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Alguien así es el Dios en quien yo creo
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Alguien así es el Dios en quien yo creo
Libro electrónico261 páginas3 horas

Alguien así es el Dios en quien yo creo

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Este libro intenta ofrecer algunos rasgos fundamentales de una visión actualizada del misterio de Dios. Tratando de evitar el dogmatismo «alguien así» presenta una visión personal de la fe «es el Dios en quien yo creo» buscando la sintonía con las preocupaciones de la cultura actual. Procede por aproximación. Empieza con una primera presentación más sencilla, cálida y enunciativa de las que considera ideas centrales que marcan la alegría de la fe. Continúa acentuando de manera crítica la reflexión teológica sobre tres temas de especial urgencia: la idea de creación por amor, el problema del mal y el cuestionamiento de la oración de petición. Finalmente, se adentra en temas de más agudo interés especulativo: acogida cordial del «Dios de los filósofos», defensa apasionada del carácter personal de Dios y análisis del trayecto de Dios en la conciencia religiosa, que permite asomarse al abismo luminoso de la identidad presentida por los grandes místicos de todas las religiones.
IdiomaEspañol
EditorialTrotta
Fecha de lanzamiento10 jul 2023
ISBN9788413641850
Alguien así es el Dios en quien yo creo

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    Alguien así es el Dios en quien yo creo - Andrés Torres Queiruga

    I

    LA BUENA NOTICIA

    Como dice el Prólogo, los artículos que componen esta parte adoptan el aire del anuncio, ese nivel que en la jerga teológica podría llamarse «kerigmático». Quiere ser una presentación directa y sintética, que anuncia casi todos los temas que luego se tratarán de modo más detallado. Puede, por tanto, ser considerada como una especie de Introducción al conjunto. Esto explica lo directo del vocabulario y la «confianza» del tono, sin especial preocupación por la cautela crítica, más presente en las otras dos partes del libro.

    1

    LA BUENA NOTICIA DEL DIOS DE JESÚS

    Ad Deum qui laetificat iuventutem meam. Esta frase pertenece al Salmo 43, v. 4 (otras versiones dicen: «que me hace bailar de alegría» o «de mi gozo y alegría»). Como muchos recordarán, se pronunciaba al comenzar la misa y ha desaparecido en la reforma litúrgica. No voy a quejarme, pues bienvenida ha sido ella. Pero puede servir de símbolo para una pérdida más vieja, y ciertamente más grave: la de la percepción de Dios como alegría y felicidad. Como salvación, que eso significa en definitiva su presencia en nuestra historia, y eso —solamente eso— quiere ser él para nosotros, hombres y mujeres. Para todas y para todos.

    Pero resulta ya grave el hecho de que sea preciso acentuarlo, y acaso mucho más todavía, el hecho de que no para todos sea tan evidente esta afirmación.

    No lo es, desde luego, para una gran parte de la cultura moderna, que ha visto en Dios al archienemigo de la humanidad, que nos chupa la sangre de nuestra mejor esencia (Feuerbach), que nos seca las fuentes de la alegría de vivir (Nietzsche) o que nos mantiene en un infantilismo irreal y neurótico (Freud). Mucho peor aún: también para muchos, para demasiados, cristianos Dios se ha convertido en una carga que encoge y estrecha la existencia, en un Señor que ordena y manda, que premia y castiga. Nietzsche nos lo ha echado en rostro —«más cara de redimidos deberían tener»—, y el Vaticano II no le ha quitado del todo la razón: «en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que [...] han velado más que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión»1.

    Acaso no debamos extrañamos demasiado. Este tipo de experiencias pertenecen a lo más profundo y se asientan en la dialéctica —siempre tensa y oscura para la sensibilidad espontánea— de la diferencia ontológica Dios-hombre. No pueden dejarse a la simple espontaneidad de lo cotidiano: tienen que ser cultivadas con cuidado y tesón. No en vano aquel visionario entusiasta que fue Teilhard de Chardin llamaba a una «educación de los ojos», y las diversas tradiciones de los místicos insistieron en la necesidad de afinar sin descanso el espacio interior donde puede anunciarse la presencia, gozosa y beatificante, del «Otro».

    1. EL EQUÍVOCO DEL «SILENCIO» DE DIOS

    Tal vez nada resulte más clarificador que empezar por un concepto muy extendido y de larga tradición: el del «silencio de Dios». Clarificador, porque expresa al mismo tiempo la dificultad real y su equívoco.

    Dificultad real, en efecto. Empezando por la misma Biblia: «no seas sordo a mi voz, que, si tú callas, seré uno más de los que bajan a la fosa» (Sal 28, 1); «no estés callado, en silencio y quieto, Señor» (Sal 83, 2-3; cf. Sal 53, 22; 39, 13; 109, 1; Hab 1, 13; Is 64, 11). En nuestro tiempo, una obra tan fina a la hora de captar la atmósfera cultural como es la de Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, dedica justamente el primer tomo a «El silencio de Dios». Y no precisamos salir fuera: de uno u otro modo, antes o después, en la vida de cada uno de nosotros esa sensación deja sentir inevitablemente su aguijón.

    Pero si la sensación es real, su interpretación encierra un equívoco terrible: se da por supuesto que Dios calla. Que calla voluntariamente, cuando podía hablar mostrándose con claridad y haciéndolo todo más fácil y sencillo. Sin embargo, basta con pensar un poco para intuir que, en realidad, no se trata del silencio de Dios, sino de la incapacidad de la creatura para escucharlo.

    Oír, ver, percibir, conocer... son operaciones que suponen una reciprocidad en el ser y en el actuar. Captamos el color de una cosa y escuchamos la voz de una persona porque participamos del mismo engranaje físico, nos movemos en el mismo juego de fuerzas y estamos con ellos en un interflujo continuo, que constituye la normalidad de nuestro ser: la luz reflejada en el paisaje o la onda sonora que viene del interlocutor nos encuentran en nuestro terreno y suscitan en nosotros una respuesta connatural. Pero con Dios no sucede —no puede suceder— lo mismo. La «diferencia ontológica» enuncia en terminología técnica lo que, a su manera, es de evidencia común: entre lo Absoluto y lo relativo, entre lo Infinito y lo finito, entre el Creador y la creatura, hay una distancia casi insalvable, una heterogeneidad radical, una disimilitud abismal. Falta el «enganche» natural, y todos los caminos parecen cortados. En esas circunstancias, ¿qué puede captar el ser humano?; ¿cómo podría contener en su concha de niño el océano de la comunicación divina?

    Mirándolo bien, lo admirable no es lo difícil que resulta captar a Dios; lo maravilloso está en cómo, a pesar de ello, puede haber alguna comunicación; cómo, salvando el abismo de la diferencia infinita, logra Dios hacerse presente en la vida y en la historia. Y entonces se invierten radicalmente las perspectivas. La oscuridad de la revelación se descubre de repente como la distancia vencida por la generosidad del amor; y el «silencio» de Dios se desenmascara como el malentendido acerca de un «hablar» que está siempre viniendo a nosotros, abriéndose camino sin descanso en la oscuridad de nuestra conciencia, corrigiendo y perdonando, esperando pacientemente la más mínima oportunidad para entrar en nuestra vida.

    2. DIOS, EL «ANTI-MAL»

    Este es seguramente el equívoco más terrible y tenaz, el de más nefastas consecuencias. El que a nivel filosófico es capaz de hablar de un elemento satánico en el abismo de la esencia divina, y que carga de secreto resentimiento la conciencia vulgar al dar por supuesto que está ante un Dios que, aunque dice que ama y que es Padre, ni hace todo el bien que «puede» ni evita las desgracias, cuando no las manda él mismo (que, por algo, en sus «misteriosos» designios, «castiga sin palo ni piedra»).

    No acaba de hacerse convicción habitual —por desgracia, ni siquiera entre los teólogos— la consecuencia más evidente de una creación por y desde el amor: que si el mal está ahí, es porque resulta inevitable en la creatura finita, la cual no puede repicar e ir en la procesión, en la que una perfección excluye inevitablemente la contraria, en la que el conflicto con la naturaleza (el horror de tener que alimentarse de seres vivos, vegetales o animales), consigo mismo y con los demás acaba presentándose sin remisión. Justo porque Dios nos quiere y nos respeta, tiene que soportar que a sus hijos e hijas les pase todo eso (¿no lo hacen también el padre o la madre humanos, que no quieren ahogar a los hijos con una superprotección que no les permitiría ser?). Pero lo soporta con nosotros y contra el mal, animándonos, apoyándonos, envolviéndonos en sentido y esperanza.

    No comprenderlo así, induce sin cesar una deformación grave en la mentalidad ambiental cristiana: la de descubrir a Dios única o preferentemente en lo negativo. Parece evidente que, si sufrimos, nos va mal o pasamos dificultades, allí está Dios; en cambio, existe una tendencia a excluirlo de la alegría y la felicidad. Cuando, de suyo, es al revés: puesto que Dios crea al ser humano para que sea pleno y feliz —y solo para eso—, resulta evidente que se alegra con cada una de nuestras alegrías y que goza viendo nuestra felicidad. En eso reside el éxito inmediato de su creación, de su «bendición original»: en que vayan bien las cosas, en que crezca sin tropiezos el dinamismo de su amor creador y salvador.

    Hay toda una línea en el Nuevo Testamento que marca de alegría la presencia de Dios en Jesús: el niño salta de gozo en el seno de Isabel (Lc 1, 44); «toda la gente se alegraba con las maravillas que hacía» (Lc 13, 17); la misma tristeza de la despedida última anuncia la alegría de un parto de Vida (Jn 16, 20-22). Hasta el punto de que Edward Schillebeeckx ha podido hablar de «la imposibilidad existencial de estar tristes en la presencia de Jesús». Y en los Hechos de los Apóstoles, para expresar el ideal de la experiencia cristiana se habla de la agallíasis (Hch 2, 26-46; 16, 34): la alegría escatológica, que, principalmente desde el culto, se extendía sobre los rostros y las cosas de la comunidad.

    Educar para el gozo, para descubrir a Dios en lo positivo de la vida, constituye una urgencia de la pedagogía cristiana. Aprender que, en la alegría bien vivida, en la punta siempre abierta de nuestras plenitudes, se anuncia la Alegría definitiva, se percibe en su pureza el anticipo de la Plenitud última.

    Lo cual no significa que Dios se halle ausente del sufrimiento y la desgracia: sería demasiado barato e inhumano. Pero si está ahí, es precisamente porque quiere nuestra alegría; porque, cuando el dinamismo de su creación sufre en nosotros el fracaso del mal, él se pone a nuestro lado en busca de la alegría posible y, en cualquier caso, de la alegría eterna. Evidentemente, resulta también fundamental descubrir a Dios en el sufrimiento, porque el mal acaba siempre mordiendo. Pero ni el sufrimiento debe convertirse en lugar que monopolice la presencia de Dios ni su presencia en dicho sufrimiento ha de perder su carácter oblicuo e indirecto: porque el mal es aquello que él no quiere, Dios está con nosotros para eliminarlo. Dios no está en la enfermedad, sino en el enfermo y en las personas que lo atienden. La alegría es lo primario y directo: lo que el Creador quiere para su creatura, lo que Dios-Padre/Madre quiere para sus hijas e hijos.

    3. LA ALEGRÍA DE DIOS

    3.1. Recuperar la alegría cristiana

    Hablar de la alegría de Dios puede tomarse como genitivo subjetivo: alude entonces a la alegría que Dios vive en sí mismo y en sus creaturas, al misterio de su felicidad infinita. Puede significar también genitivo objetivo: el tema, más modesto, de la alegría que el ser humano siente desde Dios y ante Dios. A esta voy a referirnos directamente, aunque el primer aspecto permanezca como trasfondo fascinante y como fundamento radical. Si Nicolás de Cusa muestra de un modo magnífico que el vernos Dios a nosotros sustenta nuestro verlo nosotros a él, y si Spinoza dice que «el amor intelectual de Dios es una parte del amor con que Dios se ama a sí mismo», también su alegría sustenta la nuestra y, de algún modo, coincide con ella.

    No hablo, claro está, de un sentimiento inmediato y superficial. La seriedad del mal en nuestro mundo atormentado, enigmático y amenazado remite al realismo supremo y a la densidad encarnatoria de la vida cristiana. La alegría se refiere aquí al sentido último y radical, a la experiencia global que en la persona cristiana suscita —o debería suscitar— el hecho de saberse en la presencia de Dios, de sentir la propia vida envuelta en el misterio insuperable de su gracia amorosa y salvífica.

    Desgraciadamente, muchos siglos de historia, con el consiguiente enfriamiento de la experiencia original y las múltiples capas ideológicas —también teológicas— que se han ido superponiendo, han oscurecido la alegría cristiana. Los cristianos no siempre hemos sabido reflejar en nuestros propios rostros la alegría de Dios: desde el escrúpulo hasta la angustia, desde la estrechez de espíritu hasta la enemistad para con el cuerpo, desde un ascetismo no integrado hasta un legalismo sin calor... damos demasiadas veces la impresión de ser personas más encadenadas que liberadas por su Dios.

    En esta perspectiva, se impone una profunda reinterpretación del cristianismo. No, naturalmente, porque todo lo vivido hasta ahora sea falso y deformado, sino porque, en una experiencia integral y orgánica, la modificación de acentos y proporciones induce, por fuerza, una cierta reestructuración del conjunto. Una tarea de ese calibre compromete la reflexión de la Iglesia entera y pide la plural aportación de todos sus miembros y de los diversos grupos. A modo de orientación primera, indiquemos aquí dos ejes elementales por donde cabe iniciar el camino.

    3.2. La inversión del ascetismo

    Tomando en serio la intuición de Dios como Anti-mal y de su empeño sin reservas en la promoción de la felicidad humana, se ofrece de entrada una relectura del «ascetismo» cristiano, el cual, quizá debido a influjos dualistas de origen gnóstico —el «cuerpo» como opuesto al «espíritu»—, ha tendido a convertirse en algo autónomo, como si la renuncia y el dolor fuesen valores en sí mismos y no negatividades reales, que solo se vuelven positivas como aceptación de lo inevitable en el servicio del amor o en la realización digna de la vida. Textos como «quien quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga», tomados absolutamente y sin contexto, han marcado una orientación fundamental de la piedad y han sido considerados por muchos como el sello de lo auténticamente cristiano.

    Claro está que no se trata de negar el valor de ese texto ni de otros semejantes, y mucho menos de encubrir el hecho capital de la cruz. Se trata de que ya no podemos ignorar que el aislamiento los deforma muy gravemente, Jesús no vivió para la cruz. Si la cruz es de tal modo magnificada, que la vida y la acción de Jesús acaban siendo reducidas a ella, entonces resulta angustiosa y agobiante, incapaz de invitar al seguimiento o de encender la esperanza. Conviene verla como lo que realmente fue: un episodio que nace de su vida plena y desbordante, de su libertad tan soberana que le hizo capaz de afrontar la misma muerte, mostrando justamente el valor, la coherencia y la plenitud de ese tipo de vida.

    Entonces el hecho no cambia, pero el significado es muy distinto. Entonces la resurrección —como victoria y confirmación definitiva de esa vida por parte del mismo Dios— pasa a primer plano. Entonces la experiencia global no es la de una vida triste, asombrada por la negra sombra de la muerte, sino la de una vida tan plena que hace exclamar a Pablo: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1 Cor 15, 55).

    3.3. Del equívoco del «peso» a la alegría de la salvación

    La revelación de Dios, tal como se nos muestra en Jesús, permite desenmascarar otro equívoco aún más grave y trascendental: el de la asunción espontánea, largamente asentada en los presupuestos de nuestra cultura, de una imagen de Dios y de la religión como obligación suplementaria que viene a «cargar» la vida humana. El hombre estaría en el mundo con su «carga» normal, realizando su ser en el ejercicio de la libertad. La conciencia religiosa llegaría a continuación, imponiéndole mandamientos que debe cumplir, límites que no puede transgredir, prácticas que obligatoriamente ha de sumar a su vida ordinaria...

    De ese modo, la religión aparece forzosamente como una «sobrecarga», y Dios como un «Señor» que impone obligaciones, con el consiguiente premio o castigo como horizonte inevitable. En definitiva, lo que la existencia histórica del ser humano en cuanto ser finito tiene de dureza como realización activa, de esfuerzo como superación de la natural entropía de lo real, de lucha por remontar lo degradante en la pendiente del instinto, es decir, el entero trabajo de ser humanos, todo eso se carga en la cuenta de la religión y acaba siendo visto como una imposición por parte de Dios.

    Pero la dificultad que comporta la empresa de ser auténticamente humanos es algo que pertenece al hombre y a la mujer como tales y que afecta a todos: creyente o no creyente, la persona que quiere serlo de verdad tiene que afrontar la tarea —gloriosa, pero dura— de construirse a sí misma. Solo cabe preguntarse cuál es la exacta incidencia de lo religioso en el esfuerzo por ser auténticamente humano.

    Aquí es donde la respuesta debe abandonar los prejuicios para tratar de encontrarse a sí misma desde el verdadero rostro del Dios de Jesús. Y entonces la religión, lejos de aparecer como «carga», se muestra como lo que es y debe ser: ayuda para la existencia, exquisitamente respetuosa en el ofrecimiento e infinitamente generosa en el don.

    Esto no es teoría, sino que constituye el núcleo mismo de toda experiencia religiosa auténtica. De sentirse sola, entregada a la propia flaqueza y prometeicamente enfrentada a la tarea de existir, la persona religiosa entra en un nuevo ámbito, en el que se siente acompañada y sustentada. Dios no le agrava su vida; esta ya es dura y difícil de por sí. Tampoco le suprime las dificultades ni la exime de la lucha: la libre responsabilidad sigue siendo su esencia. Pero sabe que no está sola, que Alguien más grande que ella y que todas las fuerzas adversas está a su lado; y experimenta que, en el contacto con él, recibe, pase lo que pase, el «coraje de existir» (Tillich).

    En la experiencia cristiana, esto resulta evidente y llega a sobrepasar lo humanamente imaginable. Es incluso capaz de invertir la negatividad del mal, permitiendo exclamar, con Teresa de Lisieux y Georges Bernanos, que «todo es gracia». Por eso Jesús se presenta anunciando una «buena noticia», un euangéllion. Y por eso la vida cristiana, sin verse nunca libre del asalto del mal, ni siquiera del peso del pecado, acaba siendo ante todo —a menos que se malogre en la inautenticidad— entrega confiada, alabanza y acción de gracias.

    De hecho, cuando esta visión se abre paso en la conciencia humana, su claridad acaba haciéndose auto-evidente sin necesidad de demostración externa. Y desde ella, la alegría de Dios —de saberse sustentado, cobijado y llamado por el amor de Dios— se extiende sobre la existencia de la persona creyente. No queda eximida de la dureza de la vida, pero sabe que ahora puede asumirla desde una confianza invencible: nada la podrá «alejar del amor que Dios nos tiene en Cristo Jesús» (Rm 8, 39).

    _____________

    1. He tratado el tema de modo expreso en «Ateísmo e imagen cristiana de Dios»: Concilium 337 (2010), pp. 51-64.

    2

    EL DIOS DE JESÚS: ACERCAMIENTO EN CUATRO METÁFORAS

    He dedicado la mayor parte de mi trabajo teológico a esa «imposible posibilidad» de pensar algo acerca de Dios. En esta ocasión intento escoger unos cuantos flashes imaginativos, en acercamiento simbólico, que puedan quedar en la memoria, como una especie de llamadas luminosas, como puntos de cristalización de ideas, sentimientos y sugerencias. De esa manera, se abre la oportunidad de ir rumiando las sugerencias, descubriendo resonancias y harmónicos o elaborando aplicaciones propias.

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