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Todo el amor en sus ojos
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Libro electrónico225 páginas3 horas

Todo el amor en sus ojos

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Publicada en 1990 y reeditada en 1999, Todo el amor en sus ojos es una novela sobre el movimiento estudiantil chileno. No sobre el que irrumpió en las calles en 2011, sino sobre el que bulle al interior de las universidades y los liceos a fines de los sesenta, y continúa clandestinamente durante los años más crudos de la dictadura militar. En los capítulos relativos al colegio, el narrador y protagonista (Valenzuela o Gorila) y sus compañeros de curso, además de organizarse políticamente, apodan a todo el que tenga la desventura de cruzarse en su camino. Pero la incontinencia rebautizadora del grupo es algo más que una muestra de la soez y productiva creatividad juvenil: es la necesidad imperiosa de que las palabras describan al género humano sin recurrir a la arbitrariedad del nombre propio. Años más tarde, en dictadura, Valenzuela (que ahora se llama a sí mismo Ulises, Ruy Díaz de Vivar o Rubén) y un grupo de estudiantes universitarios estarán obligados a cambiar de nombre. O al menos lo estarán si deciden sobrevivir y defender a la comunidad que salió a la calle para celebrar el triunfo electoral de Allende. Pero nuevamente el tráfico de designaciones, las chapas, esconde algo más. La pandilla liceana se ha disuelto, pero su precepto sigue intacto: cambiarse el nombre es una forma de disolver y compartir la identidad.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento21 may 2017
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    Todo el amor en sus ojos - Diego Muñoz

    Diego Muñoz Valenzuela

    Todo el amor en sus ojos

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2014

    ISBN: 978-956-00-0497-0

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    A mi padre,

    que fue el mejor de los maestros.

    Capítulo I

    —Ulises —dije—, Ulises —no sé si por Joyce, Ho­­mero o simplemente porque sonaba bien; o por las tres razones. Además qué importa, nadie me preguntó nada, ahora era Ulises y punto. Mejor dicho de­bía aprender a ser Ulises, que no era lo mis­mo que ser rey de Itaca, cegador de cíclopes, encantador de brujas, excusa de tejido, eterno esperado. Me abu­­rrí un rato escuchando la lata de alguno, me en­tre­­tuvo lo de otro. Llegó mi turno y di mi opinión mientras Rubén tomaba breves notas, mirándome ape­­nas, palabras que escribía con un lápiz Faber n.° 2 en una hoja blanca, delgada, casi transparente, comestible. Hizo una especie de asentimiento le­ve con la cabeza cuando terminé. Pensé que había ha­bla­do dos o tres minutos más de lo convenido. Sin embargo, noté que me habían escuchado con atención, con interés. Eso me tranquilizó. Miré las ideas anotadas en el papelito pequeño que habría de que­mar al término, pulverizar sus cenizas y esparcirlas en un viento que no existía en aquella pieza oscura, cerrada, llena de aire viciado y humo espeso de ciga­rrillos, donde todos hablábamos en voz bajita, casi en susurros, como en un aquelarre o misa negra o en una espectral catacumba. Me concentré con toda el alma en las piernas de Sonia. Rubén siguió su labor de anotación; siempre escribía algo. Después se refirió a las opiniones. La mía le llamó la atención, pero habló de todas. Recordaba los nombres con precisión, despejó algunas dudas, nos provocó otras terribles.

    —¿Cuánto tiempo creen ustedes que vamos a necesitar: uno, cinco, diez, treinta, más años? —nos pre­gun­tó mientras repartía los periódicos.

    —Ah, casi se me olvida, el precio está marcado en la portada. A fin de mes me lo pagan junto con la otra plata, y sin correrse, que es importante.

    Hablamos de objetivos y lugares, de tiempos y estrategias. No opiné, porque no se me ocurrió nada. Discutieron largo rato acerca de la consigna de una pintada mural. Ahí sí que intervine, debía ser una frase corta, llamativa, capaz de atraer la atención. Pro­pu­se, con falsos aires de improvisador, una que tenía en mente hace bastante tiempo. Rubén la anotó en su alargada hoja blanca. Fue aprobada con cier­­­­to entusiasmo. Después preguntaron por voluntarios para el rayado. Se requerían tres; más per­so­nas implicaban un riesgo innecesario. Me sentí obligado, pero mantuve silencio, atento a la reacción de los demás que recién venía conociendo, ima­ginando cómo sería aquel rayado nocturno en me­dio de las patrullas militares, los focos, las ben­galas, los ruidos de motor aproximándose, el furgón lentísimo a la vuelta de la rueda doblando la esquina. Sonia levantó la mano sin hablar; prácti­camente no ha­bía abierto los labios en toda la reunión. Sentí más pesa­­da la obligación de ser voluntario y, sin querer, bajé la vista como cuando el profesor pre­gunta algo difícil y los alumnos agachan la cabeza hun­didos en una meditación profunda o una tarea urgente. Co­men­cé a temer que Rubén me nombrase, «por qué no contesta usted, Valenzuela», y yo lev­­an­tándome enrojecido de vergüenza, sin po­der ar­t­i­cular palabra. Entonces recordé que ahora era Uli­ses, que no podía hundir la mirada en el piso, que era atractivo como el canto de las sirenas, y subí los ojos.

    —Yo voy —dijo Daniel. Entonces levanté la mano derecha en la misma forma que había visto a Sonia (fue un gesto mecánico, no una imitación).

    —Yo también. —Y quizás hablé demasiado fuerte con el nerviosismo, porque los otros dieron un res­pingo. O tal vez no esperaban que yo saliera con esa a la primera, más de uno habría pensado que después de tanto hablar resultaría difícil a la hora de asumir tareas. Me sentí bien, satisfecho de mí mismo. Daniel me bajó a la tierra con eso de «al térmi­no nos ponemos de acuerdo en los detalles para no interrumpir la reunión». Yo asentí y se me cru­zaron los ojos con Sonia, sonriéndose a todas luces por las pupilas, divertida con esos arranques míos un poco obvios. Huí de su mirada hasta mis apuntes y tracé un garabato que no significaba nada y me hizo sen­tir todavía más ridículo que antes. Se acordó también que Sergio y Mariel volantearan vigi­lados por Hernán. Lugares, día y hora serían entre­gados por Ru­bén, de acuerdo a un plan de acciones propa­gandísticas. Lo mismo corría para el rayado mural. Rubén miró la hora en el reloj de pulsera que había dejado sobre la mesa, de modo de poder obser­varlo en cualquier momento.

    —Bien, estamos al término, yo salgo primero, des­pués los demás, con diferencias de por lo menos quince minutos. Si algunos vinieron en pareja, salgan del mismo modo para no llamar la atención. Ya tengo forma de comunicarme con ustedes. Me ve­rán solo cuando sea preciso. Ah, perdón, nunca les dije mi nombre, soy Rubén, cuídense, chao, nos vemos. —Se despidió de cada uno. Un apretón de ma­nos para los hombres. A las mujeres les daba un beso en la mejilla y les tomaba el antebrazo con la mano derecha.

    —Te felicito por tus opiniones, compañero —dijo—; están bien, ya tendremos tiempo para conversar. —Y me estrujó los dedos con afecto. Me puse contento, pero después sentí vergüenza. Sonia mi­ró a través de la cortina hacia la calle antes de abrir­le la puerta. Rubén tenía un aspecto cuidado y meticuloso; su afeitada impecable y sus libros lo hacían parecer un estudiante ejemplar. Sergio y Ma­riel se fueron juntos. Dijeron que estaban apurados en lle­gar a almorzar a la casa de la madre de ella. Se fue­ron. Yo pretexté que tenía una prueba al día siguiente para no quedarme solo con Sonia y sus ojos risueños. Me despedí con un ademán de Hernán y Daniel, pero a ella tuve que besarle la mejilla en la puerta. Incluso creo haberle dicho «hasta la vista» o algo así de estúpido antes de salir pen­sando en que merecería que me acribillaran por imbécil.

    Y en cada auto estaban ellos esperándome con sus ametralladoras, y cada persona que se cruzaba conmigo adivinaba todo lo que yo hacía con solo mi­­rarme, y se daban señales a mi espalda sobre la cual caía el sol de mediodía sin que pudiera sentir­lo mientras escapaba de mis enemigos, hundía un ma­dero aguzado en el ojo de Polifemo, asaltaba un nido de ametralladoras, seducía a Circe, que era Sonia.

    Capítulo II

    A la salida de clases se me pasó la rabia con Puga porque fuimos al negocio de la esquina a echar monedas en el wurlitzer y estuvimos de acuerdo en poner Let it be primero, y después Jingo de San­tana, rodeados por los cabros del curso que aullaban sus preferencias sin que les hiciéramos caso, repartiendo codazos y patadas en reversa para evitar inter­ferencias con el mecanismo del aparato, cuidando las espaldas llenas de rayas de tiza y cruzadas de salivazos repugnantes, recibiendo sonoros palmetazos en las cabezas y retorciéndole las bolas a quien lograras atrapar. Cuando el disco caía en la rueda gira­toria todos guardaban silencio, para reanudar la bu­lla al término de cada tema como si no hubiera pa­sa­do nada y el tiempo avanzara a discontinuidades, entre Iron & Butterfly y Led Zeppelin, entre Simon & Garfunkel y los Rolling, entre The Mam­mas and the Pappas y la Joan Baez. Con Santana no hubo silencio porque era un instrumental con mu­cha percusión, algunos golpeaban con las manos, otros con los pies. En medio del tamborileo, los bro­mistas aprovechaban de sacar o poner objetos en los bol­sillos a medio arrancar de las chaquetas de los uni­formes. Entonces después llegabas a la casa y encontrabas cosas raras en tus bolsillos; papeles inmun­dos; restos de berlines; carné de un incauto; di­­bu­jo de una verga gigante; condón inflado; bosque­­­­jos de aberraciones sexuales; detalladas y crudas confesiones sexuales de tu hermana.

    En eso estábamos cuando entraron los de octa­vo a embarrarnos la fiesta, nos hicieron a un lado los grandotes abusadores esos para poner discos de Favio, que no nos gustaban mucho todavía, bolude­ces de amor, rositas, hijos de arena. Mierda pura.

    —¿Te has fijado que este negocio está lleno de ra­tas y bichos?

    —comentaban entre ellos, medio risueños, medio indiferentes. Junto a ellos estaba el Ballenato, hijo de Arturito Garay, esperanza fallida (como siempre) del pugilismo nacional, peso requetepesado como el padre, algo más de uno noventa por un metro de espalda a lo menos. Eso sí, la ca­be­za del porte de un alfiler, horroroso el cetáceo, pesadilla de Godzilla, dotado con la inteligencia de una mosca y la agilidad de una tortuga, con la astu­cia de una larva y la profundidad de una gallina. El estúpido mamífero sonreía satisfecho aparentando comprender las bromas de sus condiscípulos, o bien fruncía el ceño sospechando que se aproximaba la hora de los golpes. Nunca acertaba con la mueca ade­cuada, siempre desfasado el cachalote baboso, lle­­­na de sebo para velas la bestia, de barbas para cor­sé, de carne para banquete, de huesos para mu­seo, etcétera. «¿Cuál Ballenato?», preguntó irónicamente el Chico López, oculto entre la muchedumbre chi­llo­na. Enrojecida la orca, lleno de sangre su rostro, su boca torcida preguntando «¿quién fue, quién fue el infeliz?», sin resultado por supuesto, el Chico es­c­a­bulléndose por el borde del mesón mientras gri­ta «te la meto en un desliz», en tanto Moby Dick comienza a repartir los primeros coletazos, y vuelan escupos y puñetes por doquier antes de iniciarse el gran escape en tropel hacia el paradero de buses, en medio de insultos para el orden de los cetáceos que carga con un indeseable parecido morfológico con Armandito Garay, futura superstar del boxeo latinoamericano y sin duda alfombra a los pies de un invencible campeón de color apoyado por la mafia, un negrazo capaz de hundirlo en el anonimato des­pués de su carrera brillante de noqueador invicto. Los cetáceos mamadores de vergas, según proclama el chico López, son unos desgraciados hijos de puta, las ballenas putas chupadoras que le prestan el poto a cualquiera, las conchesumadres ballenas que se alimentan de tu jugo, carajo.

    Con Roberto-jefe-de-disciplina logramos huir colgando de la pisadera de un viejísimo ómnibus que nos saca justo a tiempo de la zona de peligro (DAN­GEROUS, VERBOTTEN) invadida por los agentes extranjeros del Octavo A, esas sucias ratas que ha­blan con gue en vez de erre, pgosoviéticos, castguistas, tgaidogues a la patguia;

    nos hacemos cargo de esta IMPOSSIBLE MISSION, sacamos un helicóp­te­ro desmontable del bolsillo de Roberto desde el cual lanzamos la bomba H sobgue las gatas que gue­vien­tan mientras el volcán de la isla estalla ac­ti­vado por la explosión y nadie se salva excepto noso­tros, ni siquiera Moby, que se queda en el para­dero aullan­do con los estúpidos ojillos inyectados en sangre y las enormes aletas debatiéndose en terribles ame­­na­­zas. Ballena mamadora, le grita el chico desde al­gu­na par­te, ballena, ven que te tengo este pedazo.

    El chofer arroja con desprecio por la ventana las miserables piastras que le damos por el pasaje esco­lar, «ya pasen nomás, cabritos, por el pasillo atrás... escolares... justo lo que hacía falta», mantenemos si­lencio esta vez porque una señora nos defiende, «¿y qué le han hecho los niños para que los trate mal, ah?», nosotros cara de ángel, cupidos revolotean­do por el bus, aureola y sonrisa de inocencia, el conductor mordiéndose la lengua (con seguridad es­tará murmurando «vieja de mierda, quién la man­da a meterse»), pero ya estamos al final del pasi­llo, nuestra posición predilecta para arrojar silenciosos salivazos a los pasajeros que descienden uno tras otro con un manchón alargado en la espalda que se des­liza con lentitud por la ropa entre alaridos de risa que cuesta contener. Se acerca mi paradero, corro peligro de ser bombardeado por Roberto, que sigue de largo más de un kilómetro avenida adentro, en un descuido me bajo una cuadra antes de lo que corresponde haciéndole gestos obscenos desde abajo, gritando que lo hagan bajar en la próxima calle que es donde está el asilo de los enfermos men­tales porque el pobrecito no sabe ubicarse solo; el loco ras­­gu­ña los vidrios, profiere insultos, mal­diciones que ya no podrán escucharse porque el micro­bús se aleja a toda máquina. Me reviso la chaqueta por si acaso, pero no hay nada, excepto una raya de tiza que borro a palmetazos para que no la descubran en la casa. En los bolsillos falta el pañuelo y sobra un ca­cho de empanada envuelto en una servilleta usada. Con asco lo disparo lejos, comienzo a planificar las venganzas espantosas, horrendas, dignas del Ti­gre de la Malasia, qué digo, Sandokán: niño de teta, alma piadosa, dulce de leche.

    Cuando llegue a la casa tomaré caféconleche, panconmantequilla, queso acaso quede algún resto se­midevorado por las pirañas de mis hermanos; luego me cambiaré de ropa, simularé hacer las tareas escolares durante una hora a lo más (con un libro de H. G. Wells debajo de los cuadernos) antes de pedir permiso «para dar una vuelta por ahí no más», que en verdad es ir donde la Paulina, poder verle los ojos azules inmensos que tiene la criatura, rozarle los dedos como por casualidad, olerle su perfume acerca del cual discuten los chicos del ba­rrio haciéndose los entendidos en esas materias, oírle de­cir a través de la ventana su aburrimiento por no poder salir de la casa mientras fija los ojazos en mi rostro trémulo, atento a la probable cercanía de otros muchachos rivales que vengan a arrebatar­me la exclusividad alcanzada en un golpe singular de suerte, hasta que una voz ronca la llame desde aden­tro y ella me acerque los labios a la me­jilla antes de irse cerrando la ventana, quedándome yo allí con cara de tonto, feliz, sonriéndome, bailando Yesterday con ella en la fiesta del sábado, atracándole firme no más como dice el negro Du­rán, que es más grande que nosotros y fuma Cabañas sin filtro.

    telón

    Capítulo III

    Encontré a Sonia en la facultad, mejor dicho ella me encontró a mí, andaba buscándome desde temprano porque no habíamos quedado de acuerdo para nuestra pintada nocturna, «te fuiste tan rápido el otro día», dijo en tanto yo me dedicaba a mirarle fascinado los iris azulados y no atinaba a decirle nada, sumergido en el limbo de los imbéciles, a punto de dejar caer un chorro de saliva por entre las fauces.

    —A las once, el jueves, te recogemos en tu casa, anótame la dirección en un trozo de papel. —Su mirada azul se hundía en mi piel atormentándola, flotaban sus cabellos castaños arrastrados por la tormenta huracanada, saltaban chispas y relámpagos por doquiera desde sus ojos ametrallándome, era la Maja Desnuda de Goya llamándome con lascivia a compartir su lecho, era la Isadora Duncan pasando un velo sobre mis párpados mientras miro sus pies desnudos danzando, era la Marilyn Monroe mirándome con deseo mientras pasa bajo el conducto de calefacción que levanta su falda y enseña sus muslos donde me hundo sollozando.

    Escribí la dirección temblorosamente en una ho­ja de cuaderno universitario que habría de plegar después con meticulosidad exagerada, «no lo dobles tanto, no es necesario», se la entrego, la introduce en el Calculus de Apostol, aprovecho de mirar sus pantorrillas suaves que terminan en unos pies blancos, hermosos (la manía mía esa por los pies de las mujeres; si no me gustan, descartadas, borradas de la lista for ever) cuando de improviso sube la vista para decirme «entonces el jueves nos vemos, chao», para alejarse con la cintura delicada, esbelta, montada sobre sus piernas suaves firmes bien formadas, yéndose el suave balanceo de sus caderas que me captura, me muerde, me hace trizas.

    —Hasta el jueves —alcancé a decir antes de que­dar congelado viéndola irse, pensando «no fui ca­paz de hablarle nada inteligente, debe creerme un imbécil». Marché rumbo a la sala de clases, donde una especie de fraile joven dictaba una aburrida cátedra de estadística desde un proscenio nada de celestial; faltaban el cáliz, las efigies religiosas, el Cristo sangrante, pero igual era como una misa en latín por lo incomprensible, un oficio servido con mo­­notonía y voz impostada, me senté en última fila dispuesto a leer un rato, a resolver algún puzle con el Negro, a cualquier cosa menos a tomar apuntes del servicio religioso. Estaba ya el Negro instalado en la ubicación estratégica junto al Barbas de Ricardo muerto de risa, su estado normal antes de casarse con la rubia estupenda y agria que nos odia­ba, «listos para el puzle» dijo el Grone sonriendo con sus dientes perfectos (de negro).

    —Jelou mai bois, jaguar yu?

    —Fain creizy, holaloco. —Es el Negro, porque el Barbas no habla con ataque de risa, puras lágrimas le salen, ese sí que sabe gozar de la vida, sabía diré, ahora Q. E. P. D. en los brazos de Fanny, que lo arrulla entre compra y compra o entre viaje y viaje (de ella,

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