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Cyberpunk 2023
Cyberpunk 2023
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Libro electrónico247 páginas3 horas

Cyberpunk 2023

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Cyberpunk es mucho más que ciencia ficción. Una forma de vida, una estética muy particular que se caracteriza por ciudades sobrepobladas, rascacielos kilométricos, noche, neón, lluvia, redes universales, inteligencia artificial y conglomerados comerciales más poderosos que los países. Este género es un reflejo del miedo a la tecnología y al futuro.
¿Pero qué pasa cuando la línea entre la realidad y la simulación se desdibuja, y los humanos se convierten en seres híbridos de carne y metal?
Un viaje a través de mundos oscuros y emocionantes que nos llevan al límite.
Una experiencia literaria como ninguna otra.

Hoy es un buen día para rebelarse contra el sistema.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2023
ISBN9789566183808
Cyberpunk 2023
Autor

Varios autores

<p>Aleksandr Pávlovich Ivanov (1876-1940) fue asesor científico del Museo Ruso de San Petersburgo y profesor del Instituto Superior de Bellas Artes de la Universidad de esa misma ciudad. <em>El estereoscopio</em> (1909) es el único texto suyo que se conoce, pero es al mismo tiempo uno de los clásicos del género.</p> <p>Ignati Nikoláievich Potápenko (1856-1929) fue amigo de Chéjov y al parecer éste se inspiró en él y sus amores para el personaje de Trijorin de <em>La gaviota</em>. Fue un escritor muy prolífico, y ya muy famoso desde 1890, fecha de la publicación de su novela <em>El auténtico servicio</em>. <p>Aleksandr Aleksándrovich Bogdánov (1873-1928) fue médico y autor de dos novelas utópicas, <is>La estrella roja</is> (1910) y <is>El ingeniero Menni</is> (1912). Creía que por medio de sucesivas transfusiones de sangre el organismo podía rejuvenecerse gradualmente; tuvo ocasión de poner en práctica esta idea, con el visto bueno de Stalin, al frente del llamado Instituto de Supervivencia, fundado en Moscú en 1926.</p> <p>Vivian Azárievich Itin (1894-1938) fue, además de escritor, un decidido activista político de origen judío. Funcionario del gobierno revolucionario, fue finalmente fusilado por Stalin, acusado de espiar para los japoneses.</p> <p>Alekséi Matviéievich ( o Mijaíl Vasílievich) Vólkov (?-?): de él apenas se sabe que murió en el frente ruso, en la Segunda Guerra Mundial. Sus relatos se publicaron en revistas y recrean peripecias de ovnis y extraterrestres.</p>

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    Cyberpunk 2023 - Varios autores

    -

    © Cyberpunk 2023

    Sello: Soyuz

    Primera edición digital: Marzo 2024

    © Varios Autores

    Director editorial: Aldo Berríos

    Ilustración de portada: José Canales

    Corrección de textos: Aldo Berríos

    Compilación antología: Aldo Berríos

    Diagramación digital: Marcela Bruna

    Diseño de portada: Marcela Bruna

    © Áurea Ediciones

    Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

    www.aureaediciones.cl

    info@aureaediciones.cl

    ISBN impreso: 978-956-6183-36-5

    ISBN digital: 978-956-6183-80-8

    Este libro no podrá ser reproducido, ni total

    ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

    Todos los derechos reservados.

    - Sueños de cromo y neón - Prólogo de Francisco Ortega -

    Dicen que William Gibson se deprimió. Corría 1982 y el escritor canadiense afilaba sus primeras armas en la literatura. Sus cuentos de ciencia ficción, donde la tecnología era el conflicto y la trama, le estaban pavimentando una carrera cada vez más interesante, impulsada por la revista OMNI, que lo había nombrado su narrador oficial. Con este espaldarazo, Gibson acababa de firmar contrato para su primera novela, que vería la luz en 1984. Mas aquel día de mayo de 1982, algunas cosas iban a cambiar. La revista OMNI lo envió a un pase de prueba de la nueva película de Ridley Scott, un neo-noir futurista basado en Sueñan los androides con ovejas eléctricas, una novela corta de Philip K. Dick que llevaba por título Blade Runner, nombre robado de un guion escrito por William Burroughs que nunca fue rodado (y que nada tenía que ver con el relato de Dick, ni con la película de Scott).

    Terminada la proyección, William Gibson caminaba pensativo por las calles de Los Ángeles. Sucede que se le habían adelantado. Acababa de ver una transcripción casi literal del universo que él llevaba creando y recreando en doscientos folios tamaño carta. ¿Qué iba a pasar cuando apareciera su novela? ¿Lo iban a acusar de plagio, lo iban a apuntar con el dedo de la más fácil de las críticas, aquella que desprecia todo por esa falsa idea de no ser original? ¿Qué demonios es ser original, existe algo así? Quiso el destino que Blade Runner terminara siendo despreciada por el público y la academia (aunque los años dirían otra cosa), mientras su obra, aparecida bajo el nombre de Neuromancer, marcara un antes y un después en la ciencia ficción de los ochenta, inaugurando más que un subgénero, una estética: ciudades superpobladas, rascacielos kilométricos, sexo, noche, neón, lluvia, dirigibles, redes universales, consolas, inteligencia artificial, conglomerados comerciales más importantes y poderosos que los países, realidad virtual y dos términos/ideas que se tatuaron en el inconsciente colectivo: Matrix, como una simulación producto de la unión de la mente de todas las computadoras del mundo y China, como la superpotencia absoluta. Un futuro de cromo redactado con máquinas de escribir.

    Aunque lo que hoy entendemos por cyberpunk canónico surge con estas dos obras hermanas, Blade Runner y Neuromancer en 1982 y 1984, no es menos cierto que sus fuentes aparecen ya en 1968. Por una esquina, la new wave de la ciencia ficción británica, encabezada por Michael Moorcock y J. G. Ballard; autores que pusieron en escena un nuevo protagonista para la anticipación científica, un sujeto lejano a la idea del héroe y deconstruido (sí, el término tampoco es nuevo) como un tipo común y corriente que se rebelaba contra el futuro hostil que se le venía encima, heredero directo de la figura del punk que empezaba a florecer en la cultura popular. A la inyección británica se le añadió el ingrediente tecno paranoico que en la costa oeste de los Estados Unidos estaban sazonando Samuel Delany, William Burroughs y el omnipresente Philip K. Dick, todos bajo la declaración de principios de darle una estocada tanto a la ciencia ficción dura como a los santos padres de la space opera, representados en Isaac Asimov, Arthur C. Clarke e incluso Ray Bradbury. En una metáfora de lo ocurrido en la música popular en 1977, esta nueva generación mató con rabia y cuatro acordes la grandilocuencia y los espacios exteriores del rock progresivo. Ya no había que ir a las estrellas para proyectar el futuro, lo interior tomaba el relevo de lo exterior. No es casual que los albores del cyberpunk coincidieran con el surgimiento del synth pop en Europa; si las máquinas podían cantar, también podían hacer literatura.

    Fue en 1986, cuando en las páginas de la antología Mirrorshades, el escritor Bruce Sterling bautizó oficialmente al movimiento como cyberpunk, contracción que definía lo común que tenían las obras que estaban emergiendo a partir de Blade Runner y Neuromancer, historias de antihéroes (punk) en un futuro distópico e hipertecnológico (cyber). Hoy este es un futuro pasado que suele mirarse de reojo y con cierta distancia, días de cromo que finalmente no fueron tal. Aunque la primera ola del cyberpunk fue un movimiento muy popular a inicios de los ochenta, que derivó al comic, al animé japonés, a la música, al cine e incluso a la moda, acabó sepultado en sus propios excesos. Historias demasiado similares, personajes que parecían un calco de Case (el protagonista de Neuromancer) o de Deckard (el de Blade Runner), y una sobrepoblación de subgéneros (más de treinta) que iban desde el steampunk (lo mismo, pero con tecnología de la época de vapor) y el dieselpunk (con tecnología de los años treinta), al mannerpunk (con magia y dragones reemplazando la tecnología), que acabaron por ponerle paladas de tierra cada vez más pesadas al género, al punto que hasta el mismo padre fundador, William Gibson, optó por virar al thriller político, agotado de las metrópolis de cromo y neón.

    Mas el cyberpunk no estaba muerto y hoy es incluso más popular y masivo que a inicios de la década de los ochenta. El renacer fue a mediados de los noventa, cuando Neal Stephenson lo reinventó en las páginas de su maravillosa novela Snow Crash, mitad parodia y mitad declaración de amor a lo iniciado por Gibson en 1982. Stephenson construye su obra como una relectura de Alicia en el país de las maravillas, pero en clave cyberpunk, en la que un anónimo llamado Hero Protagonist (en serio) se desliza en una motocicleta supersónica por las autopistas reales y virtuales de un futuro tan imperfecto como divertido, donde ya no solo cabe la herencia del new wave inglés de los sesenta, sino también el legado made in Japan con sampleos de Akira y Ghost in the Shell, par de pilares fundamentales de esta segunda ola. Suspendido hacia el siglo veintiuno de la mano de Matrix, versiones tercermundistas o franquicias de videojuegos acabaron devolviendo una narrativa que tal vez nunca se había ido, sino que simplemente se convirtió en literatura realista. No es casual que estemos parados en el 2023, unos pocos años después de Blade Runner y Neuromancer. Estamos hechos de cromo y neón.

    Bienvenidos a Cyberpunk 2023, una muestra de la forma en que los escritores de este lado de la cordillera abordamos este género.

    - El hilo rojo - Luis Saavedra

    —No sé cómo debo llamarle —dijo casi susurrando la mujer.

    La sicóloga se acercó al grupo familiar.

    —No la está escuchando, señora Noriko, aún no está despierto.

    —La idea es que le hable tal cual lo hacía antes, los demás también deben hacerlo —se escuchó por los altoparlantes en la habitación. El señor Ito, dueño de la voz, ingresó por una puerta que se camuflaba con el muro y se colocó en medio del círculo de sillas—. La Constelación es algo así como las coordenadas de navegación de la personalidad.

    En una de las paredes de la habitación blanca había un mural de un paisaje de otoño con árboles verdes y un camino de hojarasca, que le daba profundidad y tranquilidad al espacio. Cuatro sillas estaban ocupadas por la familia de la señora Noriko. Dos hombres y dos mujeres. En la quinta silla, el anciano dormía con la cabeza en el pecho y suavemente inclinada hacia el lado del corazón. La sexta silla estaba vacía.

    —Hana viene retrasada, me llamó y me dijo que el tráfico está pesado en la autopista —dijo la señora Noriko, tratando de excusar a su hija.

    —Podría haber venido en metro, como lo hicimos todos —replicó un hermano.

    El señor Ito los interrumpió:

    —No hay que preocuparse, la terapia no depende de la cantidad de familiares. En cuanto llegue la haremos pasar. Lo que importa ahora es que en cuanto ustedes empiecen a hablarle, llámenle por su nombre e indíquenle los suyos. Mientras más datos familiares, mejor. —Y sonrió una sonrisa corporativa que afortunadamente solo advirtió la sicóloga. Aunque Ito era un hombre pequeño, de rasgos y maneras agradables, su gestualidad estaba manejada por formas precisas y artificiales.

    —Yo traje unas fotos. —El hermano sacó de su chaqueta la imagen y se la entregó a Ito—. Es de su último cumpleaños. Estamos todos. Mire cómo sonríe.

    El señor Ito asintió y devolvió la fotografía. Hizo un gesto a la sicóloga y ella salió de la habitación.

    —Por favor, relájense y háganlo sentir cómodo. Nosotros estaremos justo detrás de la puerta.

    El señor Ito también salió y caminó hacia la mesa de control. La sicóloga estaba sentada con el ingeniero modular frente a los monitores. Los monitores mostraban la habitación desde diferentes ángulos; una vista enfocaba el rostro del anciano durmiendo y otra desarrollaba estadísticas difíciles de seguir. Ambos miraron a Ito.

    Ito abrió un canal de comunicación hacia la habitación y se inclinó sobre el micrófono.

    —Familia Kisaragi, comenzaremos la Constelación ahora.

    Hizo un gesto hacia el ingeniero modular, que ejecutó el inicio del sistema operativo. La carga de software se mostraba en un recuadro de la pantalla. El anciano abrió los ojos y se quedó mirando a través de todos, en un punto indefinible. Las estadísticas fluyeron, pero la línea de personalidad apenas sufrió espasmos. Los integrantes de la familia se miraron entre ellos, algunos con la duda debajo de la piel. Finalmente, Noriko, que estaba más cerca del anciano, se inclinó y puso una de sus manos sobre el brazo.

    —Papá, yo soy tu hija, Noriko.

    La línea en el monitor siguió una suave curva y luego volvió a su lugar como línea plana. Aunque no había necesidad, el ingeniero recalcó que era un buen inicio. El anciano inclinó su cabeza, enfocó el rostro de la mujer y sonrió.

    —Y yo soy Toshiro, tu nieto. Noriko es mi mamá. —El hombre más joven se colocó al borde de la silla, como si con eso el viejo pudiera verlo mejor.

    La línea dio un nuevo respingo y se entrelazó con las líneas de empatía. Aunque era de lo más común, ninguno del equipo pudo evitar una expresión de entusiasmo.

    —Es usted muy amable, pero no recuerdo mucho quién soy ahora —dijo el anciano, frunciendo el ceño, enojado consigo mismo.

    —Mira esto, papá —dijo el hermano de las fotografías.

    El anciano tomó la imagen que le ofrecían y la miró unos instantes.

    —Disculpen, pero ¿qué tengo que ver?

    —Yo soy Akiko, papá, y también soy tu hija —dijo la otra hermana, luego señaló la fotografía—. Allí estamos todos, incluso tú.

    Y luego el silencio de la espera en ambas habitaciones. La mirada fruncida del anciano, las cinco sillas ocupadas, las estadísticas, la línea de personalidad que se negaba a despertar.

    El tapiz de otoño en la muralla, a espaldas del anciano, se quebró cuando la muchacha atravesó la puerta. Rápidamente y entre disculpas sin aliento fue a sentarse en la sexta silla. Las hermanas le dirigieron miradas urgentes y el hermano de las fotografías cruzó los brazos con reprobación. Toshiro apenas contuvo la risa.

    El anciano la miró detenidamente y luego sonrió:

    —Hola, Hana.

    La línea de personalidad saltó y se enraizó con las líneas de memoria, y luego generó nuevas hebras en diferentes sectores del ego, transformándose en una maraña de líneas de distintos colores que hacían relaciones cada vez más complejas.

    —Hola, abuelo —dijo la muchacha sin saber muy bien qué pasaba.

    El anciano se sobresaltó cuando descubrió que todavía tenía la fotografía entre las manos y la señaló con una mano:

    —Mira, aquí estás tú, qué pequeña eras. Esto fue cuando cumplí setenta y un años —dijo el anciano, riendo a la fotografía. Noriko rompió a llorar.

    Los módulos de visualización cambiaron y se concentraron en la dinámica de experiencia y la velocidad de almacenamiento. Ito observó a la familia Kisaragi acercar las sillas parloteando al mismo tiempo con los rostros iluminados. Estarían un par de horas más constelando y luego se irían todos a casa a celebrar. Le indicó a su equipo que saldría; la parte excitante había terminado y el resto había perdido el interés después de verlo múltiples veces.

    —¿Nunca se queda a despedirse de las familias? —preguntó el ingeniero.

    —No, esa es tarea mía. Él jamás se involucra —contestó la sicóloga.

    En el jardín interior, se sentó en la banca de la glorieta y encendió un cigarrillo. Sacó la libreta de su bolsillo izquierdo y escribió: 3 de marzo. Caso Kisaragi. Constelación exitosa. Como siempre, la idea parece aterradora al principio, pero las personas terminan aceptando un escenario que devuelva el equilibrio a sus vidas. Es inevitable.

    Terminó el cigarrillo y depositó la colilla en la columna del cenicero del jardín. Escuchó una batahola de movimiento entre las copas de los árboles. Batir de alas y piares, pero no divisó nada. El alboroto le pareció una bandada de alondras, siempre tan ruidosas. El sonido de las aves lo envolvió, sin ser posible ver ningún cuerpo emplumado. No se sintió intimidado, solo sorprendido, y se quedó quieto mientras las ramas se azotaban y las hojas caían. No había nada que temer y, sin embargo, la intensidad de la bandada le asaltó el corazón. Se sentía agitado, había algo inminente en el aire.

    Y luego el silencio. Las copas de los árboles se tranquilizaron y ya solo el viento se arremolinaba entre las ramas. Entonces, su móvil sonó cinco veces antes que Kobo Ito contestara. Todavía aturdido, escuchó la estática al otro lado, en un mundo dominado por la experiencia digital. La estática le devolvió algo de certidumbre, que ojalá tomara la forma de una respiración humana y eso le tranquilizaría. Finalmente escuchó: aló. Reconoció de inmediato la voz de la señora Gutiérrez y, por su modulación, calculó algo de tristeza y otro poco de culpa.

    —Lo siento tanto, señor Ito. No lo llamaría si no fuera algo de la importancia más absoluta. Creo que voy a devolverlo.

    —Por supuesto —pero no había ningún supuesto en la cabeza del señor Ito, todavía revoloteando en la bandada, y solo atinó a decir—: No obstante, deme la oportunidad de visitarla para que conversemos.

    —No me gustaría molestarlo, ya está decidido y puedo enviar a un sirviente hasta su taller con el niño.

    —No lo vea entonces como una molestia. Será para mí un placer volver a charlar con usted.

    Al otro lado de la línea escuchó un alboroto de pájaros, como si en ese preciso momento pasara una bandada migrando hacia el sur. ¿Quizás las mismas alondras que un momento antes lo habían rodeado en el jardín? Era un asombroso pensamiento. Tal vez la señora Gutiérrez se quedara mirándolas por la ventana, con el aliento suspendido, como él. Ito hizo lo mismo por temor a quebrar un momento de puro suspenso. Pero todos estos momentos son frágiles y colapsan sobre sí mismos.

    —Venga, lo estaré esperando. Hoy no, mañana.

    —Gracias.

    —Hasta luego.

    Kobo Ito se dio recién cuenta de lo impulsivo de su decisión. No sabía qué tenía en su agenda ni su importancia, no sabía qué consecuencias tendría para las constelaciones del día. Había aceptado la invitación como si fuera un salto al vacío, y él no era así. Siempre se había conocido como un hombre con los pies en la tierra. O tal vez no y aparentemente había capas de sí mismo que no conocía. Encontró que sentía una tranquila aceptación y hasta curiosidad por el resultado. Sacó su libreta de anotaciones y escribió la fecha del día siguiente en la mitad de la página, luego dibujó un signo de interrogación.

    El taxi atravesó Tokio siguiendo avenidas ordenadas y rápidas, perfectas para que su mente navegara en medio de representaciones tridimensionales de circuitos de personalidad. Un problema a la vez trivial y absorbente que le ahorraba el paisaje exterior. Pero cuando entró al distrito de Setagaya y sus calles estrechas, el paisaje alejó los circuitos de su cabeza. La opulencia tenía aquí su rincón secreto en Tokio. El vehículo se detuvo frente a una fachada continua sin señas, blanca y austera, con solo un portón bajo y macizo de roble oscuro. Pero bajo la mirilla del portón descubrió el kamon de la familia Tomohide, compuesto de olas cuyas crestas se juntaban en el centro, reminiscencias del período Meiji Ishin, cuando la familia alcanzó una importancia en la industria pesquera.

    Pagó la carrera y pulsó el timbre del monitor de calle. Esperó exactos sesenta segundos y luego escuchó el graznido de una voz distorsionada por la electrónica.

    —¿Diga?

    —Kobo Ito.

    —¿Disculpe?

    —Perdone. Mi nombre es Kobo Ito. Tengo una cita con la señora Gutiérrez.

    —Un momento, por favor.

    El portal se abrió y lo recibió una sirvienta menuda y de una edad indefinible, que nunca miraba directamente. Colocó un par de surippas a sus pies, se hincó ante él y esperó. El señor Ito tenía una educación occidental y se resistía a la costumbre, pero sin más remedio se descalzó y alineó su calzado. La sirvienta tomó sus zapatos y los colocó en el genkan con dirección hacia la puerta.

    La señora Gutiérrez lo esperaba en el salón principal de la casa.

    —Gracias, Marita, ahora me encargo yo —despidió a la sirvienta y luego se dirigió al señor Ito—: Bienvenido, ruego que me perdone no recibirlo personalmente.

    —Es un placer para mí venir hasta su casa, es tan bella.

    —Sí, el abuelo de mi marido la compró un poco después de la guerra. —La señora Gutiérrez se rio, incómoda—. Pero eso usted ya lo sabe. Mi entusiasmo por esta casa siempre se pone a hablar locamente.

    Fue una manzana destruida y el abuelo la reconstruyó como un homenaje a las personas que vivieron antes allí, aunque nunca las conoció. Hay una placa en el jardín de arena, con un poema que hacía referencia a eso. Ella siempre lo mencionaba, el poema del jardín, aunque el término correcto era haiku. Por supuesto, el señor Ito callaba. La señora Gutiérrez parecía tan orgullosa cada vez que lo mencionaba, como un secreto, que es de las pocas cosas terrenales que se tiene y se comparte tan escasamente. Ella, allí parada, menuda y morena, de nariz pequeña y sonrisa blanca. Con manos delgadas y frágiles enlazadas a la altura del vientre, que si fueran blancas serían porcelana, aunque no había comparación para esa fragilidad. El cuello que sostenía su cabeza de un pelo azabache tomado hacia atrás era esbelto, grácil. Las clavículas formaban hondonadas y oasis en la piel. Vestía un sencillo combinado de

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