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Joaquín Fernández de Leiva Erdoíza: Constituyente y legislador chileno en las Cortes de Cádiz (1810-1812) - Dos tomos
Joaquín Fernández de Leiva Erdoíza: Constituyente y legislador chileno en las Cortes de Cádiz (1810-1812) - Dos tomos
Joaquín Fernández de Leiva Erdoíza: Constituyente y legislador chileno en las Cortes de Cádiz (1810-1812) - Dos tomos
Libro electrónico1580 páginas21 horas

Joaquín Fernández de Leiva Erdoíza: Constituyente y legislador chileno en las Cortes de Cádiz (1810-1812) - Dos tomos

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Joaquín Fernández de Leiva Erdoíza constituyó parte del reducido grupo de diputados que participaron en la Comisión de Constitución de Las Cortes posterior a la formación de la Primera Junta de Gobierno en Chile. Como nadie, abogó por la creación de un Estado español unitario, donde españoles y americanos habían de tener una entera igualdad política al alero normativo de una Constitución y luchó incesantemente por visibilizar el verdadero carácter de los procesos políticos que sucedían en América
a principios del siglo XIX.
La investigación, en dos tomos, nos invita a conocer la influencia y obra política del desconocido medio hermano de Manuel Rodríguez, una historia que ha sido silenciada por los clásicos próceres de la memoria nacional. El autor da a conocer la intervención de un hombre que, bajo la bandera hispanoamericana, se invistió de ideales y propuestas que marcaron un precedente y nuevo rumbo, sobre todo, en la declaración de independencia de Chile en 1818.
IdiomaEspañol
EditorialRIL editores
Fecha de lanzamiento26 jul 2023
ISBN9789560113818
Joaquín Fernández de Leiva Erdoíza: Constituyente y legislador chileno en las Cortes de Cádiz (1810-1812) - Dos tomos

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    Joaquín Fernández de Leiva Erdoíza - Adolfo Andrade

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    Joaquín Fernández de Leiva Erdoíza

    Constituyente y legislador chileno en las

    Cortes de Cádiz (1810-1812)

    Revolución política en el mundo hispano

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    Adolfo Andrade Thamm

    Joaquín Fernández

    De Leiva Erdoíza

    Constituyente y legislador

    chileno en las Cortes de Cádiz

    (1810-1812)

    TOMO I

    Revolución política

    en el mundo hispano (1808-1814)

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    Joaquín Fernández De Leiva Erdoíza

    Constituyente y legislador chileno en las

    Cortes de Cádiz (1810-1812)

    Tomo 1

    Revolución Política en el mundo hispano

    (1808-1814)

    Primera edición: diciembre de 2014

    © Adolfo Andrade Thamm, 2014

    Registro de Propiedad Intelectual

    Nº 243.413

    © RIL® editores, 2014

    Los Leones 2258

    cp 7511055 Providencia

    Santiago de Chile

    Tel. Fax. (56-2) 22238100

    ril@rileditores.com • www.rileditores.com

    Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores

    Epub hecho en Chile • Epub made in Chile

    ISBN obra completa: 978-956-01-0163-1

    ISBN Tomo I: 978-956-01-0164-8

    Derechos reservados.

    Abreviaturas

    ASACC: Actas de las Sesiones Abiertas de las Cortes de Cádiz.

    ASSCC: Actas de las Sesiones Secretas de las Cortes de Cádiz.

    ACCCC: Actas de la Comisión de Constitución de las Cortes de Cádiz.

    SCLCH: Sesiones de los Cuerpos Legislativos de Chile.

    ASPCN: Actas de las Sesiones del Primer Congreso Nacional de Chile.

    CDHICH: Colección de Historiadores de la Independencia de Chile.

    DECRETO: Decreto de las Cortes de Cádiz.

    ORDEN: Orden de las Cortes de Cádiz.

    CCME-1812: Constitución de la Monarquía Española de 1812.

    ADVERTENCIA

    Al reproducir o citar fragmentos de documentos, se ha actualizado la grafía de algunas palabras y de determinados signos de puntuación, cuidando de no modificar el sentido del texto.

    Prólogo

    ¿Es posible agregar algo nuevo a la profusa historiografía sobre las independencias de Hispanoamérica? ¿Hay aún en este conjunto de temas, algunas áreas sobre las que no se haya escrito? La respuesta es afirmativa y categórica, por varias razones. En primer lugar, toda historia es «historia contemporánea», en la medida de que se trata de interpretaciones sobre el pasado que se escriben desde un particular presente; en segundo lugar porque sobre la misma documentación surgen nuevas corrientes interpretativas o nuevos antecedentes documentales; o, finalmente, porque a un texto se le puede dar una nueva forma narrativa. La evidencia a este respecto no solo es el texto que nos presenta Adolfo Andrade Thamm, sino también otras publicaciones recientes como, por ejemplo, el primer tomo de un trabajo colectivo bajo la edición de Fernando Silva Vargas y Juan Eduardo Vargas Cariola¹. Ambos textos comparten una misma orientación teórica: recuperar un tipo de producción historiográfica en la línea de que la historia es fundamentalmente, como lo señalara Marc Bloch, la narración de la conjunción de los hombres en el tiempo. En ambos casos se trata de un tipo de historia «tradicional» (si es que se desea emplear ese término), pero pensada en lectores que no son parte de la comunidad de historiadores, por consiguiente, personas ajenas al tipo de discusiones teóricas propias de especialistas. Entre estos dos textos hay también otro elemento en común: la intención de construir una mirada amplia sobre el proceso político de la independencia (las «revoluciones hispanoamericanas», de acuerdo a John Lynch) como un todo no disociable de los acontecimientos de la península ni de eventos en el entorno de la periferia hispanoamericana. Esta afirmación puede resultar un tanto paradojal, por cuanto la investigación que da origen al libro que nos presenta Adolfo Andrade T. se inicia en el interés de su autor por Joaquín Fernández de Leiva Erdoíza, representante chileno en las Cortes de Cádiz, una figura hasta ahora sin muchas referencias en la historiografía nacional. Fue precisamente el tema de las discusiones en las Cortes de Cádiz, las complejidades de la coyuntura en la península y sus repercusiones en los dominios americanos de España lo que terminó por darle a este libro su fisonomía final: una reflexión sobre la independencia de Chile desde una necesaria mirada de conjunto sobre los procesos políticos ocurridos tanto en la península como en los territorios hispanoamericanos.

    De entre los muchos temas que este libro trata con profundidad y que representan un aporte a la discusión historiográfica, pueden señalarse en primer término los debates en torno a las ideas sobre la representación política, como una de las aristas en el amplio debate de alternativas para resolver la crisis política (y militar) en que se veían sumidos la Monarquía española y sus dominios como consecuencia de la intervención de Napoleón. Como se sabe, la crisis de la Monarquía dio lugar a una respuesta militar y a la exploración de distintas alternativas políticas que obedecían tanto al interés corporativo de diversos grupos (en España y América), como a considerables diferencias relativas a concepciones políticas y representaciones acerca del ser y del deber ser del Estado y de la sociedad. La alternativa de la formación de Juntas de Gobierno, que en España fue un proceso casi natural en el contexto de la coyuntura militar, en los territorios americanos fue la alternativa que mayoritariamente promovieron los criollos, aunque no exclusivamente, toda vez que en algún caso esta alternativa también fue impulsada por grupos de peninsulares o por criollos que defendían intereses locales en contra de otros grupos de criollos. Por otra parte, en el desarrollo de esta crisis no solo emergen intereses locales o de tipo corporativo, sino también el problema más complejo de representaciones acerca del Estado y de la sociedad asociadas en un caso al «Antiguo Régimen» y, en otras, al imaginario epocal de la modernidad, tributario tanto de ideas como de experiencias revolucionarias de inspiración liberal. Respecto de estas influencias, en la producción historiográfica se ha discutido largamente sobre los orígenes y el impacto de estas influencias en el contexto de la crisis de la monarquía y las revoluciones hispanoamericanas, acentuando o limitando la virtualidad explicativa de las ideas liberales y sus expresiones revolucionarias o, por el contrario, haciendo notar ideas propias del tradicionalismo hispano. Al respecto debe recordarse que en contextos de cambio revolucionario, las elites (emergentes o antiguas) suelen construir argumentos desde sus intereses. Normalmente, la consistencia lógica o la pureza doctrinaria en el tipo de argumentaciones que se esgrimen resulta algo secundario; pero también es necesario recordar, como lo hiciera notar Francois Xavier Guerra, que las influencias intelectuales en un proceso de cambio político no solo hay que buscarlas en discursos políticos o en los textos jurídicos, sino que estas se expresan de manera amplia y difusa también en adaptaciones en las formas de sociabilidad.

    Como sabemos, en la complejidad de la coyuntura política española entre 1808 y 1814 y las vicisitudes de los resultados militares, el esfuerzo de resolver ambas crisis pasó de las juntas provinciales a la Junta Central, de esta al Consejo de Regencia y finalmente a las Cortes que, reunidas en Cádiz, marcan el esfuerzo de los liberales españoles por transformar la estructura del absolutismo español, tarea cuyo hito más señero es la Constitución de 1812; esfuerzo notable, pero también ambiguo, que finalmente no llegó a imponerse tras el retorno de Fernando VII al poder, pero que tampoco —más allá de la retórica discursiva como la Proclama a los Españoles-Americanos de Quintana, secretario del Consejo de Regencia— implicaban la renuncia a las pretensiones colonialistas de los grupos que aspiraban a constituirse como la nueva elite hispana.

    La representación a la que fueron convocados los españoles —peninsulares y americanos— se construyó sobre bases discriminatorias y distintas en uno y otro lado del Atlántico. Mientras en América fue en base a la división administrativa del territorio, a través de elecciones corporativas en los ayuntamientos, en España la base adoptada fue la población. La representación americana quedó así ostensiblemente reducida. Finalmente, una de las razones que condujo a una gradual separación de los propósitos unitarios entre peninsulares y criollos fue la falta de una debida representación americana en el Consejo de Regencia y, especialmente, en las Cortes de Cádiz. Estas contaron con una limitada representación americana, pero con figuras notables que tuvieron una relevante participación, no solo en cuanto a la defensa de los intereses americanos, sino también en cuanto a la colaboración prestada para la elaboración de la Constitución. Dentro de aquellos diputados, habría de destacarse el jurista chileno Joaquín Fernández de Leiva Erdoíza, que integró el reducido y selecto grupo de diputados que recibió de la Asamblea el mandato de elaborar el texto de la Constitución.

    De Joaquín Fernández de Leiva (hasta ahora) sabíamos poco, pero la documentación reunida por Adolfo Andrade nos permite disponer de una perspectiva más amplia para examinar los debates en las Cortes de Cádiz, el rol de los representantes criollos en ese espacio de discusión, sus percepciones sobre el desarrollo de la coyuntura política en sus lugares de origen, el tipo de intercambios con autoridades locales en América e incluso tener nuevas perspectivas respecto de ciertas decisiones políticas muy significativas en el desarrollo de los acontecimientos en Chile, como por ejemplo la decisión del virrey Fernando de Abascal de intervenir (finalmente) en Chile y enviar una expedición militar en 1813. A este respecto, la historiografía chilena instaló la idea de que Fernando de Abascal se abstuvo de intervenir para evitar la suspensión del envío de trigo chileno a Lima, dada la total dependencia que de dicho cereal tenía el territorio bajo su jurisdicción². En realidad, pese a la presión del gobierno de Buenos Aires que deseaba que Chile se sumara a su enfrentamiento con el virrey en el Alto Perú, suspendiendo las remesas del cereal, el gobierno chileno mantuvo una posición firme en orden a no cortar el abastecimiento al Virreinato del Perú y provocar por ese acto al virrey. Recién en mayo de 1813, declarada la guerra, el gobierno de Chile resolvió cortar el abastecimiento de trigo al Perú. Pero fueron las órdenes recibidas de la península lo que contuvo a Abascal en su interés por intervenir en Chile, tal como lo había hecho en Quito y en el Alto Perú.

    ¿Pero, quien era Fernández de Leiva? De los datos relativos a su participación en las Cortes de Cádiz, y de la parte de su epistolario³ que se ha conservado, nos dice Adolfo Andrade Thamm que era un jurista dotado de una amplia cultura, mesurado pero de convicciones muy definidas que en circunstancias excepcionales como las de la crisis de la Monarquía, debe conducirse «a horcajadas entre las reformas que se configuran en el escenario político como necesarias e inevitables, y el peso enorme de una tradición que reclama su validez, arrastrando usos, costumbres e instituciones pretendidamente intocables». Este notable jurista, activo e influyente en las Cortes de Cádiz, que paradojalmente siempre fue

    representante suplente y a quien los gobiernos chilenos de su época nunca le reconocieron la propiedad del cargo, aunque tampoco se la negaron explícitamente, y que debió financiar al menos una parte de su misión con su propio patrimonio (algo así como «el pago de Chile avant la lettre»), básicamente propiciaba la unidad de la monarquía en un plano de plena igualdad entre peninsulares y criollos, reconociendo y promoviendo la legitimidad de las demandas criollas por mayores espacios de autonomía dentro de una concepción unitaria de la monarquía. Creía en las limitaciones a la discrecionalidad del poder real a través de una Constitución y que esta, a su vez, fuese la principal garantía de la igualdad de derechos entre España y América.

    ¿Puede decirse que era un «liberal»? Tal vez no de manera categórica, a menos que se defina con precisión qué significaba ese término en el contexto específico de los debates en Cádiz, que es en donde precisamente el término «liberal» comenzó a usarse en la acepción que le otorgamos hoy. Era un hombre que sostuvo ideas que para la época fueron muy liberales, como por ejemplo, una concepción moderna de la idea de la representación. Con todo, Fernández de Leiva se nos muestra como un hombre de derecho y un hijo de su tiempo, que posiblemente miraba con precaución y recelo el curso radicalmente rupturista con las autoridades de la metrópoli que adquiría el proceso en Hispanoamérica, pero que, aun así, llevó a cabo sus mejores esfuerzos para que los acontecimientos desarrollados en estos confines fueron entendidos en España como una consecuencia de la crisis de la propia monarquía y de las necesidades de la defensa de los dominios americanos en general y de Chile en particular.

    Fernández de Leiva salió de Cádiz a mediados de 1812 con rumbo a Lima, para asumir un cargo en la Audiencia de dicha ciudad, donde finalmente falleció. Seguramente estaba al tanto —nos dice el autor— del desarrollo de los acontecimientos en Chile, como la constitución del Congreso Nacional y los golpes de fuerza de los hermanos Carrera, con sus perturbadoras consecuencias políticas. De sus impresiones acerca de estos eventos no tenemos evidencia epistolar (aún), pero en su racionalidad de jurista y su convicción de patriota, los hechos señalados deben haberle resultados profundamente preocupantes.

    Dentro de los muchos méritos que se le deben reconocer a esta obra de Adolfo Andrade Thamm, uno de ellos es, sin duda, que reúne en un solo texto una enorme cantidad de información hasta ahora dispersa, ya sea en fuentes de diverso origen o en la amplitud de la literatura relativa a historias nacionales sobre los procesos de la independencia. Particularmente, los apéndices documentales que acompañan cada capítulo le otorgan a esta obra una utilidad adicional.

    Todo texto se puede leer de varias maneras. En este caso, una lectura posible es la del producto meticuloso y paciente de años, haciendo el trabajo artesanal del historiador: buscar, sobre un tema poco explorado, el documento que aún falta, hacer el ejercicio de la hermenéutica, interpretarlo y contrastarlo con otros documentos para darle nueva vida a aquello que fue el testimonio de vida y desvelos de otros. Otra lectura posible es el esfuerzo enciclopédico de leer miles de páginas a fin de otorgar unicidad a la dispersión de los eventos de múltiples historias nacionales. Otra, finalmente, es el testimonio cariñoso de quien llega al oficio de historiador de manera tardía, que descubre la fascinación por un tema y en él expresa su (otra) vocación, casi como la del padre respecto de un demorado retoño.

    Eduardo Araya Leupin

    Licenciado en Historia por la PUCV

    Licenciado en Ciencias del Desarrollo,

    mención Ciencia Política, por la Universidad Alberto Hurtado

    Doctor en Ciencia Política (Phil Doc.)

    por la Universidad Johannes Gutemberg Mainz (BRD)

    Profesor adjunto del Instituto de Historia de la PUCV

    Docente en el programa de Magíster en

    Relaciones Internacionales del CEAL-PUCV

    1 Silva, F. y Vargas, J. E. (eds). Historia de la República de Chile. Vol I. El fin de la Monarquía y los orígenes de la República. Zig-Zag, Santiago, 2013.

    2 Silva, F. y Vargas, J. E. «Historia de la República de Chile. Vol I. El fin de la…», pp. 297-299.

    3 Nos advierte el autor que debe morigerarse la aseveración de que Fernández de Leiva no mantuvo una comunicación fluida con los gobernantes chilenos. Consta, en efecto, por la carta remitida al subdelegado y Cabildo de Copiapó, que se conserva, que las discusiones y acuerdos que se tomaban en Cádiz eran informados por el diputado chileno a las autoridades del Reino. La inexistencia de registros acerca del intercambio epistolar, no es evidencia de que no existiera, puesto que es sabido que después de Rancagua, los criollos chilenos comprometidos con la revolución, destruyeron gran cantidad de documentos que pudieran incriminarlos. Queda pendiente revisar los registros y documentación existentes en los Archivos de Indias y otros, que se conservan en Sevilla, y varios lugares de la península. También está pendiente una investigación exhaustiva en los archivos de Lima, tanto del gobierno virreinal como de la Audiencia limeña, en que Joaquín Fernández de Leiva prestó servicios desde noviembre de 1812 a junio de 1814.

    Presentación

    El rey de España Juan Carlos I de Borbón, a ciento ochenta y tres años desde la profunda conmoción que sacudió al mundo hispano, como resultado de la intervención imperialista de Napoleón Bonaparte en la península ibérica en 1807, fue recibido solemnemente por el Congreso Pleno chileno el 18 de octubre de 1990. En su alocución ante los senadores y diputados congregados en la sede del Congreso en la ciudad de Valparaíso, recordó a los insignes diputados chilenos que concurrieron a la creación de la Constitución de Cádiz de 1812. Dijo en su discurso:

    Al hilo de los acontecimientos sucedidos en la Península, invadida por tropas extranjeras y con el Estado acéfalo, el 4 de julio de 1811, en el Palacio de la Audiencia de Santiago, se efectuó la solemne apertura del primer Congreso Nacional, y con ello el pueblo de Chile iniciaba sus primeros balbuceos como nación independiente. Ocho meses más tarde se promulgaba la Constitución de Cádiz, la primera Carta Constitucional del mundo hispánico, que fue redactada todavía para «los españoles de ambos hemisferios» por aquellas Cortes, con el concurso de representantes americanos, entre los que figuraban los chilenos Miguel Riesco y Joaquín Fernández de Leiva. Vemos así cómo, aun en los momentos de ruptura, la historia de España y la de Iberoamérica se nos aparecen yuxtapuestas, de manera tal que la una resulta incomprensible sin la otra.

    Cuánta razón tiene Juan Carlos I, cuando hace presente que las historias de aquellos críticos años de España y América se yuxtaponen y no son comprensibles sin una mirada integradora. ¡Cómo no habría de ser así, si se trataba de una convulsión política que abarcaba a toda una hispanidad de la que Chile formaba parte! Razón tiene también al recordar que hacia 1811, quienes redactaron la Constitución, eran españoles de ambos hemisferios: españoles peninsulares y españoles americanos. Se trataba, en efecto, de una Carta Constitucional para el mundo hispano, del que Chile, naturalmente, formaba parte.

    Con la intervención de Napoleón Bonaparte en la península ibérica, que significó la destitución de la dinastía borbona de Carlos IV y su hijo Fernando VII en las jornadas de Bayona, se desencadena en el mundo hispánico un proceso político de grandes proporciones y enormes consecuencias, que conmocionó a todo el Imperio español precipitando procesos de gran significación, tanto en la península como en los territorios americanos. En la península se dio inicio al agitado proceso de incorporación de España a la modernidad, y en Hispanoamérica al no menos azaroso proceso que condujo al surgimiento de más de una docena de Estados independientes.

    Ambos procesos están evidente y altamente imbricados, al punto que no es posible comprender el uno sin el otro. La historiografía decimonónica y de buena parte del siglo XX, sin embargo, soslayó esta realidad. Mientras la historiografía peninsular pareció querer ignorar el penoso proceso que significó la pérdida de un Imperio «donde no se ponía el sol», para centrar la atención en las pugnas entre quienes deseaban conservar lo propio del Antiguo Régimen y quienes aspiraban a incorporar a España a la modernidad de la mano del pensamiento liberal, la historiografía americana se tiñó de un incontrarrestable sesgo localista, comprometiéndose con el afán político de construir «nación».

    La construcción historiográfica americana quiso ver en el proceso juntista, iniciado en 1809, los primeros gritos de independencia. Se había tratado de un esfuerzo heroico de los criollos americanos para sacudirse el dominio de un Estado despótico, que por ya trescientos años los había reducido a una condición ignominiosa. Había sido necesario un esfuerzo bélico colosal para alcanzar la dignidad de hombres libres. La independencia se había conseguido gracias al tesón de unos líderes preclaros, que lo habían sacrificado todo por la libertad de sus pueblos. La historia del surgimiento del Estado-nación, se repletó de «héroes de bronce» que en el campo de batalla habían alcanzado la gloria para sí y sus pueblos. Los nuevos Estados nacían con la aureola de una historia primigenia ejemplar. Cada nuevo Estado independiente construyó su propia historiografía en que todo comenzaba y terminaba en ellos mismos. Las historiografías nacionales carecieron de una mirada de conjunto, que dieran cuenta del proceso más amplio de quiebre de la monarquía hispana como resultado de la irrupción del emperador de los franceses.

    Avanzando el siglo XX, en particular durante su segunda mitad, las cosas comenzaron a examinarse de una manera distinta. En los últimos años, la conmemoración de los doscientos años de inicio de la conmoción sufrida por la monarquía española, ha permitido la generación de una valiosa producción historiográfica, que se ha abocado a desmitificar el proceso llevado a cabo en la península y en América, enriqueciendo sustantivamente el acervo de conocimientos sobre la época y sus desarrollos históricos, permitiendo su mejor comprensión sobre la base de evitar la observación de los procesos, a través de prismas reduccionistas y distorsionadores, propios de las miradas nacionalistas.

    Mientras las fuerzas leales del Estado borbón, con apoyo inglés, libraban una cruenta lucha contra el invasor francés, que extendía su dominio sobre prácticamente todo el territorio español europeo, el gobierno «legítimo», arrinconado en el sur de la península, en la ciudad de Cádiz, convocaba en 1810 a Cortes. Constituidas las Cortes el 24 de septiembre de 1810 en la Isla de León, ya en su primer decreto se anunciaba la revolución política que se venía: se estableció que los diputados reunidos en las Cortes representaban a la nación española y eran inviolables en sus personas; la soberanía, en consecuencia, radicaba en la nación; se reitera el juramento al rey borbón Fernando VII y la nulidad de las renuncias de Bayona, por haber mediado la fuerza; se consagra la división de poderes; se establece que las personas que ejerzan la potestad ejecutiva serán responsables de sus actos administrativos; y el Consejo de Regencia, en cuanto órgano ejecutivo, continuará en sus funciones, luego de prestar juramento a la nación reunida en Cortes.

    Prontamente, las Cortes se darían a la tarea de dar una Constitución a la monarquía, que desmantelaría la sociedad estamental, haría desaparecer los señoríos, aboliría la Inquisición, junto a otras tantas disposiciones que habrían de hacer desaparecer instituciones, usos y costumbres propios del Antiguo Régimen y pondría a España en ruta a la modernidad. El régimen absoluto daría paso a un régimen monárquico constitucional, con separación de poderes, donde el rey tendría facultades limitadas por el propio texto constitucional y donde los territorios americanos tendrían un estatus de igualdad con los reinos peninsulares. La Constitución promulgada y jurada en marzo de 1812 tendría una efímera vigencia. Fernando VII Borbón, al recuperar su trono, no aceptaría que se le regularan sus facultades, impulsando una insensata y anacrónica restauración absolutista que haría que la inevitable transición de España a la modernidad fuera especialmente traumática y precipitara la separación definitiva de los territorios americanos.

    Las Cortes contemplaron la participación de diputados americanos, entre ellos dos del reino de Chile. En calidad de suplentes, en tanto pudieran arribar a Cádiz los diputados que cada reino debía elegir, fueron designados por Chile, Miguel Riesco Puente y Joaquín Fernández de Leiva Erdoíza. El objeto de este trabajo es examinar la participación que le cupo al destacado criollo Joaquín Fernández de Leiva en las Cortes de Cádiz entre 1810 y 1812, para cuyo efecto se abordan aquellos aspectos de la revolución hispana

    —peninsular y americana— que permiten contextualizar la participación del diputado chileno en las mencionadas Cortes.

    La historiografía chilena no ha sido una excepción en cuanto al marcado sesgo nacionalista de toda la producción historiográfica americana. Ha sido particularmente mezquina en dedicar sus esfuerzos en orden a intentar comprender cabalmente el proceso autonomista e independentista chileno, dentro del contexto general de conmoción política que agitaba a todo el Imperio español. Tampoco ha habido esfuerzos importantes y sostenidos para insertar el proceso chileno en el contexto americano. Los sucesos que contemporáneamente se desarrollaban en la península y en América, apenas han sido abordados, más bien han sido sistemáticamente ignorados, tal como lo hicieron los distintos gobiernos autónomos que se sucedieron en Chile luego de establecida la Junta de Gobierno de septiembre de 1810. Consecuentemente, con poco o nada se cuenta para conocer la participación de los diputados chilenos en las Cortes de Cádiz, pese a que Joaquín Fernández de Leiva, como se ha dicho, fue uno de los diputados más destacados, llegando a integrar el selecto grupo comisionado por la asamblea gaditana para redactar la Constitución que debía aplicar a toda la Hispanidad.

    El presente trabajo ha tenido como propósito estudiar su desenvolvimiento en las Cortes de Cádiz. Para cumplir el propósito señalado, se ha considerado imprescindible examinar el proceso político iniciado en el mundo hispano luego de las abdicaciones en Bayona. La revisión de la forma como se reaccionó en la España americana y en la España europea al sorprendente e inesperado nuevo escenario configurado a partir de 1808, es imprescindible para intentar comprender las dinámicas políticas que se expresan en los procesos autonomistas que se desencadenan en los territorios hispanoamericanos, y la contemporánea convocatoria a cortes de toda la hispanidad.

    El trabajo se ha estructurado en dos partes: la primera reúne los tres primeros capítulos, en los cuales se aborda, desde lo más general a lo más particular, la revolución política hispana; esto es, desde una mirada global de la monarquía española en crisis, hasta los procesos políticos desencadenados específicamente en la Capitanía General de Chile, pasando por una revisión de los principales sucesos que conmocionaron a todos los reinos hispanoamericanos. Esta primera parte constituye el tomo 1, Revolución en el mundo hispano (1808-1814), que incluye, en apéndice, importantes documentos de la época. La segunda parte, correspondiente al capítulo cuarto, trata específicamente del diputado chileno Joaquín Fernández de Leiva, centrando la atención en su desempeño en las Cortes de Cádiz, procurando dilucidar su pensamiento y su mayor o menor sintonía con las ideas y propósitos de los actores políticos que, contemporáneamente, estaban llevando adelante un delicado proceso autonomista en el reino de Chile. Esta segunda parte da forma al tomo 2 del trabajo, Diputado chileno en las Cortes de Cádiz (1810-1812), con un apéndice que incluye algunas cartas de Fernández de Leiva, documentos de la época e intervenciones del diputado en las Cortes de Cádiz. Cada tomo puede ser leído de manera independiente, sin embargo debe tenerse presente que los tres primeros capítulos contextualizan la labor de Joaquín Fernández de Leiva en las Cortes de Cádiz, de modo que la lectura aislada del tomo 2 podría limitar la comprensión cabal de los procesos políticos en desarrollo en la península y en América, y la propia gestión del diputado chileno.

    En el capítulo «La revolución política hispana» se intenta contextualizar el escenario político y bélico que acompañó a los dos primeros años de funcionamiento de las Cortes de Cádiz, período en que Fernández de Leiva se desempeñó, hasta antes de obtener licencia de las Cortes para trasladarse a Lima, donde había sido nombrado oidor de la Real Audiencia de la ciudad virreinal, en 1812. Se examinan los sucesos ocurridos en España desde la intervención de Napoleón, las abdicaciones de Bayona, el alzamiento del pueblo español, el surgimiento de juntas de gobierno provinciales, la formación de la Junta Central Gubernativa de España e Indias y la creación del Consejo de Regencia hasta la convocatoria a Cortes. La atención se centra en el desarrollo político y los acontecimientos que se sucedían en la península, y su relación con los que contemporáneamente se estaban produciendo en América.

    El capítulo «Revolución política en Hispanoamérica» da cuenta de cómo se reaccionó en las distintas provincias americanas una vez que se conocieron las renuncias de Bayona y, especialmente, luego de conocerse la disolución de la Junta Central y la radicación del poder en el Consejo de Regencia, a fines de enero de 1810, junto con la convocatoria a Cortes. Se examinan someramente los procesos políticos que se dieron en América, donde las elites criollas vieron en la crítica coyuntura, configurada con el arrollador avance francés sobre Andalucía de fines de 1809, la necesidad de establecer juntas de gobierno, de la misma manera como dos años antes lo habían hecho las provincias peninsulares. Interés principal ha tenido revisar los fundamentos doctrinarios y prácticos tenidos en consideración por los americanos para constituir gobiernos autónomos, en tanto Fernando VII no recuperara su trono. Las relaciones y vinculaciones que mantuvieron los gobiernos americanos con las autoridades metropolitanas, en especial con las Cortes que sesionaban en Cádiz, constituye una materia que intentó examinarse a partir de la documentación disponible.

    Con mayor extensión se trata el caso de la Capitanía General de Chile, en el capítulo «Revolución política en Chile». Se exponen algunos elementos que permiten esbozar el clima de inquietud existente en la Capitanía General por los perturbadores hechos que se producían en la península y el reprochable comportamiento del gobernador García Carrasco. Su destitución y posterior constitución de la Junta de Gobierno de septiembre de 1810, impuesta por el Cabildo de Santiago, produce la sustitución de los actores políticos peninsulares por criollos que, en medio de incertidumbres, deben hacerse cargo del gobierno superior del reino. Ante el dilema de reconocer o no al gobierno central, encabezado por el Consejo de Regencia y las Cortes, o no hacerlo, con los riesgos que implicaba tener que enfrentar al virrey de Lima, se optó por un camino ecléctico que pretendió, en la ambigüedad, sostenerse hasta que el panorama se aclarara. Esto podría explicar que no se reconociera, pero tampoco se desautorizara, a los diputados que, en representación de Chile, habían asumido un escaño en el Congreso de toda la hispanidad que sesionaba en Cádiz. Se convocó a un Congreso Nacional como una instancia gubernativa que contara con una representación legitimada, en función de la participación de todo el reino y no solo de Santiago. Los actos de fuerza, encabezados por José Miguel Carrera en contra del Congreso, con el subsiguiente desorden generado durante su dictadura, fue el pretexto que permitió al virrey de Lima justificar su intervención militar, hasta lograr desarticular el gobierno autonomista chileno y restaurar el sistema monárquico absoluto. Los procesos políticos desarrollados durante el período de la Patria Vieja presentan paralelos muy significativos con lo que contemporáneamente sucedía en toda América y la península.

    En el capítulo «Joaquín Fernández de Leiva» se aborda la participación que le cupo al destacado criollo en el proceso político que comenzó a desarrollarse desde que se tomó conocimiento, en la Capitanía General de Chile, del quiebre de la monarquía en 1808, que le significó ser comisionado como procurador del Cabildo de Santiago ante el gobierno central, lo que lo llevó a ser parte de la diputación del reino de Chile, en calidad de suplente, ante las Cortes Generales y Extraordinarias de la monarquía española, que sesionó en Cádiz a partir del 24 de septiembre de 1810. Se da cuenta de los pocos trabajos que se han dedicado a investigar la vida y participación del diputado chileno en dichas Cortes. Siendo muy escasa la producción historiográfica chilena, se muestra que en trabajos más amplios desarrollados en universidades españolas y de América del Norte se destaca encomiablemente su labor.

    La atención de este trabajo se focaliza en el examen de la participación que le cupo a Joaquín Fernández de Leiva en las Cortes en tres aspectos fundamentales: qué gestiones realizó en defensa de los sucesos que comenzaron a producirse en América con la formación de juntas de gobierno autónomas y, específicamente, respecto de Chile; cuál fue su rol como legislador y como miembro de varias comisiones que se le confiaron; y, finalmente, la labor constituyente que debió desempeñar doblemente: como miembro de la Comisión de Constitución y como un diputado más en la asamblea gaditana. Para cumplir este objetivo se recurrió a la historiografía extranjera que ha centrado su atención en las Cortes de Cádiz, especialmente al examen de las Actas de la Comisión de Constitución, y de las actas de las sesiones abiertas y secretas de las Cortes, en el período en que el diputado chileno fue parte de ellas.

    En «Conclusiones» se hace un repaso de lo expuesto en el trabajo, haciendo presente que queda mucho por investigar, en especial respecto de las relaciones de los gobiernos de la Patria Vieja con el gobierno metropolitano y las Cortes de Cádiz, como también respecto de las relaciones mantenidas entre el diputado Joaquín Fernández de Leiva y las autoridades chilenas. Con todo, pareciera ser necesario reconocer a este olvidado prócer nacional que, antes que los diputados que integraron el Primer Congreso Nacional el 4 de julio de 1811, ya venía fungiendo como legislador y constituyente en el Congreso que para toda la hispanidad operaba desde el 24 de septiembre de 1810 en la ciudad de Cádiz, al extremo sur de la España peninsular.

    Para la cabal comprensión de este escrito se recomienda la lectura –a medida que van siendo citados– de los distintos documentos que se incluyen en los apéndices de cada capítulo. El conocimiento de ellos permite enriquecer significativamente la comprensión de los fenómenos políticos en desarrollo.

    Capítulo 1

    Revolución política hispana

    1. Introducción

    La política imperialista y expansionista de la Francia de Napoleón Bonaparte precipitó la caída, en 1808, de la monarquía borbona que gobernaba España desde hacía un siglo. La sustitución de Carlos IV y de su hijo Fernando VII, en Bayona, por el hermano del emperador, José Bonaparte, en mayo de aquel año, desencadenó una tenaz resistencia española que se prolongó por cinco años, hasta que Napoleón se vio obligado a restituir su corona a Fernando VII Borbón. Durante la acefalía borbona de la corona española, se desencadenó una vasta revolución política que sacudió hasta los cimientos la estructura del Estado español. Mientras se desarrollaba la guerra contra el ocupante francés, contando con Inglaterra como aliado, simultáneamente se procedía a convocar a Cortes Generales y Extraordinarias en la ciudad de Cádiz, las que habrían de dar forma, en marzo de 1812, a una Constitución Monárquica Liberal que, en la práctica, desmantelaba las bases del Antiguo Régimen y daba término a la monarquía de carácter absolutista, imperante antes de la intervención francesa.

    España había venido perdiendo, durante los reinados Habsburgo, el rol hegemónico que había ostentado durante el siglo XVI en Europa. La nueva dinastía borbona, entronizada a comienzos del siglo XVIII, se propuso, a través de un vasto plan de reformas, recuperar la fortaleza del Estado, lo que no impidió, sin embargo, que España siguiera representando un papel secundario en un escenario internacional liderado por Francia e Inglaterra como potencias rectoras. Con relación a sus vastos dominios ultramarinos, las reformas borbónicas buscaron reforzar la administración por la vía de centralizar el aparato de poder, al tiempo que impulsaba una política económica de carácter complementaria entre la metrópoli y la periferia; mientras la primera proveería las manufacturas, América sería proveedora de las materias primas y productos de bajo valor agregado. Para hacer efectivo este modelo de desarrollo, se estableció un riguroso control de los intercambios comerciales, pese a la dictación de un reglamento libre que, en la realidad, establecía claras limitaciones al libre desenvolvimiento de las fuerzas del mercado.

    Luego de constituir cuerpos colegiados como órganos de poder superior, en subsidio del monarca ausente (Junta Central y Consejo de Regencia), se convocó a Cortes Generales y Extraordinarias. Estas Cortes, constituidas con representación de todas las provincias hispanas, incluidas las de ultramar, darían una Constitución a la monarquía española, de marcada impronta liberal. Se buscó terminar con el régimen absoluto para dar paso a una monarquía constitucional.

    Con relación a América, tanto la Junta Central como el Consejo de Regencia emitieron sendos decretos en que manifestaron el propósito de poner a americanos y peninsulares en un pie de entera igualdad política, sobre la base de proclamar que las provincias americanas eran, al igual que las peninsulares, parte esencial y constituyente de la monarquía española. Aunque en la práctica no se materializó la declarada intención igualitaria de una y otra parte de la monarquía, al decretar la incorporación de representantes americanos en la Junta Central y luego en las Cortes, por primera vez a los criollos americanos se les presentó la oportunidad de integrarse a instancias formales de poder monárquico. Las consecuencias de estas medidas, junto a otras que desmentían en los hechos las declaraciones de igualdad, precipitaron un proceso que derivó hacia conductas y posturas no previstas: creciente aspiración autonomista de las provincias americanas y, posteriormente, la búsqueda de la separación definitiva.

    El enorme esfuerzo que se hizo en las Cortes de Cádiz, con la participación de diputados americanos, para dar forma a un Estado monárquico-constitucional, de impronta liberal, terminó en un entero fracaso, al menos temporal. El regreso de Fernando VII como legítimo monarca en 1814 echó por tierra todo el aparato político montado en las Cortes de Cádiz, reimplantando el régimen absolutista y emprendiendo una implacable represión en contra de todos aquellos que habían pretendido imponerle una carta fundamental que limitaba y regulaba sus facultades. Más tarde, en el curso del siglo XIX, terminaría por imponerse el constitucionalismo y las ideas liberales, haciendo de la constitución gaditana de 1812 un referente insoslayable.

    Es perentorio entender el proceso político desarrollado entre 1808 y 1814 al interior del mundo hispano, para alcanzar una cabal comprensión del proceso autonomista e independentista, desencadenado en América a partir de 1810.

    2. España a comienzos del siglo XIX

    La indiscutida hegemonía española alcanzada en el siglo XVI durante los reinados de Carlos II —Carlos V, emperador del Sacro Imperio— y de su hijo Felipe II, fue lentamente apagándose durante el siglo siguiente, merced a los mediocres reinados de los monarcas de la dinastía Habsburgo. La guerra de sucesión desencadenada a comienzos del siglo XVIII determinó y consolidó el cambio de la dinastía gobernante. Los borbones sustituyeron a los reyes de la casa de Austria, iniciándose un vasto plan de recuperación imperial que abarcó los campos económico, comercial, administrativo y militar. Los reyes borbones del «siglo de las luces» buscaron mejorar la situación de la metrópoli y de sus posesiones en ultramar de América, Asia y África. Destacaron en este aspecto Fernando VI (1746-1759) y, especialmente, Carlos III (1759-1788), quienes se rodearon de ministros y secretarios de Estado pertenecientes al amplio movimiento intelectual que se imponía en Europa, aquel que la historiografía ha denominado como Ilustración Eran ministros «ilustrados» que comprendían cabalmente que España debía modernizarse, cambiar sus instituciones, su administración y sus modos de generar riqueza, para cuyo efecto había que emprender profundas reformas, que habrían de encontrar férrea resistencia en los grupos más tradicionales que se beneficiaban con el statu quo.

    El incremento demográfico en España durante el siglo XVIII fue de un 50%, llegando la población a 10,5 millones de habitantes, de los cuales solo el 25% era económicamente activo. La producción agrícola aumentó más por la expansión hacia zonas periféricas que por la introducción de tecnología; los terratenientes aumentaron sus beneficios, pero ellos no fueron canalizados hacia la industria. La Corona española intentó seguir el modelo francés de sustitución de importaciones, para lo que se requería fomentar la producción industrial. Los resultados fueron modestos, debido a la mala administración burocrática y a los elevados gastos de transporte, pese a la inversión realizada en infraestructura caminera.

    En el terreno de la política internacional, a la luz de los acontecimientos posteriores, la política borbónica fue manifiestamente desacertada. Se destacan dos cuestiones que, aunque separadas, tienen un origen común: el Pacto de Familia. Este pacto de las dinastías borbónicas de Francia y España llevó a esta última a involucrarse en guerras europeas que no podían traerle beneficio alguno, y a apoyar el proceso independentista de las colonias inglesas de América, sin medir las consecuencias que tal política podía significarle con relación a sus propias posesiones en el continente.

    Fueron tres los Pactos de Familia que los soberanos borbones de Francia y España suscribieron durante el siglo XVIII. El pacto suscrito en París en 1761, durante la Guerra de los Siete Años que enfrentaba a Francia con Inglaterra (con la participación de casi todas las monarquías europeas), implicaba una alianza ofensiva-defensiva de Francia y España, orientada a contrarrestar el poderío británico en Europa y América. Por el Tratado de París (10 de febrero de 1763), que puso término a la conflagración, Gran Bretaña recibió Canadá y Florida, y España, a cambio de esta, recibió de Francia la Luisiana, además de Nueva Orleans. En América, Francia debió renunciar, a favor de Inglaterra, a todos los territorios de Canadá, del valle del Ohio y de la orilla izquierda del Mississippi⁴. Terminada la guerra, sin embargo, la alianza franco-española perduró y presidió las relaciones internacionales durante todo el reinado de Carlos III (1759-1788). El Pacto significó para España un enfrentamiento constante con Gran Bretaña, con desastrosas consecuencias. El involucramiento de España en favor de las colonias inglesas de Norteamérica no le trajo beneficio alguno⁵. La victoria de los tropas de Washington en Yorktown en 1781 no significó el término de la guerra para España. Debió continuar su lucha contra los ingleses hasta la Paz de París del 3 de septiembre de 1783, que benefició abiertamente a la naciente nación norteamericana, en detrimento de la Corona española que debió soportar, con la consiguiente pérdida de vidas y recursos, los dos últimos años de contienda. La Paz de París fue el resultado de una serie de convenciones conocidas con el nombre de Tratado de Versalles. Una convención anglo-española permitía a España recuperar Florida y Menorca, en tanto que Gibraltar se mantenía bajo soberanía inglesa; otra convención, suscrita entre España y Francia, supuso que España restituyera a Francia la colonia de Luisiana, que poseía desde 1763⁶.

    El conde de Aranda, embajador en París y firmante del tratado de 1783 en su calidad de plenipotenciario de la Corona española, tuvo la lucidez de observar y advertir a Carlos III el riesgo que implicaba el nacimiento de un Estado independiente con un gran potencial de crecimiento, que en el futuro habría de constituirse en un riesgo para las posesiones españolas septentrionales. Decía: «Esta república federativa, ha nacido, digámoslo así, pigmea, porque la han formado y dado ser dos potencias como España y Francia, auxiliándola con sus fuerzas para hacerla independiente. Mañana será gigante, conforme vaya consolidando su constitución y después un coloso irresistible en aquellas regiones». España lo habría de constatar antes, durante y en las décadas posteriores al proceso de emancipación de Hispanoamérica. En su memoria, el conde de Aranda agregaba lo que a su juicio era menester hacer para precaverse de los riesgos que intuía:

    Que V.M. se desprenda de todas las posesiones del continente de América, quedándose únicamente con las islas de Cuba y Puerto Rico en la parte septentrional y algunas que más convengan en la parte meridional, con el fin de que ellas sirvan de escala o depósito para el comercio español. Para verificarse este vasto pensamiento de un modo conveniente a la España se deben colocar tres infantes en América: el uno rey de México, el otro del Perú y el otro de lo restante de Tierra Firme, tomando V.M. el título de Emperador. Las condiciones de esta grande cesión pueden consistir en que los tres soberanos y sus sucesores reconocerán a V.M. y a los príncipes que en adelante ocupen el trono español por suprema cabeza de familia.

    Nada o muy poco se hizo en orden a tomar precauciones ante el coloso que emergía en el norte del continente, fronterizo con las posesiones españolas.

    La proclamación de la República el 21 de septiembre de 1792 por parte de la Francia revolucionaria, y luego el proceso seguido a Luis XVI y su familia, complicó severamente a España. Francia exigió a España el reconocimiento de la República Francesa. Carlos IV decidió sustituir a su ministro Aranda por Manuel Godoy, de quien esperaba una política más conciliadora, destinada a evitar un conflicto con Francia y a intentar salvar a su primo Luis XVI. Ejecutado Luis XVI en enero de 1793, el curso de los acontecimientos inexorablemente condujo a la guerra; en marzo España firmó el Tratado de Aranjuez por el cual una coalición formada de potencias europeas, encabezadas por Inglaterra, se enfrentaría a Francia. La guerra tuvo en el frente franco-español algunas escaramuzas de no mucha significación. En 1793, el rey de España se vio en la necesidad de dar permisos especiales a comerciantes de Estados Unidos para llevar harina a Cuba, dada la imposibilidad de abastecerla desde Europa, en razón de la guerra generalizada contra Francia. Luego de la derrota de Prusia, España se sumó al Tratado de Basilea, junto a Francia y Prusia, el 22 de julio de 1795, obteniendo por ello la parte española de Santo Domingo, en tanto Carlos IV decidía otorgar a Godoy el título de Príncipe de la Paz.

    Debido a la presión de la Francia del Directorio, en octubre de 1796, España, luego del Tratado de San Ildefonso, debió sumarse a la guerra que aquella mantenía con Inglaterra, viéndose obligada a sacrificar sus propios intereses y a subvencionar a su vecina allende Los Pirineos. El mayor perjuicio le vino a España del sitio a Cádiz que impuso la marina británica, cortando la ruta transatlántica del comercio español con sus posesiones en América. Mediante decreto del 18 de noviembre de 1797, con el objeto de abastecer los mercados americanos y proveerse para sí algunos beneficios, España se vio obligada a permitir que navíos neutrales comerciaran con Hispanoamérica. El decreto fue derogado al cabo de un año y medio, pero el daño ya era irreversible; nadie respetó la derogación y los puertos de Veracruz, Cartagena y Buenos Aires, entre otros, continuaron recibiendo las naves mercantes de los países neutrales, configurando con ello una situación de hecho innegable: el monopolio comercial español, ante la impotencia de la metrópoli, terminó en el período 1797-1801.

    El bloqueo continental, impuesto por Napoleón a Inglaterra, obligó a esta última a buscar, desesperadamente, nuevos mercados para sus productos, lo que le dio un ímpetu inusitado a las actividades de los contrabandistas británicos. Un breve respiro tuvo la angustiosa situación de España con la firma de la Paz de Amiens el 25 de marzo de 1802, que supuso una tregua entre franceses e ingleses; por este tratado España recuperó la isla de Trinidad que los ingleses le habían arrebatado en el curso de la guerra. Sin embargo, la Paz de Amiens solo fue un breve intervalo en el estado de guerra casi permanente entre Inglaterra y España, que se extendió desde 1796 —luego del Tratado de San Ildefonso— hasta 1808, cuando la ocupación francesa de la península ibérica llevó a los patriotas españoles a solicitar la colaboración inglesa para expulsar a los franceses de Napoleón.

    El 3 de mayo de 1804, Napoleón se había convertido en emperador de los franceses, sujeto a una Constitución Republicana que el emperador no podía transgredir y que conservaba lo esencial de las conquistas revolucionarias. España se alía con Francia frente a nuevos vientos de guerra que comienzan a soplar sobre Europa. Encabezada por Inglaterra, una gran coalición de Estados europeos se configura frente a Napoleón; las hostilidades y enfrentamientos se suceden con intensidad a partir de 1805. En el marco de esta conflagración, la ya debilitada marina de guerra española sufre un golpe mortal el 20 de octubre de 1805 en la batalla de Trafalgar.

    El 21 de noviembre de 1806, Napoleón codificaba e imponía en Berlín el bloqueo continental: toda entrada de mercancías procedente de Inglaterra o sus colonias quedaba prohibida y todo navío, fuere cual fuere su bandera, que hubiera atracado en Inglaterra o una colonia inglesa, era declarado presa autorizada. El decreto de bloqueo era aplicable a Francia y a sus aliados, España entre ellos. Como este bloqueo se sumaba al que había impuesto la propia Inglaterra al continente, los navíos neutrales se encontraban con que eran aprehendidos en los puertos europeos si obedecían las órdenes inglesas, y por la marina inglesa si obedecían los decretos de Napoleón. Naturalmente, esta situación era dañina para todos los países, pero devastadora para Estados que como Inglaterra dependían del comercio exterior, o como España, que necesitaba angustiosamente mantener sus líneas de comunicación e intercambio de mercancías con sus posesiones en América. Esta situación llevó a España a autorizar el comercio de naves neutrales.

    Con apoyo encubierto de Inglaterra, España recibe un doble ataque en continente americano: uno de ellos en el norte de Sudamérica, el otro en el Río de la Plata. En febrero de 1806, Francisco de Miranda emprende una primera expedición a Tierra Firme (Capitanía General de Venezuela), financiada por Estados Unidos, la que termina en un desastre; un nuevo intento en agosto del mismo año, con apoyo de marinos ingleses, no tiene mejor suerte, aunque Miranda logra escapar. En el sur, la escuadra inglesa realiza dos operaciones en el Río de la Plata: la primera de ellas fue dirigida en contra de Buenos Aires el 25 de junio de 1806; el virrey Sobremonte se retiró hacia el interior ante su incapacidad para organizar una adecuada resistencia de la plaza, siendo los milicianos criollos liderados por Santiago Liniers los que lograron la expulsión de los ingleses, luego de dos meses de ocupación. El segundo ataque británico se dirigió a Montevideo, que cayó en manos inglesas el 2 de febrero. El intento inglés de recapturar Buenos Aires desde Montevideo fue un fracaso y obligó a su retiro definitivo. La intervención inglesa del Río de la Plata produjo hechos de gran trascendencia: el virrey Sobremonte fue depuesto por la voluntad popular expresada a través de la Audiencia, la que entregó a Liniers la autoridad militar y luego la interinidad del Virreinato, en tanto quedaba de manifiesto la debilidad de España para reaccionar en protección de sus posesiones americanas. Quedó de manifiesto la fortaleza de los criollos para articular su propia defensa, a partir de las milicias formadas de acuerdo con la política impulsada por los reformistas borbones.

    En tanto, Portugal, tradicional aliado de Inglaterra, no acataba el bloqueo continental decretado por Napoleón. España autoriza el ingreso de tropas francesas a su territorio para someter a Portugal, a cambio de recibir ciertas compensaciones territoriales. El 30 de noviembre de 1807 caía Lisboa, y diversas guarniciones francesas quedaban en España, asegurando las comunicaciones entre Francia y Portugal. Con sus tropas ocupando España, Napoleón manifiesta su interés por los territorios ubicados al norte del río Ebro. Los franceses habrían de permanecer por más de cinco años en España, precipitando la heroica Guerra de Independencia de España y la conmoción antinapoleónica, autonomista y, finalmente, independentista de Hispanoamérica.

    La familia real española pasaba a la sazón (1807-1808) por graves problemas. Fernando, legítimo heredero del trono de su padre Carlos IV, encabezó un partido contra el poderoso ministro Manuel Godoy, acusándolo de tramar la entrega del país a los franceses. El 28 de octubre de 1807, una vez conocida la conspiración, Fernando fue apresado, pero Napoleón intervino para que le fuera perdonada la vida. Seis meses después, el 17 de marzo de 1808, en Aranjuez, Godoy fue apresado por miembros del Partido Fernandino, en tanto que Carlos IV fue obligado a abdicar en favor de su hijo y se refugió junto a las tropas francesas de Murat. Napoleón «citó» a la familia real a Bayona y luego de presenciar, entre el 19 de abril y el 10 de mayo, el vergonzoso comportamiento de padre e hijo, increpándose mutuamente, decidió declarar vacante el trono español y entregárselo a su hermano José Bonaparte. Entretanto, el pueblo madrileño se había levantado en armas contra los ocupantes franceses el 2 de mayo; a fines del mismo mes, todo el territorio español estaba sublevado. Por diferentes motivos, todos los estamentos de la anquilosada sociedad española estaban del mismo bando, con la sola excepción de un grupo que fue conocido como los «afrancesados». La aristocracia española resentía el despotismo ilustrado de finales del siglo anterior y el de Godoy, y temía la supresión del régimen feudal; el clero temía la influencia secularizadora del «ateísmo francés»; los campesinos se sentían protegidos por su señor y por su cura, a quienes profesaban una lealtad inclaudicable. El levantamiento español, con todo, fue, en los primeros meses, esencialmente popular, aunque a fines de 1808, luego de la entrada del ejército de Napoleón, el «noble pueblo español» ya había asumido la conducción de la resistencia, dejando atrás la etapa tumultuaria del «bajo pueblo»⁷. Rápidamente se organizaron juntas de gobierno en las distintas provincias y, luego, una Junta Central para coordinar la resistencia al invasor francés, recurriendo a las tropas de línea que fue posible organizar y al apoyo inglés. La guerra de independencia de España habría de verse coronada por el éxito al cabo de cinco años, con la restitución al trono de España del monarca Borbón con el título de Fernando VII.

    La intervención de Napoleón en España tuvo efectos inesperados para Hispanoamérica, puesto que el ejército inglés que intervino en la guerra de independencia de España y que, en buena medida, posibilitó la victoria española y consecuente restitución de Fernando VII al trono, era el mismo que estaba destinado a atacar las colonias españolas de América.

    El movimiento juntista en España habría de ser imitado en América. En el seno de estas juntas, habría de fraguarse el colapso definitivo del Imperio español.

    Como se ha visto, la situación internacional de España ya era muy difícil, aun antes de que se iniciara la revolución en Hispanoamérica. Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Portugal habían avanzado sobre sus fronteras físicas y usufructuaban abiertamente del comercio.

    La primera representación que se hizo en la Corte española de la insurgencia americana, es que esta correspondía a una extensión de la política napoleónica en América y que ofrecía a Gran Bretaña una inmejorable oportunidad para consolidar su presencia en el mercado americano. Se entregó a los embajadores en Filadelfia y Río de Janeiro la difícil y delicada misión de manejar las relaciones internacionales, quedando los virreyes, de hecho, subordinados a ellos, con la excepción del de Perú, por su lejanía con los circuitos de comunicación de Buenos Aires. Estaba claro para Gran Bretaña, a partir de una mirada estratégica de largo plazo, que las conmociones que se iniciaban en Hispanoamérica podrían traerle grandes beneficios en el futuro. Esa mirada estratégica era la que escaseaba en España.

    Habiendo nombrado Napoleón a su hermano, con el título de José I, como rey de España e Indias, el emperador esbozó el proyecto de apropiarse del viejo imperio colonial, mediante manifestaciones de fuerza y una inteligente diplomacia. Rápidamente se persuadió que aquello no sería posible, debido a las medidas adoptadas por el gobierno español de la resistencia y la actitud asumida por las autoridades y criollos americanos, expresada en el contundente rechazo dado a los emisarios enviados por Bonaparte. Así entonces, ya en 1809 la política de Napoleón se había reorientado hacia el fomento de la independencia de las colonias hispanas, dejando para más adelante el trabajar para asegurarse la hegemonía sobre esos territorios.

    2.1 Reformas borbónicas

    John Lynch⁸ le ha dado el carácter de «reconquista de América» a la reformas borbónicas impulsadas por Carlos III. Dentro de estas, en el terreno político-administrativo, la creación de los Virreinatos de Nueva Granada (1739) y Río de la Plata (1776), de las Capitanías Generales de Venezuela, Chile, Guatemala, Puerto Rico y La Luisiana, y del sistema de intendencias, permitió un mayor control de las posesiones americanas. En el terreno comercial destaca la autorización de nuevos puertos en la península para comerciar con América, la autorización del comercio interamericano y el Reglamento de Comercio Libre. Se ha discutido la efectividad de estas medidas: así hay quienes consideran que la apertura del comercio, aunque limitada, benefició tanto a la metrópoli como a las distintas posesiones americanas; como también hay quienes señalan que esta apertura, casi paradojalmente, se constituyó en un factor coadyuvante en el proceso que llevó a los americanos a persuadirse de que, al menos, un mayor grado de autonomía, si no de independencia cabal, debía intentarse.

    2.1.1 Economía y comercio

    En el plano económico-comercial, la columna vertebral de las reformas borbónicas estaba en el modelo que suponía que América debía proporcionar materias primas y en la península debían elaborarse los productos industriales, que habían de tener mercado asegurado en la misma península y en América, en la medida que se fueran eliminando las restricciones comerciales.

    En el curso del siglo XVIII, gradualmente fueron autorizados diversos puertos en América y la península para comerciar directamente. La ciudad de Cádiz se convirtió en el principal puerto español, llegando a acaparar el 76% de las exportaciones y el 93% de las importaciones⁹.

    El 12 de octubre de 1778, poniéndose en línea con las normativas de las demás potencias marítimas, fue promulgado el Reglamento de Comercio. Este reglamento buscaba proporcionar una combinación de libertad y protección que propiciase la colonización de territorios vacíos, la eliminación del contrabando, el aumento de los ingresos por los derechos arancelarios mediante un volumen de comercio que compensara la reducción de la tarifa aduanera y, sobre todo, organizar el Imperio a modo de mercado para la producción española y fuente de materias primas americanas para la industria de la península.

    Siguieron, sin embargo, existiendo limitaciones que los americanos resentían sobremanera: el tráfico entre puertos americanos y no españoles continuaba totalmente prohibido, a no ser que se contara con una expresa autorización real. Se mantuvo la estricta prohibición a la comercialización de diversos artículos no españoles, tales como textiles, muebles, vinos, licores y aceite, en tanto que una amplia gama de productos extranjeros estaban gravados con aranceles más altos que los nacionales. Las embarcaciones que hicieran el tráfico entre España y América debían ser de propietarios españoles y capitaneados por peninsulares, a la vez que su tripulación debía ser, a lo menos en una proporción de dos tercios, españoles de nacimiento o naturalizados; más tarde solo se permitió comerciar a barcos de construcción española¹⁰.

    En síntesis, pese a todas las restricciones que contenía el Reglamento de Comercio de 1778 y sus agregados posteriores, el objeto era claro: facilitar la manifestación del espíritu de libertad comercial dentro de una estructura proteccionista, en tanto que la abolición de los derechos de aduana, para muchos productos de la industria española y la agricultura americana, buscaba proporcionar nuevas oportunidades de crecimiento de la economía y el comercio en todo el mundo hispánico.

    Producto de las medidas adoptadas, durante la segunda mitad del siglo XVIII la Real Hacienda española logró incrementar significativamente sus ingresos, gracias al mejoramiento en la recaudación de impuestos. La industria americana no recibió atención ni fue estimulada, en función del propósito de la Corona de separar el destino de productor primario de América del de productor de manufacturas de la península, en una suerte de modelo de economías complementarias. El tonelaje de mercaderías intercambiadas entre España y América se triplicó. Después de 1778, con altibajos debido a los conflictos europeos, se generó un aumento masivo del volumen de las exportaciones de España a América, que llevó a cuadruplicar el comercio en los dieciocho años siguientes. La guerra con Inglaterra, iniciada en 1797, cortó esta expansión como resultado del bloqueo atlántico impuesto por su enemiga. Con todo, parte de los objetivos españoles de incrementar su producción se logró, por cuanto el porcentaje de exportaciones españolas a América pasó de un 38% a un 52% entre 1782 y 1796; sin embargo, las investigaciones realizadas han mostrado que el sector que más creció fue el agrícola y no la industria, como era el propósito buscado con las reformas borbónicas, por lo que los puertos españoles continuaron siendo reexportadores de productos manufacturados en Europa¹¹. Este crecimiento exportador español, no obstante, resultó modesto comparado con la expansión de la economía inglesa en el mismo período.

    Con relación a las exportaciones americanas, el crecimiento durante el período 1782-1796 fue aún más significativo, al multiplicarse por diz respecto de las exportaciones de 1782. El comercio libre provocó un significativo crecimiento de la explotación de recursos naturales, incrementándose las importaciones españolas de tabaco, cacao, azúcar, cochinilla, índigo, pieles y productos agrícolas varios, que ascendieron al 44% del total; el 56% restante correspondió a importaciones de productos mineros. Esta importante expansión de la producción y del comercio incentivó la emigración de peninsulares

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