendrá para decirte –razonó la señora McCrouss.

    –Sí. Nélida dice que parece ser una cuestión importante.

    –En unos minutos estaré de vuelta —dijo la señora McCrouss puesta en pie—. Despertaré a Edward.

    – Pienso que sería lo mejor. Quien viene a buscarme es Gudy y me temo que llegará sobre su vieja carreta...

    –¡Por Dios! –exclamó la señora McCrouss. –¡En eso no llegarías a tiempo ni al entierro!

    Circe se sobresaltó. La idea de un funeral la estremeció. A pesar de que la reciente conversación con Nélida privaba de esperanza, su fe permanecía intacta. Después de todo, —pensó— el Señor es quien dice la última palabra.

    Casi la señora McCrouss subía las escaleras cuando se escuchó el timbre. Ambas enfocaron la puerta. A través del cristal se divisaba una pequeña silueta. Sin dudas era el enano.

    Circe se apresuró a abrir, y sin previos saludos ni explicaciones, su pequeño amigo ya la conducía por el sendero del jardín. –¡Camina rápido! ¡No hay tiempo suficiente...!

    –¡Circe, tu bolsa! Se te queda...

    La chica se volvió forzadamente para tomar sus pertenencias.

    –¿Cómo estás, Gudy? –saludó la señora McCrouss en tono de reproche por su descortesía inicial.

    –Contra reloj. ¡Cómo siempre! –dijo, y cruzando la verja intentó remediarlo con un cordial despido. —Buen día para usted, Carmen.

    Dentro del automóvil, Circe contempló la hora en el reproductor de música. Frisaban las tres de la madrugada. Recostó la cabeza al respaldo al tiempo que advirtió un hombre moreno al timón. Sus miradas se cruzaron a través del retrovisor.

    –Es un gusto conocerte. Jamás imaginé que llegaría el día donde le conduciría a la Elegida.

    Ella miró a Gudy, sin palabras.

    –Él es Arthur, el chofer de Teodoro. –El enano se volvió hacia el parabrisas. –Ya conoces nuestro destino.

    –¿Hospital neurológico Minerva de Cáliz? –constató el chófer.

    –Por supuesto. Para llevar a Circe hasta allá vinimos, ¿no?

    El conductor presionó el acelerador comprendiendo lo torpe de aquella pregunta, y mientras conducía avenida abajo, evitó otro absurdo comentario.

    –¿Estás bien, mi niña? Giada y yo te hemos extrañado muchísimo.

    –Yo también a ustedes... –expresó, y luego añadió– pero, ¿por qué no viniste antes a visitarme?

    –Intensiones tuve siempre, ¡créelo!

    –Me imagino que estarás cargadísimo de trabajo.

    –Realmente es así.

    –Eso lo entiendo... pero hay... una cosa que no cabe en mi cabeza... La verdad es que desde la llamada de Nélida me ha tenido pensando.

    –¿Qué es, mi niña? –inquirió el enano con ojos penetrantes.

    –En estas últimas semanas la profesora McDonald había mejorado bastante. Las lesiones internas habían sanado y su diagnóstico día tras día resultaba ser estable. Entonces, ¿cómo de repente está al borde de la muerte? ¿Qué pasó?

    –Al igual que tú, yo he estado al pendiente de la recuperación de Agapulsia y, te confieso, tengo tus mismas sospechas...

    –Pero, ¿cómo? ¿Alguien más sabía que estaba internada en ese hospital?

    – No que yo sepa...

    –¿Y Nélida qué dice? A fin de cuentas, ha sido su acompañante desde ayer en la tarde.

    – Refiere que no se separó de su cama a partir de las once de la noche.

    –¿Y anteriormente? –precisó.

    –Solo cuando fue al lavabo.

    –¿Tiempo fuera de la habitación? –profundizó con cierto aire detectivesco.

    –Unos treinta minutos quizás. No sabe con exactitud.

    –¿Por qué demoró tanto?

    –Tenía maleza de estómago.

    Los ojos azules de la joven se perdieron en el vacío. Al parecer alguien había dado un laxante a la profesora—acompañante para que la profesora—paciente estuviera vulnerable –derivó.

    Gudy retomó la palabra. –Los médicos alegan que una persona en estado de coma está propensa a una recaída en cualquier momento. Está dentro de los parámetros normales de que en ciertos casos esto suceda.

    –¡Aun así! Algo más pasó y lo descubriremos.

    La avenida San Jorge se ensanchaba en medio de vistosas residencias. Una línea de palmeras delimitaba cada senda y las farolas intercalas iluminaban con una potente luz blanca perlada. Ella estaba arrimada al cristal, ensimismada en sus pensamientos. Ajena por completo a la belleza de la ciudad.

    –Además de Nélida, ¿quién la acompaña ahora?

    –Están con ella Giada y Teodoro. También su hija.

    –¡No sabía que tenía una hija! –repuso.

    –Sí, la tiene.

    –¡Pobrecilla! ¡Cómo ha de sentirse!

    El silencio se alargó entre ellos mientras Circe experimentaba cómo surgía dentro de sí compasión por aquella desconocida. Y ocurría que ella se ponía en el lugar de cualquier hijo que tuviera en peligro a sus padres. Revivía así su nostalgia, su trágica pérdida. Recordaba su condición de huérfana y no quería esto para nadie más, fuera quien fuera.

    Condolida, volvió la vista hacia las calles. Absorta otra vez en el misterio.

    Pasado un rato oyó al chófer decir que estaban entrando a Cáliz. No se inmutó. Pero luego percibió que el auto se detenía y, asombrada por la prontitud, se cercioró si habían llegado a su destino.

    Estaban dentro de un área pavimentada que, a juzgar por la multitud de vehículos parqueados, parecía ser el estacionamiento del edificio. Pretendió mirar más allá de un kiosco con curiosas y coloridas animaciones, pero alguien le ofreció la mano para ayudarla a apearse.

    —Gracias –dijo ante la gentileza y notó como Arthur escasamente se ruborizaba.

    —¡La bolsa! –le recordó el hombrecito.

    —La olvidé por completo –la tomó del asiento y casi de vuelta a la intemperie, avistó a lo lejos el prototipo de alguien conocido. Se quedó paralizada. Era Cristell.

    Un sentimiento de repudio, de aversión contenida, de ajuste de cuentas, recorrió su ser de pies a cabeza. –¡Esa lunática no puede andar suelta! –se dijo. –¡Gudy! ¡Gudy! Esa señora vestida de enfermera es Cristell. Su cabellera es inconfundible.

    –¿Quién? ¿Cuál? –el enano entresacó la cabeza por los focos traseros del auto.

    –¡Esta vez no se saldrá con la suya!

    –Nuestra prioridad es Agapulsia, ¡recuerda! Cada minuto cuenta.

    La muchacha vaciló ante el fuerte deseo de detenerla. –¡Ella es la culpable de que Agapulsia esté muriendo! ¡Es una asesina!

    –Entiendo cómo te sientes y te prometo que pagará por sus crímenes. Pero para eso aún hay tiempo. Tiempo, precisamente, que no parece tener nuestra amiga.

    Circe estaba resuelta a seguir sus impulsos fueran cuales fueran las consecuencias. Sin embargo, su conciencia le dictaba obedecer a la razón.

    –Ella está aquí para terminar lo que empezó. Está dispuesta a silenciar a la profesora McDonald a cualquier costo —aseguró Gudy. –Su secreto no puede quedar en silencio. Tal sacrificio no ha de ser en vano.

    –Sí, estás en lo cierto. Puedo estropearlo todo.

    –Apresurémonos entonces. Por nada de este mundo puedes dejar de oír lo que tiene que decir.

    –Arthur –se giró al chófer –síguele los pasos a esa supuesta enfermera. No la pierdas de vista, por favor. Cualquier evento timbra al móvil de Teodoro.

    –Estoy a tus órdenes –contestó y, acto seguido, se enrumbó a las entradas laterales del edificio.

    –Ahora nosotros subamos por el ascensor delantero. Así llegaremos primero. No quiero que Cristell sepa que estoy aquí.

    Anduvieron a trote entre los vehículos, subieron los peldaños y entraron por la puerta principal.

    El salón de espera tenía en su mayoría asientos vacíos, apenas un par de ancianos en las consultas de urgencias y una enfermera en el buró de información. Esta cabeceaba, somnolienta.

    –Conociendo a Cristell, estará subiendo por el ascensor reservado a los médicos del hospital. Con sus delirios de grandeza, hasta estará creyéndose que es en verdad una enfermera titular.

    El tercer cubículo abrió sus puertas. Ambos entraron y mientras Gudy pretendía alcanzar con sus dedos de salchichas recortadas el botón de ascenso al noveno piso, Circe canceló una llamada.

    –Parece  que las cosas han empeorado. Nélida me volvió a timbrar.

    El hombrecito acarició la punta de su barba, pensativo.

    –¡Pobre Agapulsia! Debe estar batallando con la muerte para no abandonarnos antes de conversar contigo.

    –¿Crees que solo se trate de aquel listado? No es que no lo considere importante, pero ¿qué sentido tiene querer revelarme el secreto exclusivamente a mí?

    –Agapulsia es precavida. Lleva bien pensado lo que hace.

    El ascensor se detuvo. –Tengo una idea para despistar a Cristell.

    –¿Sí? ¿Cuál?

    –Ya verás.

    Capítulo 2: La enfermera Riley

    Una dama de cabellera larga sobre el hombro, uniforme inmaculado y un talante de disimulada soberbia aguardaba mirando con fijeza la luz roja que cambiaba a intervalos su numeración.

    Cuando un peculiar sonido anunció la llegada del ascensor, ella se apresuró en adentrarse en aquel cajón metálico. Casi se sumía a la hermeticidad cuando un colega se sumó al cubículo.  La dama permaneció indiferente.

    —¡Está excesivamente tranquila la guardia! ¿Eres nueva?

    La enfermera asintió sin siquiera mirarlo.

    —¡Habrás comenzado hoy mismo!

    Cristell volvió a afirmar con un leve movimiento de cabeza.

    —¡Vaya! Yo también... Bueno, quiero decir, en este cargo ¿Cuál es tu piso?

    El dedo índice de Cristell señaló el nivel solicitado.

    —Eres de escasas palabras. Yo también soy así. Casi hay que sacarme las palabras de la boca —soltó una risa larga y pujante.

    Ella agitó su abanico, rígida de la  irritación.

    —¿Has oído la historia de la tortuga y la tiñosa? Pues si entras a examinar a uno de mis pacientes y hueles sus calcetines, dirás como la tortuga: Amiga, tiñosa, tienes tanta, pero tanta peste —casi se ahoga en otra de

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