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Estado crítico
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Libro electrónico458 páginas7 horas

Estado crítico

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Los heterogéneos textos reunidos aquí proponen un intenso diálogo con la tradición y la contemporaneidad en torno a la escritura y la representación de las mujeres. El amplio espectro de preocupaciones —la discusión sobre la existencia o no de una literatura de género, el papel del activismo académico, el tratamiento de la violencia en nuestra narrativa y de la mujer trabajadora en nuestro cine, además de acercamientos críticos a obras específicas— nos interpela como individuos y como sociedad, siempre en la órbita del mejor feminismo de nuestro tiempo.
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento30 dic 2023
ISBN9789591113283
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    Estado crítico - Zaida Capote Cruz

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    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

    Edición y emplane: Oreste Martín Solís Yero

    Ilustración de cubierta: Criterio Propio, de Ernesto Rancaño

    Diseño de cubierta: Sergio Rodríguez Caballero

    Conversión a ebook: Madeline Martí del Sol

    © Zaida Capote Cruz, 2019

    © Sobre la presente edición:

    Editorial Oriente, 2023

    ISBN 9789591113283

    Instituto Cubano del Libro

    J. Castillo Duany No. 356

    Santiago de Cuba

    edoriente@cubarte.cult.cu

    www.editorialoriente.wordpress.com

    www.facebook.com/editorialorienteoficial/

    Tabla de contenido

    Mínimas

    El sabor de la sal

    ¿Existe una literatura de género?

    Un espacio para las mujeres

    Feminismo

    Feminaria en Mujeres en Líne@

    Activismo académico. Tradición, práctica y testimonio

    El libro de MAGIN

    Ofelia Rodríguez Acosta en tres espacios de divulgación feminista

    Una mujer de Social, Ofelia Rodríguez Acosta

    ¿Por qué La Habana no estáen la esquina de mi casa?. Cartas de Juana de Ibarbourou a Mariblanca Sabas Alomá

    Cuba en el cuerpo. Comentarios a partir de la obra de Sandra Ramos

    Notas sobre la violencia en literatura

    Crónica tardía: Violencia contra la mujer en el 38 Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana

    36 escritoras cubanas contra la violencia hacia la mujer

    Calibán, la bruja y la sinrazón del capital

    La gallega, de Masdeu, ochenta años después

    Lengua, sexo, hispanidad. Las historias prohibidas de Marta Veneranda

    Para celebrar Rosas de abolengo, y a Sonia

    Feminidades agónicas

    El viaje como estructura: Otras plegarias atendidas, de Mylene Fernández Pintado

    La vida en la frontera

    Vivir en la literatura

    La bella y la serpiente

    Antes de leer a Luisa Pérez de Zambrana

    Comentario sobre Nada,de Carmen Laforet

    Sobre El comité de la noche, de Belén Gopegui

    Para Nancy, en un sábado amable

    Un hilo rojo, de Sara Rosenberg

    Reinventar la familia: Emma y Julia en la metrópolis

    África, el Caribe y la utilidad de la ficción

    Concha Méndez en Cuba

    Biografía y ficción. El desafío de Tinísima

    Mujeres en crisis, de Helen Hernández Hormilla

    Múltiples

    Márgenes insurrectos

    I

    II

    III

    IV

    Cubanas trabajando (a veinticuatro cuadros por segundo)

    Los desafíos de la libertad. Narradoras cubanas de hoy

    Escribir la vejez. Tres ficciones cubanas

    Un espacio para las mujeres

    Este libro da fe de un ejercicio crítico continuo y desigual, respuesta a apelaciones urgentes o fruto del deslumbramiento frente a la escritura femenina o su historia. Decidí juntar textos breves y muchas de las veces circunstanciales con otros más amplios referidos a obras específicas. La crítica feminista ha contribuido con sabiduría y elegancia a enriquecer y ahondar nuestra precepción de la literatura cubana; espero, con este manojo de textos más o menos urgentes, honrar esa tradición.

    La autora

    Mínimas

    El sabor de la sal¹

    1 La Gaceta de Cuba. La Habana, núm. 2, marzo-abril de 1997, pp. 54-55.

    Estatuas de sal,² la compilación de narradoras cubanas realizada por Mirta Yáñez y Marilyn Bobes, es un libro extraño en el panorama cultural cubano. Un libro al que tardaremos en acostumbrarnos.

    2 Marilyn Bobes y Mirta Yáñez, comps., Estatuas de sal (cuentistas cubanas contemporáneas). La Habana, Ediciones Unión, 1996.

    Hace poco encontré, en un portal de Carlos III, un viejo tomo ilustrado por Remedios Varo: Cuentistas mexicanas. Siglo xx. El volumen acaba de cumplir veinte años, de modo que las recopilaciones de cuentos escritos por mujeres no son ninguna novedad... en otras partes, porque entre nosotros puede parecer no solo novedoso, sino también pretencioso, intentar el registro de una tradición en apariencia inexistente, casi siempre subsumida en el tráfago de autores notables que sí suelen registrar nuestras historias literarias. Estatuas de sal (cuentistas cubanas contemporáneas) será, a partir de ahora, un texto de imprescindible referencia cuando se trate de verificar cuánto hemos avanzado en el reconocimiento del lugar de la mujer en las letras cubanas. Llega con sus buenos veinte años de retraso, pero llega, por fin. Y más vale tarde que nunca.

    Como en toda primera vez, hay carencias indiscutibles. Uno no puede menos que lamentar exclusiones tan notorias como las de Graziella Garbalosa, Rosa Hilda Zell, Surama Ferrer, Renée Potts o Julieta Campos. A pesar de ello, la compilación merece todo nuestro respeto. Salvo algunas excepciones, la relación de las autoras con la institución literaria ha sido inestable. De ahí que la presentación, en bloque, de un panorama de narradoras tiene, al menos, un doble sentido. Por un lado, responde a las exclusiones habituales con el rescate, aunque parcial, de una tradición que también nos pertenece y, por el otro, testifica la riqueza de una literatura que se multiplica día a día en perspectivas, recursos y eficacia estilística. No hay que pasar por alto cómo, a la reconstrucción de una genealogía narrativa, las autoras han sumado la recuperación de textos críticos que, junto al estudio inicial de Mirta Yáñez, contribuyen al entendimiento cabal del proceso de nuestra literatura femenina y dan fe de la trayectoria de los estudios literarios sobre el tema en los últimos años. En ese afán de incluirlo todo, encuentro el sentido esencial del libro. Con todos sus problemas, los ya descubiertos y los aún por descubrir, la compilación es perfectamente coherente. El desamparo genealógico de las narradoras actuales es tal que las autoras son capaces de renunciar a su propio proyecto de reunir cuentistas solo por el placer de hacerse acompañar por Dulce María Loynaz. Pero estas contradicciones son típicas de los gestos marginales. Además, así enfrentan a cara descubierta las viejas injusticias de la crítica, presentes incluso en algunos textos clásicos. No es casual que un libro como Lo cubano en la poesía incluya —o más bien recluya— a la propia Loynaz, una de las grandes poetisas en lengua española de este siglo, cuya obra reboza cubanía y hubiera ofrecido material privilegiado para el análisis a Cintio Vitier, en apenas una nota al pie. Si de lo que se trata es de crear una línea vital para la escritura de mujeres en Cuba, parecen creer las compiladoras, cualquier esfuerzo vale la pena.

    En cuanto a primicias, el libro tiene varias a su favor. Es la primera selección no temática de textos narrativos de mujeres (antes se publicó Las mujeres y el sentido del humor, realizada por Olga Fernández), y es también la primera en que se publican, como una totalidad orgánica, textos de dentro y fuera de la isla, incluso algunos inéditos. Las fichas biográfico-valorativas (a veces desmesuradas) cubren otro espacio abandonado por nuestros críticos.

    La cantidad de autoras reunidas desmiente el lugar común de la inexistencia de una literatura femenina en Cuba. La calidad de muchas de las piezas y la sorprendente diversidad de perspectivas y elecciones temáticas impugnan la idea de una literatura monocorde que se complace solo en la denuncia o en la cotidianidad. Los cuentos de este libro van mucho más allá, y nuestra visión, a menudo prejuiciosa de la literatura escrita por mujeres, deberá aceptar su multiplicidad, su rechazo a los moldes precisos y repetitivos y la puesta en juego de una sensibilidad distinta a la hora de enfrentar la historia narrada.

    Que el título sea una cita del Génesis es sintomático. El libro mismo es genésico porque intenta explicar el surgimiento y desarrollo de una tradición literaria poniendo manos a la obra de crearla activamente. La historia de la mujer de Lot, aprovechada por Mirta Yáñez en su introducción, no es solamente la de una mujer curiosa. Ella es, aunque parezca exagerado decirlo, una de las primeras mártires de la rebelión feminista. La mujer de Lot enfrenta la prohibición de su esposo y se atreve a mirar a espaldas de él, que es casi como decir a espaldas de la Ley. Con ese mínimo gesto violatorio, desobediente, se convierte en transgresora. Las cosas han cambiado, quién lo duda, pero el lugar de las mujeres en el seno de la institución literaria está aún por definirse. Desde las monjas medievales, quienes escribieron sus autobiografías para servir a Dios y complacer a sus confesores, la escritura de las mujeres ha estado signada por una mediación social que, a la larga, ha resultado determinante en el destino del texto. Una mediación que a menudo la crítica calla y que ahora se desestima, poniendo a convivir estos textos en igualdad de condiciones con los de sus pares masculinos.

    Hablar de literatura femenina puede generar desconfianza, como si en este caso el adjetivo resultara superfluo. Sin embargo, tenía razón Freud al repetir que el sexo era una de las primeras diferencias que el ser humano tomaba en cuenta al enfrentar a otro, y eso valdría también para los autores literarios. Hace ya algunos años, en un artículo que hizo época, la antropóloga Gayle Rubin nos reveló un aporte definitivo: descubrió lo que entonces denominó sistema sexo-género y que se refería, precisamente, a las relaciones sociales establecidas entre los sexos. Los roles de género, como se les llamaría después, no eran, como podía pensarse, inherentes al sexo en cuestión, sino que eran nada más —y nada menos— que eso, roles, papeles que representar en esa gran puesta en escena que es la vida en comunidad. De hecho, como ha señalado Jean Franco, usar el género sexual como elemento de análisis significa admitir una categoría sin la cual es imposible entender todos los factores que entran en el ejercicio del poder hegemónico, lo cual, por supuesto, no implica que tengamos que olvidar los demás factores que influyen, de un modo u otro, no solo en la posición del escritor o escritora, sino también en su producción textual y en la recepción que ella tiene. Cuando alguien dice que una autora escribe como un hombre, esa frase, más que implicaciones estrictamente literarias, tiene resonancias de orden social. Escribir como un hombre es acercarse acríticamente al modelo patriarcal y, posiblemente, conlleve la aceptación canónica posterior de la obra en cuestión sin muchas restricciones.

    El caso más imponente de esa suerte de travestismo literario que la crítica masculina ha creído encontrar en los textos femeninos es el de Gertrudis Gómez de Avellaneda, a quien un crítico dedicó la famosa y ominosa frase: [E]s mucho hombre esa mujer. Pero la historia suele jugarnos malas pasadas, y, al final, resultó que esa mujer era mucho más inteligente de lo que parecía —lo parecía bastante— y, aunque escribió una única novela abiertamente feminista, Dos mujeres, que luego suprimió de sus Obras completas en lo que a todas luces era una especie de claudicación, supo introducir en buena parte de su obra, casi siempre subrepticiamente, las respuestas que exigía no solo su propia situación en la sociedad, sino también aquellas que demandaba la situación colonial de Cuba. Para salir de la modorra de una crítica que se limita a ver en sus obras una posibilidad para conocer mejor el alma femenina y que se resiste a variar sus apreciaciones, hacen falta lecturas como la de Doris Sommer en Foundational Fictions, quien descubre, nada menos que en Sab, una desafiante novela feminista. Eso solo se logra teniendo en cuenta el género sexual de la autora, adscribiéndose sin vergüenza a lo que Harold Bloom ha denominado, con repugnancia, escuela del resentimiento. Avellaneda es, entre las escritoras cubanas, el mejor ejemplo de convivencia con un canon que, cuando la aceptó, o bien lo hizo con reservas, o bien la llenó de elogios a condición de escamotear una parte importante de su obra.

    Pero volvamos a Estatuas de sal. Lo interesante de este retrato de grupo es que nos permitirá pensar la tradición literaria cubana de un modo más abarcador, integrando incluso sus variantes menos prestigiadas. Y también explicarnos por qué el registro canónico se mueve en determinada dirección. La inclusión de las mujeres en el canon conlleva una democratización que cada vez nos hace más falta. La literatura cubana tiene que despojarse también de su máscara de blancura y virilidad y desbordar los márgenes que aún la delimitan. Intentar una explicación amplia y documentada de las relaciones del canon con las expresiones literarias no canónicas es la única manera de entender todas las implicaciones políticas de tales relaciones en la vida cultural cubana. Necesitamos este tipo de lectura cuestionadora, por ejemplo, para explicar el destino de un proyecto como El Puente. Evidentemente no se puede hablar de la literatura femenina como de algo abstracto; pero si se ahonda en las condiciones de escritura de un texto, no se puede obviar el hecho —las más de las veces decisivo— de que su autor sea una mujer o no.

    Está claro que un panorama ideal del cuento cubano debería incluir, en igualdad de condiciones, textos de mujeres y hombres, sin juicios sexistas. Por lo pronto, la aparición de este volumen es un primer paso en el largo camino que nos queda por andar. Era necesario el reconocimiento de esta tradición para integrarla luego de manera coherente a eso que solemos llamar literatura cubana.

    Para terminar, volvamos al principio. Miremos, como la mujer de Lot, para descubrir por nosotras mismas el sabor de la sal entre la fruición, el sobresalto e incluso el desparpajo de estos cuentos. Supongo que, a estas alturas de la historia, no correremos el riesgo de convertirnos en estatuas.

    ¿Existe una literatura de género?³

    3 Intervención en una de las sesiones de Ciclos en Movimiento. Centro Cultural Dulce María Loynaz, ICL, 2009.

    Cuenta Claudio Magris en su magnífica —por minuciosa y desbordada— monografía sobre el Danubio, el hallazgo, en una librería de viejo, de un manual escolar de poética publicado en Buda en 1831, en uno de cuyos acápites encontró lo que él llama una pregunta poco galante: Potestne esse femina, quae dicitur heroina, materia epopoeiae?; que quiere decir más o menos ¿podría ser una mujer, a quien llamaríamos heroína, materia de la literatura épica?. Una pregunta así, poco galante, es la que nos reúne hoy: ¿Existe una literatura de género?

    Antes de intentar responderla me gustaría preguntar a la pregunta el porqué de sí misma. Parece que nunca terminaremos de zanjar esta cuestión, casi permanente, y siempre deberemos volver a empezar la discusión de cero. En primer lugar, el término literatura de género se presta a confusión. No he oído hablar de literatura de género en muchos sitios, la verdad, y supongo que se trata de evitar confusiones; escuchando esa frase una piensa en algo cercano al costumbrismo, al policial, no sé. La traducción misma del inglés gender al español género ha complicado las cosas, de ahí que en muchos casos se haya utilizado el término extendido y contradictorio de género sexual para intentar aclarar la intención del hablante. Si hubiera que responder únicamente a la pregunta que nos convoca hoy, lo primero sería que nuestros anfitriones explicaran qué entienden por literatura de género. Pero como estamos aquí para intentar aclarar las posiciones respectivas, asumo, para explicar la mía, que equiparan género con de mujeres puesto que, como es evidente, no hay ningún hombre invitado a opinar. Por tanto, creo necesarias algunas precisiones.

    Hace unas semanas un programa televisivo pasó una película titulada Tráfico humano, donde se entrecruzaban varias historias de mujeres (y niñas) secuestradas primero y sucesivamente privadas de identidad legal y endeudadas, cuyo destino era ingresar a grandes redes internacionales de prostitución. Hace apenas unos días, leí en La Gaceta de Cuba un cuento bastante bueno de Francisco García González titulado El olor de la manteca. La anécdota comienza más o menos con el aviso, escuchado por el narrador en un bar, con un buen buche de ron en el gaznate —coincidirán conmigo en que no podría ser de otro modo—, de que el viejo Melquiades está vendiendo una mujer. A partir de ese momento, asistimos al trato y a la consecuente esclavización de esa mujer, que termina siendo tratada como un animal (perra, puerca) y por cuya apropiación deberán enfrentarse dos hombres —machete en mano, como corresponde— al final del relato. Esta digresión no es tal: fue justo a partir del estudio de cómo se establecían esas relaciones de poder y explotación entre los sexos que una antropóloga norteamericana puso a circular esa palabrita que usamos hoy con tanta ligereza: género. El artículo en cuestión se llamaba, con bastante acierto, El tráfico de mujeres, notas para una economía política del sexo; su autora, Gayle Rubin, describía diferentes modelos de apropiación del trabajo femenino y de organización social en diversos espacios geográficos, y llegaba a la conclusión de que las labores y las actitudes de las mujeres (y de los hombres) eran un aprendizaje social, y que el sexo, si bien establecía diferencias biológicas inmutables, podía traer aparejado un comportamiento social variable según el sitio y la cultura a la que perteneciera cada quien. En un primer intento de describir aquel descubrimiento de actitudes y aprendizajes de cómo ser hombre o mujer en determinada cultura creó el concepto de sistema sexo-género, cuyas posteriores derivaciones han independizado el término, usualmente entendido como el proceso mediante el cual los individuos de sexo distinto aprendemos a comportarnos de diferente manera para conseguir un espacio en el sistema social al cual pertenecemos. Como dijera en su momento Simone de Beauvoir, en la que es tal vez la frase más citada por las feministas de todas partes: una mujer no nace, se hace. La difusión de la idea de que lo femenino es una construcción con hitos históricos, culturales e incluso médicos específicos, ha otorgado una libertad muy grande a las mujeres (y a los hombres, aunque el desarrollo del estudio de las masculinidades es muy posterior al de los estudios feministas, de donde nació). La libertad proviene, claro está, del entendimiento de que ser identificado como mujer (u hombre) tiene que ver, sobre todo, con comportamientos, gestos, actitudes, etc., todos ellos elementos que pueden ser transformados a voluntad —aunque a veces se precise mucha voluntad—, algo mucho más difícil de hacer con la biología. El descubrimiento de esa calidad educativa, por llamarla de algún modo, de las identidades sociales de los individuos de distinto sexo trajo consigo la esperanzadora posibilidad de su transformación, haciendo más abiertas las vías de desarrollo individual y menos perentoria la obediencia a las exigencias sociales. Reconocer que somos un producto de la historia y de la cultura, en tanto hombres y mujeres, más que de la biología, nos da la libertad de elegir si seguimos los mandatos de la tradición o nos emancipamos de ellos. Un gran avance histórico.

    Ahora bien, empecemos a hablar de literatura. Está claro que si tuviera que responder la pregunta que hoy nos convoca: ¿Existe una literatura de género?, mi respuesta sería, sin dudarlo: No, no existe. En primer lugar, porque ya aclaré que está mal usado el término en esa interrogación. Sin embargo, si pudiéramos variar la pregunta y llevarla a un término más justo, esta sería: ¿Existe una literatura de las mujeres? A esa pregunta yo respondo: Sí, existe.

    Pero aclaremos nuestros puntos de vista. Cuando hablo de la literatura de las mujeres o de literatura femenina no estoy diciendo que exista un modo específicamente femenino o específicamente masculino de expresión. Eso es algo que nadie podría asegurar y mucho menos es algo que debería convertirse en programa o exigencia para las escritoras y sus lectores. Lo que sí vale la pena estudiar es cómo las mujeres enfrentan —muchas veces de distinto modo que sus contemporáneos varones— la escritura. Las razones, claro está, no son biológicas, sino históricas. Y eso es lo interesante: muchas veces, al estudiar un tema específico, se ha encontrado cómo las mujeres asumen el relato de un modo peculiar, distinto al de los hombres. Por ejemplo, para hablar de un género que he estudiado, en la autobiografía es muy frecuente que el sujeto femenino se desdibuje, que su protagonismo ceda lugar a otras historias, que su voz se pierda en la cita de documentos, testimonios y vidas ajenos. Ocurre con más frecuencia en autobiografías escritas por mujeres que en las de autores hombres. Estos son, por lo general, más seguros de su lugar central en el relato autobiográfico. Sin embargo, como decía, son tendencias, nada más. No hay modo de afirmar que siempre una mujer escribe de tal o cual modo y, por otro lado, tal prejuicio podría pretender empobrecer la calidad de su expresión. Pero lo que sí vale la pena afirmar nuevamente, porque se pierde de vista en estas discusiones, es que las mujeres existen y que su lugar en la sociedad aún dista mucho de ser idéntico al de sus pares masculinos (una situación que, por demás, no creo que muchas mujeres deseemos). Lo que debemos reconocer, entonces, es la diferencia entre ambos géneros, la percepción diferenciada de los productos culturales de hombres y mujeres, la apelación a las mujeres —con mucha más frecuencia que a los hombres— para que cubran roles familiares absorbentes (como el cuidado de niños y viejos o la educación de los hijos) y la consiguiente desvalorización de su intelecto. Las mujeres viven una condición diferente; son, por tanto, sujetos diferentes. No son iguales las exigencias a un hombre que a una mujer, y no lo son en los ámbitos más disímiles. Y eso marca, de algún modo, la historia de la escritura de las mujeres.

    La teoría literaria feminista ha encontrado numerosos modos de metaforizar tales diferencias: recuerdo tesis tan imaginativas como aquella de Sandra Gilbert y Susan Gubar de que para las primeras autoras el acto de escritura era similar a una escena de violación: la página en blanco era un cuerpo virgen; la pluma, el pene agresor. Contado así, a la ligera, puede parecernos risible, pero lo que está detrás de esa imagen es el hecho real de que las primeras escritoras que se preciaron de serlo debieron escribir en secreto, violentando a menudo el orden familiar que les exigía estar buscando marido o aprendiendo a cocinar y, muchas veces, para conseguir el favor de los lectores y la crítica, asumieron seudónimos masculinos a manera de pasaporte al espacio público. Podríamos estar hablando aquí de muchas otras interpretaciones del acto de escritura; pero quisiera referirme a otro problema que ha enfrentado la crítica literaria feminista: de qué modo referirnos a la literatura que escriben las mujeres. Suele hablarse, en términos evolutivos, de tres momentos (es una idea de Elaine Showalter para la literatura en lengua inglesa): un primer momento de literatura femenina (hasta el siglo xix), en que no se iba más allá, al menos en apariencia, de lo que dictaban las normas: espacios privados, preferencia por la lírica, etc.; otro momento, de fines del siglo xix a mediados del xx, de literatura feminista, la cual ponía en escena a la mujer en el espacio público y exploraba la narrativa, y finalmente, el momento actual, cuando ya se hubieran alcanzado los principales derechos y la lucha hubiera pasado a segundo plano para dar paso a la creatividad múltiple y atrevida de nuestras contemporáneas, a cuya escritura debía llamársele, simplemente, de mujeres. Estoy, como habrán notado, vulgarizando un poco las propuestas, que cito de memoria. De todos modos, mis reparos a establecer una linealidad en el desarrollo de la literatura femenina provienen de que son tantas las minucias que deciden cómo escribimos y sobre qué lo hacemos que no creo posible una progresión, como propone Showalter, en el desarrollo de la escritura femenina, a pesar de lo cual, evidentemente, hay una historia a medias escrita. Mi objeción principal tiene que ver, precisamente, con los términos. Nombrar femenina a esa literatura inicial, poco desarrollada y reproductora muchas veces de prejuicios, o nombrar de mujeres a la supuestamente más beligerante de los años recientes no cambia nada: lo importante, a mi juicio, es estudiar la producción literaria femenina a lo largo de la historia y, en cada caso, revisar el contexto en que esa producción tuvo lugar. Hay autoras del siglo xvi que son más combativas y atrevidas formalmente que muchas de nuestras contemporáneas. Tengo aun otra razón: disfruto la lengua que hablo: evitar referirse a lo femenino cuando hablamos de las mujeres es reproducir el prejuicio patriarcal de nuestra minusvalía y, por otra parte, disminuir nuestra lengua. También reproduce ese prejuicio quien niega la posibilidad de existencia de una literatura femenina, mientras defiende la existencia de la literatura, en abstracto. La literatura no existe en una burbuja; todo escritor, sea hombre o mujer, elige hacer su trabajo de un modo u otro y, una vez concluida, su obra tiene una vida ante la crítica, un recorrido de difusión, etc., para entender los cuales, muchas veces, el análisis de la variable de género es pertinente. Cuestionar la existencia de la literatura femenina es, me parece, cuestionar la existencia misma de esas mujeres. Intentando borrar las diferencias estamos borrando también las identidades; está claro que este asunto es mucho más complejo: al negarse a ser reconocida como parte de un gesto común, de una tradición de la escritura femenina, la escritora rechaza su herencia histórica, su pertenencia a un grupo cuya identidad de género no ha sido precisamente una ganancia a la hora de establecerse en la ciudad letrada. Lo imprescindible es entender que hablar de literatura femenina no implica un menoscabo de los valores de esa literatura, sino el reconocimiento de que esa producción proviene de sujetos genéricamente marcados cuya pertenencia a un género específico puede haber influido en su elección de temas o estrategias de estilo lo mismo que su acceso a espacios de distribución y circulación. Eso es lo que he intentado en mis propios análisis críticos.

    Un espacio para las mujeres

    4 La Gaceta de Cuba. La Habana, núm. 1, enero-febrero de 2004, pp. 77-78.

    La colección Pinos Nuevos cuenta, a pesar de su propio perfil, dedicado a autores noveles, con varios libros imprescindibles. Entre ellos puede incluirse En busca de un espacio. Historia de mujeres en Cuba, de Julio César González Pagés, cuyo éxito testimonia el interés creciente por un aspecto muchas veces subsumido dentro de los grandes temas tradicionales. Su autor —quien imparte un seminario de estudios de género hace ya varios años en la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana, y preside la Comisión de Género y Paz del Movimiento Cubano por la Paz— se integra a las más variadas iniciativas que, de un tiempo a esta parte, han pretendido dar cuenta del lugar de las mujeres dentro de la sociedad y la cultura cubanas. Desde mi perspectiva, las más sobresalientes en el ámbito cultural han sido los encuentros entre escritoras de México y Cuba celebrados en la Casa de las Américas en 1990, y los congresos anuales que organiza el Programa de Estudios de la Mujer de esa institución, dirigido por Luisa Campuzano; la creación de MAGIN, asociación de mujeres comunicadoras coordinada, entre otras, por Mirta Rodríguez Calderón, cuyo taller sobre género y comunicación social auspiciado por UNICEF contribuyó a la adquisición de cierta conciencia de género en quienes laboran en los medios; la publicación por la Ediciones Unión de la antología de Mirta Yáñez y Marilyn Bobes Estatuas de sal, que otorgara visibilidad a un corpus coherente y casi siempre preterido en otras compilaciones, y muy recientemente, el taller sobre género y sociedad que reunió en el Centro Juan Marinello a investigadoras del CIESAS de México con sus colegas de diversas instituciones cubanas, apenas en junio pasado. La creación de Cátedras de la Mujer y la inclusión de dossiers sobre el tema en distintas publicaciones demuestran el auge del pensamiento y la investigación feministas en nuestro país.

    La contribución de González Pagés viene a confirmar esa apertura del canon académico. Su historia de las mujeres, centrada fundamentalmente en el movimiento sufragista, no se detiene con la concesión del voto en 1934, sino que continúa hasta la creación de la Federación de Mujeres Cubanas en 1961. Este trabajo dota de una historia —e incluso de un rostro— a quienes permanecieron invisibles durante demasiado tiempo, y nos ayuda a entender el modo en que hicieron política las mujeres en Cuba, sus desencuentros y contradicciones, pero también, y sobre todo, sus conquistas, que no fueron pocas y que ayudaron a modelarnos como somos hoy. Por otra parte, el libro da cuenta de las imágenes de esas mujeres con una selección gráfica mínima, que reúne desde fotografías de estudio hasta caricaturas grotescas de protagonistas de nuestra historia.

    Habida cuenta de la presencia de mujeres aisladas en el relato histórico nacional, las más de las veces en calidad de madre, esposa o hija de algún patriota, este estudio nos permite abundar en el conocimiento de un conjunto de mujeres que laboró por conseguir reformas legales decisivas, tales como las referidas a la patria potestad (1917), el divorcio (1918) y el sufragio femenino (1934). Con razón, el autor se pregunta si la tan comentada ausencia femenina de la historia construida se deba a un hecho comprobable (que las mujeres no participaran activamente) o a la óptica con que la investigación enfrenta, analiza y selecciona la información disponible, por ejemplo, en los fondos de archivo. En tal sentido, el libro deviene ejemplar en la reconstrucción de una historia ignorada o sumergida; recobrarla deviene su objetivo principal. Al mismo tiempo, el investigador se aboca a una lectura crítica de la historiografía previa, cuya interpretación equivocada y en ciertos casos mecanicista, o la elusión del asunto, que se trata como de paso, parecieran negar la precedencia de mujeres y hombres que pensaron el destino de las mujeres cubanas con tanta dedicación como inteligencia y entusiasmo. Como aquellas sufragistas buscando un espacio, González Pagés se ha hecho el suyo, uno donde coexisten los análisis y referencias previos y la obra publicada de las dirigentes sufragistas y de otros autores con los riquísimos fondos de archivo cuyo detallado estudio puede aún develar mucho sobre la vida y el pensamiento de las mujeres en Cuba. Indagación documental que, dicho sea de paso, se enriqueció con los testimonios de algunas protagonistas de esta historia.

    Como bien dice el autor, al ser los estudios de la mujer un área deficitaria en la historiografía cubana, su libro no pretende llenar todos los vacíos o iluminar todas las penumbras. Su pretensión, mucho más modesta, es la del manual: organizar, sistematizar unos hechos y unirlos en el análisis bajo una mirada que los cohesione. Así, el texto recorre al mismo tiempo los avatares de la formación de los arquetipos femeninos consensuados durante el siglo xix y la evolución del pensamiento social al respecto. El capítulo 1, dedicado al feminismo durante el siglo xix en Cuba, propone un recorrido por las manifestaciones de un ideario feminista en ciernes que fue radicalizándose a medida que avanzaba el siglo, con las condiciones creadas por la guerra o la emigración, así como por la difusión de ideas de avanzada provenientes de Europa y los Estados Unidos. De una mujer a otra, de Gertrudis Gómez de Avellaneda a Ana Betancourt, de María Luisa Dolz a Aurelia Castillo de González, el libro estudia la formación de una conciencia de género —aunque no la llame así— y sus evidencias tanto en literatura como en política. La diáspora sufragista en la República de 1902 a 1925, el segundo capítulo, articula la trayectoria del movimiento sufragista con el nacimiento de otras organizaciones de mujeres y sus sucesivas discusiones desde la constituyente de 1901 hasta 1934. Llama la atención la cantidad de asociaciones existentes —registradas en uno de los anexos—, por lo cual no resulta sorprendente la inmediata respuesta a la convocatoria del primer congreso de mujeres en Cuba, que fue también el primero celebrado en América Latina. Lo que el autor llama —siguiendo el uso internacional del término— ciudadanía política, es uno de los logros de aquellos movimientos. En el ejercicio de una ciudadanía todavía restringida, durante las largas y acaloradas discusiones que tuvieron lugar en ambos congresos femeninos quedó demostrado no como pretendía la prensa contraria al movimiento: que las mujeres histerizaban la política, sino que, como asegura el investigador, sus intervenciones fueron exageradas y ridiculizadas a fin de restarles poder de representación. La organización y participación en el debate público posterior a la concesión del sufragio se reseña en el tercer capítulo del libro, donde el autor ilustra los desacuerdos en el seno del movimiento sufragista y la decisión estratégica de algunas organizaciones de mujeres de apoyar incondicionalmente a Machado, lo cual propició otras divergencias. Organizaciones como la Alianza Nacional Feminista y la Unión Laborista de Mujeres se opusieron a ejercer el derecho al sufragio —otorgado por ley congresal en julio de 1931— puesto que lo consideraban espurio: Este voto otorgado por una dictadura, por un lado, convertía definitivamente a las mujeres cubanas en ciudadanas, pero, por otro, las hacía rehenes del gobierno de un país que vivía un momento político con escasos matices de democracia (p. 91), según el autor. Durante su primer mandato, en 1934, el gobierno de Grau San Martín otorgó el voto sin restricciones a las mujeres. Para cuando tuvo lugar el Tercer Congreso Nacional Femenino, las demandas iban mucho más allá que en los primeros tiempos, y las mujeres pedían la derogación de todas las leyes propiciadoras de la desigualdad entre ellas y los hombres. Aquel debate, presente durante todo 1939, llegó a la Constitución del 40 y por eso aquella resultó ser una de las más avanzadas de su tiempo en ese y otros aspectos sociales.

    El lugar de las mujeres en la política nacional se estudia en Mujeres en el poder republicano: visibles o invisibles, capítulo centrado en quienes llegaron a ocupar puestos políticos electivos, así como en organizaciones de actividad política independiente. En este, como en otro de los acápites del libro, una echa de menos más información sobre hechos concretos, tales como el allanamiento, por parte del ejército batistiano, de los locales de la Federación Democrática de Mujeres Cubanas. La avidez de información, que la brevedad del libro deja insatisfecha, estimula la ilusión de una futura edición ampliada y corregida.

    5 Tal edición tuvo lugar: Julio César González Pagés: En busca de un espacio. Historia de mujeres en Cuba. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2005, pp. 199-204.

    En un intento por abarcar la historia de las mujeres cubanas, Julio César González Pagés no ha desdeñado datos que otros historiadores podrían considerar insulsos, cuando no despreciables. Así, el libro incluye, a despecho del formato habitual de la colección, varios anexos sobre, por ejemplo, cuántas mujeres usaban títulos nobiliarios, o cuáles fueron electas entre 1936 y 1958. Todo ello, sumado a las oportunas intervenciones del editor Fernando Carr Parrúas, cuyos leves toques de humor y cultura popular a la descripción de una época que aún no conocemos en profundidad viene a redondear el texto, añaden, además de las fotos e ilustraciones, la inasible imagen de un espíritu de época sin cuyos signos este libro no estaría completo.

    Solo el último párrafo del libro no me resulta convincente: Desde la década de los sesentas, concluye, ser feministas se asoció al sistema capitalista, lo que trajo un menosprecio por el término, cosa que ha sido subsanada en la actualidad. La Federación de Mujeres Cubanas ha representado por más de cuatro décadas a la masa femenina de Cuba (p. 116). Pareciera que todo fue resuelto. Sin embargo, los prejuicios existentes contra el feminismo, la desatención de toda su riqueza y su caricaturización, coexistentes con la loa a una imagen de mujer que pretendiera olvidarse de serlo, aún permean nuestra sociedad, donde es noticia encontrar alguna mujer más o menos célebre que se asuma públicamente como feminista. Por otra parte, el hecho de que casi todas pertenezcamos a la Federación no quiere decir necesariamente que nos sintamos bien representadas ni que la organización reconozca la diversidad en su seno como deseable. A pesar de los logros innegables acumulados desde su fundación, no es menos cierto que hay temas de ineludible

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