Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El Astuto
El Astuto
El Astuto
Libro electrónico614 páginas9 horas

El Astuto

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Un campesino que no sabía leer ni escribir, heredero de una gran fortuna, parecía presa fácil para el abogado que pensó en engañarlo y para el tío que, creyéndolo muerto, pretendía quedarse con la herencia. Los hechos; sin embargo, sorprendieron a ambos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jul 2023
ISBN9781088234204
El Astuto

Relacionado con El Astuto

Libros electrónicos relacionados

Nueva era y espiritualidad para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El Astuto

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El Astuto - Zibia Gasparetto

    Romance Espírita

    EL ASTUTO

    Psicografía de

    Zibia Gasparetto

    Por el Espíritu

    Lucius

    Traducción al Español:      

    J.Thomas Saldias, MSc.      

    Trujillo, Perú, Noviembre 2020

    Título Original en Portugués:

    O MATUTO

    © Zibia Gasparetto, 1984

    Revisión:

    Pierina Cotrina Santos

    World Spiritist Institute      

    Houston, Texas, USA      
    E–mail: contact@worldspiritistinstitute.org

    De la Médium

    Zibia Gasparetto, escritora espírita brasileña, nació en Campinas, se casó con Aldo Luis Gasparetto con quien tuvo cuatro hijos. Según su propio relato, una noche de 1950 se despertó y empezó a caminar por la casa hablando alemán, un idioma que no conocía. Al día siguiente, su esposo salió y compró un libro sobre Espiritismo que luego comenzaron a estudiar juntos.

    Su esposo asistió a las reuniones de la asociación espiritual Federação Espírita do Estado de São Paulo, pero Gasparetto tuvo que quedarse en casa para cuidar a los niños. Una vez a la semana estudiaban juntos en casa. En una ocasión, Gasparetto sintió un dolor agudo en el brazo que se movía de un lado a otro sin control. Después que Aldo le dio lápiz y papel, comenzó a escribir rápidamente, redactando lo que se convertiría en su primera novela "El Amor Venció" firmada por un espíritu llamado Lucius. Mecanografiado el manuscrito, Gasparetto se lo mostró a un profesor de historia de la Universidad de São Paulo que también estaba interesado en el Espiritismo. Dos semanas después recibió la confirmación que el libro sería publicado por Editora LAKE. En sus últimos años Gasparetto usaba su computadora cuatro veces por semana para escribir los textos dictados por sus espíritus.

    Por lo general, escribía por la noche durante una o dos horas. Ellos [los espíritus] no están disponibles para trabajar muchos días a la semana, explica. No sé por qué, pero cada uno de ellos solo aparece una vez a la semana. Traté que cambiar pero no pude. Como resultado, solía tener una noche a la semana libre para cada uno de los cuatro espíritus con los que se comunicaban con ella.

    Vea al final de este libro los títulos de Zibia Gasparetto disponibles en Español, todos traducidos gracias al World Spiritist Institute.

    Del Traductor

    Jesus Thomas Saldias, MSc., nació en Trujillo, Perú.

    Desde los años 80's conoció la doctrina espírita gracias a su estadía en Brasil donde tuvo oportunidad de interactuar a través de médiums con el Dr. Napoleón Rodriguez Laureano, quien se convirtió en su mentor y guía espiritual.

    Posteriormente se mudó al Estado de Texas, en los Estados Unidos y se graduó en la carrera de Zootecnia en la Universidad de Texas A&M. Obtuvo también su Maestría en Ciencias de Fauna Silvestre siguiendo sus estudios de Doctorado en la misma universidad.

    Terminada su carrera académica, estableció la empresa Global Specialized Consultants LLC a través de la cual promovió el Uso Sostenible de Recursos Naturales a través de Latino América y luego fue partícipe de la formación del World Spiritist Institute, registrada en el Estado de Texas como una ONG sin fines de lucro con la finalidad de promover la divulgación de la doctrina espírita.

    Actualmente se encuentra trabajando desde Perú en la traducción de libros de varios médiums y espíritus del portugués al español, habiendo traducido más de 160 títulos, así como conduciendo el programa La Hora de los Espíritus.

    PRÓLOGO

    De todas las luchas y los dolores que nos enfrentamos en la vida, siempre será más fácil hablar de las que ya vencimos hace mucho, cuyas lecciones ya aprendimos y nos reconocemos mejorados, que relatar hechos recientes, cuando las emociones todavía permanecen desacelerando nuestros corazones necesitados de aprendizaje y más equilibrio.

    Cuando algunos de los personajes, incluso si se demoran en la Tierra, luchando por desarrollar sus habilidades de espíritu eterno en busca de la felicidad legítima, son raros los narradores desencarnados que consiguen permiso para contar sus historias, cuya conducta puede exponerlos a la curiosidad pública.

    Cuando esto sucede, además del permiso de los involucrados, hay ciertas reglas que deben observarse.

    Por eso, está claro que se cambiaron los nombres y algunos detalles de la historia de El Astuto fueron cambiados. Que nadie, al leerla, intente descubrir nombres o personas que nuestra ética tuvo a bien ocultar con la certeza queno aportarán nada a los objetivos de esta narrativa.

    Sin embargo, este aspecto de la forma no logra quitar la autenticidad de la historia, que realmente sucedió y nos invita a meditar sobre los problemas que aun involucran al espíritu dispuesto a ser feliz, amar y progresar.

    Seremos felices si, a través de esta narrativa simple y sin pretensiones, algunos llegan a comprender y aceptar la bondad de Dios, su justicia soberana y la felicidad eterna de vivir.

    Lucius

    São Paulo, 27 de octubre de 1983

    CAPÍTULO I

    Punto final. El camino terminaba allí. Un pequeño pueblo, justo después del bosque cerrado, misterioso y rico. Algunas cabañas hechas de palos amarrados, construidas sin alineación ni cuidado. Una calle que era el camino de tierra, una tienda, donde se podía comprar el tabaco, la sal, el aguardiente, y algunas veces un trozo de carne seca o azúcar moreno.

    Algunos vecinos tenían plantaciones de repollo, maíz, zapallo y chayote. Los más ricos, las gallinas, y solo Venancio, de vez en cuando, criaban un cerdo que siempre era de poco engorde.

    A pesar de paupérrimo, Diente de Jaguar (que era el nombre del sitio) albergaba algunas familias ordenada y pacatas. Poco exigían, limitándose a pescar en el río que pasaba abajo, y a algunas incursiones en la aldea de Ingaí, que quedaba a unas veinte leguas de distancia, para vender o canjear su pescado por los bienes u objetos que necesitaban.

    El curioso apodo de Diente de Jaguar se debió a la gran cantidad de estos animales que habitaban los bosques de los alrededores, habiendo hecho ya numerosas víctimas. Siempre forasteros, porque la gente local, conociéndoles los hábitos y costumbres, tomaba muchas precauciones, logrando evitarlos. Muchos de ellos aceptaron la vida dura y parecían no tener más ambiciones o aspiraciones que permanecer allí, sobreviviendo de al sabor de la suerte, mientras que otros; sin embargo, principalmente jóvenes, abandonaron el pueblo, ansiosos por conocer el resto del mundo.

    Raimundo vivía solo. Se ocupaba de su propia subsistencia plantando un poco de mandioca y maíz, pescando al sabor de la voluntad, holgazaneando, dormitando en la red o esclavizándose en el río, cuando tenía hambre, y en los campos, cuando llegaba la disposición.

    Tenía solo 28 años, pero su cuerpo alto y delgado parecía mayor. Su rostro, quemado por el sol, parcialmente cubierto por una barba más oscura que su cabello castaño. Raimundo fue no nació en Diente de Jaguar, llegara al lugar hacía más de veinte años, de la mano del padre, que construyera la cabaña donde siempre había vivido. Su padre no era el hombre de los campos como los habitantes del lugar, tenía modales y sabía leer y escribir. Sin embargo, mostró un gran desprecio por el mundo y por los hombres. Inculcara a Raimundo un verdadero horror a la vida en la ciudad, pesimismo hacia la humanidad y desprecio por las conquistas del progreso.

    Se había encariñado con la naturaleza, enseñándole a su hijo a vivir primitivamente como un indio.

    Raimundo había aceptado esa vida, le encantaba el olor de la tierra, los pájaros, el río. Alma de poeta, vibraba ante la belleza salvaje del bosque, explorándolo por el placer de conquistarlo.

    Cuando su padre enfermó, quiso llevárselo al pueblo, pero el viejo José se negó rotundamente. No creía en la medicina. Prefería las bebidas de monte que había aprendido de un indio del que era amigo. Sin embargo, fueron insuficientes. José, minado por la fiebre, murió. Ayudado por unos amigos, Raimundo lo enterró allí mismo, a la orilla del río. La vida siguió siendo la misma, en la monotonía habitual.

    No pensaba que irse de allí. ¿A dónde iría? No sabía leer ni escribir. Allí, tenía su casa, sus amigos con los cuales poco hablaba. Tenía lo suficiente, ¿para qué más?

    Tendido en la tosca hamaca, le gustaba mirar el cielo tachonado de estrellas a través de la ventana de la cabina. ¿Qué habría ahí arriba?

    Seguía pensando, pensando... ¿Quién hubiera hecho todo eso? ¿Fue realmente Dios? No supo cómo responder. Su padre nunca le había enseñado nada sobre Dios. Había escuchado de amigos que él era el creador de todo. ¿Cómo podía ser? Si fuera verdad, ¡qué poder tendría!

    Se preguntaba, preguntaba. A veces se sentía solo, pero aceptaba la soledad como una necesidad sin remedio. Sería bueno casarse, pero tenía miedo. Su padre siempre le había aconsejado que huyera de las mujeres, figuras traidoras e inútiles.

    Pocas chicas en el pueblo, feas y sin gracia. El camino era estar solo. Mejor que sufrir.

    Y el tiempo fue pasando, pasando, en la monotonía de los campos, y Raimundo dejó de estar de pie, aceptando la vida, contento con lo poco que le ofrecía.

    Era una suave tarde de noviembre y Raimundo, que dormía la siesta en la hamaca, se adormecía con el parpadeo de los pájaros que se precipitaban sobre los árboles.

    Había llovido durante varios días, y ahora el sol brillaba, secando los bosques y el suelo, y las hojas verdes aun olían al peculiar aroma de las plantas húmedas, mostrando un agradable frescor.

    Había colocado la hamaca en los árboles exteriores, disfrutando de las delicias de la naturaleza. Fue entonces cuando llegó un ruido desagradable e inesperado que lo sacó de la modorra y lo hizo abrir los ojos, sorprendido.

    Rompiendo el bucólico silencio del paisaje, un jeep circulaba por la carretera. Aunque el carro no era habitual en esos lugares, Raimundo no se movió. Solo miró en silencio.

    El jeep se acercó y se detuvo frente a su casa. Había tres hombres dentro de él, y Raimundo reconoció el Bastión de Córrego Seco, de Ingaí, con el que ya había intercambiado algunos géneros. Era su padre quien mejor lo conocía, porque cada vez que iban al pueblo, mantenía largas conversaciones con él. Tranquilo, esperó. Bastión se acercó, sombrero en los dedos, sonrisa mostrando algunos dientes amarillos del tabaco.

    – ¡Oh! Raimundo...

    El interpelado se sentó en la hamaca, mirando al interlocutor, en silencio.

    – ¡Oh! Raimundo – repitió – necesito hablá contigo. Asunto serio y particulá.

    – Puede hablá, hombre.

    – Estos dos hombre que está en el carro, están buscando a ti. Vinieron de Cuiabá, especiá, simplemente a ti ver –. Raimundo alzó su mirada suspicaz hacia el jeep parado, donde los dos hombres hablaban en voz baja.

    – No los conozco. ¿Por qué me busca?

    – No lo sé. Parece que ha venido a traer noticias de tu pariente de la ciudad...

    – Tontería. No tengo a nadie. Estoy solo.

    Bastión bajó la voz y poniendo una mano en el brazo de Raymond, dijo en tono intencionado:

    – Sabe, son gente rica. Tienen dinero para ver. Gastan sin pena. Para traelo hasta aquí y enseñe tu casa, me dieron dos contos –. Y, al ver que el otro parecía sospechoso, agregó:

    – Yo solo los traje, porque ellos son personas correctas. Quieren hablar contigo –. Raimundo se encogió de hombros.

    – No tengo nada qué hablar con ellos.

    – No vá a despedir ellos sin conversá. Es mucha inducación. Dispois, viajarán muchas leguas, tan cansados. Si no qué le dá atención, deja solo un poco de descanso que vamó a regresá.

    – De acuerdo. No dirá que son ineducado. Llámalos.

    Bastión, se fue con una sonrisa amable para estirar su rostro oscuro y huesudo. Los hombres saltaron del jeep y se acercaron con el rostro estirado. Uno era aun joven, menos de treinta años, el otro estaba cerca de los 45. Vestían ropa de mezclilla, pero el corte y la calidad eran muy elegantes. Por apariencia, hombres de ciudad, cultos y elegantes. Raimundo se puso en guardia.

    – Estos son los hombres que quieren te conocer – dijo Bastión, algo incómodo.

    – ¿Pruqué? – Dijo Raimundo mirándolos directamente a los ojos.

    A pesar de ser hombres de mundo, los dos no sabían cómo empezar. La pregunta directa se había hecho con dureza, pero sin agresión.

    – Puedo explicarlo – dijo el hombre mayor con voz delicada. –Me llamo Olavo Rangel, abogado. Mi amigo es Juvenal Dias, periodista de Cuiabá. Tenemos un tema de su interés para discutir. Vinimos de lejos para buscarte. Estamos cansados. Si nos lo permite, nos gustaría descansar un poco.

    Raimundo los miró a la cara. Entonces decidió:

    – De acuerdo. Vamo ahí para adentro. Casa de pobres. No sé si ustedes van a gustá.

    Se levantó y los condujo a la humilde choza. En el interior, una tosca mesa, dos sillas que su padre había traído incluso cuando habían ido a allí, un pequeño armario, un baúl de madera y nada más. En una esquina, la estufa de leña que él incluso hizo con algunas piedras y barro.

    Les ofreció las sillas mientras se sentaba en la hamaca, que también le servía de cama. Bastión se puso de pie.

    – Muy bien – dijo el abogado en tono profesional – su nombre es... necesito saber si estoy hablando con la persona que estoy buscando.

    – Mi nombre es Raimundo.

    – Tenemos un problema ahí. Creo que tu nombre es diferente. Sé que su padre cambió su nombre cuando se fueron de São Paulo.

    – Parece que usté sabe más que yo.

    – Creo que sé. Su nombre es Geraldo Tavares de Lima. Y tu padre. Euclides Marcondes de Lima. Raimundo fue un apodo que le puso, al mismo tiempo que empezó a llamarse José.

    Raimundo estaba interesado. Su padre nunca le contó las razones por las que abandonó São Paulo cuando tenía 5 – 6 años y decidió vivir allí. Varias veces había querido preguntarle, pero el tema lo irritó tanto que terminó por darse por vencido. Ahora, ese extraño aparecía con esa historia. ¿Debería creerle? El hombre parecía serio y bueno.

    – No sé si es verdad. No lo recuerdo, pues yo era demasiado pequeño –. Olavo estaba preocupado.

    – Haz un esfuerzo. ¿Tu padre no dejó nada guardado, como papeles, documentos, etc.? – Raimundo luchó por recordar.

    – Creo que no. Tenía rabia de papel. Decía que le malograba la vida.

    – Trata de recordar lo que pasó cuando llegaste aquí – dijo el periodista de manera persuasiva.

    – ¿Nunca viste nada de extraño en él? - Raimundo pensó, pensó, hasta que recordó:

    – Un día llegó de la villa hecho un loco. Tenía un periódico que leía a menudo, con furia.

    – ¿Sabes lo que decía?

    – No sé lé. Nunca me dejó aprendé. Luego me envió a buscar agua al río, pero no fui pronto. Tava con miedo d'ele y me escondí p’a ver lo que hacía.

    Vi cuando tomó una caja y se adentró en el bosque. La enterró, luego volvió. Parecía más calmado. Me quedé pensando en la caja, y cuando él se fue durmí en la tarde, fui más de allí y cavé p’a vela. Era solo papel, y lo enterré de nuevo, con miedo de él me golpeá. Era un buen hombre, pero muy enojado.

    Olavo se animó.

    – ¿Recuerdas dónde está enterrada esa caja?

    – Ha pasado mucho tiempo, pero creo que si busca, nos encontramos.

    – Sabes, Raimundo, es muy importante saber si realmente eres el hijo de Euclides Marcondes de Lima. Por eso vinimos a buscarte.

    – De acuerdo. Quiero saber lo que mi padre no quiso decirme. Vámonos –. Se levantó, recogió la azada y salió. Los demás lo siguieron en silencio. Había preocupación en sus rostros.

    Raimundo caminó hacia la pequeña plantación sin prisa, obligando a los demás a moderar la marcha. Al fondo, bajo un árbol, dejó de rascarse la barba.

    – Creo que estuvo aquí. Hace tiempo, pero no lo he olvidado. Vamó mirá bien a ver... Sí, creo que estuvo aquí –. La mirada ansiosa de los tres pasaba de Raimundo al suelo cubierto de mata –. Empezó a cavar. Nunca pareció apresurado. Lentamente, atravesó el terreno con cierta facilidad, debido a la lluvia del día anterior. Raimundo cavó y nada. Iba con cuidado, atento de no dañar la caja cuando la encontrase.

    – Creo que fue más p’al lado.

    – ¿No será que tu padre la sacó de aquí? – Preguntó el abogado, preocupado.

    – No creio. ¿Pruqué? Si enterrada era a ser libre de ella, no fue p’a guardarla. Mira, parece que hay algo aquí... Sí, creo que la encontré.

    – Tenga cuidado de no estropearla. Debe ser vieja.

    – No necesitas te preocupar. Sé cómo tratar con la tierra.

    Efectivamente, en unos minutos apareció un objeto oscuro a los ojos curiosos de los presentes. No era bien una caja, sino una bolsa rústica de cuero crudo que, a pesar de la suciedad y la humedad, estaba intacta.

    Raimundo dejó caer el azadón y se secó las manos en sus gastados pantalones.

    – Déjalo limpio por fuera para ti no ensucia la mano.

    – No importa – dijo el abogado con impaciencia. – Abrámoslo para ver qué contiene –. Raimundo la abrió con cierta dificultad y emergió un rollo grueso envuelto en una tela. El abogado lo desenrolló y aparecieron unos papeles amarillentos. Olavo los manejó rápidamente y su rostro se estiró en señal de triunfo.

    – Creo que lo encontramos. Esto es lo que necesitamos –. Raimundo los miró desconfiado.

    – ¿Qué está escrito ahí, doto?

    – Estos son documentos, certificados, vamos a la casa. Allí podremos examinarlos a fondo.

    – Realmente. Está oscureciendo no da para vé.

    Con la calma que le era propia, Raimundo tomó el azadón y tapó el hoyo, mientras los demás, impacientes, se dirigían a la modesta casa. Raimundo se acercó lentamente, entró en la cabaña y encendió la lámpara.

    A su parpadeante luz, el abogado, con emoción y cierta impaciencia, examinó uno a uno de esos documentos, moviendo la cabeza afirmativamente y mirando con satisfacción al periodista que, por encima del hombro, también se enteraba de su contenido.

    A pesar de su curiosidad, Raimundo no hizo ningún gesto. Observó todo en silencio, con los ojos medio cerrados, esperando.

    – Es justo como lo esperaba. Tú eres Geraldo Tavares de Lima, nacido en São Paulo el 18 de junio de 1908, hijo de Euclides Marcondes de Lima y doña Carolina Tavares de Lima.

    – ¿Cómo lo sabes? – Preguntó finalmente Raimundo.

    – Aquí están los certificados. Esta es la fecha de tu nacimiento, está es la del matrimonio del Dr. Euclides, el 15 de mayo de 1900, en el distrito de Itu. También hay otros documentos importantes, y te voy a dar la mejor de las noticias. Prepárate, Geraldo, siéntate para que no te caigas.

    Raimundo parecía un poco asustado.

    – Sí, es contigo. Tu nombre es Geraldo y de hoy en delante debe ser llamado así.

    Juvenal lo tomó del brazo y lo obligó a sentarse en una de las sillas. El abogado, ante el asombro de Bastión y Raimundo, prosiguió:

    – ¡Tú eres un hombre rico! Muy rico, si quieres que te puedes comprar toda la ciudad –. Raimundo lo miró sin comprender.

    – ¡Eres muy rico, hombre! Inmensamente rico. Me alegra poder darte esta noticia.

    – No puedes ser tú. Estás equivocado. Mi difunto padre era muy pobre. Ni siquiera tenía dinero para comprar tabaco.

    – Te equivocas. Tu padre era médico y muy rico. Perteneció a una de las mejores familias de São Paulo, ¿nunca te lo dijo?

    – Me cuesta creé. ¿Médico? Creo que estás tan equivocado. Él no gustaba de medicina. Decía que los médicos no saben nada. Siempre fue tratado con las hierbas de los indios y yo tampoco tomé nunca remedios de farmacia.

    – Una razón más para creer lo que digo. Era médico, pero creo que se graduó para complacer a su familia, no le gustaba la profesión. A pesar de eso, te cuidó.

    – Sí, se cuidó. Sabía mucha medicina, pero solo de la selva – se rascó la cabeza, sin comprender. – Pero, si era rico y médico ¿pruqué vino para cá en esta vida dura y sin comodidá?

    – Ahí está el problema. Realmente no sabemos qué pasó. Parece que un día tuvo que ayudar a un amigo que se alojaba en su casa y no pudo evitar su muerte. Disgustado, se llevó a su hijo y desapareció de la casa. Todas las búsquedas fueron inútiles. Doña Carolina estaba inconsolable, desesperada. Pusieron anuncios en los periódicos, contrataron policías para buscarlos, pero nada. Nadie supo informar dónde se había escondido el Dr. Euclides con el niño. Doña Carolina se encerró la casa, y nunca más se quitó el luto. Hasta donde yo sé, dijo que solo lo quitaría el día que encontrara a su hijo, el único amor de su vida. Con la muerte del abuelo, padre de Euclides, ella heredó una inmensa riqueza, propiedad que llegó a incrementar en gran medida la herencia de la familia.

    Raimundo escuchaba pensativo, casi sin creer que esa historia era la de su padre. El abogado continuó:

    – El anciano Dr. Marcondes de Lima, padre de Euclides, por tanto, tu abuelo paterno era abogado habilidoso y posesivo. Viudo, se hizo cargo del negocio de su nuera cuando tu padre se fue de la casa, además en quien buscó consuelo por la separación de su hijo favorito. Como la fortuna era siempre bien aplicada y gestionada, ésta aumentó en gran medida. Pero doña Carolina no mostró alegría. Rara vez salía, se le veía muy poco, no asistía a la sociedad, o abría su palacio en la Av. Paulista, en São Paulo, para sus viejos amigos y conocidos. Tenía fama de ser excéntrica. Cuando perdió a su suegro, se puso aun más melancólica. Falleció hace unos seis meses. Eres el heredero de una de las mayores fortunas de Brasil.

    Raimundo no se sintió feliz. Siempre había sentido un misterio cuando su padre iba a esos lugares. Si todo eso era verdaderamente cierto, ¿qué habría sucedido para que su padre abandonase todo, padre, esposa, dinero, todo? ¿Cuál era el misterio detrás de todo eso? Raimundo, no pensaba en el dinero. No tenía ambiciones. Le preocupaba más su madre, a la que solo recordaba vagamente con un rostro joven y alegre, inclinado sobre él.

    Era uno de los pocos recuerdos que tenía de esos tiempos. Su padre le había dicho que estaba muerta, y si todo era cierto, si el abogado no mentía, entonces era su padre quien había mentido. Él, que tenía horror de mentir, que le había enseñado a decir la verdad, doliese a quien doliese. Él le mintiera. Renegaba de la sociedad y el mundo, por la mentira e hipocresía de los hombres. Quería permanecer en la simplicidad de la naturaleza para escapar de los que engañaban y él fue el primero en mentir, en engañar. Raimundo, que amaba tanto a su madre, y siempre la había extrañado.

    Estaba profundamente decepcionado. Su madre, siempre querida y recordada en el silencio de sus noches solitarias. La había echado de menos durante esos años, pero se había resignado, creyéndola muerta. ¡Lo habían engañado! ¡Ella se había puesto el luto por él, porque siempre había sido una madre amorosa y él era su único hijo!

    Su corazón se hundió. Un sentimiento de rebeldía comenzó a brotar en su pecho oprimido. El Dr. Olavo estaba asombrado.

    – ¿Te traigo una buena noticia y me pones esa cara? ¡Te digo que eres un hombre inmensamente rico! ¿No estás feliz?

    Raimundo lo miró enojado:

    – Pensé que mi madre murió hace mucho tiempo. Primero, me dice que estaba viva hasta algún tiempo, para luego decir que ahora ya está muerta. ¿Cré que puedo está alegre por eso?

    El abogado intercambió una mirada de sorpresa con el periodista. Quien no entendía era él. Pensó que no estaba tratando con una persona normal.

    – ¿No sabías que tu madre estaba viva? – Preguntó Juvenal con voz conciliadora.

    – No. No lo sabía. De lo contrario, la había ido a buscar p’a vivir conmigo.

    – ¿Crees que vendría a este agujero? – Preguntó irónicamente el abogado. Raimundo lo miró directamente a los ojos.

    – Era mi madre – dijo, muy serio –. Si le agradaba, querría quedarse conmigo.

    – Bueno, bueno, puede ser – dijo el abogado, más interesado en hacer su negocio que en los problemas de ese bronco –. Pero ahora hemos venido para que te ocupes con los asuntos de la herencia. Eres un hombre rico, necesitas ir a São Paulo, para tomar posesión de todo. Podemos ir mañana y yo me encargaré de todo. No tienes muchos valores aquí, así que puedes dejar todo esto y comprar lo que quieras, tan pronto como lleguemos a la ciudad.

    Raimundo esperó tranquilamente a que terminara y luego declaró:

    – ¿Quién te dijo que me voy?

    – ¿Cómo?! Ciertamente lo harás. ¡Tu fortuna bordea los 50 mil contos de réis! Si no vas, no recibirás nada.

    – No necesito nada. Tengo todo lo que quiero. No siento necesidad. Aquí, los amigos son gente de bien y nuestra vida está tranquila. No me gusta la ciudad. Solo tiene falsedad e hipocresía. ¿Qué vó hacé allá?

    – ¿Y el dinero? – Raimundo se encogió de hombros.

    – No importa. Ni sé cómo gastalo. Me daría mucho trabajo. Mo vó quedá aquí. Llevá mi vida Si la madre tenía viva yo haría, pero ella ya está muerta, entonces, no hace falta...

    El Dr. Olavo intercambió una mirada de desaliento con el periodista. Se sentó sin saber qué decir. Nunca había pensado encontrarse con tanta ignorancia. Quizás Raimundo estaba mentalmente discapacitado para rechazar tanto dinero, para preferir tanta miseria, solo había una explicación: la imbecilidad. La incapacidad para apreciar lo que se estaba perdiendo.

    Por otro lado, un hombre tan ingenuo sería fácil de manipular, especialmente en la administración de sus bienes, que era su principal objetivo. Así que se quedó callado y pensativo durante unos minutos. Entonces añadió:

    – Bueno, en cuanto al trabajo, no tienes que preocuparte por nada. Tengo una oficina en São Paulo y podré encargarme de todo por ti. Sucede que, si no vas a recibir este dinero, no te presentas dentro del plazo legal, quien heredará todo es la familia de tu tío José, el hermano de tu padre, y esa no fue la intención de tu madre.

    Raimundo lo miró con curiosidad.

    – Doña Carolina no apreciaba a su cuñado porque despilfarró toda la herencia que recibió, juega mucho. Su hijo tampoco tiene sentido común. Están arruinados y locos por conseguir el dinero de tu madre.

    – Entonces – agregó el periodista – no es solo el dinero. Vivirán en su casa, guardarán sus joyas, ropa, muebles, todo lo que era suyo y que ahora es tuyo.

    Raimundo hizo una mueca. Tocaron su punto débil. Le gustaría tener algún recuerdo de su madre.

    – Si amas a tu madre, no debes dejar que las personas de las cuales ella no gustaba y de las que vivía alejada, se apoderen de todo.

    – Sí – dijo pensativo –. A ella no le iba a gustá.

    – Entonces – dijo el abogado con pericia – mañana irás con nosotros, tomarás posesión de todo. Luego, tomas lo que quieras y, si no quieres quedarte allí, vuelves aquí. No estás obligado a quedarte allí. Debes ir porque tu presencia es necesaria para fines legales. Tú decidirás lo que quieras. Nadie puede obligarte a nada. Si decides regalar toda tu fortuna a alguien, nadie tendrá nada que ver con eso.

    Raimundo se quedó pensativo, indeciso.

    – Vamos hombre – dijo Bastión, animándolo, cuyos diminutos ojos brillaban de codicia –. Si quieres, puedo ir contigo. Yo no dejaba esa dinerama a aquellos familiares que tu madre no gustaba. Es el colmo.

    – Sí – dijo astutamente el abogado –, tiene usted razón. Abrieron el inventario, alegando que estás muerto y que los únicos y verdaderos herederos son ellos.

    – Pero yo estó vivo – dijo Raimundo irritado. Tenía cólera de los ambiciosos y egoístas.

    – Ellos no están seguros de si estás vivo o muerto. Pero en vez de averiguarlo, que quieren pasarte para atrás, declarando oficialmente que estás muerto. Y como llevas veinte años desaparecido, si no te presentas con los documentos que prueben que estás vivo, lo heredarán todo.

    – ¿Cómo me encontraste aquí? – Preguntó Raimundo, desconfiado.

    – Conocí a tu madre. Yo era su amigo. Siempre trató de averiguar dónde estaba su hijo. Me encargaron buscarte. Pero, lamentablemente, solo seis meses después de su muerte logré encontrarte. Si estuviera viva, ¡qué feliz sería!

    Raimundo se calmó. Si era amigo de su madre, debía ser una buena persona. Entonces tenían razón. Sería doloroso que aquellos familiares ambiciosos y sin escrúpulos se alegrasen con la muerte de su madre y se apresurasen a declararlo muerto, quedándose con todo. No era justo, no le gustaba la ciudad. Veía a la gente de la metrópoli como un nido de asaltantes e hipócritas. Pero era un hombre de valor. Iría hasta allá a recibir todo. Decidiría el destino que le daría a los bienes y luego regresaría a su casa, con dinero para vivir en paz, satisfaciendo sus propias necesidades.

    – Está bien, doto. Lo haré. Y no necesito de ti, Bastión. Vó solo. Vó y vuelto tan pronto desocupa.

    – Muy bien – dijo satisfecho el abogado –. Me alegro que hayas aceptado. Es lo mejor. Ahora nos vamos. Mañana regresaremos muy temprano –. Raimundo negó con la cabeza.

    – Mijor se detiene aquí. A esta hora es peligrosa. El jaguar anda suelto y con hambre. No garantizo que lleguen al pueblo.

    – Es cierto – confirmó Bastión –. No me arriesgaré. Lo más importante es quedarse aquí hoy y temprano en la mañana saldremos.

    No les agradaba la idea de pasar la noche en esa tosca cabaña, pero sabían que el lugar era peligroso y por la cara de los dos sabían que no estaban bromeando.

    – Entonces vamos al jeep a recoger comida y algunos objetos.

    – Pera un poco –. Raimundo agarró una antorcha que estaba en la estufa y la encendió.

    – Ahora estoy por delante. Me acompañan con los ojos abiertos, muy cerca.

    – Está bien. Ve tú, Juvenal, yo espero aquí.

    Con el tizón ardiendo fueron hasta el carro, de donde el periodista recogió algunas bolsas de viaje. Luego fueron a buscar la hamaca que estaba en el árbol de al lado. Regresaron a casa. Comieron pan y otras golosinas que habían traído mientras Raimundo servía el café, y después de cerrar la puerta, se acomodaron.

    Raimundo en una hamaca, el abogado en la otra. El periodista colocó su manta de viaje en el piso duro, tratando de enderezarse, mientras Bastión se acurrucaba en un rincón.

    Tumbado en la hamaca, Raimundo no podía dormir. Tantas ideas en su cabeza lo dejaron atónito. En pocos minutos su tranquila vida se había transformado .

    Nunca había estado en la ciudad. Parecía tan lejano, como si fuera otro planeta, casi inalcanzable. Su padre siempre le comentó sobre la vida en la ciudad con pesimismo. Allí todos eran hipócritas y malvados. Cualquiera que quisiera tener paz debería vivir lejos de la civilización. Su vida no estuvo mal. Tenía salud, tranquilidad, el cielo, los árboles, el río. Era libre. Hacía lo que quería hacer.

    Le horrorizaba la idea que los hombres de la ciudad tuvieran que someterse a los jefes con tiempo para todo. A veces se preguntaba cómo debería ser la vida allí. Las mujeres pintadas como había visto en una revista del pueblo. Pero incluso si tenía curiosidad por ver cómo era, no tenía el dinero para ese viaje. Ahora, cuando menos se lo esperaba, todo estaba arreglado, no solo para saber sino para vivir si quería. Mansión y todo.

    Raimundo se movía inquieto en la hamaca, angustiado. Había pensado que estaba solo en el mundo, de repente aparecieron familiares, dinero, posesiones, etc. Era difícil de creer. Parecía mentira, pero ¿cómo no creer? El abogado conocía la vida de su padre mucho más que él. Había conocido a su madre, a su abuelo, a su familia... Sentía un poco de curiosidad. Gente fina, de seguro, la gente rica, letrada, de la ciudad. ¿Cómo lo iban a recibir? Se movió inquieto en la hamaca sin poder dormir. La noche estaba alta cuando finalmente fue capaz de conciliar el sueño. Tuvo un sueño inquieto, en el que los rostros se mezclaban frente a él.

    El rostro de su padre, barbudo y enérgico, el rostro suave de su madre, del abogado, del periodista, no le permitieron un descanso tranquilo.

    Cuando los gallos empezaron a cantar, él abrió sus ojos asustado. Fue a la ventana. Con seguridad eran las cinco. Encendió el fuego y vertió el agua para el café.

    Bastión abrió los ojos con vivacidad. El delicioso olor del café siempre lo animaba. El periodista también se despertó y a pesar del duro suelo, el cansancio lo había hecho dormir profundamente. Estaba de buen humor. Regresar a la ciudad era una buena perspectiva. Hacía un mes que buscaban por Raimundo por los alrededores. Finalmente podrían regresar, ¡y qué historia haría! Pensándolo bien, tal vez la fortuna de Geraldo necesitaba administradores. El abogado ciertamente esperaba quedarse con gran parte de ese dinero, ya que el pobre campesino era tan estúpido que ni siquiera quería recibirlo. Entonces, ignorante y analfabeto, sería fácil para él, como abogado, engañarlo. Él no pretendía soltar ese hueso. Después de todo, lo había dejado todo y trabajado duro en esta búsqueda durante varios meses. El Dr. Olavo le había prometido una gran primicia, pero ahora pensaba que podía lograr mucho más.

    De buen humor, despertó a su compañero y se apresuraron a comer algo rápido.

    – Vamos – dijo el Dr. Olavo firmemente -. Tenemos algunas horas de camino y tengo la intención de llegar a Cuiabá antes que oscurezca.

    Raimundo se puso su mejor ropa, y al verlo, el abogado aclaró:

    – Esta ropa ciertamente no es para la ciudad. Cuando lleguemos, compraremos todo nuevo –. Raimundo lo miró con calma.

    – No es necesario. No tengo dinero.

    – ¡Tonterías! Ahora eres un rico hombre. Yo tengo y te voy a prestar para los primeros gastos. Después me pagas.

    Raimundo negó con la cabeza:

    – No lo sé. La ropa solo sirve para envolver el cuerpo. Esta es muy buena.

    El abogado se enojó, pero el hombre se mostraba terco. Mejor no contradecirlo. Buscando imprimir un tono tranquilo en su voz, volvió a decir conciliador:

    – No es eso. Es que en la ciudad, la gente usa ropa diferente. Si te presentas así por las calles, todo el mundo te mirará y pensará que eres un mendigo. Ellos le dan mucha importancia a la ropa, y mientras estés allá es necesario que te vistas bien. Después de todo, ahora eres un hombre rico.

    – Eso no cambia nada. Só el mismo de antes. Nunca usé esos zapatos ni vestí ropa llena de extravagancias. Dispois, só así y no vó mudá. Quién piensa que es malo que coma menos. Nadie me obligará a hacer lo que no me gusta.

    El abogado pensó que era prudente guardar silencio. Estaba irritado, y si ofendía a ese loco, era bastante capaz de renunciar al viaje. Entonces, adiós dinero, adiós puesto, adiós a todo.

    – Está bien. Como quieras – murmuró, en tono conciliador.

    Decidió no decir nada más. Molesto, vio a Raimundo poner una muda de ropa en una toalla y hacer un bulto. Además tuvo que esperar pacientemente a que llamara a su vecino, para que le permitiera meter las gallinas a su gallinero, cuidándolas hasta que regresara. Podría sacar provecho de los huevos y comerse las gallinas que se quedaron en el lugar. Le pidió cuidar su casa hasta que él regresara.

    Ya había amanecido cuando los cuatro hombres instalados en el jeep iniciaron su viaje. Al ver el paisaje familiar y querido que se marchaba para atrás, Raimundo sintió una opresión en el corazón. Pero, al mismo tiempo, un sentimiento de curiosidad por el mundo al otro lado de esos bosques comenzó a brotar, vivo y ansioso en su pecho oprimido. ¿Cómo sería este mundo que estaba por conocer?

    CAPÍTULO II

    El viaje transcurrió en silencio, cada uno envuelto en sus propios pensamientos. Solo Bastión, conversador y emocionado por la aventura de Raimundo, intentaba conversar, sin éxito. Nadie quería hablar. Él conocía a Raimundo, desde que llegara sa esas tierras porque el Sr. Zé y el hijo habían vivido unos meses en el pueblo, gastando su dinero en el almacén de su padre. Todavía era un niño y había jugado a menudo con Raimundo. Después que se mudaron a ese fundo, siempre continuaron comprando en el almacén de Bastión. Cuando los hombres llegaron al pueblo preguntando por un hombre con un niño no les identificó los nombres, pero al ver la imagen de Zé pronto la reconoció, a pesar de estar ahora mucho más envejecido. Consciente de la novedad, se ofreció para llevarlos a la casa de Raimundo. El reportero tomó una fotografía suya y de su casa, diciendo que habría de salir en el periódico, y Bastión no cabía de alegría.

    Llegaron al pueblo, repostaron el carro y consiguieron deshacerse de Bastión, a pesar de su emoción.

    – Cuando volví, pasaré por aquí. Entonces te lo contaré todo – prometió Raimundo, más para deshacerse de él.

    – ¡Si vuelves!

    – Nunca fui hombre de dos palabras. Lo resolveré todo y volveré. Vá a ver –. En el pueblo, el asunto fue pasando de boca en boca. ¡Raimundo millonario! Parecía mentira. Se quedaron por allí solamente una hora, pero fue suficiente para todo el pueblo venga a ver al héroe. Hablaron, se rieron, pidieron ayuda, algunos incluso ofrecieron fruterías para el viaje.

    Raimundo parecía molesto. No le gustaba llamar la atención, quería tranquilidad. Nunca fuera de la intimidad de esas personas. El Dr. Olavo trató de tocar la bocina para abrir camino y salir de allí lo más rápidamente posible. Cuando se encontraron lejos del ajetreo, Raimundo comentó:

    – No sé pruqué fue eso. Siempre vine aquí y a nadie le importó.

    – Es que ahora eres rico y famoso –. Raimundo se encogió de hombros:

    – ¡Tonterías! Soy la misma persona, ni más gordo ni más flaco. Tonterías de pueblo. Farsedad –. Los dos guardaron silencio. La rudeza del joven los confundía. Continuaron su viaje en silencio. La carretera estaba desierta, solo algunos pueblitos muy pobres de vez en cuando.

    Comieron en el camino, junto a una fuente donde llenaron las botellas y descansaron un poco.

    El periodista se turnó para conducir con el abogado. Raimundo, en silencio, observó sus gestos y movimientos. Solo al anochecer, cansados pero satisfechos, llegaron a Cuiabá.

    Tras instalarse en dos habitaciones, el abogado sugirió:

    – Mejor tomamos una buena ducha –, estaba un poco preocupado con la polvorienta figura de Raimundo.

    – No soy sucio, dotó. Normalmente me baño todos los días.

    Olavo trató de ocultar su intención lanzando miradas examinadoras en torno a las modestas instalaciones de las habitaciones, mientras que el periodista contuvo su risa.

    – Cenemos en la habitación – agregó Olavo, tratando de impresionar su voz con un tono natural –. Estamos muy cansados. Entonces tenemos que coordinar nuestro viaje al que antes –. De hecho, el causídico no quería comer en la mesa con ese animal salvaje, quizás ni siquiera sabía cómo sentarse frente a un mantel limpio. Lo peor, él era muy terco, no era maleable. Tenía su propia opinión y no aceptaba consejos. Peor para él. Todos se burlarían de él hasta que aprendiera.

    Después de estar limpios y bien alimentados, se retiraron a dormir. El cansancio era grande y el día siguiente prometía mucho trabajo.

    El sol estaba alto cuando Juvenal se despertó. Se levantó un poco asustado y dirigiéndose al cuarto lado donde estaban los otros dos, se tranquilizó al ver que el abogado dormía plácidamente. No confiaba en él. Temía que él hubiera salido temprano para deshacerse de su competencia. Era claro que el Dr. Olavo ya debió haberse dado cuenta que no se contentaría con una primicia en un modesto periódico rural. Suspiró aliviado, pero cuando buscó a Geraldo, la cama estaba vacía. Buscó en los baños, en el pasillo, nada.

    – ¡Dr. Olavo! ¡Dr. Olavo! Despierta. Nuestro hombre no está aquí.

    Olavo se despertó asustado, sentado en la cama, con los ojos abiertos, un poco aturdido.

    – ¡¿Cómo?! ¿No está? ¿Has buscado?

    – Busqué, y no lo encontré aquí.

    – Vamos, tenemos que encontrarlo. Puede ser que se haya arrepentido y decidido regresar.

    Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Mientras el abogado buscaba sus pantalones y se vestía apresuradamente, el periodista bajó las escaleras hasta la recepción del hotel.

    Un empleado detrás del estrecho mostrador leía un periódico con atención.

    – Chico, por favor. ¿Llevas mucho tiempo aquí?

    – Sí, estoy. ¿Qué pasó?

    – ¿Viste a un hombre alto y delgado con barba con camisa a cuadros?

    – ¿El chico que vino ayer con ustedes?

    – Sí.

    – Lo vi, sí. Él dijo que iba para un paseo. Encontró la habitación muy sofocadante, quería ver la ciudad –. El otro suspiró, aliviado.

    – ¿Viste si llevaba algo?

    – ¿Qué cosa? ¿Crees que se robó algo?

    – No, no es eso. Le pregunté si llevaba un bulto con ropa.

    – ¡Ah! Bien, no llevó nada. Sus manos estaban vacías.

    – De acuerdo. Gracias – y volviéndose hacia el abogado que, sin aliento, ya había llegado al vestíbulo, le explicó:

    – No se preocupe. Nuestro hombre fue a tomar aire. Encontró la habitación sofocante. Fue a ver la ciudad –. El abogado resopló con impaciencia:

    – ¡A esta hora! ¡Puede perderse! No conoce nada aquí –. El portero soltó una carcajada.

    – ¿Perderse? ¿Él? Es más fácil que pase. Ese campesino no está perdido.

    – Esperemos allá arriba – dijo Olavo a su compañero. Y, dirigiéndose al portero, pida café completo en la habitación –. ¿Salió a caminar?

    – Eso creo – dijo Juvenal –. Su curiosidad es natural. Incluso podría ser bueno que vea cómo los demás se visten de manera diferente a él. Mira, el paquete está en el armario. Podemos estar tranquilos. Creo que abandonará la fortuna, pero nunca la mochila con la ropa que trajo.

    ¿Te diste cuenta cómo la cuidó todo el tiempo? – El abogado se rio con más calma.

    – Vaya, qué susto. Si desiste, adiós a la herencia. Los familiares heredan todo y yo me quedaré afuera. No es justo, después del trabajo que tuve.

    – Sí, Dr. Olavo, fue bueno entrar en el asuntoi. También quiero mejorar la vida y creo que hay dinero para todos. Quiero acompañarte a São Paulo.

    – ¿En qué condiciones?

    – Para ayudarte a conseguir lo que quieres. Trabajar contigo. Necesitarás a alguien que te ayude en la lucha que te espera. Juntos tendremos mejores posibilidades de éxito.

    – Sí... La idea no es mala. Me has ayudado mucho, pero ya ves, no sé en qué condiciones vamos a trabajar. Este loco nos va a causar problemas. Parece que ya lo estoy viendo. Es bruto como una puerta, y lo peor es que lo necesitamos.

    – No sirve de nada impacientarse. Elaboremos un plan con calma. Amansarlo es cuestión de tiempo. Necesitamos capturar su confianza. Luego haremos todo lo que queramos de él.

    El otro suspiró:

    – Sí. Creo que realmente te necesito porque yo no tengo paciencia para su estupidez.

    – Entonces está decidido, somos socios. Cincuenta por ciento –. El otro saltó.

    – ¡¿Cincuenta por ciento?! Te volviste loco. Después de todo, el caso es mío y yo soy el que va a hacer frente a la situación en la corte. Eres solo un periodista, solo mi asistente. Te doy el 10 por ciento, que ya es mucho.

    Discutieron acaloradamente, llegando a un acuerdo del 30%, del cual el abogado no cedió, reclamando gastos desde su oficina en São Paulo, etc., etc.

    Querían viajar en avión a Río, pero temían el comportamiento del campesino en un avión. Por otro lado, el viaje en tren era muy agotador y tomaba mucho tiempo. No habían llegado a ninguna conclusión cuando la figura de Geraldo se mostró en la puerta. El abogado sonrió, tratando de ser amable.

    – Buenos días, amigo. ¿Ya tomaste tu café?

    – Sí. Fui temprano a la cocina.

    Tratando de no mostrar irritación, el abogado explicó:

    – Geraldo, estamos pagando un hotel. Por eso, los empleados traen el café a la habitación o nos sentamos a la mesa del salón y allí nos sirven. No está bien que entres en la cocina.

    – ¿Pruqué? No estó enfermo p’a ser servido. Luego, mira ese pan que tan bien comes, se ve duro, el café te garantizo se enfrió. Allí elegí el mío, café colado en el momento, comí pan caliente y cunversé con el propietario que va a hacer por mí uno almuerzo especial.

    Al ver el rostro asustado del Dr. Olavo, Juvenal apenas contuvo la risa.

    – Veo que no perdiste el tiempo. Estabas mejor servido que nosotros – y acercándose, preguntó con curiosidad – Cuéntanos ahora, ¿qué te pareció la ciudad?

    – Es diferente a lo que vi en la revista. Las casitas, pensé que era má grande.

    – Espera hasta que lleguemos a São Paulo – dijo el periodista.

    – ¿No es lo mismo?

    – No. No lo es. Los edificios son grandes. Las mujeres son muy bonitas.

    Los dos miraron con curiosidad a Geraldo. ¿Cómo se las arreglaría con las mujeres? ¿Tendría alguna experiencia?

    – Por ahora, no he visto mucha

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1