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La ciudad antigua: Espacio público y actores sociales
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Libro electrónico493 páginas6 horas

La ciudad antigua: Espacio público y actores sociales

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Tenemos conocimiento de que en los inicios hubo una ciudad llamada Troya que sobrevivió al asedio de los griegos durante diez años. De la ciudad asediada se nos habla con detalle en la Ilíada, y es por esta vía que nos informamos de su trazado urbano: murallas, torres, calles, etc., así como de sus habitantes, sus modos de vida, valores, amores y pasiones desarrollados en el espacio público y privado. La fuerza poderosa de la literatura ha entregado una descripción que nos permite asomarnos a la vida de una ciudad y sus actores.

La selección de trabajos que se incluye en este libro sobre la ciudad antigua representa los riesgos de quien intenta entregar una visión amplia e integrada de la Antigüedad, cualquiera sea el punto desde el cual se la interrogue. Una aproximación que incluye varios siglos a partir de la primera ciudad, esa que fue destruida por la voluntad de los celestes, y una óptica que busca instalarse en escenarios geográficos dilatados, tiene que expresarse por medio de ejemplos que, siendo específicos, intentan describir una realidad amplia y profunda.
IdiomaEspañol
EditorialRIL editores
Fecha de lanzamiento26 jul 2023
ISBN9789560113917
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    La ciudad antigua - Catalina Balmaceda

    Las enseñanzas de la tragedia en la polis democrática

    Brenda López

    Resumen:

    La tragedia ática, género literario y práctica cultural que se desarrolla en el siglo V, se integra en la concepción griega tradicional de la poesía que le concede a esta un rol educativo fundamental en la sociedad. Sin embargo, al ejercer ese rol en un contexto marcado por innovaciones políticas y sociales significativas, la tragedia reformula la función educativa de la poesía en sintonía con características institucionales e ideológicas fundamentales de la democracia ateniense. A partir de ellas, al rol modélico tradicionalmente ejercido por la poesía se agrega con creciente importancia un rol crítico, que encuentra cabida y es propiciado por la propia institucionalidad política y por los ideales de la democracia ateniense.

    Palabras clave:

    tragedia griega, democracia ateniense, festivales dionisíacos.

    El siglo V en Atenas es el marco del desarrollo de un nuevo género literario, el drama, que irrumpe en el panorama de la poesía griega hasta entonces poblado por la épica y la lírica. Si bien sus dos manifestaciones, la tragedia y la comedia, constituyen una novedad radical, al mismo tiempo ellas establecen una clara continuidad con los géneros preexistentes. La tragedia, subgénero del drama en el que nos centraremos, lo hace, por una parte, a través de aspectos formales y temáticos tales como el uso del material mítico como fuente argumental, y de una métrica y un lenguaje cercanos a la épica y la lírica coral en las odas corales. Por otra parte, ella se inscribe en la tradición griega que desde el periodo arcaico asigna a la poesía un rol primordial en la educación de los miembros de la comunidad. Dicho rol, asumido y proclamado por los propios poetas en algunos de los textos conservados, abarcó en la época arcaica una serie de atribuciones diversas, entre las que se cuentan las concepciones de la poesía como revelación de una ‘verdad’ de índole trascendente; como fuente de conocimiento práctico y moral; como memoria de un pasado y una tradición comunes y, en virtud de ellas; como fuente de identidad y cohesión social, entre otras, todas ellas cualidades en que predomina una concepción modélica del efecto educativo ejercido por la poesía¹.

    La continuidad que la tragedia establece con respecto a la función social de la poesía se realiza, sin embargo, en un contexto que se diferencia sustancialmente de los espacios y concepciones socioculturales que son el marco de la creación y la recitación poética en el periodo arcaico. Como es sabido, el drama ático se desarrolla y alcanza su apogeo durante el siglo V, en el contexto institucional, político y cultural de la democracia ateniense, forma de gobierno y de organización sociopolítica, a su vez, radicalmente nueva en el mundo griego. Es esa polis democrática la que provee tanto la estructura institucional en que se lleva a cabo la producción, representación y recepción de la tragedia (y la comedia), como una nueva ideología en la que se enmarcan las temáticas abordadas por el drama ateniense y la particular forma en que ellas son desarrolladas².

    Ante estas constataciones, surge entonces la pregunta por la manera en que la tragedia ejerce un rol educativo en ese nuevo contexto sociopolítico e ideológico. Para intentar responderla se hace necesario considerar algunas de las características institucionales e ideológicas fundamentales de la democracia ateniense, que nos permitirán indagar en la vinculación que la poesía y las representaciones trágicas establecen con ella, la cual es determinante sobre esa misión educativa que la poesía continúa ejerciendo a través de un nuevo género y bajo nuevas condiciones.

    Las tragedias, compuestas y representadas por ciudadanos atenienses en festivales organizados por la polis democrática, ante un público conformado también mayoritariamente por ciudadanos, tuvieron como marco de producción y recepción una institucionalidad y una ideología política que promovió como ideales fundamentales la igualdad y la libertad para todos los ciudadanos (hombres atenienses adultos). Sobre la noción de igualdad se asentaron derechos fundamentales, como la igualdad de derechos políticos (isonomia)³ y el derecho igualitario a expresarse en asambleas políticas (isegoria); el ideal de la libertad, por su parte, se tradujo en la libertad política para participar en los distintos tipos de reuniones cívicas y de expresarse en ellas libremente (parrhesia), y en la libertad personal de vivir según el propio parecer en el ámbito privado⁴. Ambos valores, y los derechos a ellos asociados, fueron aparejados al fomento y la exigencia de compromiso de los ciudadanos con su polis, a partir de la cual la participación política y militar constituía tanto un deber como una dimensión prioritaria en la vida de los ciudadanos. En la ideología democrática, por lo tanto, la identidad del hombre ateniense se basó de modo fundamental en su condición de ciudadano comprometido con su comunidad política⁵. Como es sabido, las instituciones de la polis democrática, en correspondencia con esos ideales, demandaban y a la vez garantizaban una intensa participación de los ciudadanos, a través del elevado número de miembros y de la rotación periódica en los cargos para los tribunales populares (heliaia o dikasterion) y el Consejo de los Quinientos (he boule toi pentakosioi), elegidos anualmente por sorteo, y a través de la exigencia de un quórum mínimo de aproximadamente 6.000 ciudadanos en la asamblea (ekklesia) que sesionaba periódicamente⁶. En ellas, el instrumento de decisión política y judicial primordial fue el debate: el ejercicio de la ciudadanía, por lo tanto, implicó de modo predominante el uso del discurso público y el enfrentamiento de posiciones diversas, haciendo paulatinamente de la retórica una disciplina privilegiada en la formación del ciudadano, y de la isegoria y la parrhesia derechos y valores fundamentales de la democracia.

    Estos ideales y prácticas de la democracia ateniense son los que se manifiestan en el famoso discurso fúnebre de Pericles referido por Tucídides. En él, por una parte, la libertad privada y el desarrollo personal del individuo son presentados en una coexistencia armónica con la exigencia de participación política; más aún, ellos son requeridos y a la vez garantizados por dicha participación. Por otra parte, la propia circunstancia del discurso revela la dimensión radical del compromiso de los ciudadanos con su polis y los costos que este puede implicar para el ámbito privado, específicamente para la familia (oikos): tras hablar a los asistentes en general, Pericles se dirige a los padres, hijos y hermanos de los caídos; al dolor personal que estos sienten por la pérdida de un familiar antepone el honor (time), el renombre (eukleia) y el amor a la gloria (filotimia), que solo adviene al morir por semejante polis. Asimismo, así como al potencial conflicto entre el ámbito privado y el público se sobrepone el compromiso con la polis de Atenas, el discurso manifiesta la confianza en que, del ejercicio libre e igualitario de la participación política ciudadana, que acoge y presupone la diferencia de opinión y la disensión, necesariamente emanará el bien de la colectividad. Al ser la palabra el instrumento privilegiado de discusión y deliberación, manifiesta también la confianza en esta como medio de obtención de ese bien supremo:

    «En lo que concierne a los asuntos privados, la igualdad, conforme a nuestras leyes, alcanza a todo el mundo, mientras que en la elección de los cargos públicos no anteponemos las razones de clase al mérito personal, conforme al prestigio que goza cada ciudadano en su actividad; y tampoco nadie, en razón de su pobreza, encuentra obstáculos debido a la oscuridad de su condición social si está en condiciones de prestar un servicio a la ciudad. En nuestras relaciones con el Estado vivimos como ciudadanos libres y, del mismo modo, en lo tocante a las mutuas sospechas propias del trato cotidiano, nosotros no sentimos irritación contra nuestro vecino si hace algo que le gusta y no le dirigimos miradas de reproche, que no suponen un perjuicio, pero resultan dolorosas (…) Las mismas personas pueden dedicar a la vez su atención a sus asuntos particulares y a los públicos, y gentes que se dedican a diferentes actividades tienen suficiente criterio respecto a los asuntos públicos. Somos, en efecto, los únicos que a quien no toma parte en estos asuntos lo consideramos no un despreocupado, sino un inútil; y nosotros en persona cuando menos damos nuestro juicio sobre los asuntos, o los estudiamos puntualmente, porque, en nuestra opinión, no son las palabras lo que supone un perjuicio para la acción, sino el no informarse por medio de la palabra antes de proceder a lo necesario mediante la acción» (Tucídides II, 37, 1-2; II, 40, 2).

    ¿De qué manera se vinculan, entonces, las tragedias con las instituciones y la ideología de la polis democrática? En primer lugar, es necesario considerar el contexto inmediato de su representación, esto es, los festivales dionisíacos, uno de los numerosos ‘juegos y festividades’ anuales que Pericles en su discurso destaca como una más de las bondades de Atenas, en contraposición a la exclusividad militar de los espartanos. Sin duda ellos eran, como se plantea allí, fuente de placer y expresión del «amor por la belleza» (to philokalon) que Pericles atribuye a los atenienses. Además de esa dimensión ‘estético-espiritual’ vinculada al desarrollo individual antes mencionado, en las últimas décadas ha sido también propuesta y enfatizada la connotación cívica de dichos festivales, en particular del más importante de ellos, las Grandes Dionisíacas, que han sido situadas en un plano semejante a las instituciones políticas atenienses. Las razones para ello son diversas: en primer lugar, las Dionisíacas eran organizadas por y para la polis democrática, hecho que, para algunos críticos, hace de ellas per se un evento político⁷. Era uno de los magistrados, el arconte epónimo, quien estaba a cargo de su administración; en particular, él cumplía con las tareas de seleccionar a los poetas en competencia cada año, de seleccionar y asignar a los coreutas, y de designar a los ciudadanos adinerados que deberían ejercer la choregia, una de las formas de litourgia a través de las cuales ciudadanos adinerados debían contribuir financieramente con la polis⁸, y que en este caso implicaba el financiamiento del coro mientras durase la producción. Además, las tragedias y comedias competían respectivamente por el primer, segundo y tercer premio de cada festival, y eran diez jueces elegidos por sorteo en cada una de las tribus los encargados de la deliberación. Finalmente, la organización y el desarrollo del festival eran sometidos a fiscalización pública en el mismo teatro algunos días después de su conclusión⁹.

    En segundo lugar, la connotación cívica de los festivales ha sido enfatizada a partir de la exigencia de ciudadanía a todos los participantes activos –organizadores, poetas, coregos, coreutas, actores y jueces–, y de la presunción altamente probable de que la gran mayoría de los aproximadamente 14.000 espectadores diarios que asistían a las Dionisíacas eran también ciudadanos. La importancia atribuida a su asistencia masiva es atestiguada, además, por la existencia del Fondo Teórico, probablemente promulgado bajo el liderazgo de Pericles, a partir del cual se financiaba la entrada al teatro a todos aquellos ciudadanos que no pudiesen costearla¹⁰. A partir de estas características, algunos autores han considerado a la audiencia de los festivales como un grupo que «podría ser tratado como esencialmente idéntico al cuerpo político del Estado ateniense que se reunía en otras ocasiones para discutir y decidir los asuntos más importantes de incumbencia pública» (Cartledge (1997) 11)¹¹. Esa ‘identidad esencial’ entre asistentes al teatro y a las instituciones políticas no debe, sin embargo, empañar las evidencias de que al teatro asistieron también visitantes extranjeros, metecos y, al menos en algunas ocasiones, esclavos, mientras que a las instituciones políticas solo se permitía la asistencia de ciudadanos.

    En tercer lugar, el carácter cívico de las Dionisíacas ha sido postulado a partir de la reconstitución de las ceremonias que probablemente eran ejecutadas en la inauguración del festival, realizadas en el teatro con antelación al concurso dramático. En su artículo «The Great Dionysia and Civic Ideology», el helenista Simon Goldhill presenta y analiza cuatro ceremoniales: la libación conjunta realizada por los diez generales, la exhibición del tesoro de la Liga Ateniense en la orchestra, la lectura pública de la lista de ciudadanos premiados por haber beneficiado de modo especial a la polis, y la presentación pública con armadura hoplita de los efebos en edad de asumir la ciudadanía, cuya educación había sido costeada por la polis a raíz de la muerte de sus padres en guerra¹². En un análisis de la ideología subyacente a esas ceremonias, Goldhill propone que todos los ceremoniales cumplían la función de exhibir el poderío de Atenas y de reafirmar y fomentar el compromiso con la polis , presentándolo como ideal de conducta a ser perseguido por los ciudadanos asistentes.

    Si bien los argumentos mencionados hacen indudable una connotación cívica de los festivales, cabe aún preguntarse por la vinculación específica de las tragedias con la polis democrática y su ideología, a partir de la cual emana el rol formativo que ellas habrían ejercido sobre los individuos que conforman esa particular comunidad.

    En el plano formal, es inevitable constatar una semejanza entre una de las características más visibles de la tragedia y las prácticas políticas de la democracia ateniense: en ellas no solo se presenta a los personajes hablando por sí mismos y dialogando –características fundamentales del drama–, sino que con frecuencia ellos se enfrentan en un debate (agon) en el que los dos tipos convencionales de discurso utilizados en la tragedia (rhesis y stichomytia) constituyen un vehículo para la presentación de posiciones opuestas. Más aún, en gran parte de las tragedias conservadas –correspondientes al último tercio del siglo V– los enfrentamientos discursivos integran procedimientos y exhiben proximidad con las concepciones retóricas en boga (especialmente las de Protágoras y Gorgias), ya sea utilizándolas como herramienta discursiva en la disputa, o bien desplegándolas irónica y críticamente (o ambas). La construcción de los diálogos bajo la forma del debate, a su vez, enlaza con el tipo de conflicto que se presenta con frecuencia en las tragedias: en ellas, sus protagonistas –los antiguos héroes del mito–, se ven enfrentados a decisiones complejas, que encierran potenciales consecuencias negativas tanto para ellos mismos y/o sus parientes (philoi), como para toda la colectividad. El enfrentamiento de posiciones a menudo no obedece, como sería de esperar a partir de una visión dramática moderna, a la oposición entre protagonista y antagonista(s), sino al conflicto que implica la existencia de distintos puntos de vista sobre un mismo hecho, ninguno de ellos descartable ni aceptable por completo.

    La decisión conflictiva y el enfrentamiento –junto a otras características comunes a gran número de tragedias– en ocasiones sirven como vehículo para la legitimación directa de la ideología democrática, acercando la acción educativa de la tragedia al rol modélico tradicional de la poesía, que fomenta la identidad común y la cohesión de la comunidad. Es el caso, por ejemplo, de las Suplicantes de Eurípides, donde el enfrentamiento tiene como figuras opuestas a las poleis de Atenas y Tebas, a raíz de la prohibición tebana de enterrar los cuerpos de los caídos en el ataque del ejército argivo liderado por Adrasto, quien acude a Teseo en búsqueda de ayuda. En el probable contexto del último periodo de la primera parte de la Guerra del Peloponeso, dicho enfrentamiento asume el cariz de duelo entre tiranía y democracia, y sirve a la exposición y defensa de la polis democrática, a partir del contraste con el régimen opuesto. Así, en el famoso debate entre el heraldo tebano y Teseo, mientras el primero es portavoz de la crítica oligárquica a la democracia, el segundo, instigado por ella, realiza una defensa en la que están presentes de modo explícito las nociones centrales de la ideología democrática. A través de esa contraposición, la tragedia no solo defiende y legitima a Atenas ante sus oponentes externos liderados por Esparta, sino que defiende la democracia ante la oposición prooligárquica interna:

    «HERALDO: ¿Quién es el tirano de esta tierra? (…)

    TESEO: Forastero, para empezar, te equivocas al buscar aquí un tirano. Esta ciudad no la manda un solo hombre, es libre. El pueblo es soberano mediante magistraturas anuales alternas y no concede el poder a la riqueza, sino que también el pobre tiene igualdad de derechos.

    HERALDO: (…) la ciudad de la que vengo la domina un solo hombre, no la plebe. No es posible que la tuerza aquí y allá, para su propio provecho, cualquier político que la deje boquiabierta con sus palabras (…) Un labrador miserable, aun no siendo ignorante, es incapaz de poner sus ojos en el bien común, como demuestran los hechos. Y, en verdad, es dañino para los hombres superiores el que un villano alcance prestigio por ser capaz de contener al pueblo con su lengua, alguien que antes no era nadie.

    TESEO: (…) Nada hay más enemigo de un Estado que el tirano. Pues, para empezar, no existen leyes de la comunidad y domina solo uno que tiene la ley bajo su arbitrio. Y esto no es igualitario. Cuando las leyes están escritas, tanto el pobre como el rico tienen una justicia igualitaria. El débil puede contestar al poderoso con las mismas palabras si le insulta; vence el inferior al superior si tiene a su lado la justicia. La libertad consiste en esta frase: «¿Quién quiere proponer al pueblo una decisión útil para la comunidad?» El que quiere hacerlo se lleva la gloria, el que no, se calla (…)» (Suplicantes v.400-440).

    Ante la diversidad de posiciones y el conflicto político interno, sin embargo, las tragedias no cumplieron siempre un rol únicamente legitimador de la ideología democrática, propiciando la cohesión y desafiando la oposición. Así como la democracia ateniense presupuso la diversidad de opiniones en conflicto con respecto a las decisiones de la comunidad, la tragedia (y la comedia, de modo distinto) sirvió como importante vehículo de crítica a las decisiones políticas y a las acciones emprendidas a partir de ellas. Si bien la crítica contemporánea ha evitado, por indemostrable e improductivo, el abordaje de alusiones específicas a personajes contemporáneos, tendencia que alguna vez suscitó, por dar un ejemplo, la identificación de Edipo con Pericles, es innegable que algunas obras se refieren críticamente a sucesos contemporáneos. Ello es especialmente marcado durante la Guerra del Peloponeso y, en particular, en la obra de Eurípides, quien junto a la visión laudatoria de la democracia ateniense ejemplificada en el pasaje anterior, desarrolló una creciente visión crítica del curso tomado por la participación ateniense en la guerra, de la cual son ejemplos, entre otras, Las troyanas y Hécuba.

    La crítica desarrollada en las tragedias no se abocó únicamente al comentario de sucesos históricos y políticos específicos sino, sobre todo, a la discusión con respecto a los valores fundamentales sobre los que se asienta la comunidad. Como ha postulado la tendencia crítica que asigna una connotación cívica a los festivales, citada antes, las tragedias participan activamente tanto en la definición y la conformación de la ideología democrática y la identidad cívica, como en su discusión y cuestionamiento¹³. Entre las temáticas discutidas por las diversas obras, se encuentran, por ejemplo, la indagación con respecto a los fundamentos valóricos de la acción humana y de la vida en comunidad, y a la concepción y el rol que en ellos cabe a la divinidad; la reflexión permanente con respecto a las nociones y prácticas fundamentales del derecho¹⁴; la discusión acerca de la relación entre el interés individual y el colectivo, entre otros temas centrales no solo en la configuración de la ideología democrática, sino en una reflexión amplia de índole político y ético.

    A continuación, a modo de ilustración abordaremos dos obras correspondientes a dos poetas y momentos distintos, Orestíada e Ifigenia en Aulide, en las que se dramatizan episodios comunes –el sacrificio de Ifigenia– y, a partir de ellos, se efectúa una discusión con respecto a la interacción entre la esfera privada del oikos y el ámbito colectivo de la polis democrática, cuya misma tematización hace evidente la coexistencia problemática de ambos ámbitos al interior de una ideología que promueve como prioridad el interés colectivo.

    La Orestíada fue representada en 458, en un momento de consolidación tanto de la democracia como de la hegemonía ateniense al interior de la Liga de Delos. Es esta una trilogía cuya riqueza temática y poética impiden una discusión mínimamente detallada en el marco de esta exposición; de ella, por lo tanto, tomaremos apenas algunos elementos centrales para el desarrollo del tema planteado. La trilogía dramatiza el mito de los Atridas, configurándolo como historia de sucesivos crímenes intrafamiliares que se presentan como actos de justicia retributiva, cuya ejecución constituye un deber impuesto por el vínculo de philia. Movidos por la obligación de la venganza, para reparar un crimen los vengadores deben efectuar un nuevo crimen, haciéndose también merecedores de castigo. En el caso específico de Agamenón, la primera oda coral de la tragedia que lleva su nombre lo presenta como vengador del crimen cometido por Paris al raptar a Helena, acto que implicó una violación del vínculo de hospitalidad. Para llevar a cabo esa venganza a través de la expedición guerrera a Troya, Agamenón es colocado en una situación de conflicto trágico, es decir, ante una elección que no ofrece salida libre de males: para lograr zarpar con la flota desde Áulide, y llevar adelante una venganza que se presenta como justa, debe sacrificar a su hija Ifigenia. Para reparar una transgresión, debe incurrir en otra más severa aún. En ese conflicto, en el que chocan dos obligaciones determinadas por el vínculo de philia que une a miembros de una misma familia (oikos/genos), entra en juego la dimensión política: en una caracterización trágica que aún no priva por completo al personaje del mito y la epopeya de su estatura heroica, Agamenón se presenta obligado por deberes que le impone su posición de jefe militar. Preso al interior de una maldición que determina el imperio inexorable del crimen al interior de la familia de los Atridas, tras padecer intensamente el conflicto que debe enfrentar, Agamenón finalmente opta por asesinar a su hija, sentenciando al mismo tiempo su propia muerte futura en reparación de ese acto atroz. En el plano político, de manera análoga al plano privado, la guerra emprendida como acto de justicia retributiva implicará una serie de transgresiones, entre las que se incluyen, además del sacrificio de Ifigenia, el arrasamiento de Troya y sus altares, y lo que será percibido por los ciudadanos de Argos como un sacrificio excesivo e innecesario de los argivos que debieron pelear en la expedición.

    La situación de Agamenón, junto a los otros crímenes presentados en las dos primeras tragedias de la trilogía, cumple en la obra la función de representar a la venganza como método fallido de reparación, y a su ejecución obligatoria por parte de los miembros vivos de la familia (philoi) como práctica violenta cuya consecuencia última es la amenaza de extinción de la propia estirpe y del hogar (genos / oikos), hecho que, a su vez, afecta a toda la colectividad. Esa dramatización de los efectos de la justicia retributiva constituye la primera parte de un argumento que, en la tragedia final, presenta a la justicia legal, fundada por la divinidad y radicada en el tribunal del Areópago en Atenas, ejercida por los ‘mejores ciudadanos’ y administrada a través de un juicio en que ambas partes implicadas tienen derecho a la palabra, como solución a las falencias de la justicia retributiva presentadas en las obras anteriores. A través de la ley, el tribunal y el discurso que constituye una herramienta fundamental para la deliberación jurídica, todos instituciones y prácticas centrales de la democracia ateniense, se presenta a la polis democrática como sistema que garantiza y cautela la existencia del ámbito privado, el oikos, integrándolo armónicamente en su orden jerárquico¹⁵.

    Muy distinta es la presentación del sacrificio de Ifigenia en Ifigenia en Áulide, obra de Eurípides que fue representada tras su muerte, probablemente en 405, poco antes de la derrota definitiva de Atenas en la Guerra del Peloponeso. En ella, la situación que enfrenta Agamenón ante la exigencia de sacrificar a su hija constituye el eje central del argumento que se centra íntegramente en ese episodio, y que se desarrolla a través de una serie de enfrentamientos retóricos que tienen como consecuencia sucesivos cambios de opinión por parte de los personajes y continuas redefiniciones de los elementos implicados en el conflicto.

    En un inicio, se presenta a un Agamenón arrepentido de haber enviado a buscar a su hija con el pretexto de una inminente boda con Aquiles, ante lo cual intenta reparar su acción enviando una nueva misiva en que se retracta de lo dicho. El esclavo portador del mensaje, sin embargo, es interceptado por Menelao, quien enfrenta a su hermano en el primer agon de la tragedia. En él, los argumentos de Agamenón se circunscriben al ámbito de la philia: la guerra emprendida por una mujer adúltera no es motivo suficiente para el sacrificio de una hija; los de Menelao, en cambio, introducen el ámbito político, desde un inicio bajo una luz poco favorable, al enrostrar a Agamenón su inicial aquiescencia ante el sacrificio, en lo que aparecía como una actitud coherente con sus ansias de poder demostradas desde el inicio de la expedición. En un segundo encuentro, efectuado tras la llegada de Ifigenia y Clitemestra a Áulide , las posiciones se invierten: Menelao ha cambiado de parecer, persuadido por el sufrimiento de su hermano; mientras que Agamenón reconoce la inevitabilidad del sacrificio, impuesta por su previsión de las acciones que Odiseo, conocedor de la profecía, llevará a cabo si este es cancelado. Como en otras obras del periodo, Odiseo aquí es el demagogo manipulador de la masa en función de sus propios intereses, de quien Agamenón espera que incite al ejército contra los Atridas e incluso contra la propia Argos, si el sacrificio no es realizado. Hasta aquí, estamos frente a una guerra en la que no aparece como finalidad el interés y el bien colectivo, sino apenas mezquinas motivaciones de índole personal, ante las cuales el sacrificio de Ifigenia se presenta como un crimen injustificable. Sorpresivamente, sin embargo, la visión de la guerra cambia en el discurso de Agamenón ante una Ifigenia desesperada, conocedora ya del verdadero objetivo que la ha traído hasta Áulide: el ejército de los griegos, arrastrado por una ‘pasión desenfrenada’, requiere partir de inmediato «hacia la tierra de los bárbaros [para] poner fin a los raptos de mujeres griegas» (v.1264-1266), en una expedición en defensa de la libertad de Grecia (v.1273). Ante el discurso de Agamenón, Ifigenia pasa de ser una víctima sufriente que prefiere «vivir mal a morir honrosamente» (v.1252), a convertirse, en sus propias palabras y las del coro de mujeres de Calcis, no solo en la gloriosa salvadora de la libertad de Grecia, sino en la «destructora de Ilión» (v. 1476).

    Los sorprendentes cambios de opinión de Agamenón, Menelao e Ifigenia en la obra, no obedecen ni a una construcción poco coherente de los personajes, como propuso ya Aristóteles (Poética 1454 a), ni tampoco a una profundidad psicológica como fin en sí mismo, que muchas veces ha sido atribuida a Eurípides. A nuestro juicio, ellas se esclarecen a la luz de la concepción gorgiana del lenguaje, específicamente de dos de sus ideas fundamentales: por una parte, que el poder de la palabra radica en su capacidad de actuar sobre las emociones del oyente, acción que será efectiva en la medida en que se escoja la ocasión adecuada (kairos) y, por otra, que ese poder se funda en la fragilidad de la opinión humana, producto de la incertidumbre del conocimiento¹⁶.

    En los discursos proferidos por los personajes, que sucesivamente echan mano de diferentes motivaciones fundadas ya sea en los deberes de philia o en el interés político de la colectividad, la familia y la polis han dejado de ser realidades fundamentales de la vida comunitaria, pasando a ser designaciones desprovistas de un significado ‘verdadero’ que pueden ser usadas dependiendo de la finalidad que se busque obtener, y del estado emocional de aquel que escucha. La philia familiar y el bien de la polis son, entonces, significantes que pueden ser substituidos y modificados una y otra vez, sin aludir a ningún referente verdadero y discernible. La autoinmolación de Ifigenia en nombre de uno de esos discursos que ella hace suyo, a partir de emociones subjetivas en las que la vanidad y la satisfacción de alcanzar la ‘gloria’ son una motivación central, puede ser leído como el amargo comentario final acerca de una comunidad cuyos ideales y valores fundamentales han pasado a ser palabras vacías al servicio de la manipulación, al servicio de mezquinos intereses

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