Corazon de perro. Prologo de Sergio Pitol
Por Mijail Bulgakov
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El endocrinólogo Filip Filipovich Preobraienski, quien confió en encontrar a través de un trasplante de hipófisis el manantial de la eterna juventud con que soñaban sus pacientes, realiza tal experimento en el cuerpo de un perro callejero, al que se injertan las glándulas seminales y la hipófisis de un maleante recién fallecido. El resultado es aterrorizador. La sustitución de la hipófisis no rejuveneció al animal operado, en cambio, produjo en él una total antropomorfización. En pocas semanas el perro se transformó paulatinamente en algo parecido a un hombre. Es este libro una apología brillante, una sátira incisiva.
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Corazon de perro. Prologo de Sergio Pitol - Mijail Bulgakov
PRÓLOGO*
Sergio Pitol
Para Laura Cázares
*Publicado originalmente en Pasión por la trama. Editorial Era
El 7 de mayo de 1926, al llegar a su vivienda, Mijaíl Bulgákov encontró a dos personajes desconocidos. Eran agentes de la temida GPU, es decir, agentes de la policía política soviética. Durante varias horas examinaron libros y carpetas y, al final, requisaron dos carpetas, cuyos manuscritos les parecieron sospechosos.
Era entonces Bulgákov un hombre de treinta y cuatro años; un ruso de Ucrania, como Gogol. Constaban en su pasado unos estudios de medicina en Kiev y varios años de práctica como médico rural en poblados infames de difícil localización geográfica; había vivido más tarde en el Cáucaso, en ciudades de escasa importancia, donde empezó a escribir obras dramáticas, de las que quedan pocas noticias, y algunos relatos. En 1921 logró establecerse en Moscú, donde trocó la medicina por el periodismo y la literatura. Sus primeros años coinciden con la lucha interna, la guerra encarnizada entre Trotski y Stalin, de la que hay algunos ecos en sus diarios. Para él, Moscú era sobre todo la ciudad trepidante de la NEP (la Nueva Política Económica), instrumentada por Bujarin en un intento de salvar al país de la parálisis económica, que permitió cierta liberalización en el mercado, práctica libre de las profesiones, propiedad privada en cierta medida: restaurantes, cafés y locales nocturnos, y en algunos periódicos, siempre y cuando no cuestionaran la línea política general. Fue un periodo breve de enriquecimiento frenético. De la forzada coexistencia del fasto de los nuevos ricos con la estricta ortodoxia comunista se nutren las primeras obras de Bulgákov. Sus crónicas periodísticas acentúan alegremente esa intensa y extravagante comedia de errores y celebran en clave grotesca algunas situaciones de la vida cotidiana moscovita; su público es muy amplio, pero también lo es la desconfianza de los organismos de seguridad del Estado. Se corre el rumor de que en su estudio oculta documentos comprometedores y manuscritos peligrosos. De ahí ese cateo, cuyo resultado comprende el secuestro de un diario escrito desde su llegada a Moscú y el manuscrito de Corazón de perro, una novela satírica escrita en 1924, que hasta entonces le había sido imposible publicar, y cuya aparición tuvo que esperar cuarenta y cinco años más.
Corazón de perro es un apólogo brillante, una sátira incisiva situada en las vísperas del desmantelamiento de la NEP. Todo apólogo que se respete se cierra con una moraleja; la que se desprende del texto de Bulgákov es que ningún salto genético producido de manera artificial puede obtener resultados felices, y que una súbita y radical transformación de los mecanismos sociales culminará en el mayor de los desastres.
Por una parte, las peripecias de Sharik, el personaje principal de la novela, un sufrido perro callejero empleado como cobaya de laboratorio para experimentos glandulares en busca del rejuvenecimiento orgánico, forma parte de una larga tradición de perros consagrada por la literatura. En esa cadena de canes célebres la experiencia autobiográfica se expande e incursiona en las peculiaridades sociales de una época. Los novelistas han enriquecido a esos perros protagónicos con una capacidad de observar y juzgar su entorno de modo diferente a la del ser humano. Es sabido que no hay animal que se acerque tanto a su amo como un perro. Convive con notable naturalidad y escruta o adivina los pliegues más recónditos del espacio en que vive; conoce los hábitos y los secretos, igual los inocentes que los repugnantes, de los miembros de la familia, de los sirvientes y aun de los visitantes; estudia los gestos, las pausas y las celebraciones de cada uno ante cualquier fenómeno natural o extraño que ocurra en su ámbito. Parte fundamental de su existencia la ocupa en detectar olores, interpretar los distintos tonos de la voz y auscultar los movimientos de aquellos con quienes convive.
Vidas de perros ilustres
Es indudable que entre los animales más extraordinarios que aparecen en las páginas de un libro deben contarse Berganza y Cipión, la pareja canina creada por Cervantes en El coloquio de los perros. En primer lugar porque se expresan en voz alta, lo que sólo se permite en los cuentos infantiles, y no sólo dialogan sino que lo hacen en un lenguaje portentoso. Las experiencias que Berganza va deshilvanando ante Cipión en esta novela tan rica en prodigios, reveladoras de las distintas capas sociales de su época, son más incisivas y más luminosas que las que viven y describen sus contemporáneos, los pícaros, en las historias que les están reservadas. El enfoque es diferente, la libertad del perro para escudriñar los rincones poco visitados de una casa, su olfato, su memoria, su instinto de sobrevivencia, le permiten contemplar los actos humanos desde puntos distintos. El genio de Cervantes se crece en este coloquio, donde Berganza relata su recorrido por las diferentes instancias de una ciudad de modo dramático e histriónico a la vez, mientras el discreto Cipión, su interlocutor, lo escucha y califica. Aquí exige más amplitud y precisión en los detalles, allá mejor continuidad en el relato; cuando es necesario discurre sobre la sabiduría, los misterios y riquezas del lenguaje y otros temas afines. Las meditaciones de Cipión en torno al arte de narrar, sabiamente apoyadas en doctas citas griegas y latinas, llegan a convertirse casi en el eje de esta notable novela ejemplar.
Entre otros perros, más próximos en el tiempo, menos sabios que los de Cervantes, pero sí inmensamente queribles, se encuentra Kashtanka, el fascinante canino de Chéjov, criado por un carpintero y su hijo, en cuyo taller compartió con ellos un animado trecho de su vida, para perderse después en las calles de la ciudad y ser rescatado por un entrenador de animales, quien lo adiestra con propósito de transformarlo en gran figura del espectáculo, y casi lo logra de no haberse escuchado desde las gradas más lejanas del circo un grito:¡Kashtanka! ¡Pero si es nuestro Kashtanka!
, donde el perro reconoce la voz de sus amos perdidos, y escapa desbocadamente de la pista del circo, con la ayuda de un público sentimental emocionado por ese inesperado reencuentro, abandonando para siempre la gloria escénica y reintegrándose felizmente a los rudos y espontáneos tratos conocidos en aquel viejo, radiante y modesto taller de su infancia donde vuelve a aspirar los perfumes tanto tiempo añorados, el olor a cola, a aserrín, a viruta y aguarrás. Nos encontramos ante una historia típicamente chejoviana, en apariencia mínima, casera, trivial, pero, como todas las suyas, capaz de tocar zonas inescrutables del ser a las que muy pocos escritores pueden acercarse. Y uno recuerda las palabras de Virginia Woolf: Son las pulsaciones del alma lo que nos interesa en la novela rusa, no el destino de sus personajes: el alma sufre, el alma está enferma, el alma se recupera
. Kashtanka, el carpintero, su hijito, el adiestrador de animales, los compañeros de aprendizaje: un gato, un ganso, una cerda, se vuelven signos luminosos en medio de aquel espacio inconmensurable: el alma
Basta mencionar a la Woolf para que salte Flush, el entrañable cocker-spaniel, por cuyos sentidos conocemos la historia amorosa de Robert Browning y Elizabeth Barrett. La superioridad que Virginia Woolf le asigna a Flush sobre el género humano se finca en la intensidad de los sentimientos, en la certeza del instinto y, sobre todo, en la capacidad de expresarse sin hacer uso de las estorbosas palabras.
Conocía (Flush) Florencia como jamás lo logró ningún ser humano, como no la conocieron ni Ruskin ni George Eliot. La conocía como sólo pueden conocer algo los mudos. Ni una sola de sus innumerables sensaciones se sometió jamás a la deformación de las palabras... En una ocasión, al acariciar y besar la cara de su ama, la hizo sentir como una ninfa besada por el Dios Pan. Pero, suponed que Flush hubiera podido hablar, ¿no habría dicho cualquier cosa razonable sobre la plaga de la patata en Irlanda?
Perra memorable, la más triste seguramente de ese elenco, es Niki, cuyo nombre da título a una intensa novela de Tibor Déry. Niki es una fox-terrier a quien le toca conocer el terror stalinista en Budapest. Niki adora al ingeniero Ancza y a su mujer, el matrimonio de edad madura que la adoptó, y ellos a su vez se van dejando seducir por su gracia, su inteligencia y su devoción. Por las sensaciones de Niki conocemos la tragedia de esta pareja, la tragedia de Hungría, el tiempo de las depuraciones y las grandes purgas, el arresto del ingeniero, los esfuerzos de la señora Ancza para soportar con dignidad una vida sombría, la soledad, las vejaciones, el temor permanente. Niki es la acompañante única de su ama durante aquellos años oscuros y muere el mismo día en que el ingeniero retorna al hogar, como si ya hubiese cumplido su misión. Tal vez Niki entienda mejor que los Ancza que el mundo donde viven no ofrece respuestas, y por eso le resulta menos inexplicable que a sus amos que alguien pudiera pasar varios años en prisión sin saber de qué ha sido acusado, y que ese mismo alguien vuelva a su casa sin saber por qué ha sido liberado. Niki es un libro sobrio. Su signo es la severidad; la carga de emoción la proporciona el desasosiego de la perra. En el arte de manejar la aproximación y el alejamiento de esas dos líneas paralelas, emoción y severidad, reside la perfección de la novela. Ése es el gran triunfo de Déry.
Próximos a esas novelas existen los testimonios de algunos autores sobre las relaciones con sus perros. Recuerdo dos excepcionales: Señor y perro, de Thomas Mann, cuyo subtítulo es Un idilio, y Mi perra Tulip, de J. R. Ackerley. Son mucho más que estampas sentimentales de los años vividos al lado de sus animales amados. Tienen algo de deslumbramiento, de réquiem y de memoria autobiográfica. Ambos novelistas confiesan haber logrado a través de sus perros, Baushan el de Mann, y Tulip la de Ackerley, una aproximación antes desconocida a la naturaleza, un sentimiento de unidad con el universo, y encontrado
, lo dice Mann, no sólo un rincón emancipado de las torturas del tiempo sino asistido, además, a una metamorfosis en la tónica y el vivir íntimo de la propia personalidad
.
Sharik
El Sharik de Bulgákov pertenece a la misma especie animal que los anteriores, pero no goza de un papel protagónico como ellos. Kashtanka, Flush y Nikison figuras nacidas del afecto, y esa aura marca su presencia y su desarrollo. Sus gestos, retozos y suspiros fueron trazados con algo parecido a la devoción, Son criaturas inmaculadas, sin pasado dudoso, sin dobleces
Seres idílicos que con frecuencia deben soportar las cargas que una mala raza, la humana, les inflige. Si el novelista tuviera que tratar a los personajes humanos como a los perros estaría perdido. No existirían entonces Los hermanos Karamazov, ni Madame Bouary, ni Doktor Faustus, ni