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Cuando éramos otros: Memorias de un dirigente social
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Cuando éramos otros: Memorias de un dirigente social
Libro electrónico248 páginas3 horas

Cuando éramos otros: Memorias de un dirigente social

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Información de este libro electrónico

Una de las figuras centrales del sindicalismo chileno tras el fin de la dictadura civil-militar, al tiempo que uno de los grandes articuladores del profesorado entre 1978 y 1981, rememora los últimos 50 años de la vida de nuestro país.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento9 ago 2023
ISBN9789560017079
Cuando éramos otros: Memorias de un dirigente social

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    Vista previa del libro

    Cuando éramos otros - Jorge Pavez Urrutia

    © LOM ediciones

    Primera edición, abril 2023

    Impreso en 1000 ejemplares

    ISBN Impreso: 9789560016850

    ISBN Digital: 9789560017079

    RPI: 2023-a-3338

    Edición literaria: Iván Quezada

    Fotografía de la portada: José «Pepe» Durán Muñoz.

    Diseño, Edición y Composición

    LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago.

    Teléfono: (56-2) 2860 68 00

    lom@lom.cl | www.lom.cl

    Tipografía: Karmina

    Impreso en los talleres de Gráfica LOM

    Miguel de Atero 2888, Quinta Normal

    Santiago de Chile

    Hay en mis venas gotas de sangre jacobina.

    Antonio Machado

    Prólogo

    Diez años después

    Hoy es 26 de octubre de este extraño 2020, año en que la vida en todo el mundo pareció detenerse. Un virus surgido en China, como escapado de la Caja de Pandora, obligó a cuarentenas, confinamientos y a cubrir nariz y boca, embozándonos tras mascarillas. Por ello un plebiscito que debía realizarse en abril, recién se pudo efectuar ayer, 25 de octubre. Estaba en juego cambiar la Constitución de Pinochet o mantenerla. Conocidos los resultados, hubo fuegos de artificio, banderas y alegría desbordante en las calles. Pero a pesar de que una gran mayoría aprobó no seguir con la norma de 1980, el camino diseñado está lleno de trampas. Nada asegura que el resultado final no se convierta en un nuevo blanqueo de la clase política y que, como otras veces, la alegría y esperanza se transforme en aire y polvo para el pueblo. Nuestra historia está plagada de encerronas y embustes, cuando no de traiciones. Resulta útil entonces recordar luchas pasadas, sistemáticamente silenciadas, aunque significaron vida, muerte y sacrificio.

    Quizás algunos recuerden mi libro Un hombre en la multitud. Recuerdos de un luchador social, en que di cuenta de mis experiencias como dirigente social y político. Concluía con una mirada amarga de Chile, del Partido Comunista en que milité y con la duda de si mi esfuerzo de décadas sirvió de algo. Ahora resolví continuar desde el punto en que lo dejé una década atrás.

    En aquel libro abarqué mi infancia, adolescencia y juventud, y cómo con mis debilidades y absoluta inexperiencia enfrenté la dictadura, formándome prácticamente solo como dirigente social en la Asociación Gremial de Educadores de Chile (AGECH). Durante la dictadura y luego de la salida pactada actué como dirigente, militando en el Partido Comunista. En el libro señalé mis contradicciones y mi compleja relación con la dirección del Partido, a pesar de integrar su Comité Central y en algún instante también su Comisión Política. Asimismo, revelé mi experiencia en la Coordinadora Nacional Sindical, el Comando Nacional de Trabajadores y luego en la Central Unitaria de Trabajadores, amén de mis responsabilidades en la Asamblea de la Civilidad.

    Cuando salí de la órbita pública, por alguna extraña conjunción de los astros asumí la dirección de un establecimiento educacional, arquetipo perfecto del actual liceo público: atendía a la población escolar más pobre de nuestro país. En Chile los pobres estudian con los pobres, debido a la odiosa segregación social del sistema educativo.

    Entre las paredes y patios de aquel liceo, la serpiente del modelo –con su fea cara de injusticia e inequidad– les daba batalla a estudiantes y profesores, maestros que a diario intentaban enseñar y formar a cientos de niños y jóvenes dañados por una sociedad enferma.

    Esa experiencia me significó, aparte de ser testigo de la dura tarea en las aulas, sufrir las políticas en Educación, no sólo las originadas en el régimen de Pinochet, sino también las dispuestas por los gobiernos de la Concertación, la Nueva Mayoría y la Alianza por Chile. Ninguna de ellas apoya ni ayuda a estudiantes y profesores, sino que sólo controlan el cumplimiento de estándares y nos hacen ver como insectos que realizamos casi todo mal.

    La Superintendencia de Educación y la Agencia de Calidad de la Educación –surgidas al cambiarse la LOCE de Pinochet por la LGE luego del vergonzoso acto en que los partidos de la Concertación y de la derecha celebraron con las manos entrelazadas el engendro que habían parido– imponen sus pautas, evalúan y cortan como guadañas todo lo que se hace y no se hace en los microcosmos que son los liceos.

    Durante casi seis años fui director del Liceo Mercedes Marín del Solar, entregándome a tiempo completo a esa labor. Observé la realidad educacional y la situación del país desde la Población Jaime Eyzaguirre, un barrio popular del sur de Santiago. En ese establecimiento, dependiente de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (el ex- Pedagógico de la Universidad de Chile), acompañé el esfuerzo rutinario y desgastante, y sobre todo conocí la pobreza que se colaba por las rejas, paseándose por los patios y salas, sin otra escapatoria que no fuera la droga o la delincuencia.

    Este nuevo libro intentará recuperar sueños, escarbar en los recuerdos, rescatar el sentido y la esencia por los que luchamos en esos años en que nos jugamos por torcerle el cuello al cisne, sin percatarnos de ciertos intereses que finalmente nos hicieron a un lado y se apoderaron del país. Al fin y al cabo, pertenezco a la vasta y diezmada legión de veteranos del setenta. Aún por mis venas circula sangre que ha vivido intensamente la historia del país, generación a la que, como maldición enviada por los dioses, el infortunio hizo girar en banda su brújula, sin mostrarle ningún norte. Pero «no hay mal que dure cien años ni tonto que los resista», dice el dicho popular, y pareciera que, como otras veces, nuevos aires recorren el país. Tengo aún esperanza de que recogeremos experiencias pasadas, no repetiremos errores y construiremos un Chile en que valga la pena nacer, sea bueno vivir y morir, si fuera necesario.

    J.P.U.

    Primera Parte La vida en cámara rápida

    I

    Época fugaz

    Nada impedirá que viva lo vivido y sobre todo ame lo que he amado. Y hasta el momento nada evita que respire. Me veo nuevamente en el viejo local del Instituto de Humanidades Luis Campino en la Alameda, haciendo clases a un curso de jóvenes que parecen escuchar interesados cuando les hablo de Unamuno, aunque sé que algunos de ellos sólo sueñan con la playa y el mar. De pronto, vuelvo a entrar en la Sala de Profesores del Liceo 27 o abro la añosa puerta de la AGECH en calle Lord Cochrane. Entre la niebla del pasado me veo instalado en la sala de Consejo del Colegio de Profesores en la antigua sede de calle Dieciocho, o hablando ante miles de profesores en un acto en el Parque O’Higgins. Regreso a la Penitenciaría, a Capuchinos, al antiguo local del Partido Comunista en calle San Pablo. Ocupo mis cinco minutos en un pleno del Comité Central. Sonrío mientras converso con Manuel Guerrero o camino por los cerros de Valparaíso. Todo se funde, aparece y desaparece, como las luces de un aeropuerto que apenas recuerdo, mientras cae la nieve sobre mi cabeza.

    El pasado, día a día, minuto tras minuto, tejiendo un horizonte interminable, murió, lo detuvieron o lo hicieron desaparecer. Es un Chile que se esfumó; ya no existe. Pero no fue un espejismo ni un sueño, porque seguimos recorriendo las mismas calles, hablando con los fantasmas de entonces.

    Por necesidad tenemos que abrir la boca, decir lo que pensamos del Chile con mil caras del presente, el que se pasea por los malls, que corre desesperado tras algo que se enciende y apaga. No sabe bien qué es, tambaleante como un borracho. Es el país que se nos fue de las manos y definitivamente es otro.

    Es necesario que las nuevas generaciones de profesores sepan de la AGECH, ese gigantesco esfuerzo tan injustamente olvidado. También es importante rescatar del olvido a la Asamblea de la Civilidad, traicionada por quienes después se apoderaron de todo.

    Tuve un amargor de boca al asumir que mi ser público, abierto al escrutinio, se fue recogiendo en el anonimato de un monje. Pero también sentí agrado. Era la tranquilidad que busqué siempre, en ocasiones desesperadamente, cuando con tanta frecuencia aparecía mi rostro en los medios de comunicación. Ya no me reconocía en ese tipo que hablaba en la TV, la radio o daba declaraciones por los periódicos.

    Comenzó un silencio en que mi personalidad fue más real. A fin de cuentas, la esfera privada en la que amas, sufres, ríes o sueñas es el único piso en que uno se afirma. Hace rato que mi vida no gira en torno al partido, que antes me decía lo correcto e incorrecto. Ahora sólo recibo las señales confusas de los días, aunque tengo la certeza de que en nuestro país la traición siempre acecha a quienes han luchado por una mejor vida para todos.

    Tantos años, tanta vida, tantos días, tantas noches en reuniones clandestinas, en asambleas, encabezando marchas, romerías, redactando declaraciones y discursos, corriendo como enajenado para entregar un informe que tanta gente esperaba como si fuese la verdad absoluta. Sábados y domingos incluidos. Restando tiempo a mis hijos y a mi esposa, quien sostenía la casa mientras yo luchaba por una causa que, de repente, tenía la impresión nadie valoraba.

    Retomé mis clases y mis alumnos. Nunca cejé en mi vocación, aunque la muerte estuviese cerca, batiendo sus oscuras alas. Ahora el anonimato se triza sólo cuando alguien me reconoce en la calle. En todo caso, el amargor de boca no significa que me arrepintiese de esos días. Al abrir cada mañana las ventanas de mi casa o ingresar a una sala de clases, siempre supe que valía la pena luchar por lo que se cree. Ahora mismo la porfía y terquedad de antaño me hacen latir el corazón igual que antes.

    Nunca me moví de Santiago, acostumbrándome a su rostro sombrío y húmedo. Durante la dictadura fui capaz de salir a sus calles y saludar (aunque con la mirada ausente y el oído atento). En la época actual, en cambio, pienso que es mejor caminar con un pequeño mapa en la mano y dar vueltas por alguna plaza o algún parque antes de verlos convertidos en autopistas o carreteras. Por todos lados se levantan colmenas de departamentitos. En el imperturbable imperio del presente, nada garantiza que esto o aquello no sea mañana un recuerdo borroso. Lo observo todo mientras avanzo, hilando tercas esperanzas para nuevos y mejores días.

    No he perdido mi asombro con la selva santiaguina cuando deambulo por el centro, por Moneda, Huérfanos y el Paseo Ahumada; o cuando recorro las calles de Macul, Ñuñoa o Providencia. A menudo, al desplazarme desde Plaza de Armas hacia los extramuros, tengo la impresión de encontrarme con gente que aguarda una voz esperanzada de llegar a alguna parte.

    En medio de la multitud, todo aparece y se desvanece, aunque consciente de que esta película rápida es Chile y los que viven aquí. Entre estos cascotes de tierra vivieron mis antepasados, confundidos en historias que no registró ninguna crónica, aventadas sus vidas por el viento.

    Miro y miro intentando la síntesis, la epifanía que explique este tiempo y así entenderme a mí mismo y a los demás, aunque todo parece una gran estafa, una escenografía de cartón piedra, melancolía apocada de pastizales, de ciertos pasajes bordeados de zarzamoras, del polvo de tierra suelta y roja del camino al Renegado en Chillán.

    Pero si pretendo encontrar la hebra de lo que somos, también tengo que escuchar las risas apagadas surgiendo de habitaciones lujosas. Son los privilegiados del pasado y del presente, los que estudian en los mejores colegios y viven en barrios distinguidos. Allí todo está limpio, hermoso. Ninguna ceremonia fúnebre los inquieta, aunque temen los robos y asaltos.

    Cientos de cámaras cuelan hasta el aire y un dron vigila y asegura desde el cielo. Todos los días se sonríe al descorrer las cortinas del salón y permitir que las plantas, árboles y flores del jardín (en realidad, casi un parque) ingresen al hogar con su belleza susurrante. En la misma ciudad, pero en otros barrios, en cambio, se ven extrañas procesiones, compatriotas con sensación de muerte. Caminan con la vista baja, presurosos desde sus casas al trabajo, empujando o conteniendo sus temores, subiendo por unos peldaños rotos hasta desaparecer de los registros del Estado. Es una olla a presión que no deja de silbar, anunciando su estallido.

    No obstante, los dueños del país ofrecen la solución para superar la pobreza: bastaría con emprender. El mensaje, repetido millones de veces, es recogido al vuelo por los grandes y los pequeños estafadores, los ladrones de cajeros automáticos o de autos.

    Todo vale en los gélidos pasillos del comercio y las finanzas. Aunque si no das la respuesta correcta, te arrojan al costado del camino, donde caen quienes no fueron capaces de interpretar los signos de esta época y respiran el viento polar que corta manos y cabezas.

    II

    Un salto al vacío

    En Santiago cada día se levantan nuevos edificios. Algunos oscilan en los terremotos y otros se derrumban envueltos en polvo y sangre, dejando a la vista las trapacerías de las inmobiliarias o constructoras, que mezquinan el fierro, el acero, el cemento. Son los mismos que concesionan carreteras con salidas que no conducen a ninguna parte, o inauguran hospitales sin camas o con camillas ocupadas por enfermos falsos. Encorbatados rateros, robando descaradamente en los servicios públicos, abultando cien veces la licitación que se adjudicó el pariente, el amigo o el recomendado.

    En el pasado, siempre hubo algo que deshizo las ilusiones y no fuimos capaces de concluir nada. Nuestros sueños duraron un disparo, aunque igual sorpresivo. Hizo sangrar un hilo, que después alguien cortó con los dientes.

    Es un tiempo largo y con muchos corcoveos, desde el Santiago de los sesenta y setenta, de la Unidad Popular, hasta el del presente, en que camino esquivando farmacias, con cajeros automáticos cada tres pasos, vomitando dinero para que siga el espejismo de la felicidad y la riqueza.

    En cada esquina me cruzo con equilibristas, muchachas lanzando fuego por la boca u ofreciendo bolsas con frutas, tunas, higos, naranjas, alcachofas, ramos de flores… Cuando cae la noche la ciudad toma un bello color lila; en los faldeos cordilleranos se divisan luces parpadeantes, sombras de grandes árboles y de sinuosas calles, la nostalgia de lo que tuve y perdí. Muchas derrotas y fracasos, más que triunfos o victorias, siempre pasajeros. Pero, aparte de la melancolía pegada a la piel, sigue latiendo el mismo corazón porfiado y la terquedad de huesos. Ese rescoldo de energía me permite ver amaneceres donde otros sólo ven oscuridad.

    Después del 2007, en que no fui reelecto presidente del Colegio de Profesores, me mantuve varios años en el Directorio Nacional, lo que me permitió retornar a la docencia, aunque sólo a nivel universitario. Fui tutor de tesis un largo tiempo en la Universidad Central, mientras paralelamente hacía clases de Políticas Educativas en la Academia de Humanismo Cristiano. Guardé un riguroso silencio mediático respecto de la pésima gestión de Jaime Gajardo. Como presidente de los profesores, hizo lo que seguramente el Partido Comunista esperaba de mí cuando ocupé el cargo: convirtió el Colegio en una agencia de empleos para sus militantes, un organismo en que la voz del PC se ejercía como único sonsonete. El autoritarismo, la prepotencia de barra brava y la arrogancia, paulatinamente, fueron ganando espacio con un estilo vulgar y tosco que parecían su sello. Uno tras otro, Gajardo terminó con nuestros esfuerzos en el plano educativo por levantar y sostener un movimiento pedagógico. Le echó tierra sin mediar explicación, salvo decir en reuniones de Directorio que era «cagón» e inútil para la «movilización». Después, del mismo modo cerró el Centro de Documentación Olga Poblete.

    Despidió a los profesionales que apoyaron mi gestión, desmantelando el Departamento de Educación y al Equipo Jurídico. Convirtió a la revista Docencia en un espacio para satisfacer su ego. De hecho, firmó las editoriales como si fueran de su autoría, terminando con la tradición del trabajo colectivo.

    Se opuso a que siguiera siendo representante de Latinoamérica en la mesa ejecutiva mundial de la Internacional de la Educación, a pesar del consenso de los países hermanos para que continuase.

    Pero quien se mostró como un osado agitador, acusándome de «amarillo» cuando fui presidente, fue incapaz de cumplir sus promesas de campaña, en especial su caballito de batalla: acabar con la evaluación docente. Tampoco logró mejorar las condiciones laborales de los maestros. Mucho menos enfrentar las leyes que prácticamente acabaron con el Estatuto Docente, reforzando un sistema educativo segregado.

    Sus movilizaciones fueron sin norte ni sustancia. Las políticas, que impulsara primero la Concertación, luego la Derecha y finalmente la Nueva Mayoría, acabaron de consolidar el control neoliberal y la profesión fue perdiendo su esencia. Cada vez más se aleja la pedagogía del hacer docente: se trata de obtener productos y resultados al menor costo, aumentar las ganancias y profundizar la explotación.

    Gajardo no fue capaz de generar respeto en la opinión pública, no digamos de los profesores de base (muchos de ellos comentaron con pesar el lenguaje vulgar y las intervenciones desafortunadas del presidente del gremio).

    Quizás debí dejar el Colegio de Profesores cuando no gané la presidencia. Sin embargo, me mantuve por dos períodos en el Directorio Nacional, entregando mis ideas en el Comité Ejecutivo, el Directorio y las Asambleas Nacionales.

    Darío Vásquez fue mi sucesor en las siguientes elecciones,

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