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MemoField
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Libro electrónico351 páginas4 horas

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MemoField es una novela de ciencia ficción con inquietantes tintes realistas. ¿Dónde están los artistas, dónde los pensadores, dónde los políticos o los investigadores honestos? ¿Qué lugar queda para la belleza y el amor en un mundo desgarrado por el poder del capitalismo, ultraliberal y mafioso, que ha anidado en las supuestas democracias más avanzadas y cuyo alcance es ya omnímodo y global?Los personajes se debaten entre el idealismo, el anarquismo, el punk, el hedonismo, la solidaridad, el compromiso, y la incapacidad de acción que una educación diseñada para inhibir la libertad impone.Ellos son como tú y como yo. No se trata de un hipotético futuro. Está pasando. Mira a tu alrededor. Es ahora.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 nov 2015
ISBN9788416176991
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    MemoField - Juan Aís

    El mundo no es más lo que solía ser. Las matrices que mantenían las sociedades se han roto, y su esencia derramada se descompone en esta especie de líquido-gas, pegajoso, oscuro, estancado.

    Flotando.

    ¿Cuánto dura ya este sueño?

    Viernes 18 de mayo.

    10:45 a.m.

    Día -217

    Una imagen indefinida, como desenfocada, en lento movimiento de izquierda a derecha. Una voz monocorde, grave, difusa e ininteligible.

    Las formas y colores abstractos adquieren nitidez de repente. Se trata de una mirada a ras de suelo de los pies de varios alumnos en un aula. Al tiempo, tomamos conciencia de que la voz adquiere claridad y cobra sentido. Grave, expresa ideas con elocuencia en un entorno silencioso, apenas salpicado por pequeños golpecitos y deslizamientos bañados en una sutil reverberación.

    —«El sistema DADA os hará libres. Romped todo. Sois los amos de todo lo que rompáis. Las leyes, las morales y las estéticas se han hecho para que respetéis las cosas frágiles. Lo que es frágil está destinado a ser roto. Probad vuestra fuerza una sola vez: os desafío a que después no continuéis. Lo que no rompáis os romperá, será vuestro amo.»

    »Son palabras de Louis Aragón, poeta francés que tras participar en el dadaísmo fue uno de los fundadores del surrealismo.

    »La reflexión que quiero trasladaros es que las vanguardias artísticas de principios del siglo XX supusieron la ruptura de la servidumbre del arte a los dictados de la política o la religión, para dar paso, poco a poco, al único y genuino espacio de libertad para el ser humano: el Arte con mayúsculas.

    El particular rastreo de esta especie de cámara que pretende dirigir nuestra atención parece aprovechar la pausa en el discurso para detenerse ante los llamativos leggings que se hunden en las botas estilo militar de suelas desproporcionadamente altas y dentadas. La orientación del movimiento cambia lentamente hacia arriba. A partir de la estridente combinación de rayas malva-verde vamos descubriendo la esbelta figura de una de las alumnas: tez blanca, melena rojiza y rizada, un diminuto piercing negro en la nariz y grandes ojos verdes que miran absortos al profesor.

    —Fueron años de intensa búsqueda de expresión individual. La Historia del Arte se empecina en agrupar en forma de «ismos» algo tan intangible como es la evolución de la conciencia del ser humano, algo que está más allá incluso de la ciencia o el pensamiento. Catalogando primero, y revalorizando después, se consigue difuminar el poder transformador del arte.

    »Si una u otra obra es o no cubista, impresionista, conceptual, situacionista, y así hasta el infinito fragmentario, ¿qué importancia tiene?

    »¡Eso no es lo verdaderamente relevante!

    »¿Os dais cuenta?

    El profesor viste de forma discreta unos vaqueros algo desgastados, una camiseta negra y una vieja chaqueta de pana gris. Debe de rondar los cuarenta y cinco, pero su apariencia física general y la media melena dibujada con un corte informal permiten catalogarlo de joven. Las canas incipientes se mezclan con el tono castaño muy claro de su pelo, el mismo color de las cejas que coronan unos ojos extremadamente azules. La vehemencia de sus palabras se ve magnificada por encontrarse siempre de pie ante la enorme pizarra que alguien se encargó de borrar antes de la clase, por su continuo deambular de aquí para allá, por las sucesivas paradas para mirar de frente al auditorio y por el énfasis añadido a través del lenguaje gestual de brazos y manos, que ahora se encuentran formando puños a la altura de sus hombros para ilustrar su «¿os dais cuenta?».

    Justo después de esta pregunta lanzada al aire llega el sonido seco y vibrante de la campanilla que indica el final de la clase.

    —Chicos. Esperad un instante antes de salir —se dirige al escritorio a recoger el montón de folios que dejó allí al principio de la clase.

    »Aquí tenéis cinco imágenes —dice mientras deja las hojas impresas al alumno más próximo para que se quede una y haga circular el resto rápidamente por el aula—. Una pintura rupestre de Lascaux, Francia, de hace unos 30.000 años; La Gran Coatlicue, para que busquéis lo que tanto tiempo ha permanecido oculto de esta obra maestra del arte escultórico azteca; Etant donnés de Marcel Duchamp; Shoot de Chris Burden y My Bed, de Tracey Emin. Perdonad la elección, que no deja de ser arbitraria y muy centrada en lo contemporáneo. Ante la abrumadora cantidad de arte sobre el que merece la pena detenerse veréis con el tiempo que no hay más fórmula que la continua exploración personal.

    »Preparad un comentario acerca de la motivación de cada autor, desde vuestro punto de vista. ¡Ah! Y lo más difícil. A ver si sois capaces de encontrar lo que tienen en común las cinco obras.

    El profesor cierra varios libros para introducirlos en el gran bolso que descansa en la silla. Mientras tanto, los alumnos hacen lo propio con sus mochilas y van saliendo de forma escalonada y aleatoria.

    Cuando el profesor se dispone a salir, se da cuenta de que una alumna se ha quedado sentada, codos sobre el tablero de su pupitre, cabeza entre sus manos, y la mirada perdida en el amplio ventanal.

    —Disculpa... ¿Puedo ayudarte en algo?

    —¡Oh! No. Nada —responde al tiempo que aparta los largos mechones pelirrojos que cubren su rostro—. Es solo que... No entiendo muy bien lo que nos ha pedido. No encuentro relación con el temario de la asignatura. No había nada allí de arte no occidental. Y... ¿Cómo puedo relacionar una pintura rupestre o una estatua azteca con una obra de Duchamp? Y, bueno... a los otros dos ni siquiera los conozco.

    El profesor detiene por un momento su avance hacia la salida.

    —Tranquila. Se trata precisamente de eso. Espero que penséis por vosotros mismos olvidando todo lo que habéis aprendido en la escuela, en la tele, en los libros... Si estás aquí es porque tienes una relación particular con el arte. Solo quiero que la descubras por ti misma. Quien lo haga, ya no podrá parar nunca. El arte es un amante fiel —mientras dice estas palabras le envía una franca sonrisa acompañada de un guiño cómplice.

    Ella baja la mirada un instante, toma conciencia del color rosa chicle de sus uñas e, instintivamente, trata de ocultarlas encerrando una mano sobre la otra.

    —Creo que lo entiendo. Gracias.

    La figura del profesor desaparece tras la puerta de salida. Se escucha a lo lejos la algarabía de los pasillos.

    La imagen comienza a desenfocarse de nuevo y todo queda reducido a una grisalla.

    MemoField / Marc Ferrándiz / Vivencias / Los ‘90 / «Bichos» / 1

    Muchas fechas se me resisten en esta especie de autobiografía reflexiva a través de algunas de mis obras. Para una concreción mayor necesitaría bucear en mi pasado siguiendo la pista de personas y acontecimientos. De momento me conformo con aproximaciones e intento ir a lo que se me antoja relevante y memorable en algún sentido.

    Corría el año 1992 o 1993. Ideé y realicé un cuadro. En principio obvio y sencillo, pero que acabó marcando definitivamente mi visión del arte e intuyo que, en cierto modo, fue el germen de «MemoField». También encuentro relación con «Herencia», obra iniciada por Greg Harrison, y con «La Botella», la gran obra anónima a la vez que colectiva gracias a la cual muchos hemos recuperado la fe en la especie humana.

    Así es. Algo sencillo: rotular la palabra «muerte» sobre un panel, en lugar de con tinta o pintura, con insectos muertos. Pretendía impactar al espectador, quien habiendo leído desde una cierta distancia la palabra, descubre al acercarse la crudeza de la realidad que los signos (letras) quieren expresar.

    Entonces vivía en el campo y existía una pequeña construcción separada de la vivienda principal que hacía las funciones de trastero y leñera. Ese invierno aparecieron muertos entre la leña miles de bichitos con caparazón negro —algún tipo de coleóptero supongo—. No recuerdo si la idea fue anterior o posterior a verme barriendo para recogerlos y tirarlos a la basura.

    La cuestión es que, por unas semanas, me contenté como de costumbre en regocijarme en la contemplación de la idea, sin pensar siquiera en pasar a materializarla.

    Como siguieron acumulándose y tuve que volver a limpiar el suelo de la leñera, guardé una bolsa con una cantidad y encargué un tablero de aproximadamente un metro por setenta centímetros y película adhesiva de enmascarar (la que se usa en aerografía). Compuse en mi Mac las letras M, U, E, R, T y E, saqué una copia láser al tamaño deseado y luego las dibujé a lápiz sobre el soporte. El siguiente paso fue poner la película adhesiva, cortar con una cuchilla las letras para despegarlas y dejar su hueco en la máscara.

    Apliqué gran cantidad de adhesivo en spray y deposité una capa de bichitos, luego más adhesivo, luego otra capa...

    Solo restaba apartar la máscara y, voilà, apareció la obra.

    Para mí el resultado era casi trivial porque ya la había visualizado antes en mi imaginación.

    Recuerdo haberla enseñado a algunos familiares y amigos, su cara de perplejidad y su incapacidad para emitir juicio alguno.

    Después vino toda una serie de obras donde concepto y realidad estaban muy cerca el uno de la otra. Envié sus fotografías junto a una justificación a un programa de becas para la creación artística de no recuerdo qué fundación bancaria.

    Ninguna respuesta.

    (...)

    Miércoles 23 de Mayo.

    07:15 a.m.

    Día -212

    La TV emite imágenes fragmentadas, casi abstractas, de política, guerra, hambre, revueltas sociales...

    Profundo silencio solo salpicado por el batir de las páginas de un periódico.

    Sara se ha despertado muy temprano, azorada por una inquietud indefinida, y tras deambular por el salón ha acabado por encender la televisión, quitar el sonido y sumergirse en el sofá cubierta por una manta en la penumbra de la madrugada.

    Apenas prestó atención cuando su padre aparecía, al mismo tiempo que la luz del amanecer entraba por las ventanas, portando una bandeja con el café y el periódico. Existe una especie de filtro entre las pocas palabras que sus padres le dirigen y su entendimiento.

    Indolencia.

    Se considera una versión light de sí misma.

    Apatía también con Pedro, su novio. Sin duda la depresión económica mundial, que dura ya más de cuatro años, ha truncado sus expectativas de formar una familia. Cada uno sigue en casa de sus padres, él no encuentra empleo y ella mantiene a duras penas una frágil independencia económica a costa de hacer «lo que salga» como fotógrafa comercial. Mientras tanto, cientos de fotos almacenadas en cajas durante años salen del garaje muy de vez en cuando para alguna que otra exposición benéfica. «Por amor al arte». Pensar en esta frase hecha le hace esbozar una sonrisa entre irónica y cansada.

    El rostro adormilado de Sara se vuelve hacia el otro extremo del salón, donde su padre está leyendo el periódico entre sorbo y sorbo de café. Los grandes titulares de la noticia que lee el hombre gris de traje gris y aspecto abatido atraen su atención: «La ciencia ha descubierto el antídoto definitivo contra la depresión.» De repente, siente la necesidad de incorporarse, acercarse a su padre por la espalda y leer por encima del hombro: «Miércoles 23 de mayo de 2012, Diario de Valencia», reza el pequeño texto de la parte superior de la página.

    La noticia cuenta que los ministros de sanidad e interior barajan la posibilidad de poner a disposición de los ciudadanos en breve el nuevo tratamiento, que en solo 13 días consigue un estado sin conflicto, confianza plena en uno mismo y en la sociedad, relajación y una vida con muy buenas sensaciones. «La felicidad dejará muy pronto de ser algo inalcanzable para la mayoría de personas», manifiesta el ministro de sanidad.

    La información se apodera del ánimo de Sara. La serena y adormilada expresión de su rostro se endurece por momentos. De repente, azorada, movida por una especie de resorte interno, se gira sobre sí misma. Un par de zancadas y se instala en cuclillas ante el viejo televisor. Sube un poquito el volumen, lo justo para escuchar sin molestar a su padre.

    «La Universidad de Barcelona, en colaboración con la prestigiosa Universidad norteamericana de Stanford y con el Instituto Tecnológico de Massachussets, publica un estudio que revela cómo las personas poco integradas sufren y hacen sufrir a sus familiares, amigos y demás ciudadanos.»

    Llama la atención la ausencia total de movimiento del cuerpo del presentador del noticiario, que mantiene una mirada impersonal y distante. Sara se fija en la única parte de su anatomía que presenta un atisbo de vida: la boca. Y ahí se queda, como hipnotizada. Las palabras del locutor se van distorsionando, poco a poco, hasta convertirse en una papilla sonora indescifrable.

    Viernes 25 de mayo.

    10:05 a.m.

    Día -210

    La lluvia estalla contra la gran cristalera de la clase de Historia del Arte.

    —Buenos días chicos. Antes de empezar quiero comunicaros que por razones personales salgo de viaje y me temo —lanza un guiño a la primera fila— que no habré regresado para la clase del próximo viernes. Por eso os propongo quedaros hoy conmigo una horita más. Quien así lo desee. No es para nada obligatorio. También os confieso que, aunque anoche cené y me acosté como de costumbre, y a pesar de que al levantarme el mundo seguía exactamente igual, durante el desayuno he decidido cambiar la clase prevista por algo digamos... diferente.

    Sara, que viene precisamente a esta asignatura con una motivación que aún no termina de explicarse, levanta la vista de su cuaderno y, como el resto de sus compañeros, permanece a la espera.

    —Sabéis que nos encontramos en una depresión económica. De esto todo el mundo es consciente porque lleva prácticamente un lustro instalada a nivel global y afecta directamente al día a día de personas, familias, empresas, ciudades y países enteros. Pero existe una decadencia mucho más profunda de la que apenas se habla y que consiste, básicamente, en el fracaso de la modernidad. Aquella modernidad que supuestamente iba a ser el período de la historia humana en el que por fin el individuo podría dominar su vida y la sociedad superaría las limitaciones y los miedos: alienación, hambres, guerras, terrorismo, violencia, injusticia... Chicos, la gran pregunta de hoy es «¿Qué pasa cuando la modernidad se va a la mierda?».

    —¿Se disparan las ventas de papel higiénico? —la voz del joven proviene del fondo de la sala.

    El profesor esboza una amplia sonrisa al pensar en un montón de papel higiénico. Se imagina a sí mismo y a todos sus alumnos enterrados bajo cantidades industriales de papel. Su sonrisa se desvanece y echa un rápido vistazo a sus notas mientras alguien de la primera fila tose.

    —El fracaso de la modernidad conlleva una inevitable frustración social. Una sensación de engaño, de manipulación, de que siempre salen fortalecidos los mismos: la banca internacional y las grandes corporaciones; o lo que es lo mismo, la minoría que concentra el capital frente a las mayorías desamparadas.

    »Desde el ideal de la Ilustración hasta nuestros días no ha faltado la crítica a la civilización que estamos construyendo. Tampoco faltaron las propuestas alternativas. Pero definitivamente éstas quedan difuminadas en el devenir del supuesto progreso y la economía globalizada. La historia no la escriben desafortunadamente esos hombres y mujeres que pensaron un mundo mejor y propusieron reflexión o herramientas para conseguirlo.

    »Para mí no existe una sola verdad, pero con suficiente información y perspectiva, uno puede atisbar unas líneas que pretenden ascender y unas líneas secantes que abortan cualquier intento de ascenso en el devenir de la civilización.

    »Hoy vamos a hablar de algunas personas que en su momento propusieron «líneas de ascenso.

    »Como os digo siempre con respecto a las obras de arte, lo apuntado aquí solo ha de servir para que sigáis investigando por vuestra cuenta, haciendo las pertinentes conexiones y extrayendo vuestras propias conclusiones.

    »Empezaremos con Erich Fromm. ¿Os suena el nombre?

    Un brazo se alza sobre la cabeza castaño oscuro de una chica.

    —Adelante Victoria.

    —Erich Fromm era un psicoanalista alemán. Creo que ha muerto ya.

    —Exacto, murió en el ochenta. También era filósofo. Pero es su faceta de psicólogo social la que nos interesa ahora. El señor Fromm dijo que el capitalismo moderno necesita hombres que cooperen en masa, que quieran consumir cada vez más, que sus gustos estén estandarizados. Necesita hombres que se sientan libres e independientes, no sometidos a ninguna autoridad, principio o conciencia moral pero, ¡ojo!, dispuestos a ser manejados; personas como vosotros o como yo, que se puedan guiar sin recurrir a la fuerza. O sea, buenas ovejas conducidas sin líderes e impulsadas sin otra finalidad que la de cumplir, funcionar y seguir adelante.

    —El capitalismo lo tiene crudo —suelta espontáneamente una voz masculina; un chico con el pelo rapado—, no somos tan idiotas.

    —¿Eso crees? A ver si algo de esto te suena. El señor Fromm suma y sigue: el hombre moderno se ha transformado en un artículo que ha de competir en el mercado como una mercancía más, alejado de sus semejantes y de la naturaleza. Las relaciones humanas son las de autómatas abstraídos, en las que cada uno basa su seguridad en mantenerse lo más cerca posible del rebaño y, sobre todo, en no diferir de los demás en el pensamiento, el sentimiento o la acción. Pero lo increíble y paradójico de nuevo es que, al tiempo, todos permanecemos tremendamente solos, invadidos por la inseguridad y la angustia. En definitiva, el hombre moderno está perdido.

    El profesor deja un breve silencio para valorar la implicación del alumnado antes de continuar.

    —Pero papá capitalismo lo tiene todo controlado. Para ayudar a la gente a ignorar esa soledad, la civilización ofrece muchos paliativos: primero, un trabajo burocratizado y mecánico, y luego un sin fin de diversión, de cosas para consumir y de deseos por satisfacer.

    Una chica de larga melena rubia levanta la mano y dice:

    —¿Qué tiene de malo satisfacer los deseos?

    —Nada. Nada en absoluto. Bien al contrario, tener auténticos deseos y satisfacerlos para desarrollar las propias potencialidades es totalmente legítimo. Pero Fromm se refiere a que todos nuestros deseos son en realidad estimulados y dirigidos por la maquinaria económica. El individuo, según Fromm, está tan alienado por el sistema económico que vive para consumir mercancías y, lo peor, se acaba viendo a sí mismo como una mercancía que ha de ofertarse para tener éxito y sentirse aceptado por los demás. Eso es lo alienante, para nada el hecho de tener deseos profundos y auténticos. ¿Sí?

    —Todo suena bastante fatalista. ¿Por qué nos dejamos utilizar?

    —Principalmente porque somos seres conformistas, no queremos alejarnos del rebaño. La mayoría de la gente ni siquiera tiene consciencia de su necesidad de conformismo, vive con la ilusión de ser individualista, de tener pensamiento propio. Por eso Erich Fromm nos invita a superar el peligro de convertirnos en robots, a vencer la enajenación, las actitudes pasivas y consumistas. Debemos volver a adquirir el sentimiento de ser nosotros mismos y retomar el valor de nuestra vida interior.

    Silencio.

    —Bien. Seguimos. Existen personas de difícil catalogación. A nuestro próximo invitado hay quien le ha puesto la etiqueta de neo-místico.

    »Jidhu Krishnamurti. ¿A alguien le suena?

    —¿Puede repetir, por favor?

    El profesor se vuelve hacia la pizarra y escribe: Krishnamurti.

    —¿Tiene algo que ver con el movimiento Hare Krishna ese? ¿Eso no es una secta?

    —Jajaja. Me está bien merecido por meterme en estos berenjenales. No. Nada que ver. Si tuviese que definir de algún modo a este señor, que murió a mediados de los ochenta, lo haría como un pensador lúcido, auténtico, original, independiente de cualquier escuela o tradición, de una esencialidad y transparencia fascinantes.

    —¿Y cuál es su rollo? ¿De qué va ese pavo?

    «El chico de pelo rapado y actitudes toscas está hoy inusitadamente atento y participativo» —piensa el profesor al tiempo que prepara una respuesta ante cuya simplificación se siente particularmente impotente. Dubitativo, se lanza a intentar responder a la expectativa que él mismo ha provocado.

    —A ver si consigo explicarme... Para empezar, Krishnamurti no ha dejado nada escrito. Dedicó toda su vida a dar conferencias a lo largo y ancho del mundo. Cuando uno le escucha, o lee atentamente las transcripciones de sus conferencias, se encuentra ante una especie de proceso de pensamiento, nunca ante ideas o pensamientos previamente definidos y ya enlatados, como sucede con cualquier ciencia, doctrina o filosofía. Tengo la sensación de que, al contrario que el resto de los mortales, Krishnamurti tenía la facultad de vivir y pensar de instante en instante, en el absoluto presente, y de que jamás explicó dos veces de la misma forma una idea o pensamiento en sus cientos de conferencias, precisamente por su incapacidad de repetirse. Era continuamente fresco y original, capaz de captar la realidad de cada situación o conflicto, esa realidad a la cual la mayoría no podemos acceder por las trampas y engaños de nuestra propia mente.

    Silencio.

    »Tal como yo lo veo, Krishnamurti dedicó toda su vida a hacer ver a los demás que los gobiernos, las religiones y, en general, cualquier sociedad organizada, cualquier forma de tradición y de autoridad, mantienen al individuo alejado de sí mismo y de la realidad; abogaba por revolucionar la educación, formando individuos capaces de descubrir la vida y las relaciones por sí mismos, sin obligarles a repetir, aceptar ni obedecer las confusas ideas de tradición previa alguna. Florecería así, según él, un hombre nuevo, una sociedad nueva.

    —Es un poco «anarco» eso que dice, ¿no? —comenta un chico menudo y vivaracho de la primera fila.

    —Bueno... Se puede entender un poco así. Pero quizá lleguéis a ver que Krishnamurti aporta, si os interesáis de verdad por su obra, un pensamiento más rico, sutil y elevado que el que alimenta los pensamientos políticos tradicionales, por no decir directamente obsoletos. Estamos ante otro de esos personajes adelantados sin duda a su tiempo y muy incomprendido. Su forma de razonar no encaja con un sistema basado en principios de autoridad e imitación y por ello se le ponen calificativos que dejan claro que es raro y que sus reflexiones no son nada prácticas. Os lo recomiendo encarecidamente.

    El profesor consulta su carpeta de apuntes, de la que extrae un folio. Se dirige de nuevo al auditorio.

    —Me gustaría que alguien leyera este texto en voz alta. De Zygmunt Bauman. ¿Algún voluntario?

    —Yo misma.

    —Bien. Perdona. ¿Eres…?

    —Erika.

    —Gracias Erika. Ahí va. Todo tuyo.

    Extractos de «Terrores de lo global», un capítulo del libro Miedo líquido de Zygmunt Baumann, sociólogo polaco. 2006.

    «Si la idea de una «sociedad abierta» representó originalmente la determinación de una sociedad libre orgullosa de su apertura, hoy evoca en la mayoría de las mentes la experiencia aterradora de unas poblaciones heterónomas y vulnerables, abrumadas por fuerzas que no pueden controlar ni comprender plenamente, horrorizadas ante su propia indefensión y obsesionadas con la seguridad de sus fronteras y de la población que reside en el interior de éstas. (...)

    »Tampoco puede obtenerse justicia, condición preliminar de una paz duradera. La perversa «apertura» de las sociedades que promueve la globalización negativa es, por sí sola, la principal causa de la injusticia existente y, consiguiente e indirectamente, del conflicto y la violencia. Fueron las acciones de Estados Unidos y de sus diversos satélites —el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio— las que impulsaron fenómenos adicionales, subproductos tan peligrosos como el nacionalismo, el fanatismo religioso, el fascismo y, por supuesto, el terrorismo, que avanzan de la mano con el proyecto neoliberal de globalización. El «mercado sin fronteras» es una fórmula perfecta para la fabricación de injusticias y, en última instancia, de un nuevo desorden mundial. La anarquía global y la violencia armada se nutren mutuamente, se refuerzan y se dan ímpetu la una a la otra.

    »La globalización negativa ha cumplido su misión y todas las sociedades son hoy plena y auténticamente abiertas, tanto en el plano material como en el intelectual, de manera que cualquier herida provocada por una situación de privación e indolencia, se produzca donde se produzca, viene agravada por la laceración de la injusticia: la sensación de que se ha cursado un mal, un mal que pide a gritos ser reparado pero, por encima de todo, vengado.

    »En un planeta densamente envuelto en una red de interdependencia humana, no hay nada que los demás hagan o puedan hacer que podamos asegurar que no afecte a nuestras perspectivas, oportunidades y sueños. No

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