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Contra el olvido: 17 escritores Maulinos
Contra el olvido: 17 escritores Maulinos
Contra el olvido: 17 escritores Maulinos
Libro electrónico281 páginas4 horas

Contra el olvido: 17 escritores Maulinos

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Información de este libro electrónico

A través de los diecisiete perfiles que componen este libro se percibe la presencia espectral de uno de los mitos fundacionales de la literatura chilena: la maulinidad. Este compendio de vidas y obras, que van desde autores reconocidísimos a figuras destinadas al fondo de un baúl rural, nos permite enfrentarnos a una buena parte del canon de la literatura hecha desde el Maule. "Contra el olvido», como bien lo dice su título, es una buena posibilidad de releer, pero por sobre todo de descubrir figuras borroneadas por la historia.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones UCM
Fecha de lanzamiento31 ago 2023
ISBN9789566067603
Contra el olvido: 17 escritores Maulinos

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    Contra el olvido - Juan Mihovilovich

    Contra el olvido: 17 escritores maulinos

    Materias: literatura chilena, literatura regional chilena,

    territorio y descentralización, Siglo

    XX

    256 pp, 150x230mm, exterior couché 300 g, interior bond ahuesado 80 g

    Talca, Chile, Ediciones

    UCM

    , 2021

    CONTRA EL OLVIDO: 17 ESCRITORES MAULINOS

    © EDICIONES UCM, 2021

    COLECCIÓN:

    ARCHIVO LITERARIO REGIONAL

    1ERA EDICIÓN: OCTUBRE 2021

    ISBN

    : 978-956-6067-17-7

    ISBN DIGITAL

    : 978-956-6067-60-3

    DEWEY: CH860

    CUTTER: C764O

    EDITORIAL UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL MAULE

    AV. SAN MIGUEL 3605, TALCA, CHILE

    ediciones@ucm.cl

    DIRECCIÓN EDITORIAL: JOSÉ TOMÁS LABARTHE

    EDITORES DEL PROYECTO DEL FONDO DEL LIBRO: MARINA FIERRO | CRISTIÁN RAU

    EDICIÓN: JONNATHAN OPAZO

    DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN: MICAELA CABRERA ARTUS

    Todos los derechos reservados. La reproducción parcial o total de esta obra debe contar con la autorización de los editores. Se autoriza su reproducción parcial para fines periodísticos, mencionando la fuente editorial.

    Sobre la imagen de la cubierta: fotomontaje satélite chileno Fasat-Delta

    DIAGRAMACIÓN DIGITAL: EBOOKS PATAGONIA

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Pepe Donoso o el intento de robar a los dioses el fuego de la creatividad

    Por Cecilia García Huidobro Mc

    Hugo Correa: la luz propia no pasa de moda

    Por Óscar Barrientos Bradasic

    Carmen Arriagada: una del mismo sexo

    Por Francisca Oróstica Dorado

    Eduardo Anguita: casi un decoracionista, casi un poeta sonoro

    Por Felipe Cussen

    Emma Jauch: crónica para una desconocida

    Por Masiel Zagal

    Pablo de Rokha: el convidado de piedra

    Por Cristián Rau y Daniel Rozas

    Winétt de Rokha: de la cruz a la piedra

    Por Susana Burotto

    Stella Corvalán: la cristiana errante

    Por Silvia Rodríguez

    Juan Ignacio Molina: un naturalista de Huaraculén

    Por Felipe Moncada

    Jorge González Bastías: la luz que nunca se apaga

    Por Jonnathan Opazo Hernández

    Efraín Barquero: el perpetuo destierro

    Por Rodolfo de los Reyes

    Margot Loyola: la vida en seis octavos y tres cuartas

    Por Francisca Ortiz

    Tancredo tiene un plan

    Por Claudio Maldonado

    Gladys Thein: el soliloquio de la eternidad sobre su propia desventura

    Por Begoña Suazo

    Marta Jara Hantke: entre flores y delirios

    Por Lilian Barraza Pizarro

    El exilio de Óscar Bustamante

    Por Juan Diego Spoerer

    Claudio Giaconi: el mito invisible

    Por Samuel Maldonado de la Fuente

    Sobre los autores

    Pepe Donoso o el intento de robar a los dioses el fuego de la creatividad

    Por Cecilia García Huidobro Mc

    Toqué el timbre de su casa en la calle Galvarino Gallardo, en Providencia, a las cinco de la tarde. Era un día primaveral y a esa hora la fragancia del jazmín o ylang‒ylang, no recuerdo bien, ya se había diseminado por todo el lugar y se podía sentir desde la entrada. No conocía personalmente a José Donoso, pero luego de una ceñida persecusión teléfonica había conseguido que aceptara una entrevista. Para asegurarme que me recibiera, le prometí que la conversación giraría alrededor del grupo Bloomsbury y su admirada Virginia Woolf.

    Esperaba en la puerta como si fueran las cinco en todos los relojes, al decir del hermoso verso de García Lorca, como si fueran «las cinco en sombra de la tarde». Voy a entrar a la casa de un escritor que ha sabido como nadie dar forma a lo umbroso que todos llevamos dentro, pensé mientras escuchaba desde el interior insistentes ladridos. En la mayoría de las fotografías que me había tocado ver en revistas e incluso portadas de alguno de sus libros, había un perro que sigue a Donoso o bien posa en su falda y mira a la cámara dando a entender que tiene mucho que decir. Así lo han hecho en su narrativa, pues con frecuencia aparecen como una disrupción desestabilizadora en medio de una realidad en calma aparente. No era de extrañar que fueran estos habitantes del mundo donosiano los más atentos a la llegada de lo extraño. ¿A quién escuchaba ladrar en realidad? ¿sería la perturbadora perra amarilla de El obsceno pájaro de la noche o los violentos mástines negros de El lugar sin límites o los numerosos canes callejeros de La desesperanza o el enérgico perro gris en La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria o la quiltra que pone todo fuera de control en el cuento «Paseo»?

    «Hola», saludó un hombre cordial, más encorvado de lo que yo imaginaba, con ademanes lentos como si fuera mayor, pero con una mirada aguda como si fuera más joven que su edad cronológica. Vestía un sweater rojo de fino cachimira. Un poco de caspa en la zona de los hombros disminuía algo su elegancia.

    «Entra rápido para que no salga Cirilo», agregó y recién entonces vi a un perro al lado suyo —muy pequeño para el ruido que habían hecho sus ladridos—, que seguía el diálogo como un apuntador.

    Crucé los dedos para que la conversación se realizara en el mítico ático de su casa donde operaba el aplaudido y vilipendiado taller de escritura que sostuvo por años, y donde el narrador se encerraba a diario a escribir. Quería conocer ese santuario. Casi no pude contener la sonrisa cuando me dijo, «tenemos que subir al tercer piso». Hasta ahí, todo bien, pero no contaba con que el perro fuera el primero en trepar la escalera ni mucho menos que me gruñera durante toda la entrevista. Cada tanto Donoso le llamaba la atención: «!Basta, Cirilo!», orden que el animal ignoró olímpicamente. La sorpresa para mí fue que no lo sacó de la habitación pese a que estuvo mostrándome los dientes durante más de una hora.

    Siempre tiemblo durante una entrevista atemorizada de que la grabadora no funcione o de que yo no esté lo suficientemente alerta para contrapreguntar. En esa oportunidad la angustia más bien provenía de la posibilidad que Cirilo terminara abalanzándose sobre mí. En contraste a esta amenaza, mi entrevistado era particularmente amable y bien dispuesto a responder, aunque siempre de manera vacilante como si su voz fuera ciega y tuviera que escoger las ideas a tientas. Las frases terminaban con una inflexión ascendente, pareciendo que todo en él era pregunta. «¿Te fijas?». Años después leyendo sus diarios me di cuenta de que era mucho más que un estilo de conversación, era también su método de escritura: «En lo que se refiere a los Notebooks de James: la sensación, insatisfactoria para mí, de falta de titubeos. Uno no lo ve trabajando, o lo ve trabajando solo en un sentido muy exterior (…) No pierde su tiempo ni energía, ni jamás se equivoca. Tal vez porque sea tan diferente mi experiencia de la creación literaria, estos Notebooks son, quizás, lo más desilusionante e insatisfactorio de Henry James»,¹ comenta en uno de sus cuadernos.

    Ya avanzada la entrevista y dado que la bravata de Cirilo no menguaba, me entró la sospecha que Pepe actuaba en complicidad con el perro para mantener a la periodista a raya. Con el tiempo he llegado a la convicción de que se trató de una escena de ventrilocuismo, y que los gruñidos eran más bien la expresión de la permanente incomodidad que siempre acompañó a Donoso, ya que, como muchas veces dijo, no podía ni sabía funcionar socialmente. Ahora que lo pienso, la idea del ventrilocuo dice mucho de su escritura exploratoria que, en cada proyecto, tantea nuevas voces, sondea lenguajes para desplegar alguno de los espectros que lo habitaban. «El que escribe una novela lo hace, generalmente, no porque estime que su propia vida sea novelesca, sino todo lo contrario: por un anhelo vergonzante de participar en hechos que, se figura, tuvieron esa condición», dice el narrador en las primeras líneas de su novela Donde van a morir los elefantes. Arranca el relato y uno adivina que una vez más Donoso ha puesto en práctica el arte de impostar voces.

    Tempranamente en su vida eligió el más solitario de los oficios, escribir. Y, como consecuencia de ello, dispuso de largos tiempos para compartir con sus fantasmas. Cuando escribo fantasmas, dudo si decir «demonios», pero me arrepiento. Es más indicada la primera porque es un concepto que se instala en la ambigüedad, que arrastra más misterio y marca las horas desde inquietantes sombras. Como sus relatos.

    ***

    Recuerda Donoso que siendo niño una de sus actividades favoritas era acompañar a su padre al sastre. «Tenía de esos espejos movibles, y parándome yo entre las dos alas, y moviendo las alas en forma conveniente, sucedía que mi pequeña figura se multiplicaba en forma infinita, y veía una galería de Pepes unánimes, ritmados, que se prolongaban hasta que la vista ya no lograba comprender los fenómenos de la óptica».² Es una anécdota, pero también es una suerte de declaración de principios. O, más que eso, una infidencia no forzada y el más acabado de sus autorretratos. Algo así como el abstract que acompaña a cualquier ensayo. El resumen de su vida.

    Alguien podría preguntar entonces ¿cuántos José Donoso existieron realmente? Se puede especular con la tentación de hacer una lista: el descendiente de talquinos de cepa, el anglófilo, el homosexual, el escritor del boom, el tallerista, el envidioso, el cinéfilo, el esposo, el maestro, el paranoico, el padre, el hipocondríaco, el autor de obras imperecederas, el

    guest professor, el cronista, el abuelo que leía Alicia en el país de las maravillas a su nieta…

    La respuesta es más bien breve: todos y ninguno. Se disfrazó de cada uno de ellos para ser siempre fiel a sí mismo. O más precisamente, para estar en sintonía con ese niño que, en los espejos de la sastrería, viéndose replicado hasta la monstruosidad, ya había intuido que su identidad personal no estaría construida sobre la base de la coherencia, cuestión que años después con muchas jornadas de psicoanálisis en el cuerpo, verbalizaría diciendo que experimenta «una duda muy fuerte, una no creencia en la unidad de la personalidad humana».

    No se trata de un escritor maldito, nada de eso. Si nos pusiéramos a revisar su biografía, encontramos una vida ordenada y sencilla. Mientras estuvo en España por casi veinte años con su mujer María Pilar y su hija Pilarcita, se mudaron muchas veces de ciudad y de casa, pero se preocupaba de que fueran acogedoras, amobladas con gusto, ojalá con objetos de calidad, aunque el dinero escaseara, como bien refleja la alegría que plasmó en su diario cuando el suegro le avisa que le regalará todas las alfombras persas. Donoso sencillamente escribe: «!!!!!!!HURRAH!!!!!!!».³

    Hay que internarse en niveles más íntimos para percibir que vivió una existencia expuesta, una vida a la intemperie desde el momento en que se propuso robar a los dioses el fuego de la creatividad. Una apuesta vital a la que se arrojó sin red ni protección. Padeciéndola y gozándola. Haciéndola padecer y gozar a los suyos porque hay costos para una osadía como esa.

    En muchos sentidos, nuestro novelista forma parte de esa rara especie literaria para quienes la escritura es sinónimo de vida. Si lo habitual para una persona de letras es que se proponga vivir para escribir, para contarlo, él invierte el orden de los factores y con ello el orden de su existencia. Para Donoso ser escritor no es un estado, es un proceso, una derrota que hay que combatir a diario. En un período de seca, cuando las palabras y los personajes parecen haberlo abandonado, anota desesperado en un cuaderno: «El fracaso no me gusta en nadie, menos en mí, y el fracaso no es ni la falta de dinero y de eco, sino otra cosa distinta, esto que siento cada mañana al sentarme a escribir y ser incapaz de hacerlo, dar vueltas en círculos, girar en banda. Lo contrario de fracaso no es éxito, sino vigor, potencia literaria».

    Estuviera radicado en Santiago, Buenos Aires, México, Iowa, Barcelona, Calaceite o Madrid, Donoso todas las mañanas se instala en su taller para dar un salto al vacío, que en su caso era enfrentarse a la página en blanco. Garrapatea borradores en sus cuadernos como quien hace elongaciones antes del match con la máquina de escribir. Durante su vida va sumando cábalas para conseguir un par de párrafos que le llenen el gusto: lápiz Bic de punta fina y tinta negra, cuadernos grandes, papeles especiales para cumplir con el ideal que predicaba Virginia Woolf: escribir cuatro páginas diarias. Eso podía retenerlo en su escritorio una jornada completa al final de la cual estaba realizado o amargado según hubiera logrado darle cuerpo a ese otro cuerpo, el de la ficción. Y que para él fueron más bien uno solo.

    ***

    José Donoso nació en una familia burguesa en Santiago, en octubre de 1924, pocas semanas después de la intervención militar denominada «Ruido de sables» que obligó al Presidente de la República, Arturo Alessandri, a abandonar el territorio. Una suerte de anticipo de lo que será la vida política del país en que le ha tocado nacer, con momentos de turbulencias más complejas donde los zumbidos ya no fueron de sables sino de bombarderos de guerra. Acaso esta coincidencia influyó en que Pepe haya mantenido relaciones tensas, de amor y odio con su patria. Chile lo asfixiaba y lo fascinaba al mismo tiempo. Desde pequeño se sintió distinto, como si una fuerza lo llevara a contracorriente. No debe ser casualidad que el primer cuento que escribió y publicó en inglés mientras estudiaba en Princeton —«The Poisoned Pastries» (1951)— se trate de niños con cierta perplejidad frente a su entorno, lo mismo que le sucede al chico que protagoniza el primer relato que publicó en Chile en la reconocida Antología del nuevo cuento chileno y que constituyó la puesta en marcha oficial de su carrera de escritor: «China» (1954). Pero sin duda, será el protagonista de su aclamada novela El obsceno pájaro de la noche, Boy, quien extremó hasta la aberración esa inconformidad. Nacido deforme, su padre lo encierra en una casona de campo rodeado de una corte de los milagros a modo de falsa normalidad. Un espacio asfixiante que institucionaliza lo grotesco reflejado en ese espejo anómalo de la novela donde los rasgos monstruosos de Boy metaforizan la sociedad que representa.

    En sus memorias cuenta que su familia paterna estaba conformada por antiguos patriarcas talquinos. Describe detenidamente los rasgos de vieja raza de latifundistas desde el primer Donoso llegado a Chile en 1581. Como no le interesaba vivir entre los datos, recurre a la inventiva o a la provocación —no lo sabemos— para hacer un árbol genealógico con una sombra adecuada donde cobijar su imaginación. El giro lo hace desde el origen al afirmar que descendían de un cura. La familia de su madre, en cambio, la describe como «tempranos advenedizos muy ricos», «una tribu brillante, pero improvisada». Lo que va a ocurrir es un irremediable choque de esas placas tectónicas. Chile es un país telúrico y, por lo mismo, su sociedad rehuye de los movimientos, rechaza los cambios y privilegia el statu quo. Ha sido —y lo es hoy— una nación clasista y altamente estratificada. Esta «falla geológica» como la llama Donoso, será otra de las bases de su condición de escritor.

    Desde el inicio me di cuenta de que todo consistía en la herencia de una fisura, una pifia que destruía la perfección superficial de toda visión, una fragilidad de la cual nacía el impulso a ser otra cosa, que en mi caso era —como en tantos de la familia de mi madre— la ambición de reencarnarme en escritor. No tuve libertad de elección, porque un escritor no elige ni su voz, ni su mundo, ni su protesta, ni su modo de manifestarla (…) En mí ese dolor se dio, desde que fui niño, como una conciencia de fisura social, un desorientador menoscabo de quién era yo y quiénes mis padres, lo que destruía mi escasa seguridad sobre el lugar que me correspondía dentro del grupo de los que la suerte me asignó como pares. Quizás por eso estoy escribiendo ahora.

    La escritura nacida y alimentada desde la fragilidad, desde un impulso para ser otro. Esa estupefacción empieza a fraguarse tempranamente. A lo mejor principia en la casa de tres patios en la calle Ejército, con esas tías abuelas riquísimas encamadas desde hacía varios años a donde vivieron un tiempo pues su padre, el doctor Donoso, se convirtió en un especie de médico residente de este mundo detenido y su madre en una ama de llaves de estas fortunas y estilos de vida en pleno desmoronamiento.

    Ahí llegaban las encomiendas cargadas de frutos de los campos maulinos como un recordatorio de una tradición en retirada mientras en los patios traseros se recitaban como jaculatorias las historias de esos mundos olvidados por la modernidad, pero tan vivos en la memoria colectiva, que el niño Donoso escuchaba deslumbrado.

    Los distintos patios eran una réplica en miniatura de la clasista sociedad chilena. Esa que luego el escritor retrata en cuentos y novelas. Esa que lo haría empatizar con quienes han experimentado algún tipo de discriminación como la vivida por él durante «sórdidas crisis personales» que lo hacían apartarse o buscar «escondrijos acogedores» donde «intercambiar sin culpas las distintas máscaras que me vi forzado a seguir asumiendo para sobrevivir como algo más que un facsímil de lo que me rodeaba». Así lo recordó muchos años después en Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, libro que terminó por ser su testamento literario, pues lo publicó meses antes de morir. En estas peculiares memorias, donde el novelista navega con mucha libertad dando rienda suelta a su fantasía a la hora de revisitar su pasado, establece matrices de su

    ADN

    que prefiguran ese achaque que padeció su vida entera: la literatura.

    Es verdad que Donoso fue un hipocondríaco de fuste, que vivió atemorizado ante males imaginarios horribles como una parálisis total frente a una molestia en la planta del pie, un severo cáncer producto de un dolor de espalda o el pavor de subir a un avión convencido que la nave se estrellaría. Sabido es que en el colegio inglés en el que estudiaba inventaba dolores de estómago para evitar los deportes y, muy especialmente, las prácticas de rugby. Ya mayor, declaró más de una vez que sentía una marcada inferioridad física y, por sobre todo, rechazo al concepto de «equipo» que supone ese tipo de deporte. En sus diarios íntimos recuerda que en su niñez llegó a fingir una apendicitis que terminó en el quirófano engañando a padres y médicos. Lo evoca como uno de los momentos epifánicos, cuando descubre el poder de la ficción. Fue el instante en el que supo que el cobijo en la vida se lo brindaría la fabulación y la mentira. Cuesta creer que le hayan extirpado el apéndice estando sano, pero quizás no sea relevante verificar hasta qué punto se trata de hechos reales. Lo que importa es que Donoso lo cuenta en su diario, y, por lo tanto, lo considera como parte de la imagen que quiere ver reflejada en el espejo. Es muy probable que haya forzado algunos temas y haya recargado algunas tramas hasta dejar a punto el personaje que quiso ser: el último escritor de tiempo completo que vive acompañado de sus espectros día y noche. Ese fue su centro de operaciones, su comando de vida, el closet del que nunca quiso salir.

    Como suele ocurrir en la vida de todo hipocondríaco, un día deja de serlo. Sus apocalípticas profecías lo alcanzaron. En algún momento sus padecimientos imaginarios se tomaron su cuerpo. El herido del lenguaje comenzó a sufrir ataques de úlcera (palabra que significa llaga etimológicamente) cada vez que concluía un libro, como si se hubiera vaciado por dentro, como si al carecer de un proyecto de escritura perdiera toda identidad, como si el cuerpo no fuera otra cosa que el soporte para la escritura. En las primeras páginas de Conjeturas sobre la memoria de mi tribu se pregunta «¿por qué esta sensación de catástrofe para mi salud cuando entrego una novela?, ¿Por qué esta sensación de merma del oxígeno de la fantasía, de paseo por los ribetes de la muerte, de carencia, de ser un pobre hombre vulnerable e inerme?».

    También era frecuente que le sobrevinieran patatús en los que terminaba hospitalizado asociados a otros eventos literarios, como cada vez que no le fue otorgado el premio Cervantes, por ejemplo.

    En 1988 durante una larga estadía en Estados Unidos le diagnostican cirrosis hepática. Es posible que haya que intentar un trasplante, dicen los médicos. Hablan de una expectativa de vida de entre cinco y diez años. Un Donoso acongojado le dice a su mujer que quería seguir viviendo por tres razones. «Una, por ella y la niña, dos, porque quería ver derrotado a Pinochet, y tres, porque quería saber que le sucede a TARATUTA» (libro en el que trabaja en ese momento y que se publicó en 1990).⁷ Quiere morir como vivió, escribiendo, y es lo que ocurre cuando la deficiencia del hígado, que lo condenó a una vida muy limitada

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