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Mujercitas
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Libro electrónico342 páginas3 horas

Mujercitas

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Mujercitas de Louisa May Alcott es un emotivo relato muy femenino con personajes y situaciones memorables. Enamoramientos, aspiraciones intelectuales, complicaciones, vicisitudes en la vida de las jovencitas. La escritora utiliza una fina descripción de caracteres, que muestra el paso de la niñez a la juventud, pone énfasis en el espíritu de la libertad individual, algo no usual para la época. Las March demuestran sus aptitudes sociales tocando el piano, bordando o manteniendo una conversación fluida, amable y elegante.

"Mi heroína literaria favorita es Jo March. Es dificil explicar lo que significó para una pequeña y sencilla niña llamada Jo, quien tenía un carácter vehemente y una ambición ardiente de ser escritora", dijo J. K Rowling
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2021
ISBN9786287642799
Autor

Louisa May Alcott

Louisa May Alcott was a 19th-century American novelist best known for her novel, Little Women, as well as its well-loved sequels, Little Men and Jo's Boys. Little Women is renowned as one of the very first classics of children’s literature, and remains a popular masterpiece today.

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    Mujercitas - Louisa May Alcott

    1

    El papel del peregrino

    —La Navidad no será Navidad sin los regalos —refunfuñó Jo acostada en la alfombra.

    —Es tan triste ser pobre… —suspiró Meg observando su vestido viejo.

    —No es justo que algunas niñas tengan montones de cosas bonitas mientras otras no tienen nada —añadió la pequeña Amy con un sollozo.

    —Bueno, tenemos a papá y a mamá, y nos tenemos a nosotras —dijo Beth con satisfacción desde su rincón.

    Los cuatro jóvenes rostros en los que brillaba el resplandor de la chimenea se iluminaron con aquellas palabras entusiastas, pero se ensombrecieron de nuevo cuando Jo dijo:

    —No tenemos a papá, y no lo veremos en mucho tiempo. —No dijo tal vez nunca, pero cada una lo añadió en su mente pensando en su padre, tan lejos, allí donde se peleaba la guerra.

    Ninguna pronunció palabra durante un momento. Luego Meg dijo en un tono alterado:

    —Ustedes saben que la razón por la que mamá propuso no darnos ningún regalo esta Navidad es que será un invierno difícil para todos, y ella considera que no deberíamos gastar dinero en gustos cuando nuestros hombres están pasando tantos sufrimientos en el ejército. No hay mucho en lo que podamos ayudar, pero sí podemos hacer pequeños sacrificios y hacerlos de buen grado, pero me temo que yo no lo logro —Meg sacudió la cabeza como arrepintiéndose de pensar en todas las cosas bonitas que deseaba.

    —Pero no creo que lo poco que podemos gastar ayude para nada. Cada una recibió un dólar, y al ejército no le serviría mucho que se los diéramos. Estoy de acuerdo con no esperar nada de mamá ni de ustedes, pero sí quiero comprar Undine y Sintram para mí. Hace mucho tiempo quiero ese libro—dijo Jo, que era un ratón de biblioteca.

    —A mí me gustaría gastar el mío en música nueva —dijo Beth, con un pequeño suspiro, aunque nadie la oyó excepto por el cepillo del fogón y el cogeollas.

    —Yo me compraré una linda caja de colores Faber. Sí que los necesito —dijo Amy decididamente.

    —Mamá no mencionó nada sobre nuestro dinero, y no querrá que renunciemos a todo. Compremos lo que queremos y divirtámonos un poco. Trabajamos como unos burros para ganarlo —se quejó Jo mientras miraba las suelas de sus botas con aire resignado.

    —Por lo menos yo sí lo hago, al ser institutriz de esos horribles niños casi todo el día, cuando anhelo disfrutar de estar en casa —dijo Meg en tono quejumbroso de nuevo.

    —A ti no te toca ni la mitad de duro que a mí. ¿Te gustaría tener que estar en silencio durante horas con una anciana nerviosa y quisquillosa que te mantiene corriendo, que nunca está satisfecha y que te fastidia tanto que quieres salir volando por la ventana o darle un papirotazo?

    —Sé que es de mala educación quejarse, pero lavar platos y mantener todo limpio es el peor trabajo del mundo. Me enoja mucho y mis manos quedan tan rígidas que no me salen bien los ensayos. —Beth observó sus manos maltratadas con un suspiro que todas pudieron oír esta vez.

    —No creo que ninguna de ustedes sufra como yo —dijo Amy—: no tienen que ir al colegio con niñas impertinentes que las fastidien si no se saben las lecciones, y que se burlen de sus vestidos, y que etiqueten a su papá de no ser rico, y que las insulten si su nariz no es bonita.

    —Si quieres decir encasillar, tienes razón. Pero no hables de etiquetas, como si papá fuera un frasco de pepinillos —aconsejó Jo riendo.

    —Sé lo que quiero decir. No tienes que ser tan sarcrástica. Es bueno utilizar nuevas palabras y enmejorar el vocabulario —respondió Amy con dignidad.

    —No se molesten la una a la otra, niñas. ¿No te gustaría que tuviéramos el dinero que papá perdió cuando éramos pequeñas, Jo? Oh, estaríamos muy bien y felices si no tuviéramos preocupaciones —dijo Meg, quien podía recordar mejores tiempos.

    —Tú dijiste hace unos días que nosotras éramos más felices que los niños King, pues ellos se peleaban y se reñían todo el tiempo a pesar de su riqueza.

    —Sí, es verdad, Beth —dijo Meg—. Bueno, supongo que lo somos, porque, aunque tenemos que trabajar, nos reímos mucho y somos una pandilla bien alegre, como diría Jo.

    —Es verdad que Jo suele hablar en jerga —observó Amy echando una mirada reprobatoria a la larga figura tendida sobre la alfombra. Jo se sentó de inmediato, guardó las manos en los bolsillos del delantal y comenzó a silbar.

    —No hagas eso, Jo, es tan de niño…

    —Por eso lo hago.

    —Detesto las niñas burdas y poco femeninas.

    —Yo odio las muchachitas remilgadas y creídas.

    Buena es la pelea ganada, pero es mejor la evitada… —recitó Beth, la mediadora, con una cara tan graciosa que las dos tensas voces se suavizaron en una carcajada, y el asunto terminó por el momento.

    —De verdad, niñas, pórtense bien —dijo Meg en su tono sabihondo de hermana mayor—. Ya estás muy grande como para seguir haciendo cosas de niño, Josephine, ya es hora de que te comportes mejor. No importaba tanto cuando eras pequeña, pero ahora eres tan alta… y arréglate el pelo, deberías recordar que eres una señorita.

    —¡No es verdad! ¡Y si arreglarme el pelo me hace señorita, lo usaré suelto hasta cumplir veinte! —exclamó Jo quitándose la malla y sacudiendo una melena castaña—. Odio pensar que debo crecer para ser la señorita March, y usar vestidos largos, y lucir tan estirada como una margarita. Ya es lo suficientemente malo ser chica comparado con los juegos de los chicos, sus trabajos y sus maneras. No puedo superar mi decepción por no haber nacido muchacho, y ahora es peor que nunca, porque me muero por ir a pelear al lado de papá, y solo puedo quedarme en casa tejiendo como una viejita decrépita —y Jo sacudió el calcetín de color azul militar, haciendo tintinear las agujas mientras su ovillo rebotaba hasta el otro extremo del cuarto.

    —Pobre Jo, ¡es una lástima que te sientas así! Pero es inevitable, así que conténtate con darle a tu nombre forma masculina y jugar a que eres nuestro hermano —dijo Beth acariciando la cabeza recostada sobre sus rodillas, con una mano que ni siquiera por todo el detergente del mundo perdería la suavidad de su tacto.

    —En cuanto a ti, Amy —continuó Meg—, eres demasiado meticulosa y presumida. Por ahora tus ínfulas causan gracia, pero si no tienes cuidado serás muy petulante cuando crezcas. Me gustan tus modales y tu manera refinada de hablar cuando no tratas de ser elegante, pero tus palabras rebuscadas son tan desagradables como la jerga de Jo.

    —Si Jo es una marimacha y Amy una petulante, ¿podrías decirme qué soy yo, por favor? —preguntó Beth, dispuesta a hacer parte del regaño.

    —Solo eres adorable y ya —respondió Meg afectuosamente y nadie la contradijo, pues la ratoncita era la consentida de la familia.

    Puesto que a los jóvenes lectores les gusta saber cómo es el aspecto de los personajes, ahora dedicaremos un momento a hacerles un pequeño esbozo de las cuatro hermanas, sentadas tejiendo al atardecer, mientras la nieve de diciembre caía suavemente fuera y el fuego crepitaba alegremente dentro. Era un antiguo y cómodo salón, a pesar de la alfombra descolorida y de la sencillez de los muebles, pues uno o dos buenos cuadros decoraban las paredes, había muchos libros en los estantes, crisantemos y rosas de Navidad decoraban las ventanas, y una agradable atmósfera de paz hogareña se sentía por todas partes.

    Margaret, o Meg, la mayor de las cuatro, tenía dieciséis años y era muy bella, era regordeta y de piel clara, con grandes ojos, abundante y suave pelo castaño, boca adorable y unas blancas manos de las que se vanagloriaba. Jo, de quince, era muy alta, delgada y morena, y hacía pensar en un potro, pues parecía no saber qué hacer con sus largas extremidades, que se le atravesaban todo el tiempo. Tenía una boca definida, nariz graciosa y penetrantes ojos grises que lo veían todo y eran, por turnos, feroces, divertidos o considerados. Su única belleza era el pelo largo y grueso, pero usualmente lo llevaba atado en un moño bajo una malla para que no le estorbara. Jo era algo encorvada, tenía manos y pies grandes, vestía trajes sueltos, y poseía la apariencia incómoda de una niña haciéndose rápidamente mujer a su pesar. Elizabeth, o Beth, como todos la llamaban, era una jovencita de trece años, sonrosada, de pelo liso y ojos brillantes. Era tímida, su voz era discreta y poseía una expresión apacible, que rara vez era perturbada. Su padre la llamaba Pequeña Tranquilidad, un apodo perfecto, pues parecía vivir en su mundo propio, del que solo salía para encontrarse con aquellos a quienes amaba y respetaba. Amy, aunque era la menor, era una persona muy importante, al menos en su propia opinión. Toda una doncella de nieve, de ojos azules y bucles dorados hasta los hombros. Pálida y esbelta, siempre comportándose como una señorita cuidadosa de sus modales. Cómo eran las personalidades de cada una de las cuatro hermanas, dejaremos que sea el lector quien lo descubra.

    El reloj marcó las seis, y, después de barrer las cenizas, Beth puso un par de zapatillas cerca del fuego. Por alguna razón, ver aquellos viejos zapatos tuvo un buen efecto en las niñas, pues mamá estaba por llegar y todas se esmeraron por recibirla. Meg dejó de sermonear y encendió la lámpara, Amy dejó el sillón sin que nadie tuviera que pedírselo, y Jo se olvidó de su cansancio para sentarse derecha y acercar más las zapatillas al fuego.

    —Están muy gastadas. Mamá debería tener un nuevo par.

    —Yo pensaba comprarle unas con mi dinero —dijo Beth.

    — ¡No, yo lo haré! —gritó Amy.

    —Yo soy la mayor de todas… —comenzó Meg, pero Jo la interrumpió con decisión:

    —Yo soy el hombre de la casa en ausencia de papá, y seré yo quien le dará las zapatillas, pues él me encargó de ocuparme especialmente de mamá mientras él no está.

    —Les diré lo que haremos —dijo Beth—: en lugar de comprarnos algo para Navidad, cada una le conseguirá algo a mamá.

    — ¡Esa buena idea solo podía venir de ti, cariño! ¿Qué le compraremos? —exclamó Jo.

    Todas reflexionaron seriamente por un momento. Luego Meg anunció, como si la idea se le hubiera ocurrido al ver sus propias manos:

    —Le daré un lindo par de guantes.

    —Zapatillas militares, las mejores —dijo Jo.

    —Unos pañuelos bordados —exclamó Beth.

    —Le daré un frasquito de colonia. A ella le encanta y no será muy caro, así que me sobrará para comprarme algo — añadió Amy.

    — ¿Y cómo le daremos las cosas? —preguntó Meg.

    —Las pondremos en la mesa, traeremos a mamá y la observaremos abrir los paquetes. ¿No recuerdas cómo solíamos hacerlo en nuestro cumpleaños? —respondió Jo.

    —Me asustaba cuando era mi turno de llevar la corona y sentarme en la gran silla mientras todas ustedes se me acercaban en ronda para darme los regalos y un beso. Me gustaban las cosas y los besos, pero era terrible verlas sentadas observándome mientras abría los regalos —dijo Beth, quien calentaba su rostro y el pan para el té al mismo tiempo.

    —Dejemos que mamá piense que estamos comprando cosas para nosotras y luego le daremos la sorpresa. Mañana en la tarde iremos a conseguirlas, Meg, aún hay mucho que hacer para la obra de teatro de Navidad —dijo Jo, marchando para un lado y para el otro con las manos en la espalda y la nariz levantada.

    —No pienso volver a actuar después de esto. Ya estoy muy grande —observó Meg, a quien le encantaban, ahora como antes, los juegos de disfraces.

    —Yo sé que no dejarás de hacerlo mientras puedas caminar en un vestido blanco con el pelo suelto y joyas de papel dorado. Eres la mejor actriz que tenemos, y estaremos acabadas si abandonas las tablas —dijo Jo—. Debemos ensayar esta noche. Ven aquí, Amy, y haz la escena del desmayo, pues sigues más rígida que un atizador.

    —No puedo evitarlo, nunca he visto a nadie desmayarse y no me gusta quedar llena de moretones arrojándome al suelo como lo haces tú. Si puedo deslizarme suavemente, me dejaré caer. Si no, entonces me derrumbaré con gracia sobre una silla, no me importa si Hugo se me acerca con una pistola —respondió Amy, que no tenía muchas habilidades dramáticas, pero a quien habían escogido por ser lo bastante pequeña para que el héroe de la obra pudiera llevarla en brazos.

    —Hazlo de esta manera: agárrate las manos así y tambaléate por el salón gritando frenética, ¡Oh, Rodrigo, sálvame, sálvame! —y así lo hizo Jo, dando un grito realmente melodramático.

    Amy trató de imitarla, pero estiró las manos rígidamente y se sacudió como si la moviera un mecanismo. Y su ¡Oh! sonó como si le enterraran alfileres en vez de expresar angustia y miedo. Jo emitió un gruñido desesperado, Meg soltó una carcajada, y el pan de Beth se quemó mientras ella observaba con interés el espectáculo.

    —No hay caso. Haz lo mejor que puedas cuando llegue el momento, y si la audiencia abuchea, no me eches la culpa a mí. Vamos, Meg.

    Luego todo mejoró, pues Don Pedro desafió al mundo en un discurso de dos páginas sin un solo titubeo. La bruja Hagar recitó un espantoso encantamiento mientras revolvía su caldero hirviente de sapos, logrando el efecto deseado. Rodrigo rompió sus cadenas como un valiente, y Hugo murió en arrepentimiento y arsénico con un horrible ¡Aaahhh!.

    —Es lo mejor que hemos obtenido hasta ahora —dijo Meg mientras el villano muerto se incorporaba frotándose los codos.

    —No entiendo cómo puedes escribir y actuar algo tan espléndido, Jo. ¡Eres toda una Shakespeare! —exclamó Beth, quien creía firmemente que sus hermanas tenían talentos extraordinarios en todos los campos.

    —No en realidad —respondió Jo con modestia—. Creo que La maldición de la bruja, una tragedia operática está bien, pero me encantaría hacer Macbeth, si solo contáramos con una trampilla para Baquo. Siempre he querido interpretar la parte del asesinato. ¿Es una daga lo que veo ante mí? —recitó Jo entornando los ojos y con ademán de agarrar algo en el aire, como había visto hacerlo a un actor famoso.

    —No, es el trinche del fogón con la zapatilla de mamá en lugar del pan. ¡Beth está embobada por la escena! —dijo Meg, y el ensayo terminó con una carcajada general.

    —Me encanta verlas tan contentas, mis niñas —dijo una alegre voz desde la puerta, y actrices y espectadoras se giraron para recibir a una señora vigorosa y maternal, con un aire realmente encantador de estar siempre dispuesta a ayudar. No era una persona de especial hermosura, pero las madres generalmente lo son a los ojos de sus hijos, y las niñas creían que aquella capa gris y aquel sombrero anticuado cubrían a la mujer más espléndida del mundo—. Bueno, mis amores, ¿cómo les ha ido hoy? Había tanto que hacer preparando las cajas para mañana que no pude comer con ustedes. ¿Alguien ha venido, Beth? ¿Cómo sigues del resfriado, Meg? Jo, te ves agotada. Ven y me das un beso, nena.

    Mientras hacía estas preguntas maternas, la señora March se quitó las prendas mojadas, se puso las zapatillas tibias, y sentándose en el sillón subió a Amy en su regazo disponiéndose a disfrutar de la hora más feliz de su ajetreado día. Las muchachas iban de un lado a otro esmerándose por hacer todo más confortable, cada una a su modo. Meg arregló la mesa para el té; Jo trajo leña y dispuso las sillas, dejando caer, volcando y haciendo un estrépito con todo lo que tocaba; Beth iba y venía de la cocina; mientras tanto, Amy daba instrucciones a todas, sentada con las manos cruzadas.

    Cuando estuvieron alrededor de la mesa, la señora March dijo, con una cara particularmente entusiasta:

    —Tengo una sorpresa para después de la comida.

    Una brillante sonrisa iluminó de repente todos los rostros como un rayo de sol. Beth aplaudió, sin preocuparse por el bizcocho caliente que tenía en sus manos, y Jo lanzó su servilleta gritando:

    — ¡Una carta, una carta! ¡Tres hurras por papá!

    —Sí, una carta larga. Está bien, y cree que aguantará el frío mejor de lo que pensamos. Envía todo tipo de buenos deseos para Navidad, y un mensaje especial para ustedes, niñas —dijo la señora March dando golpecitos a su bolsillo como si guardara allí un tesoro.

    —Apúrense y terminen de comer. No te detengas a darle vueltas al dedo meñique y más bien termina tu plato, Amy —dijo Jo, atorándose con el té y dejando caer su pan sobre la alfombra, por el lado de la mantequilla, en su apuro por leer la carta.

    Beth no quiso comer más, y se escabulló a su rincón para fantasear con el momento por venir hasta que las otras estuvieran listas.

    —Siento que papá hizo algo magnífico al haberse alistado como capellán cuando era demasiado viejo para ser reclutado y no lo bastante fuerte para ser soldado —dijo Meg cariñosamente.

    —Me encantaría ir como tamborilera, o como cantinera, ¿así se llama?, o como enfermera, para poder estar cerca de él y ayudarle —se quejó Jo.

    —Debe ser muy desagradable dormir en una tienda de campaña, y comer todo tipo de cosas repugnantes, y beber de una taza de lata —suspiró Amy.

    — ¿Cuándo regresará, mamá? —preguntó Beth con voz temblorosa.

    —No en muchos meses, mi amor, a menos que enferme. Se quedará allí y cumplirá fielmente con su trabajo tanto como pueda, y no le pediremos que vuelva un minuto antes de lo que deba hacerlo. Ahora vengan a oír la carta.

    Todas se acercaron al fuego, mamá en el sillón con Beth a sus pies, Meg y Amy sentadas en los brazos de la silla, y Jo apoyándose en el respaldo, donde nadie pudiera notar ningún signo de emoción si la carta era conmovedora.

    Pocas cartas que no fueran conmovedoras se escribieron durante esos días difíciles, sobre todo aquellas que los padres enviaban a casa. En esta se hablaba poco de las dificultades, los peligros y la nostalgia. Era más bien una carta entusiasta y esperanzadora, llena de coloridas descripciones de la vida en el frente, desfiles y noticias del ejército, y solo hacia el final, el autor de la carta dejó brotar el amor paternal y la añoranza de ver a sus hijas.

    Mi cariño y un beso a cada una. Diles que pienso en ellas en el día, rezo por ellas en la noche, y encuentro solaz en su amor todo el tiempo. Un año parece demasiado para volver a verlas, pero recuérdales que mientras ese día llega, debemos trabajar para que estos días difíciles no se desperdicien. Sé que recuerdan todo lo que les dije: que serán amorosas contigo, harán sus deberes sin falta, enfrentarán a sus enemigos íntimos con valentía, y se conquistarán a sí mismas tan bellamente, que cuando yo regrese pueda estar más orgulloso que nunca de mis mujercitas.

    Todas derramaron una lágrima cuando llegaron a esa parte. Jo no se avergonzaba del lagrimón que cayó de la punta de su nariz, y a Amy no le importó que se le dañaran los crespos cuando escondió el rostro en el hombro de su mamá y dijo entre sollozos:

    —¡Sí que soy egoísta! Pero de verdad trataré de ser mejor para no decepcionarlo.

    —¡Todas trataremos! —dijo Meg—. Pienso demasiado en mi apariencia y odio trabajar, pero eso cambiará, si es que lo logro.

    —Intentaré ser como a él le encanta llamarme, una ‘mujercita’, y no ser ruda y montaraz sino cumplir con mi deber aquí en lugar de desear estar en otra parte —dijo Jo, pensando que dominarse a sí misma era mucho más difícil que enfrentar a un par de rebeldes en el Sur.

    Beth no dijo nada, pero se secó las lágrimas con la media de color azul militar, y comenzó a tejer con todo su empeño sin tardar un momento más en hacer la tarea que tenía a su alcance, mientras resolvió en su tranquila alma ser lo que su padre esperaba encontrar en ella al cabo de un año cuando regresara.

    La señora March rompió el silencio que siguió a las palabras de Jo, diciendo con voz alegre:

    —¿Recuerdan cómo solían interpretar El progreso del peregrino cuando eran pequeñas? Nada les gustaba más que hacerme atarles a la espalda mis bultos de retazos para representar la carga, que les diera sombreros y bastones, y rollos de papel, y que las dejara viajar por la casa desde el sótano, que era la Ciudad de Destrucción, hacia arriba, arriba, hasta el tejado, donde tenían todas las cosas bellas que pudieran recolectar para construir la Ciudad Celestial.

    —¡Era muy divertido! Sobre todo, encontrarse con los leones, enfrentarse a Apolión y atravesar el Valle donde estaban los duendes —dijo Jo.

    —A mí me gustaba el momento en el que caían las cargas y rodaban escaleras abajo —dijo Meg.

    —Mi parte favorita era cuando salíamos a la azotea donde estaban nuestras flores, pérgolas y cosas lindas, y donde todas nos parábamos a cantar de alegría, allá arriba, bajo la luz del sol —dijo Beth sonriendo, como si volviera a vivir ese feliz momento.

    —No recuerdo mucho de todo ello, excepto que me asustaba el sótano y la entrada oscura, y que me encantaba el pastel y la leche que tomábamos arriba en el tejado. Si no estuviera tan grande para eso, me gustaría volver a interpretarla —dijo Amy, quien comenzó a hablar sobre renunciar a cosas infantiles a la madura edad de doce años.

    —Nunca se es demasiado grande para esto, mi niña —dijo mamá—, porque es una obra que interpretamos todo el tiempo de alguna manera. Nuestras cargas están aquí, tenemos el camino delante de nosotras, y el deseo de bondad y felicidad es lo que nos guía a través de muchos problemas y errores hacia la paz, que es una genuina Ciudad Celestial. Ahora, mis pequeñas peregrinas, comiencen de nuevo, pero no de juego sino de verdad, y veamos hasta dónde pueden avanzar antes de que papá regrese.

    —Pero, mamá, ¿dónde están nuestras cargas? —preguntó Amy, que siempre tomaba todo al pie de la letra.

    —Cada una de ustedes expresó cuál era su carga hace un momento, excepto Beth. Supongo que no tiene ninguna… —dijo su madre.

    —Sí tengo. Las mías son los trastos y los plumeros, y envidiar a las niñas que tienen un lindo piano, y temerle a la gente.

    La carga de Beth era tan graciosa que a todas les dieron ganas de reírse. Pero ninguna lo hizo porque eso habría herido profundamente sus sentimientos.

    —Hagámoslo —dijo Meg pensativa—. Es solo otro nombre para tratar de ser buenas, y la historia podría ayudarnos. Aunque deseamos ser buenas, se requiere mucho esfuerzo, se nos olvida y no lo intentamos lo suficiente.

    —Esta noche estábamos en el Pantano del Abatimiento y llegó mamá a sacarnos de allí, como lo hizo Auxilio en el libro. Debemos tener un manual de instrucciones, como el que tenía Cristiano. ¿Cómo lo solucionamos? —preguntó Jo encantada del aderezo que ello le agregaba a la muy aburrida tarea de cumplir con su deber.

    —Busquen bajo sus almohadas en la mañana de Navidad, y encontrarán su guía —respondió la señora March.

    Discutieron el nuevo proyecto mientras la vieja Hannah recogía la mesa. Luego sacaron sus canastitos de tejido, y volaron las agujas mientras las chicas cosían sábanas para la tía March. No era una labor interesante, pero esa noche nadie se quejó. Adoptaron el plan de Jo de dividir las largas costuras en cuatro partes, y nombrarlas Europa, Asia, África y América. De esa manera les rendía bastante, especialmente cuando hablaban sobre los diferentes países según cosían a través de ellos.

    Se detuvieron a las nueve y, como de costumbre, cantaron antes de irse a la cama. Nadie más que Beth podía sacarle música al antiguo piano; ella tenía un modo suave de tocar las teclas amarillentas y producir un agradable acompañamiento a las canciones simples que cantaban. La voz de Meg era como una flauta, y ella y su madre lideraban el coro. Amy trinaba como un grillo, y Jo iba por los aires como le provocaba, saliendo con un silencio o una corchea donde no hacía falta. Siempre habían cantado antes de dormir, desde los tiempos en que apenas sabían hablar:

    Estlellita, ónde tas

    Se había vuelto una tradición de aquel hogar, pues la madre era una cantante natural. Lo primero que se oía en la mañana era su voz, y andaba por toda la casa cantando como una alondra, y lo último que se oía en la noche era ese mismo alegre sonido, porque las chicas nunca fueron demasiado grandes para esa conocida canción de cuna.

    2

    Una feliz Navidad

    Jo fue la primera en despertarse al amanecer gris de la mañana de Navidad. No había botas colgadas en la chimenea, y por un momento se sintió tan decepcionada como aquella vez, hacía mucho tiempo, cuando su bota había caído al suelo por el peso de muchos regalos. Luego recordó la promesa de su madre y, deslizando su mano bajo la almohada, encontró un librito de tapas rojas. Lo reconoció al instante, pues era aquella antigua historia de la vida más hermosa que jamás haya existido, y Jo sintió que era una verdadera guía para cualquier peregrino que emprendiera el largo camino. Despertó a Meg con un ¡Feliz Navidad!, y la invitó a buscar bajo la almohada. Apareció un libro de tapas verdes, con el mismo dibujo en el interior, y un pequeño mensaje escrito por su madre, que se convertía en el único regalo para cada una. En ese momento se levantaron Beth y Amy, quienes escarbaron y encontraron su propio libro, uno gris y otro azul, y todas permanecieron observando sus libros y hablando de ellos hasta que el amanecer se volvió color rosa con la llegada del nuevo día.

    A pesar de sus pequeñas vanidades, Margaret era de

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