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El abuelo se quedó en casa
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Libro electrónico155 páginas2 horas

El abuelo se quedó en casa

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Por supuesto que durante su vida de revolucionario nunca se había acordado de aquella mañana cuando desde muy temprano, estaba su esposa, aquella la de los años interminables, en la cocina, entretenida en preparar ciertas infusiones con hojas de naranjo agrio, canela, flor de azahar y tila que le dio a beber al entonces abuelo cuando éste se había acercado a desayunar. «¡Ah, que cansado amanecí hoy, pues tuve sueños toda la noche!». Dijo él. «Sí, ya lo sé. También yo estuve toda la noche atenta en escuchar los estruendos de la balacera que armaban los combates que soñabas. No me dejaron dormir ni tantito así. Por eso es que también amanecí desvelada. Ten, tómate esta agüita de hojas para que se te quiten los nervios y para que ya no tengas pesadillas como anoche. Qué mal sueño has de haber tenido». Le dijo la esposa. «No, no fue un mal sueño, al contrario, eso me gustó demasiado». Le contestó él. «Entonces ese fue un sueño de mal agüero —Le dijo la abuela—. Cuídate mucho, José Asunción. Cuídate mucho, no vaya a ser que esto sea en verdad un mal presagio», le volvió a decir su esposa. «¿De veras supiste lo que yo soñaba anoche?». Le preguntó él. «¡Pues claro, José Asunción! Estás viento mi cara de desvelada y no me lo puedes creer todavía. ¡Cuídate mucho, José Asunción, después de que yo muera!»

 

Adalberto Gutiérrez
1951, Cuquío, Jalisco, México

Es egresado de la Facultad de Psicología de la Universidad de Guadalajara y cronista del municipio de Cuquío, su pueblo natal. Fue miembro del Círculo de Historia Fray Antonio Tello, del Seminario de Cultura Mexicana con Corresponsalía en Guadalajara, de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística de Jalisco y de la Asociación de Cronistas Municipales del Estado A.C.
Ha publicado, entre otros títulos Un suave olor a olvido (2004), En los vientos rumorados (2005), Sino el eco olvidado (2017), Los altos muros (2018) y Raíces de los nuevos tiempos (2023). El abuelo se quedó en casa fue publicado originalmente en 1998 y esta es la primera edición en Galaxia Literaria.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 mar 2024
ISBN9798224148899
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    El abuelo se quedó en casa - Adalberto Gutiérrez Sánchez

    Prólogo

    Adalberto Gutiérrez se dio a conocer como narrador en 1988 al publicar un libro de cuentos titulado El encuentro. En 1993 apareció Vidas fugaces, otro libro de cuentos que, al igual que el primero, fue editado por la Unidad Editorial del Gobierno de Jalisco. Como todo escritor que se inicia en la literatura, Gutiérrez tiene problemas para ser reconocido como un autor que aporta a las letras nacionales. Sus primeros dos libros no llamaron mucho la atención de los críticos, quienes generalmente no pueden fijarse en todas las numerosas publicaciones literarias que año con año inundan el mercado. Los libros ya publicados por el autor muestran que éste tiene talento literario, pero se nota también que Adalberto Gutiérrez aún no ha encontrado en estos dos libros un camino bien definido. Muchos de sus cuentos tienen más bien un valor experimental, pero no son bien logrados. Otros, sobre todo los más sencillos y menos pretenciosos, satisfacen plenamente al lector. Sin embargo, en los siguientes: El reminiscente día de la repartición de los panes, o la comida del Guajolote, y Un suave olor a olvido, se advierte ya la madurez literaria del autor.

    Adalberto Gutiérrez es psicólogo de formación y varios de los personajes de sus cuentos batallan con problemas psicológicos. En su primera novela El abuelo se quedó en casa hace a un lado las complicaciones psicológicas y se limita a narrar episodios de la vida de los habitantes del pueblo imaginario de Ocotoxpan, que podría ubicarse en muchas partes de México. No se trata de una novela histórica, porque el autor no narra los acontecimientos en orden cronológico y evita referirse a hechos históricos concretos. No hay definición clara a nivel espacial y temporal. Ocotoxpan, igual que el Macondo de García Márquez o la Luvina de Rulfo, es un pueblo inventado por el autor, pero tiene características de un mundo que él personalmente conoció.

    En la geografía mexicana hay muchos pueblos que se parecen a Ocotoxpan, que tal vez tiene cierto parecido con Cuquío, el lugar natal del autor. Los pueblos que son inventados y reales a la vez, ya tienen cierta tradición en la literatura occidental y mexicana. Así, por ejemplo, Citala, el escenario de La parcela de José López Portillo y Rojas, es un lugar que tiene todas las características de un pueblo mexicano, pero no existe en la realidad.

    Así como la geografía de la novela es ficcional, lo es también el tiempo. El narrador le impide al lector una orientación clara y racional; y, así, todos los hechos contados son observados a través de un filtro mágico. Los generales que aparecen en el libro pueden ser representantes de la revolución de 1910 o de algunas revueltas sociales del siglo XIX, porque el tiempo no importa en la novela. Cuando se ve la posibilidad de que Ocotoxpan pueda concertarse con el progreso de la sociedad moderna por medio de una carretera para automóviles, se acaba la novela y su protagonista, José de Asunción, se retira de la acción.

    El abuelo se quedó en casa no cuenta la historia de un lugar concreto y de una época determinada, sino que trata de captar la esencia de lo que aconteció en las zonas rurales de México y América Latina en el periodo anterior al progreso tecnológico. El protagonista de la novela, el abuelo José de Asunción, es un personaje crítico que no encaja completamente en la nacionalidad de la vida cotidiana. Aparece primero como patriarca de una familia, cuyos miembros huyen de una terrible sequía que amenaza con toda la vida. Ocotoxpan está a punto de convertirse en un pueblo fantasma como la Luvina de Rulfo, rodeado de tierras estériles. Como la narración no tiene un orden cronológico, nos enteramos después de este principio desolador de la obra, de que José de Asunción llegó ya anciano a Ocotoxpan y se casó allí. A pesar de la edad avanzada de la pareja, llegaron los hijos de manera maravillosa y biológicamente inexplicable. Elementos de esta índole aparecen también en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.

    En la segunda parte de la novela aparece José de Asunción como general revolucionario en el pueblo y despide sus tropas para quedarse allí como presidente municipal. Su nombre, José de Asunción, nos recuerda el de José Arcadio Buendía, el patriarca de Cien años de soledad. Pero Adalberto Gutiérrez no nos ofrece una historia de familia, porque la novela se concentra en el abuelo y da poca importancia a hijos y nietos. Trata de captar, a través de una figura patriarcal y crítica, la vida de un pueblo antes de la revolución industrial. En este tiempo no se nota el progreso en el campo mexicano y la vida no sufre cambios esenciales. Las bolas y revoluciones causan algunos disturbios en los pueblos, pero la vida en ellos no cambia realmente. La revolución mexicana casi no afecta a Yahualica, el supuesto escenario de Al filo del agua de Agustín Yánez. En esta novela el autor muestra que en muchos pueblos del occidente de México sus estructuras arcaicas casi no se modifican con la revolución. Yánez se refiere a un lugar y a una época más concretos que los de Adalberto Gutiérrez, pero ambos muestran en sus obras respectivas que, antes de la llegada de la tecnología moderna, la vida en el campo no cambia y esta inmovilidad crea una atmósfera mágica. El hombre moderno difícilmente comprende este estancamiento de una vida que está alejada de los grandes acontecimientos históricos que cambian al mundo. En el campo las revoluciones no modifican nada en el fondo y crean sólo mitos. Adalberto Gutiérrez nos cuenta la historia de Ocotoxpan tomando como centro de su novela a un ser crítico. A través de José de Asunción, el abuelo, conocemos la vida de Ocotoxpan o de cualquier pueblo de México o Latinoamérica.

    La novela está escrita en un estilo fluido que produce cierto efecto mágico. El autor sabe llevar su intenso ritmo de narración hasta el final de la obra y mantiene en suspenso, sin interrupción, al lector. Para éste, Ocotoxpan es como un lugar encantado, cuya vida explora a través de un caleidoscopio. La dimensión mística de la novela no hace necesario un detallado análisis psicológico de los personajes, que es esencial para muchos cuentos publicados por el autor en sus primeros dos libros. El abuelo se quedó en casa es, sin duda, la obra más lograda de Adalberto Gutiérrez.

    Wolfgang Vogt

    El abuelo se quedó en casa

    Durante toda esa temporada, después de que la casa quedó sumida en el abandono más desesperante que, aprovechando la ocasión, la polilla y el comején se abalanzaron sobre puertas y ventanas, avorazados, para engullir a grandes tarascadas el mobiliario y los demás objetos que adentro se guardaban, que para esas fechas ya permanecían olvidados. Esta plaga hizo con todo aquello su festín de antiguas maderas carcomidas al saborear la pútrida hediondez de humedad rezagada, al deleite obsesivo del olor insoportable del alquitrán revuelto con algún otro elemento natural que resultaba molesto en suma. En efecto, las viejas resquebrajaduras se abrieron cada vez más, hasta formar un descomunal boquete por donde los perros entraron con absoluta libertad después de haber olisqueado lo que encontraron al paso, en búsqueda afanosa de algo que les ayudara a mitigar el hambre. Instalaron su morada de carnaval canino, allí en la sala, junto al canapé francés forrado de lienzo rojo, que aún conservaba su figura y solidez de antaño, a excepción de la arena y el polvo acumulados a través del tiempo sobre él, que había permanecido en el olvido más exasperante. Estos animales eran los últimos ejemplares perrunos existentes en la zona, mismos que fueron dejados a la buena de Dios por sus dueños y que sobrevivieron a la permanente persecución de los zopilotes, escondiéndose en donde más podían, librándose de caer milagrosamente en sus nefastas garras. Los pajarracos estuvieron acechándolos por bastante tiempo, volando alrededor de la casa, utilizando en inútil resultado, toda esa serie de artimañas que les caracterizaba a fin de que los perros salieran de su escondite y así poder devorarlos a su antojo. Mas luego se cansaron de esperar. Tuvieron que alejarse después de allí frustrados por no haberlos podido atrapar aún después de tanto haber buscado sin poder hallar ninguna otra clase de carroña. En forma similar, el óxido también se acumuló espontáneamente en las demás piezas de metal. Olía a herrumbre, a polvo y al nauseabundo olor de los perros. Esto originó como contradicción, que las moscas penetraran por los mismos agujeros, parándose en todas partes para dejar por dondequiera indelebles rastros de su negra y consabida suciedad.

    Para entonces el abuelo había decidido por voluntad propia morir en vida, pobre, ciego y sin memoria, sentado en su acostumbrada silla forrada de cuero reseco y desgastado, que sostenía ya ahora, su cuerpo decrépito. Fue así cómo lo decidió, sin dar un solo paso más y sin que su garganta emitiera ninguna otra palabra. «Así ya no veré los pecados del mundo y ni me acordaré jamás de nada que venga a perturbar mi muerte viva», pensó al momento en que cerraba sus ojos los cuales se sellaron al instante con una especie de argamasa invisible que, según él, jamás le permitiría abrirlos. Fue su decisión tan seria que logró al fin ya no recordar más el color y forma de las cosas, menos aún las delicias y los sinsabores del mundo. Tuvo en un principio, la sensación de morirse de agotamiento, así como de inactividad, mas pudo al fin vencerlos hasta no necesitar para subsistir, de ningún otro tipo de alimento. Inmóvil durante todo ese lapso, y con su acabada personalidad de abuelo, lo sorprendieron las tolvaneras convertido en un objeto arrumbado, insensible a la capa roja de la tierra que estuvo cubriéndole permanentemente desde los oídos a las cuencas vacías de sus ojos, sin poder tragársela cuando a su boca penetraba.

    Llegó el momento en que, en vez de silencio, se escuchaba el aire ulular traicionero entre las ramas de los árboles al levantar sucesivas nubes de espeso polvo, transformando el ambiente en siniestra desolación. Fue el preciso instante en que todo se convirtió en polvo. Polvo el aire. Polvo el cielo. Polvo la tierra, polvo el polvo.

    Y la tierra siguió depositándose en el solitario caserón después de haber penetrado por los mismos agujeros producidos por el comején y la polilla. Llegó a la sala cubriendo el canapé de lienzo rojo, luego a la cocina, empolvándola, y siguió después por la ruta del patio, hacia el retrete, asentándose en los pisos de granito artificial para al último dejar una alfombra bermeja esparcida por toda la casa. La decrepitud que guardaba para entonces la hacía semejarse a los restos de montañas que arriesgaban su existencia a vivir a flor de tierra, en un valle sumido ahora en total desolación.

    A raíz de esos fuertes remolinos los árboles comenzaron a deshojarse con la misma velocidad de un intenso otoño, tanto, que sólo quedó el montón de hojas arrejoladas por el viento entre los pliegues de esa arena tan voluble. Luego, los árboles mismos se desgajaron hasta quedar de ellos sólo un tupido bosque de troncos y tocones secos, adonde también llegaron las moscas y no las abejas que solían reproducirse en tiempos de bonanza de aquellos llanos.

    Los habitantes se fueron poco a poco, uno tras otro, en pequeñas pero constantes caravanas, y en ocasiones formando largas columnas de hombres, semejantes a hormigas ansiosas por dejar lo antes posible el desdichado sitio, sin atreverse ni siquiera a decir ni a pensar en la más mínima posibilidad de quedarse, ni por tener el pretexto más serio que pudiese existir entre ellos como para permanecer por más tiempo en ese lugar. Sólo el hecho de pensarlo implicaba una sensación de miedo, y ese sentimiento intentaban aplacarlo de inmediato con un expresivo santiguamiento.

    Precisados a partir y temerosos también de la inmisericordia del clima avecinado, ponían de inmediato en el olvido todo lo que dejaban. Esa misma prisa les impedía mirar hacia atrás, y cuando por algún descuido o por simple curiosidad lo hacían, se persignaban con vehemencia debido al ancestral temor de quedar convertidos en estatuas de polvo. Se sobrecogían al ver el pueblo olvidado, inánime, sin que nada lo hiciera agradable a la vista, pero lo más triste del caso, era ver que conforme marchaban, sus antiguos hogares iban desapareciendo del escenario.

    Las mujeres caminaban medrosas con un rezo temblándoles en la boca, nacido en lo más hondo del corazón y del alma, subiéndoles por la garganta hasta aflorar en los labios. Los hombres iban adelante en absoluto silencio, atentos a lo que rezaban las mujeres. Luego contestaban ellos al unísono aquellas femeninas plegarias. A su paso por el panteón, y sin detenerse siquiera sobre aquel amontonadero de cruces, dejaban nada más resbalar una mirada a distancia llena de angustia con la cual parecían pedir perdón a sus deudos por abandonarlos así tan de repente, «Qué harán nuestros muertos

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