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La verdad en los relatos II
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Libro electrónico295 páginas4 horas

La verdad en los relatos II

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«Son espejismos. No son reales».
A pesar de que los miembros de su raza fueron violentamente expulsados de Meindra, un sandela ha regresado. Su presencia amenaza la realidad de todos los habitantes del continente, que recuerdan con pavor cómo fueron manipulados en el pasado y temen ser engañados por medio de espejismos una vez más.
En Kisela, los alumnos continúan su estricta formación para convertirse en kie-hais. Ellos, los Guardianes de la Realidad, son los únicos que pueden impedir que los sandelas vuelvan a someter a los humanos.
Tras su osada incursión a Arenas Negras, Kay y los otros kie-hais tendrán que investigar acerca del Golpe, una misteriosa conspiración urdida por senadores, sandelas y una peligrosa banda de delincuentes. Harán todo lo posible para tratar de impedirlo y asegurar, así, que la realidad no se vea comprometida. Lo que ninguno de ellos imagina es que, tras lo que está por venir, nada volverá a ser lo mismo.
IdiomaEspañol
EditorialMalas Artes
Fecha de lanzamiento23 ago 2023
ISBN9788419579980
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    Vista previa del libro

    La verdad en los relatos II - Laura E. Lafuente

    Ebook-2_La-verdad-en-los-relatos-II.jpg

    LAURA E. LAFUENTE

    LA VERDAD EN LOS RELATOS II

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

    © Laura E. Lafuente (2022)

    © Bunker Books S.L.

    Cardenal Cisneros, 39 – 2º

    15007 A Coruña

    info@malasarteseditorial.com

    www. malasarteseditorial.com

    Isbn 978-84-19579-98-0

    Depósito legal CO 1085-2022

    Diseño de cubierta: © Malas Artes

    Fotografía de cubierta: © AdobeStock

    Diseño y maquetación: © Malas Artes

    A Mireia Esteban, mi hermana.

    Sin ella, esta historia no existiría.

    Sin ella, yo estaría incompleta.

    Agradecimientos

    Gracias a Malas Artes Editorial y Bunker Books por ser mis compañeros y guías de viaje en esta aventura literaria. Apostaron por La Verdad en los Relatos y siguen haciéndolo, tal y como demuestra el hecho de que solo seis meses después de la publicación de la primera entrega de la saga se haya publicado este libro, Guardianes de la Realidad, el segundo volumen.

    Dentro del equipo de la editorial, quiero hacer una mención especial a Cristina Baena. Gracias por tener siempre una palabra amable, una risa y un rato para dedicarme. La promoción de las novelas es compleja y, en ocasiones, frustrante, pero contigo resulta amena y divertida.

    Gracias a Yésica, responsable de diseño y maquetación, por convertir mi historia en el precioso libro que sostenéis en vuestras manos; a María Luna y José Antonio Carballal, correctores de esta novela, por su detallada revisión; y a Marina Ortiz, que ilustró el mapa que acompaña y enriquece a todos los libros de esta saga.

    Cuando supe que la ilustradora de la portada de este libro sería la misma que aquella que había creado y dibujado la portada de La Verdad en los Relatos I, no podía estar más complacida. No me equivocaba. Gracias Júw por tu arte y por tu compromiso incluso más allá de lo establecido. Le has dotado a Guardianes de la Realidad de una portada insuperable.

    Gracias Borja, ayer, hoy y siempre, por darme la oportunidad de vivir esta experiencia tan alucinante de mano de Malas Artes y Bunker Books.

    En lo personal también tengo un buen listado de agradecimientos que otorgar. Perdonad que me explaye, pero es mi segunda novela y uno no publica un libro todos los días.

    Gracias, gracias y un millón de gracias a mi hermana, Mireia Esteban. Ella es la persona detrás de cada una de mis publicaciones en redes, de cada vídeo y cada fotografía, de cada material promocional. Ella es escritora de alguna de las frases que leeréis en este libro, y también la revisora más involucrada y exhaustiva. Te dedico este libro porque te quiero, pero también porque te lo mereces.

    Reitero mi agradecimiento una vez más a César Bodas, a quien me gusta definir como cartógrafo de Meindra y arquitecto de Kisela. Gracias por darle forma a mis ideas y por dotar a este libro de un mapa increíble.

    Además de los correctores editoriales, hubo dos correctores extraoficiales cuya labor y minuciosidad es inmejorable. Gracias José Luis Juarros, por una amistad diferente, y Andrés Martínez Gotor, por esos comentarios que me hacían sonreír durante horas. Sois maravillosos.

    Entre mis lectores alpha también se incluyen los imprescindibles: José María Esteban, mi padre y cómplice; Roberto Moreno, un cuñado como ningún otro; y Manuel Villaverde, que fue el primer amigo que supo de mi afán literario.

    Gracias a mi madre, Tina, que siempre está conmigo. Es por ella que escribo y es ella quien más disfrutaría de sostener este libro en sus manos.

    Compaginar un trabajo a jornada completa, la escritura y promoción de novelas, y gestionar a la vez una casa y una vida no es trivial, y menos si le sumas una hora de paseo perruno al día. No podría llegar a todo sin ti, Guillermo Belaustegui. Eres la mayor suerte de mi vida. Gracias por tanto.

    Gracias a todos los que compartís este sueño conmigo de un modo u otro. Gracias por acompañarme en las presentaciones de libros, ferias del libro y jornadas de firmas. Gracias por ayudarme a ser un poco más visible y llegar a más lectores. Gracias, sobre todo, por ilusionaros con el proyecto de La Verdad en los Relatos y hacerme sentir esa ilusión. Es el regalo más grande que podéis darme.

    Gracias, de corazón, a los que habéis mostrado tanto interés en la saga La Verdad en los Relatos que reservasteis esta segunda entrega incluso antes de que se publicara. No puedo dejar de mencionar a aquellos que habéis contribuido de un modo aún más excepcional: Nadia M. Esteban, que intenta decir mi nombre cuando me ve; los Esteban y agregados, a todos y cada uno de ellos, pero en particular a mis tías por hacerme sentir su orgullo, Mariángeles, Pilar, Maria Luisa y Merche; los Belaustegui Ferrández, Nacho, Carmen y Gabriel, una familia de la que me encanta formar parte; Mercedes Alonso, la abuela; Mercedes Belaustegui, mi primera lectora oficial; Eva Martínez, fan y amiga; Almudena Fernández-Rañada, por las conversaciones infinitas; Juan Parra, que años después sigue apostando por mí, también en lo literario; Francisco Javier Godás y Reyes Brun, cuya perseverancia para leerme les agradeceré siempre; Adrián Bravo, Laura Garrido y Alberto Bravo, que han demostrado ser incondicionales; María Paz, que confía más en mi capacidad que yo misma; Jaime Rodríguez de Górgolas, que pregona la existencia de mis libros y los ha escogido como regalo preferente; Ana Pérez, un tesoro de amiga; Mario Martín, que incrementa las ventas a la vez que me hace reír; la familia Moraga: Jose, Rosa, Borja y Lorena; Raquel Maes, apoyo inestimable en el uso de las redes; Ramón, Claudia, Laura, Lucía y Alba, la familia López Peláez Hamann; Paloma Cortina y Lidia Caramazana, que son pura vida; Miguel Gallarosa, Álvaro Pineda y Carlos Hernández, que nunca fallan; Pilar Najarro, Nila Castelló y Nuria de Pedro, que son, de entre lo bueno, lo mejor; Silvia Gutiérrez, Elena Blanco y Rocío Lucas, que alegran mis días; Margarita Gutiérrez, una esencial; Kino Ferrández, que tiene que venir a visitarnos más a menudo; los amigos del pasado y del futuro, Lucía Rodríguez, Soledad Laguna, Tamara Fiz y Carlos Javier Sánchez; y los míos, que nunca decepcionan, familia Porrón Lafuente y familia Lafuente Muñoz, en especial a Alberto, Jorge, Raquel y Arturo.

    Por último, gracias a ti, lector, por haber llegado hasta aquí. Espero que te dejes envolver por los espejismos y que esta novela te evada de la realidad mientras estés sumergido entre sus páginas…

    Prólogo

    Kerah

    Y sé lo que eso significa: que los demás sandelas le tendrán miedo.

    Por fin, permitió que sus ojos se abrieran. Todavía era demasiado pronto, pero no podía soportarlo más. Kerah llevaba unas dos horas tumbada boca arriba sobre el desgastado colchón, obligándose a permanecer con los ojos cerrados aun sabiendo que el sueño se mantendría irremediablemente alejado. En cualquier caso, soñar tampoco le hacía ningún bien, pues las pesadillas dominaban la mayoría de sus noches… Sorprendentemente, su maltrecho cuerpo se había acostumbrado a sobrevivir con apenas tres o cuatro horas de sueño diario.

    Mientras seguía tumbada, dedicó unos instantes a contemplar el techo sobre su cabeza… el techo de su ratonera. La madera, originariamente de color marrón intenso, había adquirido una tonalidad mortecina y estaba repleta de salpicaduras de moho. Las vigas que sostenían el techo estaban raídas y agrietadas por la humedad y la carcoma. Aquella deprimente imagen le recordaba cada mañana dónde se encontraba y cómo era su vida.

    Era una sandela encerrada en Enmira, la prisión de securanto.

    Kerah se prometía a sí misma día tras día, amanecer tras amanecer, que, en algún momento, lograría despertarse en otro lugar, un lugar donde sería libre. Libre para acometer su venganza. Libre para devolver la justicia al pueblo sandela, que había sido exterminado y encarcelado con crueldad y sin el más mínimo atisbo de piedad. Libre para enfrentarse a los asesinos de su padre y de otros muchos integrantes de su raza, aquellos que habían liderado la Persecución contra los sandelas: los guerreros que se denominaban a sí mismos kie-hais, los «Guardianes de la Realidad». Pero, por encima de todo, ansiaba la llegada del día en que amanecería en otro lugar y sería libre para poder así perseguir, torturar y matar a Merohar… Solo pensar en su nombre hacía que se estremeciera por el miedo y la ira. Merohar, el sandela que traicionaba a los sandelas; el mismo que había asesinado a su hermano Eidar en el desierto de Hersla, que los había encerrado a Aléis y a ella en aquella inhóspita prisión, y quien también había dado muerte a su bebé recién nacido, al que Kerah nunca había llegado siquiera a ver…

    Se incorporó. El frío fuera del cobijo de la manta era demoledor y su cuerpo empezó a temblar abruptamente. No obstante, el frío no le disgustaba. Era una sensación que la activaba; la hacía sentirse viva en aquel mundo donde la mayoría de las emociones la habían abandonado.

    Descalza, se acercó al taburete donde descansaba su ropa y se vistió lentamente. Su cuerpo dejó de temblar tras estar cubierto por dos gruesos jerséis de lana y la vieja capa de su padre, que aún conservaba. Sobre los calcetines, varias veces remendados, se puso unas botas que había heredado dos días atrás, cuando Saila, la mujer que vivía en la ratonera de al lado, había fallecido tras varios meses sufriendo fiebres incontrolables. Kerah todavía no sabía si debía envidiarla o sentir pena por ella… De cualquier modo, sus pies agradecían enormemente el calor y la comodidad de aquellas botas que llevaban postradas tanto tiempo a los pies del camastro de su antigua dueña.

    Saila ya estaba en Enmira cuando Aléis y ella llegaron. Los acogió como si fueran de su familia y los ayudó, siempre con una sonrisa y un sentimiento de esperanza que Kerah no conseguía comprender, y mucho menos compartir. Habían pasado casi dos años desde entonces, y su sonrisa solo desapareció cuando llegaron las fiebres. Fue en aquel momento cuando Saila pasó de parecer una mujer de treinta años a una anciana débil y demacrada. Aunque, aquí, las enfermedades, el hambre y esta humedad que se cuela incluso dentro de nuestros huesos hacen que todos parezcamos mayores de lo que en realidad somos, se lamentó Kerah. Y más débiles. A veces, nos veo y pienso que somos patéticos… que nos han convertido en seres patéticos.

    Aléis, el más pequeño de sus hermanos, el único de sus familiares que seguía con vida y la persona por la que seguía luchando cada día, dormía en una cama que estaba a menos de un metro de la suya. Vivían juntos y solos en una diminuta construcción rectangular de paredes y techo de madera, sin apenas muebles y carente de adornos. Sentía que vivían dentro de una caja, pero, al menos, era su caja. Su ratonera. Y Kerah agradecía mucho la privacidad y la soledad.

    Arropó a Aléis hasta el cuello. Tres mantas cubrían su cuerpo, un cuerpo débil que a menudo enfermaba. Lo había visto tiritar por la noche, y por eso hacía mucho tiempo que le había cedido una de sus mantas. Su hermano pequeño pronto cumpliría diez años, lo que implicaba que llevaba ya más de una quinta parte de su vida recluido en aquella decrépita prisión; era una realidad desoladora.

    —Siento mucho no haber podido sacarte todavía de aquí, ratón —murmuró en voz baja, mientras lo observaba.

    Apartó la desesperanza y la autocompasión, que no aportaban nada. Se obligó a sí misma a ser fuerte.

    —Pero te sacaré, Aléis —añadió, hablando en susurros—. Volverás a vivir fuera de Enmira, sin hambre, sin frío, sin miedo. Lo prometo.

    No se atrevió a tocarlo para no despertarlo, pues soñar era un privilegio del que no pensaba privarle. No, al menos, en noches como aquella donde se le veía descansar plácidamente y alejado de las pesadillas que también eran habituales en él.

    Salió al exterior de su ratonera y cerró con delicadeza la puerta de madera, evitando hacer ruido. Había tomado la costumbre de ir por las mañanas a la ratonera de la recién difunta Saila a mirarle la fiebre y cambiarle los paños húmedos, y tuvo que recordarse a sí misma tomar otro rumbo. Paseó entre los senderos que la lluvia de la noche había convertido en barro.

    Ni siquiera había amanecido. El resto de los sandelas todavía dormían, al igual que dormía aquel lugar donde vivían encarcelados y olvidados, la prisión de Enmira.

    Enmira, en el idioma antiguo de los sandelas, que llevaba siglos en desuso, significaba «Castigo». Y los sandelas de Enmira conformaban el «Pueblo Prisionero», un triste apodo que los definía.

    La enorme prisión en la que vivían confinados era básicamente una extensión circular de unas dos hectáreas rodeada por un gran muro de piedra de quince metros de alto que los aislaba del mundo exterior. El muro estaba cerrado en la cima por una reja de alambre, de modo que ni siquiera los pájaros pudieran entrar o salir, para desgracia de aquellas aves que habían tenido la desdicha de verse atrapadas en el interior de Enmira con los sandelas. Tanto el muro como la verja de alambre que cubría el que era su cielo contenían trazas de securanto, el preciado metal capaz de contener el poder de los sandelas. Por ello, no solamente no podían salir de la prisión, sino que ni siquiera eran capaces de proyectar sus mentes fuera de aquellos muros, fuera de Enmira. Sus espejismos, con los que antaño los sandelas dominaron y gobernaron Meindra, eran desquiciantemente inútiles allí dentro.

    El Pueblo Prisionero había tenido que aprender a sobrevivir desde cero en el interior de aquella inhóspita cárcel. Sus miembros, antaño adinerados empresarios, prestigiosos políticos o nobles de alta cuna, habían carecido de los conocimientos necesarios para labrar la tierra, construir casas, cuidar del ganado o tratar la lana. Sin embargo, la necesidad los había transformado. Setzán, la única persona del mundo a la que Kerah consideraba su amigo, los había instruido y asesorado en dicha transformación. Él, hijo primogénito de la principal casa noble de Safira, varios años antes de la caída de los sandelas en Meindra, había renegado de su familia y la riqueza y había decidido irse lejos de la corte y de la ciudad, a vivir al campo, donde autoabastecerse.

    En el interior de la imponente muralla que los aislaba del exterior, los sandelas habían construido veinticinco casas de madera y barro. Ratoneras, como Kerah las llamaba. Pequeñas cajas rectangulares donde cobijarse. Y, situada en el medio de todas ellas, la Gran Casa, o la Gran Ratonera, un edificio de mayor tamaño que usaban para reunirse, donde cocinar, comer y realizar actividades colectivas, desde clases para los más jóvenes a reuniones y cónclaves donde tratar los mismos temas desesperantes de siempre. Reparto de alimento, arreglos de disputas ocasionadas, por ejemplo, por el robo de raciones de comida entre familias, distribución de madera y lana, repartición de tareas, asignación de miembros por ratonera. Discusiones que se prolongaban durante horas y donde nadie sabía quién debía tomar las decisiones, por lo que habían acordado someterlas a votación. Dichas votaciones, por su parte, acostumbraban a resultar muy farragosas y se alargaban durante días. Sin embargo, al fin y al cabo, había que reconocer que, si de algo disponía la comunidad sandela, atrapada en aquel recóndito lugar donde vivían cautivos, era de tiempo.

    Los recursos en Enmira eran escasos y apenas les permitían malvivir.

    A pesar de contar con un pequeño bosque en el interior de los muros, la madera era un bien limitante. Necesitaban dejar que los árboles crecieran más antes de talarlos para reconstruir las ratoneras que, tras varios años de encierro expuestas a las inclemencias del clima, empezaban a estar seriamente deterioradas. Por otra parte, solamente la madera conseguía proveerles del preciado fuego que los mantenía calientes. Y en aquel lugar llovía con una inusual frecuencia y siempre hacía frío, además de una humedad que no concedía tregua.

    En la zona sur de Enmira se encontraba el huerto, que ocupaba aproximadamente un cuarto del terreno disponible. Era la principal fuente de alimento y de entretenimiento de los sandelas. Además, contaban con un gallinero y una granja con unas pocas ovejas y algún cerdo. Todo ello cortesía de sus carceleros, que habían preferido darles un sustento mínimo y olvidarse de mantenerlos.

    Por otro lado, el ambiente húmedo de aquel lugar con sus frecuentes lluvias hacía que el agua, que acumulaban en un par de depósitos que habían construido, no fuera una carencia.

    Sobrevivían, pero con arduas dificultades, tanto era así que el número de sandelas que componían el Pueblo Prisionero no paraba de menguar. Tras la muerte de Saila, quedaban sesenta y dos integrantes con vida. Más de setenta la habitaban cuando comenzó su cautiverio. Once habían muerto y tres más habían sido agregados a la comunidad desde la llegada de Aléis y Kerah. Sin embargo, hacía más de un año que ningún nuevo sandela había sido capturado y enviado a Enmira. Quedaban pocos en el exterior, si es que quedaban.

    Kerah paseaba cada día varias veces alrededor del muro de securanto, intentando proyectar su mente más allá de la roca, buscando alguna debilidad, alguna grieta, algún resquicio sin securanto que poder atravesar. Era una esperanza irreal, lo sabía, pero aun así persistía en su empeño para no caer en el abatimiento y también para mantenerse ocupada. En realidad, poco más podía hacer en el interior de la terrible cárcel. Dos veces recorrió el muro aquella mañana, deteniéndose cada pocos metros, buscando atravesar la roca de securanto y toparse con alguna mente en la que poder adentrarse, aunque fuera la de un animal o un mísero insecto. Se prometía cada día no dejar de intentarlo, no ceder nunca, aunque las esperanzas estuvieran reducidas a cenizas desde mucho tiempo atrás.

    No rendirse era su pequeño acto de rebeldía. Era lo que la mantenía cuerda en aquel mundo de locura.

    A menudo, para no perder la costumbre ni la práctica, Kerah proyectaba su mente al exterior y se introducía en la de los animales que vivían en Enmira. Se adentraba dentro de mariposas, hormigas, ovejas, cerdos y aves. De todos a la vez, controlando incluso varios centenares de mentes al unísono lo que, aunque fueran mentes poco complejas, no era una nimiedad. Y les hacía ver cosas y oír cosas. Les hacía soñar con prados soleados y un cálido sol, les hacía escuchar el resonar de las olas del mar al romper contra la arena, como había escuchado ella cada mañana al abrir la ventana de su antigua casa, en la ciudad de Estepada, situada en la costa este de Meindra.

    Tristemente, ese era todo el uso que podía hacer de sus espejismos, pues en Enmira solo vivían sandelas, y los sandelas, tal y como era sabido por todos, no podían adentrarse en la mente de alguien de su misma raza. Hasta el día en que saliera de Enmira. Ese día Kerah sometería con espejismos a todos los humanos que habían causado su ruina.

    Empezaría con los guardias que custodiaban la prisión, que trataban a los sandelas como si fueran mugre y dignos merecedores de su trágico destino. Eran, en total, sesenta carceleros que vivían de forma perpetua en el exterior de los muros, pero que nunca se adentraban en el interior de los mismos. Sin embargo, sí que se subían a lo alto de la recia muralla para vigilarlos a lo largo del día y dispararles con sus escopetas si detectaban algún comportamiento que consideraban amenazante. Así lo habían hecho hacía un año cuando creyeron que uno de los sandelas de Enmira estaba intentando excavar un túnel por debajo del muro, abatiéndolo de una ráfaga de disparos que lo dejó muerto y agujereado. Además, como medida preventiva, los guardias habían cavado un foso alrededor del muro que estaba a su vez cubierto por una reja de securanto. Escapar por debajo del muro no era, por tanto, una opción viable ni siquiera tras años y años de trabajo excavando el terreno.

    Las seis decenas de guardias que custodiaban la prisión vivían repartidos en tres cuarteles que protegían la única puerta de acceso a la prisión. Allí donde los grandes muros de piedra hacían un arco bajo el que se encontraba una doble verja, el único punto de acceso al recinto.

    Ningún humano se adentraba nunca en Enmira; estaba prohibido, y tampoco se atreverían a entrar allí donde el securanto ya no los protegía de los espejismos. Sin embargo, los sandelas sí que eran obligados en ocasiones a salir al exterior. Cada año, el dirigible de Kisela, la terrible institución que formaba y lideraba a los kie-hais, los odiosos Guardianes de la Realidad, viaja dos veces a Enmira. Primero para llevarse a una hornada de sandelas a Kisela con el objetivo de enseñar a los aspirantes a kie-hais a protegerse de los espejismos, y segundo, varios meses después, para devolverlos a la prisión.

    Los nombres de los desafortunados sandelas que habían sido seleccionados para ir a Kisela eran anunciados por los altavoces que había colocados de manera equidistante en lo alto del muro que rodeaba la prisión. No podían negarse a obedecer a la llamada de sus carceleros, quienes, en caso de rebeldía, comenzaban a disparar con sus escopetas desde lo alto del muro. Era una lección que los habitantes de Enmira ya habían aprendido en varias ocasiones, con un resultado fatídico que siempre solía terminar con más de un cadáver esparcido por el suelo embarrado. Los guardias que vigilaban la grandiosa cárcel de securanto aprovechaban cualquier insolencia, cualquier excusa, por nimia que fuera, para agredir a los prisioneros.

    Por tanto, si se requería de tu presencia para formar a los aspirantes de Kisela en la protección mental frente al poder sandela y tu nombre era pronunciado por los altavoces, no te quedaba otra opción que agachar la cabeza y caminar ordenadamente hacia las puertas de la prisión. Allí, entre las dos verjas de acceso, uno a uno, los kie-hais maniataban a los sandelas y sometían el temido poder de los espejismos colocando sobre sus frentes una diadema de securanto.

    Kerah solo había estado una vez en Kisela y la experiencia, aún reciente, era como una losa. Durante el viaje, los ojos de los sandelas eran vendados para que no pudieran ver de dónde venían ni hacia dónde iban. Tras varios días surcando los cielos en el dirigible de los kie-hais, los separaban y los llevaban a rastras hasta el que sería su hogar durante los siguientes tres meses. Una celda diminuta y desprovista de luz, según había comprobado Kerah cuando le quitaron la venda, donde permaneció aislada noventa y un días. Una eternidad de soledad, aislamiento y desconcierto. Su única distracción había consistido en que cada día, un kie-hai acudía

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