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Prosa del mundo: Denis Diderot y la periferia del iluminismo
Prosa del mundo: Denis Diderot y la periferia del iluminismo
Prosa del mundo: Denis Diderot y la periferia del iluminismo
Libro electrónico420 páginas6 horas

Prosa del mundo: Denis Diderot y la periferia del iluminismo

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Ante la fascinación que Hegel sentía por el pensamiento de Diderot, Gumbrecht describe el estilo intelectual de Diderot como un gesto individual de procesar la realidad material y cotidiana que genera un nuevo lugar a su obra literaria y de ensayos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 nov 2023
ISBN9786078931644
Prosa del mundo: Denis Diderot y la periferia del iluminismo
Autor

Hans Ulrich Gumbrecht

Hans Ulrich Gumbrecht es un teórico literario estadounidense de origen alemán cuyo trabajo abarca desde la filología y la filosofía, pasando por la historia literaria y cultural hasta las epistemologías de lo cotidiano. Profesor de la Universidad de Stanford desde 1989. En su obra aborda las literaturas francesa, española, portuguesa y alemana y la filosofía desde la Modernidad hasta la actualidad. Su pensamiento incorpora una mirada transdisciplinar, combinando la investigación histórica, filológica, estética y filosófica.

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    Prosa del mundo - Hans Ulrich Gumbrecht

    Portada

    Prosa del mundo

    Hans Ulrich Gumbrecht

    Prosa del mundo

    Denis Diderot y la periferia del iluminismo

    Traducción de Aldo Mazzucchelli

    UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA CIUDAD DE MÉXICO.

    BIBLIOTECA FRANCISCO XAVIER CLAVIGERO

    © Suhrkamp Verlag Berlin 2020

    Todos los derechos reservados y controlados a través de Suhrkamp Verlag Berlin

    D.R. © 2023 Universidad Iberoamericana, A.C.

    Prol. Paseo de la Reforma Número 880

    Col. Lomas de Santa Fe

    Ciudad de México

    01219

    publica@ibero.mx

    Primera edición: octubre 2023

    ISBN edición digital (ePub): 978-607-8931-64-4

    Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

    Hecho en México.

    Digitalización: Proyecto451

    Índice de contenidos

    Portadilla

    Legales

    Nota editorial

    Gratitud

    ON FAIT DE MOI CE QU’ON VEUT* Un día feliz en la vida de Diderot

    PROSA DEL MUNDO ¿Hay lugar para Diderot en el sistema de Hegel?

    JE SUIS DANS CE MONDE ET J’Y RESTE Ontología de la existencia en Le neveu de Rameau

    CHOSES BIZARRES ECRITES SUR LE GRAND ROULEAU Los poderes de la contingencia en Jacques le Fataliste et son maître

    LE PRODIGE, C’EST LA VIE El materialismo metabólico en Le rêve de d’Alembert

    QUELS TABLEAUX! Actos de juicio y singularidad de los fenómenos en Les Salons

    PROSA DEL MUNDO ¿Quién es Denis Diderot (y qué es la Encyclopédie)?

    JE NE FAIS RIEN Los últimos tres años de la vida de Diderot

    Agradezco a

    Bibliografía

    NOTA EDITORIAL

    A nombre del Departamento de Historia queremos agradecer la colaboración de Perla Chinchilla como revisora del texto, así como a Shamed Maciel por el cuidado de la versión final.

    Al profesor Aldo Mazzucchelli, por su traducción del inglés de la versión original del autor, a Jorge Rizo por la traducción de los fragmentos de las obras de Diderot citadas en el libro, a Ilán Semo por su traducción del alemán de diversos fragmentos, a Paola Ortelli por el cotejo e inclusión de párrafos en español de diversas obras escritas en alemán.

    Por último, agradecemos a Alejandro Álvarez por el financiamiento de la traducción del francés, como parte del proyecto de traducciones que coordina con Perla Chinchilla.

    Ricardo Nava Murcia

    Director del Departamento de Historia

    Junio, 2023

    GRATITUD

    1967 nunca ha sido un año emblemático, pero es seguro que su clima afectivo e intelectual tuvo un aspecto de incubadora. Algo importante parecía agitarse en el horizonte; impacientemente anticipamos que se convertiría en una revolución, y a mi generación le tomó entonces bastante tiempo admitir que París, mayo de 1968 no había sido tal cosa. Por supuesto que me uní a la Sozialistischer Deutscher Studentenbund (SDS, Asociación de Estudiantes Socialistas Alemanes) la mañana de aquel día de mediados de octubre (la fecha exacta no la recuerdo), cuya tarde aproveché para inscribirme en mi primer semestre en la Universidad de Múnich. Literatura Alemana y Literaturas Romances (en ese orden) fueron las dos asignaturas, planes de estudio y departamentos que elegí, con mucha menos convicción y entusiasmo por la Literatura de lo que fingía. Mi padre, con la mentalidad de un verdadero cirujano, me había convencido de que no había lugar en la Medicina para la Psiquiatría, con la que soñaba como profesión, y, por otra parte, hacer Literatura Romance (que en aquellos años alemanes significaba Literatura Francesa con apéndices en italiano y español) me daba la vaga ilusión de seguir viviendo en París, donde había pasado parte de mi último año de secundaria en el Lycée Henri IV, sin tener la menor idea de la gran tradición que ese nombre conllevaba. Lo que sabía y sentía sobre mis estudios al principio era bastante vago, en especial si lo comparaba con el formulario que la SDS me hizo firmar para comprobar que, literalmente, creía en el marxismo como la única y verdadera visión del mundo. Las cosas se volvieron algo muy decepcionante para mí ese otoño. Hoy puedo decir que, en todos aquellos cursos de temas izquierdistas, el entusiasmo y la inspiración se quedaron en el horizonte y nunca se hicieron presentes, mientras que aquellas clases que pretendían ser políticamente neutrales (un género casi moribundo para entonces) tan sólo reciclaban los mismos gastados conceptos de elogios sin detalles que yo ya conocía lo suficiente desde la secundaria. La única excepción sorprendente fue un proseminario sobre Los escritos estéticos de Diderot, impartido por la Dra. Ursula Schick, que cursé junto a otros tres o cuatro estudiantes, el cual probablemente haya elegido porque, en mi camino diario a la escuela en París, había pasado con regularidad delante de la estatua de Diderot en el bulevar Saint Germain y me gustaba la sonrisa en la cara metálica de color verde brillante del autor del siglo XVIII. En enero de 1968 hice una presentación en clase sobre Éloge de Richardson, el entusiasta elogio de Diderot al novelista inglés contemporáneo, y aunque su tono me pareció típicamente burgués, como afirmé críticamente, Denis Diderot había comenzado a crecer dentro de mí. No sabría decir por qué pasó, pero él debe haber sido el único motivo por el cual, después de mi primer semestre, terminé por no cambiarme de Literatura a Derecho, como pensaba que debía hacer, de acuerdo con toda clase de razones prácticas y espirituales. Incluso, esto hizo que las Literaturas Romances se convirtiesen en mi principal área de estudios, en lugar de la Literatura Alemana. Desde entonces, y dejando progresivamente atrás los ideales de la SDS, quietos en un horizonte autoirónico, Diderot y su prosa han estado conmigo en un lugar de simpatía que es profundo y periférico, incondicional y arbitrario, durante unos cincuenta años intelectuales y profesionales que fueron totalmente felices. Cuando hace aproximadamente una década, de repente y con un tono que sonaba a orden, mi amigo Karl Heinz Bohrer dijo que esperaba de mí al menos un libro académico más serio (wissenschaftliches), en lugar de tanto ensayo, supe de inmediato que tenía que ser sobre Diderot, y más precisamente sobre las razones desconocidas de esa simpatía profunda y a la vez periférica. Ésta fue la primera pregunta sobre Diderot que me hice. Pronto quedó claro que compartía tal incertidumbre sobre los motivos de mi entusiasmo con los más grandes (y también con algunos no tan grandes) estudiosos de Diderot. La prosa de Diderot despierta simpatía en muchos lectores y, sin embargo, parece escapar a todos los intentos de descripción exhaustiva. Varias veces el problema me tuvo al borde de renunciar a un libro que no necesitaba y que nadie (excepto Bohrer) quería especialmente que yo escribiera. En uno de esos momentos de vacilación, el famoso pianista Alfred Brendel, durante una beca conjunta en Berlín, comentó de pasada y en público que yo le recordaba a Diderot. Esto fue demasiado, por supuesto, pero también —y no en silencio— registré que Brendel había hecho explícito lo que yo ni siquiera me había atrevido a soñar durante tantos años. La vergüenza y el orgullo posteriores se convirtieron en el impulso para una segunda pregunta acerca de Diderot, sobre si mi afinidad de más de cincuenta años con él no se habría convertido, entretanto, sólo en un caso particularmente intenso de la muy amplia —y creciente— atracción que ejerce en los intelectuales del siglo XXI.

    ON FAIT DE MOI CE QU’ON VEUT

    (*)

    Un día feliz en la vida de Diderot

    Denis Diderot puede haber sido precoz en algunos aspectos, como estudiante durante su adolescencia, por ejemplo, o, visto desde nuestra retrospectiva histórica, en algunas de sus formas de pensar y escribir. Sin embargo, por lo que parece, nunca estuvo apurado. El flujo del tiempo y las promesas del futuro no lo distraían de los muchos objetos, problemas y personas que encontraba interesantes. Así, se mostraba activo, prolífico y generoso con sus contemporáneos, y apenas se preocupaba por transformar los eventos y condiciones de su vida en principios de otras cosas o en situaciones claramente definidas.

    No se sabe con exactitud cuándo dejó su Langres natal en la Champaña, una ciudad de varios miles de habitantes donde el padre de Diderot era un acomodado maestro cuchillero y su tío pertenecía al clero superior; en qué fecha partió del mundo provincial de su crianza, del que siguió ocupándose sin ambigüedades, para continuar sus estudios en París. Debió ocurrir en 1728 o 1729, cuando Diderot tenía entre quince y dieciséis años. De la década y media siguiente sólo conocemos los nombres de algunas instituciones académicas, así como los frecuentes cambios de intereses intelectuales y orientaciones existenciales que fueron desgastando la paciencia del padre y, una vez cesado el apoyo económico de Langres por ese motivo, las múltiples actividades encaminadas a llegar a fin de mes, en un ritmo de vida que sus biógrafos han tildado, de un modo anacrónico, como bohemio. En 1743, sin el permiso legalmente requerido de su familia, el cual seriamente había intentado obtener, Denis Diderot se casó en secreto con la fabricante de brocados Anne-Toinette Champion, quien era tres años mayor que él, sin fortuna, de condición social modesta, firmemente religiosa y, según varias fuentes, muy hermosa. Angélique, la única hija superviviente y muy querida por sus padres, quienes acabarían viviendo juntos durante más de cuatro décadas, infelizmente la mayor parte del tiempo, pero sin ninguna separación o distancia visible, nació en 1753, de una madre de cuarenta y tres años y un padre de cuarenta.

    Alrededor de 1750, más allá de la mitad de una vida promedio para el siglo XVIII, Diderot comenzó a establecerse en el mundo intelectual de París, más como una fuente de energía y una presencia atractiva dentro de una forma de sociabilidad emergente, que como una autoridad espiritual. Muy pronto, la censura del Estado lo identificó como un joven muy peligroso (un garçon très dangereux), y en 1749 fue hecho prisionero en la Fortaleza de Vincennes durante tres meses y medio. El primer volumen de la Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, la empresa global de la que Diderot se había convertido en editor en 1747, junto al matemático Jean le Rond d’Alembert, apareció tres años más tarde y encontró una resonancia inmediata en Europa e incluso en América del Norte, mientras que, entre sus escritos, un tratado sobre problemas epistemológicos en forma epistolar, la Lettre sur les aveugles de 1749, no sólo había sido el motivo de su encarcelamiento, sino que también había suscitado las más intensas discusiones.

    Durante esos años, Diderot conoció a algunas de las figuras más renombradas e influyentes de los círculos de la Ilustración de París, como Voltaire y Rousseau, pero también a Friedrich Melchior, barón de Grimm, y Paul-Henri Thiry, barón de Holbach, dos ricos inmigrantes de Alemania, diez años más jóvenes que él, quienes proporcionaron, de múltiples maneras, el marco material para esas conversaciones y encuentros que fueron la trama de una atmósfera en la que comenzó a sobresalir. Debe haber sido en ese contexto que Diderot conoció, después de 1755, a Louise-Henriette Volland, a quien llamaría Sophie y a quien se dedicó hasta 1784, año en que ambos murieron, con una serenidad y ternura que no había encontrado ni con su esposa ni con Madeleine de Puisieux, una escritora y filósofa polémica de la que, en 1745, se convirtió en amante apasionado. Sophie era la hija soltera de una respetable familia burguesa y tenía casi cuarenta años cuando comenzó su relación con Diderot. Vivió con su madre viuda y, durante largos periodos de tiempo, también con su hermana casada, de la que Diderot estaba a menudo celoso. Sophie, quien era muy leída, compartía las inclinaciones intelectuales de su amigo. Su salud debió de ser precaria, usaba gafas y tenía, como Diderot mencionó una vez en una carta, manos secas. Ningún retrato de Sophie ha llegado a nosotros, ni ninguna de las cartas que le escribió a su amigo. Sin embargo, ella se convierte en una presencia viva para nosotros en las ciento ochenta y siete (de probablemente más de quinientas) cartas de Diderot que se han conservado. Más que un diario en forma epistolar, se les describiría mejor como el rastro del deseo duradero de Diderot de compartir con Sophie la inmediatez y la experiencia vital de su existencia cotidiana, con todas sus complejidades sociales, intelectuales e incluso sensuales. No sabemos con certeza si una relación erótica formaba parte de su amor, pero es probable que pronto el deseo de Sophie Volland y Denis Diderot encontrara su forma más apropiada y agradable en la escritura y lectura de esas cartas, e incluso en la simple espera impaciente de ellas, pues aunque no mantuvieron su relación estrictamente en secreto y el apartamento de los Volland en París estaba cerca de la mansión de D’Holbach, donde Diderot pasaba gran parte de su tiempo, las oportunidades de que estuvieran juntos en presencia física eran bastante escasas. Cuando Sophie Volland murió en 1784, cinco meses antes que Denis Diderot, le dejó un anillo y una edición de las cartas de Montaigne, encuadernada en cuero rojo de Marruecos.

    Lejos de Sophie Volland, como era típico en ellos, Diderot pasó gran parte del verano de 1760 en La Chevrette, en la periferia de París, en un castillo propiedad de Louise d’Épinay, la rica y culta amante del barón Grimm. Extranjero en París, Grimm, desde 1753, se había hecho un nombre y había ganado una fortuna editando la Correspondance Littéraire, una colección regular de informes, en forma epistolar, sobre nuevas publicaciones, debates, obras de teatro y exhibiciones en la capital francesa a cuyas entregas manuscritas se habían suscrito un pequeño número de aristócratas europeos; entre ellos, Catalina la Grande de Rusia, Leopoldo II, el Sacro Emperador Romano Germánico, y Gustavo III de Suecia. Durante los viajes de Grimm, en su mayoría por negocios, Madame d’Épinay aseguró la continuidad de la Correspondance, mientras que Diderot era un contribuyente habitual que dependía de esta actividad como fuente de ingresos y, sin embargo, no parece haberse preocupado mucho por sus propios intereses financieros.

    Las estancias en La Chevrette y a veces en Grandval, la finca de D’Holbach, se habían convertido así en una parte estable de la existencia de Diderot que, por lo demás, alternaba en el centro de París entre un apartamento familiar ocupado con su esposa y su hija, y un espacio de trabajo alquilado para él como editor de la Enciclopedia, lo que le permitía frecuentar varios salones, sobre todo los de Grimm y D’Holbach. Las cartas que escribió a Sophie Volland y a muchos de sus colegas philosophes, (2) a menudo nervioso por la precariedad de sus procesos de entrega, cubrían ambas dimensiones de la sociabilidad intelectual de Diderot. Además de las raras visitas a Langres, la estrecha condición espacial de la vida de un hombre cuyos intereses no tenían literalmente ningún límite sólo se dejó atrás una vez, cuando, por invitación de la emperatriz rusa y después de años de vacilación, Diderot viajó a San Petersburgo en junio de 1773 y regresó a París durante el otoño del año siguiente.

    En comparación con amigos como Voltaire, Rousseau o Grimm, el horizonte de la vida de Diderot era, en efecto, particularmente restringido, pero, como sugiere el caso aún más extremo de Immanuel Kant, esto probablemente no era algo inusual, ni mucho menos incompatible con el papel de un intelectual en su época. Lo que distingue a Diderot de Kant, por el contrario, es la falta de un calendario de trabajo riguroso, lo que es realmente sorprendente dado el número de textos que escribió y, más aún, dado el logro verdaderamente heroico de terminar en 1772, sin ayuda de nadie desde la partida de D’Alembert en 1758, la edición completa de diecisiete volúmenes que componen la Enciclopedia, con once volúmenes de ilustraciones. La fuerza distintiva de Diderot, una fuerza paradójica al depender de una disposición a menudo criticada como perjudicial para cualquier tipo de éxito, puede haber consistido en una apertura al mundo tan radical que implicaba constantemente el riesgo de perderse en los detalles que le fascinaban, junto con una intensidad verdaderamente inusual en sus reacciones a todo tipo de experiencias y percepciones (entusiasmo era la palabra empleada para designar tal intensidad en el lenguaje del siglo XVIII). En lugar de convertir en una fuerza única tal intersección de apertura e intensidad, ésta bien podría haberse convertido en un problema para una vida menos restringida en su dimensión espacial.

    Aunque los amigos y los admiradores de Diderot siempre estaban deseosos de tenerlo como una presencia viva en sus círculos, él no se consideraba una persona de la sociedad, sino que se creía naturalmente tímido. Así, como escribió a Sophie Volland el lunes 15 de septiembre de 1760 desde el castillo de Madame d’Épinay en La Chevrette, (3) había decidido volver a París para el fin de semana, porque el domingo era la fiesta del pueblo y temía la habitual multitud compuesta por jóvenes campesinas engalanadas para la celebración y damas de París con su maquillaje, que se sentían atraídas por la supuesta ingenuidad del acontecimiento: Tengo miedo de las prisas. Había decidido ir a París a pasar el día […]. Era una multitud mezclada de jóvenes campesinas correctamente vestidas y altas damas de la ciudad maquilladas con rubor y lunares, bastón de caña en la mano, sombrero de paja en la cabeza y el escudero bajo el brazo. (4) Pero cuando Grimm y Madame d’Épinay lo vieron marcharse y expresaron su decepción, pudieron persuadir con facilidad a Diderot para que se quedara porque, como se queja en la carta, simplemente no podía soportar la sensación de haber causado alguna tristeza a sus amigos: "pero Grim [sic] y Mme. d’Épinay me detuvieron. Cuando veo los ojos de mis amigos cubiertos y sus caras estiradas, no hay repugnancia que se mantenga y hacen conmigo lo que quieren". (5)

    En cierto modo, entonces, aquel domingo de mediados de septiembre de 1760 no podría haber empezado peor para Denis Diderot, el autodeclarado pusilánime. Pero en lugar de reaccionar con resentimiento o malhumor, olvidó tanto su intención original como la decepción respecto de sí mismo tan pronto como se centró en el grupo de personas reunidas en el castillo: Estábamos entonces en el triste y bello salón, y formábamos, diversamente ocupados, un cuadro muy agradable. (6) Incluso en la situación casual de escribir una carta a Sophie, el lenguaje de Diderot es preciso y no rehúye, en su precisión, los detalles aparentemente insignificantes, y las contradicciones que éstos parecían producir. Percibió como magnífico y triste el ambiente en el que Madame d’Épinay, Melchior Grimm y sus invitados se concentraban en sus diferentes ocupaciones, y aunque los diferentes grupos constituían un cuadro muy agradable, describió cada una de sus interacciones en su singularidad, como una serie de bocetos dibujados con contornos simples y fuertes. El primero de estos dibujos en la prosa de Diderot muestra a los anfitriones mientras son retratados por dos artistas:

    Hacia la ventana que daba a los jardines, Grim [sic] estaba siendo pintado y Mme. d’Épinay se apoyaba en el respaldo de la silla de la persona que lo pintaba. Un dibujante, sentado más abajo en un soporte, estaba dibujando su perfil a lápiz. Es encantador este perfil, no hay mujer que no se sienta tentada a ver si se parece. (7)

    Mientras Madame d’Épinay contempla el retrato de Grimm, se convierte ella misma en modelo de un dibujo al que Diderot, presente en la escena, está mirando. Lo que le fascina al hacerlo no son, como un lector del siglo XXI puede inclinarse a imaginar, las cascadas de la autorreflexión, sino la forma compleja de un grupo de figuras vistas como si fueran una escultura (el cuadro muy agradable [tableau très-agréable] ). Y luego Diderot, tanto como protagonista de la escena, como en su calidad de observador de la misma, reacciona con intensidad al dibujo de Madame d’Épinay (ese perfil es encantador [il est charmant, ce profil] ) y se deja descarrilar por una asociación sobre los posibles celos de otras mujeres que podrían encontrar demasiado halagador el retrato de la anfitriona.

    La siguiente de las imágenes en prosa, todas separadas en diferentes párrafos, muestra al señor de Saint-Lambert, oficial y poeta omnipresente en los círculos de la clase alta de su tiempo, que lee el folleto más reciente que, como añade Diderot, dirigiéndose ahora a Sophie Volland, también le había enviado a usted (¿se referirá a la última entrega de la Correspondance?). El mismo Diderot juega al ajedrez con Madame d’Houdetot, la maîtresse de Saint-Lambert, que se había hecho famosa, tres años antes, debido a la fuerte atracción que ella y Jean-Jacques Rousseau sentían el uno por el otro. (8) Hay seis escenas más: la madre de Madame d’Épinay con sus nietos y sus tutores; dos hermanas del pintor Grimm que están trabajando en su bordado de encaje; una tercera hermana del pintor tocando una pieza del compositor italiano Scarlatti en el clavicordio; el señor de Villeneuve, un amigo de Madame d’Épinay, felicitándola e iniciando una conversación con Diderot; el señor de Villeneuve y Madame d’Houdetot reconociéndose mutuamente, y la intuición de Diderot comentando que ninguna pérdida de simpatía ha ocurrido entre ellos. El tono y la gracia específicos de su prosa surgen de la superposición de tres niveles discursivos diferentes: la precisión compacta, a veces incluso aforística, de las descripciones; la intensidad en las reacciones, asociaciones e intuiciones de Diderot, que es parte de la escena evocada y a la vez la observa desde fuera; y las transiciones, desde la apertura concentrada hacia el mundo que lo rodea, hacia aquellos momentos en los que Diderot se dirige a Sophie Volland con su deseo de hacerla participar.

    La forma en que su apertura al mundo puede convertirse en una apertura hacia Sophie se hace particularmente clara cuando, más tarde, Diderot habla de la cena del domingo:

    Llegó la hora de la cena. En el centro de la mesa estaban Mme. d’Epinai [sic], por un lado, y M. de Villeneuve, por otro; se tomaron todas las molestias y la mejor gracia del mundo. Cenamos espléndidamente, con felicidad y durante mucho tiempo. Helado; ¡ah! Amigos míos, ¡qué helado! Es ahí donde tenías que estar para tomar buenas, a ti que te gustan. (9)

    Llegadas de Italia, las recetas de helados habían conquistado progresivamente las cocinas real y aristocrática de Europa desde principios de la modernidad y se estaban convirtiendo en una preferencia gastronómica ya más popular durante el siglo XVIII. Obviamente consciente de que Sophie, junto con su madre y su hermana, compartían ese gusto, Diderot pasa una vez más de la descripción de una escena social a su propia reacción sensual, que luego desencadena el deseo de dejar que las tres mujeres formen parte de la percepción. Su concentración en un momento sensual se convierte así en generosidad y en un gesto de cercanía.

    El siguiente paso en la evocación de Diderot de ese domingo cada vez más agradable, y que se apartó tanto de sus malas expectativas, tiene que ver de nuevo con una percepción, pero ahora se centra en la gracia como una modalidad de experiencia estética y como un concepto que ya había aparecido en su carta varias veces. Después de la cena, Emilie, una chica de quince años que Diderot aparentemente había mencionado a Sophie antes, toca el clavicordio e impresiona a toda la compañía: La persona de la que ya he hablado, la que tocó el clavicordio con tanta ligereza, nos asombró a todos. A ellos por la rareza de su talento, a mí por el encanto de su juventud, su gentileza, su modestia, sus gracias y su inocencia. (10) La descripción tiene una afinidad con el famoso ensayo sobre el Marionettentheater en el que Heinrich von Kleist, unas décadas más tarde, analizaría la gracia como una cualidad estética específica en el comportamiento humano, la cual depende de la ausencia de cualquier intención de complacer. Pero Diderot se encuentra solo en su entusiasmo por la gracia de Emilie. Sus amigos prefieren antes admirar su talento técnico que estar encantados con su inocencia. Diderot discute sobre sus diferentes puntos de vista con Monsieur de Villeneuve, quien cree que un talento inusual siempre debe ser desarrollado mediante una mayor instrucción práctica y teórica:

    Le dije a M. de Villeneuve: ¿Quién se atrevería a cambiar algo en esta obra? Es muy buena. Pero el Sr. de Villeneuve y yo no tenemos los mismos principios. Si se encontrara con personas inocentes, le gustaría bastante instruirlas; dice que es otro tipo de belleza. (11)

    Lo que llama la atención en este pasaje no es sólo la posición de Diderot sobre la gracia como una dimensión de la experiencia estética, pues ésta debía ser algo aún bastante excéntrico a mediados del siglo XVIII. También está naturalmente dispuesto a aceptar el desacuerdo con el señor de Villeneuve sobre el tema, sin necesidad de presionar para lograr un consenso y sin albergar ningún resentimiento. Monsieur de Villeneuve y él, escribe Diderot, están simplemente separados por principios diferentes. Por eso pueden cambiar de tema en el curso de la conversación. El nuevo enfoque se centra en los méritos intelectuales y sociales de Sophie Volland, su madre y su hermana, a quienes Monsieur de Villeneuve había conocido durante una estancia anterior en el campo. Y de nuevo la prosa descriptiva de Diderot se convierte en una apertura hacia su amada, esta vez en forma de un diálogo que comienza citando una declaración hecha por Monsieur de Villeneuve (aquí en cursiva):

    —La señora de Volland… es una mujer de raro mérito.

    —Y su hija mayor…

    —Es tan ingeniosa como un demonio.

    —Tiene mucho ingenio. Pero es sobre todo su franqueza lo que me gusta. Casi apuesto a que no ha mentido deliberadamente desde que alcanzó la edad de la razón. (12)

    No está del todo claro dónde exactamente el discurso de Diderot pasa de ser una autocita a un cumplido dirigido directamente a Sophie Volland. Podemos decir, sin embargo, que la continua duplicidad entre las descripciones compactas de su época en sus diferentes etapas y los reiterados momentos de apertura hacia su amada termina por convertirse en una forma discursiva por derecho propio.

    La noche termina con música y baile: Trajeron los violines y bailamos hasta las diez; nos levantamos de la mesa a medianoche; a las dos, a más tardar, nos retiramos todos y el día transcurrió sin los problemas que había temido. (13)

    Diderot, al mirar atrás desde el final de este largo día, está feliz de admitir que su miedo y anticipación anteriores habían resultado equivocados. La debilidad que no le permitió seguir sus propios planes cuando entraron en conflicto con las expectativas de sus amigos había demostrado su fuerza, la fuerza de permitir simplemente que el mundo ocurriera. De manera inesperada para Denis Diderot, típicamente en su caso, esta fuerza había hecho del domingo 14 de septiembre de 1760 un día feliz, ya que pudo concentrarse en la presencia de personas, objetos, percepciones y sentimientos, en su concreción y singularidad, y sin mucha dirección ni propósito. El aburrimiento que temía nunca llegó.

    Podemos referirnos a tal apertura incondicional, que se abstiene de proyecciones idiosincrásicas, como la generosidad de Diderot. La precisión compacta de su prosa fue el medio para esta generosidad. Sin embargo, la apertura, la generosidad y la precisión en relación con el mundo se convertían constantemente en otra forma de generosidad, que era el deseo de compartir con su amada todo lo que le gustaba en el mundo y respecto del mundo.

    Ese dejar que el mundo suceda finalmente explica por qué Diderot nunca terminó esclavizado por la progresión del tiempo. Sin ninguna obsesión o nerviosismo, se ocupaba y confiaba en que sería recordado por la posteridad. Y, aún así, quería morir sin drama y sin rituales, de repente, en medio de su feliz inmersión en los acontecimientos del mundo. (14)

    *. N. del T. Hacen conmigo lo que quieren.

    2. Durante el siglo XVIII, el significado de la palabra era similar al concepto actual de intelectual.

    3. Fue mi difunto amigo Henning Ritter quien primero me llamó la atención sobre esta carta en particular.

    4. Je crains la cohue. J’avais résolu d’aller à Paris passer la journée […]. C’étoit une foule melée de jeunes paysannes proprement atournées, et de grandes dames de la ville avec du rouge et des mouches, la canne de roseau à la main, le chapeau de paille sur la téte et l’écuyer sous le bras. (Denis Diderot, Correspondance, vol. I, p. 173.) [Traducción del francés de Jorge Rizo. Las traducciones del francés son suyas, excepto cuando se indique algo distinto.]

    5. "Mais Grim [sic] et Mme d’Epinay m’arrétèrent. Lorsque je vois les yeux de mes amis se couvrir et leurs visages s’allonger, il n’y a répugnance qui tienne et l’on fait de moi ce qu’on veut". (Idem.)

    6. Nous étions alors dans le triste et magnifique salon, et nous y formions, diversement occupés, un tableau très-agréable. (Idem.)

    7. Vers la fenètre qui donne sur les jardins, Grim [sic] se faisoit peindre et Mme d’Epinay étoit appuyé sur le dos de la chaise de la personne qui le peignoit. Un dessinateur, assis plus bas, sur un placet, faisoit son profil au crayon. Il est charmant, ce profil; il n’y a pas de femme qui ne fût tentée de voir s’il ressemble. (Ibidem, pp. 173-174.)

    8. Arthur M. Wilson, Diderot, pp. 292-294.

    9. L’heure du dîner vint. Au milieu de la table étoit d’un côté Mme d’Epinai [sic], et de l’autre M. de Villeneuve; ils prirent toute la peine et de la meilleur grâce du monde. Nous dinâmes splendidement, gaîment et longtemps. Des glaces ; ah! Mes amies, quelles glaces! C’est là qu’il fallut être pour en prendre de bonnes, vous qui les aimez. (Denis Diderot, Correspondance, vol. I, p. 175.)

    10. La personne dont je vous ai déjà parlé, qui touché si légèrement le clavecin, nous étonna tous, eux par la rareté de son talent, moi par le charme de sa jeunesse, de sa douceur, de sa modestie, de ses grâces et de son innocence. (Idem.)

    11. Je disois à M. de Villeneuve: ‘Qui est-ce qui oseroit changer quelque chose à cet ouvrage-là? Il est si bien’. Mais nous n’avons pas, M. de Villeneuve et moi, les mèmes principes. S’il rencontroit des innocents, lui, il aimeroit assez à les instruire; il dit que c’est un autre genre de beauté. (Ibidem, p. 175.)

    12. "—Mme de Volland… est une femme d’un mérite rare.

    —Et sa fille aînée…

    —Elle a de l’esprit comme un démon.

    —Elle a beaucoup d’esprit. Mais c’est sa franchise surtout qui me plaît. Je gagerois presque qu’elle n’a pas fait mensonge volontaire despuis qu’elle a l’âge de la raison". (Ibidem, p. 176.)

    13. On fit entrer les violons et l’on dansa jusqua dix; on sortit de la table à minuit; à deux heures au plus tard nous étions tous retirés; et la journée se passa sans l’ennui que je redoutois. (Idem.)

    14. Vid. ibidem, pp. 714-717.

    PROSA DEL MUNDO

    ¿Hay lugar para Diderot en el sistema de Hegel?

    Leer a Denis Diderot despierta a menudo sentimientos de empatía, y esto no ocurre únicamente en el caso de sus cartas. Lo que he empezado a describir como su apertura al mundo material y social, junto con un estilo específico de generosidad, sugiere la presencia, y a veces incluso la cercanía, de un individuo vivo en sus textos, un individuo con el que pronto nos sentimos familiarizados. Ésta debe ser la razón por la que Diderot ha sido, durante mucho tiempo, un autor favorito del canon literario francés, que se extiende tan impecablemente a través de los siglos desde la Edad Media, abundando en perfiles de autores brillantes con sus distintas tonalidades. Pero sentirse a gusto e incluso simpatizar con este o aquel autor no siempre se traduce en tener conceptos claros que identifiquen su estilo intelectual y literario. Diderot es un caso eminente de esta condición.

    Una extraña pero recurrente mezcla de fluidez y estructuras estables hace difícil tener una imagen de la forma

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