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La Fanfarlo
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Libro electrónico86 páginas1 hora

La Fanfarlo

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El libro se compone de dos nouvelle de Baudelaire: La Fanfarlo; y El joven hechicero.

'La Fanfarlo': El joven poeta Samuel Cramer intenta ayudar a Madame de Cosmelly e inicia un juego de seducción en el que cae atrapado. El marido de Madame de Cosmelly pretende a La Fanfarlo, bailarina de moda, por lo que Cramer asume la tarea de enamorarla para que abandone a aquél. Pero Cramer acaba siendo el cazador cazado.

'El joven hechicero': Durante unas exacavaciones en Nápoles, en 1815, se encuentra en una habitación de la casa de Alcmeón un gran mural de una belleza muy especial, que representa a un grupo de ninfas. Pero la historia del fresco no estaba destinado a ser un secreto para siempre... Sempronio, un joven y mundano romano está cansado y quiere suicidarse. Su amigo Calias, un epicúreo, recibe el secreto de su corazón: un amor imposible lo abrasa por dentro... Aventuras jalonan el desarrollo de un relato con desenlace sorprendente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 jul 2023
ISBN9788412724684
La Fanfarlo
Autor

Charles Baudelaire

Charles Baudelaire (1821-1867) was a French poet. Born in Paris, Baudelaire lost his father at a young age. Raised by his mother, he was sent to boarding school in Lyon and completed his education at the Lycée Louis-le-Grand in Paris, where he gained a reputation for frivolous spending and likely contracted several sexually transmitted diseases through his frequent contact with prostitutes. After journeying by sea to Calcutta, India at the behest of his stepfather, Baudelaire returned to Paris and began working on the lyric poems that would eventually become The Flowers of Evil (1857), his most famous work. Around this time, his family placed a hold on his inheritance, hoping to protect Baudelaire from his worst impulses. His mistress Jeanne Duval, a woman of mixed French and African ancestry, was rejected by the poet’s mother, likely leading to Baudelaire’s first known suicide attempt. During the Revolutions of 1848, Baudelaire worked as a journalist for a revolutionary newspaper, but soon abandoned his political interests to focus on his poetry and translations of the works of Thomas De Quincey and Edgar Allan Poe. As an arts critic, he promoted the works of Romantic painter Eugène Delacroix, composer Richard Wagner, poet Théophile Gautier, and painter Édouard Manet. Recognized for his pioneering philosophical and aesthetic views, Baudelaire has earned praise from such artists as Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Marcel Proust, and T. S. Eliot. An embittered recorder of modern decay, Baudelaire was an essential force in revolutionizing poetry, shaping the outlook that would drive the next generation of artists away from Romanticism towards Symbolism, and beyond. Paris Spleen (1869), a posthumous collection of prose poems, is considered one of the nineteenth century’s greatest works of literature.

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    La Fanfarlo - Charles Baudelaire

    LA FANFARLO

    Samuel Cramer, otrora autor bajo el nombre de Manuela de Monteverde de algunas locuras románticas –en los buenos tiempos del Romanticismo– es el fruto contradictorio de un pálido alemán y una morena chilena. Si a este doble origen le añaden una educación francesa y una civilización literaria, les resultarán menos sorprendentes –cuando no satisfactorias y edificantes– las extrañas complicaciones de tal carácter. Samuel tiene una frente pura y noble, ojos brillantes como gotas de café, una nariz guasona y burlona, labios impúdicos y sensuales, mentón cuadrado y déspota, y cabello pretenciosamente rafaelesco. Es al mismo tiempo un gran holgazán, un ambicioso triste y un ilustre infeliz, ya que en su vida no ha tenido sino ideas a medias. El sol de la pereza que resplandece sin cesar en su interior vaporiza y come la mitad del genio con que el cielo le ha dotado. De entre todos los semigrandes hombres que he conocido en esta terrible vida parisina, Samuel fue, más que ningún otro, el hombre de las bellas obras fracasadas; criatura enfermiza y fantástica cuya poesía brilla mucho más en su persona que en sus obras, y que, hacia la una de la mañana, entre el embelesamiento de un fuego de carbón de piedra y el tic tac de un reloj, siempre me ha parecido como el dios de la impotencia –dios moderno y hermafrodita–; ¡una impotencia tan colosal y enorme que es famoso por ella!

    ¿Cómo ponerles al corriente y hacerles ver con claridad en esta naturaleza tenebrosa y abigarrada de vivos relámpagos, perezosa y emprendedora al mismo tiempo, rica en difíciles propósitos y en malogros irrisorios; espíritu en el que la paradoja tomaba a menudo las proporciones de la ingenuidad y cuya imaginación era tan vasta como la soledad y la pereza absolutas? Uno de los defectos más naturales de Samuel era el considerarse igual a quienes había sabido admirar. Tras una lectura apasionada de un buen libro, su conclusión involuntaria era: «¡Es tan bueno que podría ser mío!». Y de ahí a pensar: «Entonces es mío», no hay más que un paso.

    En el mundo actual, este tipo de carácter es más frecuente de lo que se cree. Las calles, los paseos, los cafetines y todos los refugios del remoloneo están plagados de seres de esta especie. Se identifican tan bien con el nuevo modelo que poco les falta para creer que son ellos quienes lo han inventado. Si hoy descifran a duras penas las páginas místicas de Plotino o de Porfirio, mañana admirarán la forma en que Crébillon hijo expresó el lado voluble y francés de su carácter. Si ayer se entretenían con familiaridad con Jérôme Cardan, ahora juegan con Sterne o se revuelcan con Rabelais en toda la glotonería de la hipérbole. Además son tan felices en cada una de sus metamorfosis que no guardan ningún rencor a todos estos grandes genios por habérseles adelantado en la estima de la posteridad. ¡Desvergüenza ingenua y respetable! Así era el pobre Samuel.

    Hombre muy honesto de nacimiento y un tanto bribón por diversión, tenía un carácter teatral y representaba para sí mismo y a puerta cerrada incomparables tragedias o, mejor dicho, tragicomedias. Hay que decir que, si sentía el roce y el cosquilleo de la alegría, nuestro hombre se ponía a reír a carcajadas. Si una lágrima surgía del rabillo del ojo por algún recuerdo, él iba al espejo para verse llorar. Si una joven, en un ataque brutal e infantil de celos, le hacía un rasguño con una aguja o una navaja, Samuel se vanagloriaba de una cuchillada; y cuando debía veinte mil míseros francos, gritaba alegremente:

    —¡Qué triste y lamentable suerte la de un genio hostigado por un millón de deudas!

    Además, no vayan a pensar que fuera incapaz de conocer los verdaderos sentimientos y que la pasión tan solo rozara su epidermis. Habría vendido sus camisas por un hombre que apenas conociera y al que, tras examinarle la frente y las manos, hubiera decretado el día anterior su amigo íntimo. Aportaba a las cosas del espíritu y el alma la ociosa contemplación típica de la naturaleza germánica; a las cosas de la pasión, el ardor rápido y volátil de su madre; y en las cuestiones prácticas de la vida, todos los defectos de la vanidad francesa. Se hubiera batido en duelo por un autor o artista fallecido hace dos siglos. Puesto que había sido devoto con furor, era ateo con pasión. Era a la vez todos los artistas que había estudiado y todos los libros que había leído; sin embargo, a pesar de estas facultades teatrales, seguía siendo sumamente original. Siempre era el dulce, el caprichoso, el perezoso, el terrible, el sabio, el ignorante, el desaliñado, el coqueto Samuel Cramer, la romántica Manuela de Monteverde. Adoraba tanto a un amigo como a una mujer, amaba a una mujer como a un compañero. Poseía la lógica de todos los buenos sentimientos y la ciencia de todas las artimañas y, no obstante, jamás logró nada porque creía demasiado en lo imposible. ¿De qué se sorprenden? Siempre estaba imaginándoselo.

    Una tarde, a Samuel se le ocurrió salir. Hacía buen tiempo y el aire estaba perfumado. Samuel tenía, según su gusto natural por lo excesivo, costumbres de reclusión y distracción igualmente violentas y prolongadas, y llevaba ya mucho tiempo en casa. La pereza heredada de su madre, la holgazanería criolla que corría por sus venas, le impedía aceptar el desorden de su habitación, la ropa y sus cabellos grasos y excesivamente enredados. Se peinó, se lavó, supo recuperar en unos minutos el atuendo y el aplomo de las personas para quienes la elegancia es cosa cotidiana, y luego abrió la ventana. Un día caluroso y radiante entró de golpe en la polvorienta estancia. Samuel admiró la rapidez con que había llegado la primavera en unos pocos días y sin avisar. Un aire tibio e impregnado de agradables olores abrió las ventanas de su nariz; una parte subió al cerebro y lo llenó de ilusiones y deseos, la otra revolvió con lujuria

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