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Florentino: Un encuentro desafortunado
Florentino: Un encuentro desafortunado
Florentino: Un encuentro desafortunado
Libro electrónico379 páginas5 horas

Florentino: Un encuentro desafortunado

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Información de este libro electrónico

Florentino no es un héroe al uso: es un chico gordo y muy tímido que vive una vida corriente. Eduardo tampoco tiene nada de particular: el malo de la clase que se divierte atormentando a los más débiles. La novela se va desarrollando a lo largo de sus vidas, mostrando cómo sus caminos se entrelazan en diferentes etapas y circunstancias. La narrativa de Summers es detallada y rica en matices, permitiendo al lector experimentar de cerca las emociones, conflictos y transformaciones de los personajes.
Summers, con una prosa fluida y un ritmo narrativo que atrapa desde las primeras páginas, logra retratar con maestría la realidad social y emocional de la época, creando una historia que no solo entretiene, sino que también refleja los desafíos y triunfos de la vida. La ambientación de Huelva a mediados del siglo xx y la profundidad de los personajes hacen de Florentino una novela que trasciende el tiempo y el espacio, convirtiéndose en un espejo de la vida misma.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 abr 2024
ISBN9788419999122
Florentino: Un encuentro desafortunado

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    Vista previa del libro

    Florentino - Enrique Summers Rivero

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    Primera edición: marzo 2024

    Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com

    Maquetación: Álvaro López

    Edición y corrección: Carlos Prego

    Revisión: María Luisa Toribio y Ana Briz

    Versión digital realizada por Libros.com

    © 2024 Enrique Summers Rivero

    © 2024 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN-e: 978-84-XXXXX-XX-X

    Logo Libros.com

    Enrique Summers Rivero

    Florentino

    Un encuentro desafortunado

    Para Dori, que me da la vida,

    y para mis hijos y nietos con todo mi cariño.

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Dedicatoria

    Prólogo

    Primera parte. Marisol

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    Capítulo XI

    Capítulo XII

    Segunda parte. Un encuentro desafortunado

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Tercera parte. Años felices

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    Capítulo XI

    Capítulo XII

    Cuarta parte. Eduardo

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Quinta parte. Huelva

    Capítulo I

    Capítulo II

    Capítulo III

    Capítulo IV

    Capítulo V

    Capítulo VI

    Capítulo VII

    Capítulo VIII

    Capítulo IX

    Capítulo X

    Capítulo XI

    Capítulo XII

    Epílogo

    Prólogo

    Huelva

    El día había amanecido triste y lluvioso. La bruma que ascendía de la ría impregnaba de humedad toda la ciudad.

    La tarde comenzaba a caer y en el salón del piso segundo de la casa número 21 de la calle Reyes Católicos se encendieron las tres pantallas que venían a amortiguar la ya escasa luminosidad que penetraba por los amplios ventanales abiertos a una de las más espaciosas e importantes vías de Huelva.

    El salón, comunicado por una puerta corredera con el comedor, ocupaba la parte más noble de la vivienda y, aunque algo sobrecargado de muebles, en los cuales se adivinaba el paso de más de una generación, resultaba espacioso y producía una sensación de comodidad que nacía del propio uso que le daba una familia numerosa con abuela incluida. Tenía lo que se había dado en llamar calor de hogar, aunque en la casa, construida hacía bastante más de veinte años, no estuviera instalada la calefacción y hubiera que combatir los rigores del invierno con los modernísimos y nada económicos radiadores eléctricos.

    Pero en la fecha en la que se había fijado la junta ordinaria de la comunidad de propietarios, finales de marzo, no era necesario el calor artificial, pues, aunque llevaba un par de días lloviendo, empezaba ya a apuntar una primavera que se prometía espléndida para los enamorados, aunque muy preocupante para los labradores andaluces, que habían padecido un nuevo invierno extremadamente seco.

    Con ligeras variantes, ese era el tema que de momento ocupaba a los vecinos, que aún no habían entrado a considerar el orden del día y que estaban siendo atendidos por Nuria, mujer encantadora y servicial, esposa de Vicente, el presidente de la comunidad, que se lamentaba de la mala cosecha de aceitunas y de las dificultades que le había deparado su recogida.

    Juan Pedro, delegado de un laboratorio farmacéutico, seguía con agrado la conversación rememorando un tiempo, no lejano, en que aún era un hijo de papá y su exclusiva dedicación era llevar la finca y los negocios de don Juan.

    Eduardo, el juez, persona soberbia e intransigente, consideraba el tema de lo más trivial y prefería cambiar impresiones con Tomás, profesor del colegio de los hermanos maristas, sobre la nefasta influencia que estaban ejerciendo la prensa y el cine en la educación de la juventud, cada vez más carente del más mínimo sentido de la ética, la justicia y el orden, y más dominada por el sexo, la violencia y la bebida, lo que complicaba muchísimo su sagrada e importantísima tarea de educadores y de defensores del orden y de la moral católica tradicional.

    Rafael, director técnico de una fábrica de conservas, hombre de una gran formación y de una sensibilidad extraordinaria, recibía de Antonio, el escribiente, las explicaciones de las dificultades que comportaba llevar una minuciosa y detallada contabilidad de los gastos e ingresos de la comunidad, dificultades que se veían agravadas por la informalidad en el pago de las cuotas por parte de algunos propietarios.

    Las conversaciones quedaron bruscamente interrumpidas con la escandalosa entrada de Pepe, el portero, quien se dirigió a voces al dueño del piso:

    —¡Don Vicente! Que dice don Manuel Luis que baja dentro de diez minutos. Que hagan ustedes el favor de esperarle sin empezar, que tiene algo importante que resolver y baja enseguida.

    —Dígale usted que estamos de acuerdo en esperarle. Será, además, la primera vez después de muchos años que nos reunimos todos los vecinos. Bueno, excepto Florentino, que, como todos sabéis, lleva tiempo sin poder asistir.

    —Ese, en cualquier caso, más vale que no venga. Aquí no tiene nada que hacer —comentó despectivamente Eduardo y luego añadió, dirigiéndose en voz más baja a Tomás—: ¿Qué se le habrá ocurrido ahora a ese insensato de Manuel Luis?

    Y realmente era lógico que Eduardo, personaje engreído y totalmente convencido de estar siempre en posesión de la verdad, tuviera ese concepto de su vecino Manuel Luis.

    Este, abogado en ejercicio, pero hombre despreocupado, desinteresado y un tanto bohemio, conocedor además, desde hacía mucho tiempo, del maltrato y del ensañamiento del juez para con el más débil, especialmente para con su vecino Florentino, al que odiaba hasta la muerte desde hacía años, y sabedor, por otra parte, de su facilidad para favorecer al que pudiera interesarle, aun recurriendo a soluciones hábiles pero nada ortodoxas, jamás se había molestado en cultivar la amistad del mismo ni en alabar su «gran preparación jurídica» y sus reconocidas «virtudes morales», de las que solo él, gratuitamente, se vanagloriaba.

    Por el contrario, había orientado su actividad a defender a tipos extravagantes, desheredados de la fortuna y abandonados de toda protección jurídica sin esperar a cambio, muchas veces, contraprestación alguna, lo que no había colaborado a prestigiar su bufete, aunque sí a satisfacer su verdadera vocación de abogado de pobres.

    No habían transcurrido aún los diez minutos anunciados cuando Manuel Luis hizo su aparición en el salón.

    —Buenas tardes… Perdonad el retraso, pero un asunto importante me ha entretenido.

    —Bien, no te preocupes —terció don Vicente—. Podemos empezar. Por favor, Antonio, toma nota de los asistentes, lee el orden del día y comencemos la reunión.

    Si tristes fueron los últimos años de la vida de Florentino, no mucho más felices fueron los de su infancia.

    Hijo único del matrimonio formado por Andrés Fernández y Marisol del Valle, vivió una infancia y una juventud que lo dejó marcado para toda su vida.

    Hijo de una madre suficiente y autoritaria y de un padre pusilánime que murió cuando Florentino acababa de cumplir once años, vivió la mayor parte de sus días bajo la protección y las órdenes de su madre, Marisol.

    Primera parte. Marisol

    Capítulo I

    Andrés y Marisol se habían conocido en la antigua Escuela de Comercio, en el primer año de la carrera. Andrés, buen estudiante pero muy tímido, se sintió muy halagado e ilusionado desde el primer momento por la atención que le prestaba Marisol.

    Ella, de un indudable sentido práctico y de gran atractivo físico, enseguida supo valorar la ayuda que aquel le podía prestar para cursar con éxito sus estudios.

    El padre de Marisol, comandante de intendencia, veía con buenos ojos que la niña tuviera estudios, pero fue ella misma la que decidió, por encima de todo, forjarse su porvenir.

    Para el fin que se había propuesto, la colaboración de Andrés a lo largo de todo el curso le era de la mayor utilidad, colaboración que se intensificaba en las fechas próximas a los exámenes y en las mismas pruebas finales, en las que, por supuesto, siempre lograba de su estudioso admirador un efectivo cambio de ejercicios.

    Por el contrario, sus ilusiones de mujer, tanto físicas como sentimentales, no eran ni de lejos satisfechas por el pobre Andrés, que, además de ser triste y sin gracia, carecía de la más mínima experiencia en el trato con el sexo femenino.

    Pero esto no era obstáculo para Marisol, que alternaba las sesiones intelectuales de Andrés con las más mundanas compartidas con otros compañeros de los cursos superiores.

    Fue en el último curso de la carrera cuando volvió a replantearse su vida y decidió ponerse en relaciones con Andrés. Sabía perfectamente que ella podría trabajar y ganarse la vida sin la ayuda de aquel, pero no estaba dispuesta a hacerlo. Ella, si algún día se casaba, sería para siempre la señora de su casa, para quien trabajaría y se sacrificaría hasta el límite su marido.

    Y aunque no le faltaban pretendientes, a la hora de calibrar los méritos de ellos el buen expediente académico de Andrés, que le facilitaría una segura colocación, y la facilidad con que ella lo manejaba hicieron que el fiel de la balanza se inclinara a su favor.

    Al principio, las cosas no fueron tan fáciles como se habían imaginado. Andrés recorrió la mayoría de las empresas de la ciudad exhibiendo su brillante expediente, pero su poca desenvoltura y la falta de padrinos le cerraron todas las puertas.

    El muchacho comenzó a decepcionarse, pero Marisol no era mujer que se diera fácilmente por vencida. Con toda minuciosidad elaboró su plan de acción.

    Andaba ya entrado el otoño y comenzaba a refrescar. A pesar de ello, esa mañana Marisol no dudó en ponerse su traje fino de verano, con el que sabía que resultaba verdaderamente atractiva, incluso provocativa. Se pintó con exageración y encaminó sus pasos hacia las oficinas de la Compañía Maderera del Sur S. A.

    Una vez allí solicitó ser recibida por don Roberto Granados, jefe de personal de la compañía.

    Don Roberto, antiguo compañero de armas del padre de Marisol, aunque bastante más joven que él, mantenía cierto grado de amistad con este a través de las tertulias del Casino y de los campeonatos de dominó.

    Había dejado el Ejército para ingresar en la empresa privada, y sus indudables dotes de mando y capacidad de trabajo lo habían hecho merecedor de ascender rápidamente a la jefatura de personal.

    Aficionado a las matemáticas, hizo unos cursos de contabilidad analítica que le permitían dirigir personalmente toda la sección administrativa de la empresa, habiéndose convertido en una pieza insustituible en la misma.

    Marisol sabía que en su época de militar había gozado de una merecida fama de donjuán y juerguista, y que, aunque a sus treinta y cinco años estaba casado y sin hijos y tenía centrada su vida profesional y social, seguía disfrutando de un especial éxito entre las mujeres.

    Muy segura de sí misma y de sus reconocidos atractivos físicos, acudía por tanto a la entrevista con una moral por las nubes.

    —Don Roberto, una chica quiere verlo. Dice que es la hija de don Aurelio del Valle —le anunció Clara, su secretaria particular.

    —¿La hija de don Aurelio? ¿Y qué es lo que quiere? ¿Le ha dicho algo?

    —No. Únicamente que es una cuestión personal y que tiene mucho interés en verlo.

    —Bien, hazla pasar un momento.

    La imagen que Roberto conservaba de la hija de Aurelio era la de una niña de doce o trece años, con su uniforme de colegiala y con unas trenzas largas, por lo que su sorpresa al ver entrar a Marisol fue mayúscula.

    La muchacha llevaba bien ensayada la escena. Aunque tenía que demostrarle a don Roberto de lo que era capaz, era muy conveniente aparentar al principio cierta timidez que despertara en aquel un sentimiento de protección que le podía ser muy útil. Efectivamente, con la voz entrecortada y el paso vacilante se dirigió hacia la mesa del jefe de personal.

    —Bu… buenos días, don Roberto.

    Este, estrechándole la mano cariñosamente, le indicó que se sentara al otro lado de la mesa.

    —Hola, buenos días. Siéntate… ¿Cómo están tus padres?

    —Muy bien, gracias.

    —Bueno, tú me dirás. Pero antes, ¿cómo te llamas?

    —Marisol.

    —Está bien, Marisol. ¿Qué puedo hacer por ti?

    —Don Roberto, yo no sé si usted conoce, por mis padres, que he estado estudiando la carrera de Comercio. Terminé en junio.

    —No, no sabía nada, y me alegro mucho. ¿Y te ha gustado la carrera?

    —Ese es el caso, don Roberto, que me ha gustado mucho y la he sacado con bastantes buenas notas, y por eso he venido a verle. La verdad es que me gustaría poner en práctica lo que he aprendido y he pensado que aquí en su empresa podría trabajar. Me serviría para no olvidar lo que he aprendido.

    —Pero ¿cómo se te ha podido ocurrir eso, chiquilla? Aquí no hay actualmente ninguna vacante, yo no soy el dueño de la empresa y además hay un presupuesto que no me puedo saltar a la torera. Por mucho que quisiera, yo no podría colocarte.

    —Don Roberto, no se trata de colocarme. Yo trabajaría de meritoria, sin cobrar nada, por supuesto. Lo único que quiero es practicar y creo que, de verdad, le puedo ser muy útil. ¿Tiene usted por ahí el último balance? ¿Le importaría si le echo un ojo?

    Con gran desparpajo se había levantado de la silla y había ido a colocarse al lado del jefe de personal, apoyando el cuerpo en el brazo de su sillón.

    Don Roberto, un tanto desconcertado, había sacado casi automáticamente de un cajón unas hojas de contabilidad y las había colocado ante sí encima de su carpeta.

    Marisol no lo dudó un instante e inclinándose de forma que su cuerpo casi rozaba la cara de don Roberto empezó a examinar los documentos.

    Este, prudente, reclinó su cuerpo sobre el respaldo de su asiento, con lo que evitaba una situación violenta y a la vez podía contemplar mejor la hermosa figura de la muchacha.

    Ella, sin cambiar de postura, inició un comentario sobre los papeles que tenía delante. Su voz sonaba suave pero firme, igual que su pulso, mientras pasaba una a una las páginas del dosier.

    —En principio parece que la situación económica de la empresa es francamente buena. Tanto el activo realizable a corto plazo como el realizable a largo plazo son bastante superiores al pasivo exigible a corto y a largo plazo. La tesorería no presenta problemas. Sin embargo, me parece extraño que la cantidad dedicada a amortizaciones sea tan baja comparada con el valor del inmovilizado. Claro que con las especiales características de la empresa puede tratarse de inversiones que, por conservar de forma permanente su capacidad productiva, no tengan que ser renovadas, aunque tal vez…

    Don Roberto, aunque bastante dominado por los encantos de Marisol, la interrumpió intentando hacerse con la situación:

    —Está bien, está bien, pero… siéntate un momento.

    Ella resistiéndose, en la misma postura, dirigió una mirada insinuante hacia don Roberto, pero al darse cuenta de que este esperaba impasible que volviera a su sitio, optó por sentarse de nuevo al otro lado de la mesa.

    —Es indudable que conoces el tema a la perfección, pero aquí hay un buen equipo de técnicos que realizan ese trabajo desde hace años a plena satisfacción de todos. Tú comprenderás que me va a ser muy difícil convencer al director general de la necesidad de tus servicios.

    La chica, cada vez más segura de sí misma, no estaba dispuesta a dejarse ganar la batalla. Con voz melosa se dirigió a su futuro jefe:

    —Don Roberto, usted sabe muy bien, cuando quiere, cómo convencer a la gente. Y también sabe muy bien que le puedo resultar muy útil. Sé mecanografía, taquigrafía y algo de francés, y si usted quisiera tenerme de secretaria suya estoy segura de que quedaría totalmente satisfecho conmigo.

    No tendría que repetírselo más veces. Don Roberto estaba ya convencido de ello. Pero no quería dar un paso en falso.

    —Está bien. Pero ¿y tus padres? ¿Qué opinan de esto? Ten en cuenta que conozco a tu padre desde hace tiempo y no quisiera que pensara que he influido en tu ánimo a la hora de tomar esta decisión. No vas a percibir ninguna retribución y no sé el tiempo que puede pasar sin que cambien estas circunstancias.

    —Usted no se preocupe por mi padre. Yo me encargo de convencerlo. No me costará mucho trabajo… Entonces…, ¿puedo empezar mañana?

    —No corras tanto, Marisol. Vamos a ver, dame esta semana para poder convencer al director general y el próximo lunes, a las nueve, te presentas aquí en mi despacho y veremos a ver qué es lo que hemos conseguido.

    —De acuerdo, don Roberto. ¡Muchas gracias y hasta el lunes! Y no dude usted en mandarme lo que quiera, que yo cumpliré lo mejor que pueda y seguro que queda usted satisfecho.

    —Así lo haré y espero que te portes bien.

    —Adiós, don Roberto.

    —Hasta el lunes, Marisol.

    Capítulo II

    Desde el lunes siguiente Clara, la secretaria particular de don Roberto, contó con la eficaz ayuda de Marisol, quien como buena meritoria ponía especial interés en cumplir a la perfección todos los trabajos que se le encomendaban, sobre todo cuando las órdenes provenían directamente de su jefe.

    Las relaciones entre ellos eran cada vez más cordiales. En lo profesional se entendían a las mil maravillas y en lo personal había sabido Marisol despertar en su jefe una pasión no por oculta menos intensa.

    Por otro lado, el noviazgo de la chica y Andrés seguía su curso normal. Únicamente se veían los sábados y domingos, pues durante la semana ella trabajaba hasta las seis de la tarde y a esa hora y hasta las nueve de la noche había conseguido él que un comercio de tejidos lo contratara para llevar las cuentas del negocio.

    Pensar en la boda era todavía un poco prematuro, pero Marisol sabía que no tardaría en presentársele la ocasión de hacerle un hueco a Andrés en su empresa. Antes o después convencería a don Roberto como lo había hecho la primera vez. Todo era cuestión de esperar.

    «Hace ya casi seis meses que su hija trabaja conmigo y aún continúa de meritoria», pensó una tarde Roberto cuando, desde la barra del bar, vio pasar por la acera de enfrente a Aurelio agarrado del brazo de su mujer.

    Claro que en varias ocasiones que habían coincidido le había ponderado a su compañero las extraordinarias cualidades de su hija y le había explicado cómo a la primera oportunidad que se le presentara intentaría consolidar la situación de aquella.

    Además, no había pasado tanto tiempo, teniendo en cuenta que a veces tardaba mucho más en producirse una vacante, el único medio que se le ofrecía para poderla incluir en la plantilla fija de la empresa.

    Por otra parte, tampoco había recibido nada a cambio del favor que les había hecho, pensaba Roberto mientras observaba como el matrimonio sacaba las entradas en la taquilla del Central Cinema.

    Automáticamente, sin darle más vueltas, y movido solo por sus impulsos, dejó en el mostrador el importe de su copa de vino y apenas sin despedirse de los amigos salió a la calle. Se dirigió a casa de Marisol, subió de dos en dos los escalones y llamó al timbre. La misma chica le abrió la puerta y no pudo evitar un gesto de sorpresa ante la presencia de su jefe.

    —Hola, Marisol. ¡Buenas tardes!

    —Buenas tardes, don Roberto.

    —¿Están tus padres? Quisiera hablar con ellos.

    —No están, don Roberto, han salido hace un rato.

    —¿Sabes si tardarán mucho en volver?

    Marisol, que no tenía un pelo de tonta, se dio cuenta de inmediato de que al fin se le había presentado la oportunidad que tanto había esperado. La criada había salido aquella tarde y sus padres no volverían antes de las nueve, por lo que tenía por delante casi dos horas que había que saber aprovechar.

    —No creo, don Roberto. Seguramente habrán ido a dar un paseo y lo más seguro es que estén de vuelta antes de media hora. ¿Quiere usted pasar y esperarlos?

    —Encantado, Marisol. Pasaré y los esperaré un rato.

    Pasaron ambos a la salita, acomodándose Roberto en el sofá. Marisol le ofreció una copa de vino que aquel aceptó gustoso, momento que aprovechó ella para salir de la habitación, arreglarse rápidamente el pelo, darse un poco de colorete y volver radiante, portando la bandeja con una botella y una copa. Se sentó a su lado y le sirvió.

    Roberto apuró en un instante la copa, que Marisol se apresuró a llenar de nuevo, aunque la verdad era que aquel no precisaba revitalizador alguno. Sus ansias de gozar de la vida no podían ser mayores.

    —Marisol, tengo que decirte que en los meses que llevas en la empresa has trabajado tan perfectamente que estoy del todo satisfecho de tu labor y puedo anticiparte que con el tiempo no solo llegarás a ser la mejor empleada de la empresa, sino que serás insustituible en tu puesto de jefa de mi secretaría.

    —Muchas gracias, don Roberto, pero creo que usted exagera. Y es que usted me mira con muy buenos ojos, quizás por ser amigo de mi padre.

    —Nada de eso, Marisol. Mis halagos son por completo merecidos. Aunque, la verdad, también tengo que reconocer que te miro con buenos ojos. La realidad es que te he llegado a tomar un gran cariño. Eres tan dulce, tan agradable, tan simpática… y, ¿por qué no decirlo?, tan atractiva, tan guapa.

    Marisol, muy coqueta, iba desplazándose hacia el extremo del sofá según se le acercaba su admirador. Tenía que frenar los impulsos de su jefe no solo porque era la táctica adecuada, sino porque le quedaba demasiado tiempo por delante hasta que volvieran sus padres y sabía hasta dónde le interesaba llegar. Por suerte, el reloj de pared estaba situado enfrente del sofá y podía ir controlando a la perfección la marcha del idilio.

    Efectivamente, el control fue perfecto. Primero hizo caso omiso de los piropos del galanteador. Después, ante la insistencia de este, se hizo la incrédula, con lo que consiguió arrancar de su jefe la más romántica y apasionada declaración de amor. Jugando con él, accedió a compartir unos tragos de vino en la misma copa, lo que excitó aún más en el enamorado el deseo de comunicación con ella. Poco a poco fue permitiéndole que la besara en las manos, en la frente, en los ojos, en el cuello, en la boca. Y cuando ella calculó que había llegado el momento adecuado, no le importó acceder al torpe manoseo de su incontrolado jefe. Las manos de este habían ya conseguido salvar los obstáculos ofrecidos por la seda y los encajes y llegar hasta los hermosos y turgentes pechos de la joven, que se le ofrecían como un tesoro inapreciable. Había conseguido incluso liberarlos de todas las sujeciones que los aprisionaban, y, en el momento en que esplendorosos aparecían ante su vista y se disponía apasionadamente (que no otra cosa merecían tan extraordinarios senos) a besarlos, sonó el timbre de la puerta anunciando la llegada de don Aurelio y señora.

    Marisol, visiblemente satisfecha por lo perfectamente que le había salido el plan (aunque Roberto interpretó su semblante de felicidad como correspondencia a sus caricias), volvió a aprisionar sus pechos, ordenar sus vestiduras y alisarse el pelo, y acudió presurosa a abrir a sus padres, que, un tanto extrañados por la tardanza, insistían en la llamada. Roberto recompuso su figura y discretamente abandonó el sofá trasladándose a la butaca de al lado.

    —Marisol, hija mía, ¿qué hacías que has tardado tanto en abrir?

    —¡Ay, mamá! En el momento que habéis llamado estaba sirviéndole una copa de vino a don Roberto… Ya sabes, mi jefe, el amigo de papá, que ha venido a veros hace un momento, y he pensado que lo correcto era ofrecerle una copa. ¿He hecho bien, mamá? No sabía si era lo adecuado en estos casos.

    —Sí, has hecho muy bien en atenderle, hija mía. Es una persona de respeto y merece un trato correcto… Aurelio, vamos a ver qué quiere ese amigo tuyo a estas horas, aunque supongo que querrá decirnos algo de Marisol. Veremos a ver si no se ha cansado ya de ella y quiere ponerla en la calle sin haberle costado una peseta.

    Nada más lejos de la realidad. Don Roberto, visiblemente contento, saludó con un gentil y respetuoso beso en la mano a la señora de la casa y con un expresivo abrazo a su antiguo compañero de armas. Les explicó que acababa de llegar hacía un momento. Y aunque la hora no era la más apropiada, había optado por esperar a que llegaran, confiado en que no tardarían, pues tenía que darles una noticia de la que se sentía particularmente feliz de ser portador.

    Desde el día uno del próximo mes, su hija Marisol, quien había demostrado unas cualidades que difícilmente podrían encontrarse en la juventud de ahora, pasaría como fija a la plantilla de la empresa ocupando el puesto de secretaria particular del jefe de personal, o sea, de él. Y por la amistad y el compañerismo que los unía, había querido ser él personalmente quien les diera la grata noticia. Noticia que, por otra parte, eran los primeros en conocer, pues ni a la misma Marisol ni a los jefes de la empresa les había comunicado nada, por lo que les rogó la mayor discreción durante los días que restaban del mes.

    La alegría de la chica no pudo ser mayor. Abrazó y besó repetidamente a sus padres y, aunque no le hubiera importado hacer lo mismo con su jefe, se limitó a darle respetuosamente la mano al tiempo que le agradecía la confianza que tan inmerecidamente ponía en ella. Y despidiéndose de don Roberto se retiró a su habitación mientras los padres le hacían los honores al visitante, honores que no por breves fueron menos cordiales.

    Capítulo III

    Roberto, en doce días, tuvo que remodelar parte de la plantilla de la empresa, tarea que no dejaba de presentar sus dificultades. La principal y que decidió abordar en primer lugar fue la de convencer al director general, hombre conservador y enemigo de innovaciones, de la necesidad de proceder a algunos cambios, mínimos por otra parte, que exigía la buena marcha del negocio.

    Era necesario anticipar la jubilación de Ruipérez, jefe del Departamento de Contabilidad, pues, aunque todavía le quedaban catorce meses de vida laboral activa, sus facultades cada vez más mermadas podían causar a la empresa pérdidas incalculables. Un error suyo en la contabilidad oficial podría ocasionar una diferencia en el líquido imponible cuyas consecuencias fiscales podrían llegar a ser más gravosas que abonarle las catorce mensualidades sin contraprestación de servicios.

    Ni el director general ni el mismo Ruipérez terminaron de comprender cómo, después de quince años de efectivos y leales servicios, y de la noche a la mañana, se había producido tan anómala situación, pero Roberto con una increíble habilidad supo convencer al primero del gravísimo riesgo que se corría de no efectuar la sustitución del jefe contable y a este de las ventajas que le comportaba una jubilación anticipada con todos los derechos que le correspondían.

    Asimismo, convenció al director de que la persona más adecuada para ocupar el puesto de Ruipérez no era otro que el secretario del propio señor director, Teodoro Viloria, joven competente y ordenado, con una gran facilidad para los números y experto en técnicas contables, el cual le agradeció de todo corazón al jefe de personal el traslado, pues estaba hasta el mismísimo moño de las absurdas órdenes del señor director.

    Clara, la secretaria de Roberto, ocupó el puesto de Teodoro. No con demasiada ilusión, aunque tampoco sin añorar un pasado muy feliz. De más edad que Roberto y sin grandes atractivos físicos, había recibido de este un trato correcto, pero tampoco excesivamente cariñoso. Al director general, en cambio, aunque no fuera ella, como hemos dicho, una señora de bandera (ni mucho menos), le hacía cierta ilusión tener a sus órdenes más inmediatas a la única mujer de la plantilla de la empresa. Aunque le parecía que no era la única, pues creía recordar que hacía unos meses había entrado una jovencita a ayudar a aquella en la secretaría de don Roberto.

    En efecto, la joven Marisol, desde el día primero del mes siguiente, se hizo cargo de la secretaría del jefe de personal llevando a cabo su trabajo con una perfección extraordinaria, además de con una gran alegría y amabilidad en el trato con su superior que hicieron las delicias de este durante unos meses.

    La compenetración entre ellos era cada vez mayor, y las escenas afectuosas, que en un principio se distanciaron prudentemente en el tiempo, llegaron a repetirse con relativa asiduidad, aunque la maestría de la chica había llegado a tal extremo que siempre que afloraban sus pechos al exterior sonaba, no se sabe por qué extraña coincidencia, cualquier tipo de señal de

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