El Alquimista de la serpiente ciega - Dramatizado
Por Ralph Barby y Fernando Díaz
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El Alquimista de la serpiente ciega - Dramatizado - Ralph Barby
El Alquimista de la serpiente ciega - Dramatizado
Original title: El alquimista de la serpiente ciega
Original language: Spanish (Neutral)
Copyright © 2023 Ralph Barby and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728580356
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Capítulo Primero
El Half Moon era un local de la más ínfima categoría. Allí acudía la escoria de la sociedad, allí se reunía una especie de inframundo capaz de producir náuseas sólo verlo, olerlo o simplemente oírlo.
El Half Moon, anunciado pomposamente con un rótulo en la marquesina de entrada, era un night club, pero de club tenía más bien poco. Era difícil su clasificación, incluso para las autoridades que lo habían clausurado en diversas ocasiones. Pero el local siempre terminaba por abrirse, volviendo a las andadas.
Allí había mujeres que aguardaban y hombres que llegaban; músicos frustrados y escasa luz.
La policía sabía bien que aquél era un reducto de facinerosos y criminales, y había llegado a tener sus soplones dentro para enterarse de forma supuestamente anónima de algunos delitos que se preparaban, casi siempre de poca monta.
Sin embargo, los soplones siempre acababan siendo descubiertos y al poco aparecían muertos en los lugares más dispares: ahogados, acuchillados, estrellados en automóviles robados, pero siempre muy lejos del Half Moon.
El inspector Hastings de Scotland Yard le tenía el ojo echado al singular antro.
No sólo pretendía clausurarlo, sino obtener una orden de demolición total del edificio para que aquel nidal de ratas desapareciera para siempre, pero aquello no era nada fácil.
Había leyes, muchas leyes que protegían al ciudadano y que también entorpecían la labor de la policía.
No había sido posible demostrar ningún crimen cometido en aquel lugar, tampoco robos, pues quien robaba en el Half Moon encontraba un severo castigo y no precisamente a manos de la ley, la cual habría sido más benévola.
Allí las cuentas se saldaban en el silencio de los callejones húmedos y malolientes.
Jamás se pedía la intervención de la policía y siempre que el inspector Hastings había requerido una orden del juez para realizar una inspección del local, con la consiguiente redada, el juez se la había entregado a regañadientes.
Nunca parecía suficientemente justificada la petición, puesto que el inspector Hastings no hallaba motivo sólido para la misma. Al final, acababan encerrando en la cárcel a unos cuantos drogadictos, pero no a traficantes de drogas, pues si allí se almacenaban estupefacientes, ni los hombres de Scotland Yard ni sus perros adiestrados habían conseguido hallarlos.
También pasaban algunas horas en la cárcel mujerzuelas, chulos, tipos que no podían justificar medios de vida y alcohólicos, además de las consabidas bailarinas de streep-tease, que por ostentar el Half Moon la calificación de club, tenían permiso para actuar en sus números especiales de lúbrica exhibición.
Nunca habían encontrado nada gordo, nada interesante, nada que le permitiera presentarse ante el juez con una amplia sonrisa de satisfacción y decirle: ¿Lo ve, señor juez? Yo tenía razón.
En el Half Moon sólo se atrapaban ratas de cloaca de escaso relieve y el inspector Hastings tenía aquella espina clavada en su espíritu profesional. Estaba convencido de que algunos de los crímenes que se cometían en otros puntos de la ciudad, incluso fuera de ella y mucho más lejos, tenían algo que ver con el siniestro club que no pertenecía a un único dueño, sino que era propiedad de una sociedad de accionistas.
Eran unas acciones mínimas, de cinco libras, y había sido inútil intentar reunir a los accionistas para que vendieran sus participaciones al municipio para que éste derruyera el edificio y dedicara el solar a zona verde, que tanta falta hacía en aquel lugar húmedo, hediondo, angosto, y en noches sin luna, sobrecogedor.
Los pocos accionistas que en ocasiones se había logrado reunir, habían resultado en su mayor parte hampones de la más ínfima categoría y sus acciones, obtenidas por herencia más o menos directa, pues corría la voz de que quienes poseían dichas acciones debían de legarlas en herencia, nunca venderlas.
Era una especie de ley no escrita en ninguna parte, pero todos los accionistas la conocían y respetaban, pues algunos que habían osado venderlas, poco después aparecían muertos en las formas más extrañas.
No obstante, estaba estipulado que durante todo el mes de enero de cada año podían pasar a cobrar sus ganancias y así se hacía puntualmente. Pero las acciones eran tantas, tan repartidas estaban y su valor resultaba tan pequeño, que eran pocos los que en el mes de enero de cada año pasaban a recoger sus beneficios, apenas unos cuantos miserables de aquel submundo, que se veían sin un penique y acudían a cobrar.
En el noventa por ciento de los casos, esto no sucedía y aquel local funcionaba sin problemas económicos. Para los más, la acción que poseían les servía como carné acreditativo para ser tratados en el Half Moon como clientes preferentes.
El gerente del club era un tipo extraño, silencioso, temido dentro de aquel inframundo y al que