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Pueblos indígenas, comunidades campesinas y fiestas.: Antropología e historia rural en Piura
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Pueblos indígenas, comunidades campesinas y fiestas.: Antropología e historia rural en Piura
Libro electrónico580 páginas8 horas

Pueblos indígenas, comunidades campesinas y fiestas.: Antropología e historia rural en Piura

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Pueblos indígenas, comunidades campesinas y fiestas reúne un conjunto de trabajos «acumulativos» sobre historia y antropología en Piura, enfocados en el análisis de las instituciones de las sociedades indígenas y campesinas, y sus transformaciones desde el siglo XVI hasta el presente.

En este libro se reconstruyen los procesos de cambio en la organización, la tenencia de la tierra y la política de la población rural de la región, tanto en la sierra como en la costa, así como se analizan las festividades y la organización religiosa, y su relación con la estructura social y política.

A partir de la historia, la memoria y la etnografía, se esbozan postulados sobre las continuidades y cambios en las instituciones indígenas: parcialidades, pueblos, haciendas y comunidades son presentados como expresiones sucesivas de comunalidad que, en este proceso, van estableciendo distintas vinculaciones con el Estado. Todo ello ha producido y sigue generando memorias históricas que son al mismo tiempo singulares y compartidas, y que a menudo se anclan en hechos verificables y en la historia de la defensa de la tierra.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 sept 2022
ISBN9786123177812
Pueblos indígenas, comunidades campesinas y fiestas.: Antropología e historia rural en Piura

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    Pueblos indígenas, comunidades campesinas y fiestas. - Alejandro Diez Hurtado

    cover_Pueblos_ind_genas,_comunidades_campesinas_y_fiestas_EA_32.jpg

    Alejandro Diez Hurtado es Profesor Principal de Antropología del Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es autor de Comunes y haciendas. Procesos de comunalización en la sierra de Piura (1998) y Elites y poderes locales. Sociedades regionales ante la descentralización (2003), y editor de Tensiones y transformaciones en comunidades campesinas (2012).

    Colección Estudios Andinos 32

    Dirigida por Marco Curatola Petrocchi

    Pueblos indígenas, comunidades campesinas y fiestas

    Antropología e historia rural en Piura

    Alejandro Diez Hurtado

    © Alejandro Diez Hurtado, 2022

    De esta edición:

    © Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2022

    Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú

    feditor@pucp.edu.pe

    www.pucp.edu.pe/publicaciones

    Imagen de cubierta: «Yndios cozinando chicha». Detalle de acuarela anónima de finales del siglo XVIII, mandada hacer por el Obispo D. Baltasar Jaime Martínez Compañón. Trujillo del Perú, volumen 2, E. 58.

    Cuidado de la edición, diseño de cubierta y diagramación de interiores:

    Fondo Editorial PUCP

    Primera edición digital: setiembre de 2022

    Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente,

    sin permiso expreso de los editores.

    Hecho el Deposito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2022-08099

    ISBN: 978-612-317-781-2

    Índice

    Introducción

    Primera parte

    Historia

    Capítulo 1

    Política y gobierno en las reducciones de la costa de Piura, siglo XVII

    Capítulo 2

    Ensayo sobre el origen de la identidad (histórica) cataquense

    Capítulo 3

    Los cabildos norteños entre la Colonia y la República

    Capítulo 4

    Catacaos y Sechura en el siglo XIX

    Capítulo 5

    Algodón, empresariado y modernización agrícola en Piura

    Capítulo 6

    Reconocimiento y recreación de las comunidades indígenas en Ayabaca

    (1930-1950)

    Segunda parte

    Antropología

    Capítulo 7

    Génesis y reconocimiento de la comunidad de Pacaipampa

    Capítulo 8

    Transformaciones sociales en la sierra de Piura, 1970-1990

    Capítulo 9

    Procesos comunales y cambios en la política comunal en la costa y sierra piuranas

    Capítulo 10

    Creación de escuelas y cambios sociales en la sierra de Piura

    Capítulo 11

    Propiedad, parentesco e identidad en las comunidades de Piura

    Capítulo 12

    Autoridades, familias y liderazgos en la costa de Piura

    Tercera parte

    Fiestas religiosas en el bajo Piura

    Capítulo 13

    Cambios en la fiesta de la Virgen de las Mercedes en Sechura

    Capítulo 14

    Organización y política religiosa en Catacaos

    Capítulo 15

    Roles religiosos de varones y mujeres en Catacaos y Sechura

    Bibliografía

    Introducción

    Este libro incluye una serie de trabajos de historia, antropología y ritual en colectividades de la costa y sierra de Piura. Presenta un recorrido sobre una serie de pueblos y comunidades en el espacio y en el tiempo: desde las costas de Sechura y los valles de Catacaos, hasta las alturas de Ayabaca y Huancabamba; desde los inicios de la formación de los pueblos con las reducciones ordenadas por el virrey Toledo, hasta las dinámicas de transformación social experimentadas en las últimas décadas del siglo XX.

    Corresponde a una serie de trabajos desarrollados a lo largo de más de dos décadas, pero actualizados a los conocimientos de la segunda década del siglo XXI. De alguna manera, aun cuando son textos redactados a lo largo de los años, todos fueron «revisitados» y revisados, modificando las líneas interpretativas con relación al conocimiento presente. Si la data (etnográfica o histórica) es fundamentalmente la misma que la de los textos originales, en algunos casos la interpretación difiere bastante de su versión original, fruto del avance del conocimiento y del cambio del sentido de la interpretación.

    El conjunto de textos presenta también un recorrido intelectual de investigación que comenzó con el análisis de las fiestas religiosas, continuó con el análisis histórico para centrarse al final en la política y el poder en las sociedades rurales peruanas. De alguna manera, el libro ilustra un proceso de formación y comprensión del espacio social piurano, acumulativo en data y en capacidad de análisis. Los textos tienen como característica que fueron escritos en y desde Piura, lo que marca un posicionamiento y un lugar de enunciación particular. Muchos de ellos se escribieron para un público local y regional, pero sobre todo con la mirada descentrada que supone escribir desde una región del país y no desde la capital. El «estar ahí» que el antropólogo debe demostrar en su trabajo (Geertz, 1989) es innecesario en un espacio regional cuando se vive, experimenta y comparte como experiencia cotidiana, cercana y de alguna manera íntima. En el Perú, marcado por el centralismo y una lectura del país desde la capital, ello implica cierto descentramiento. Los estudios sobre Piura, desde una mirada norteña, implican un diálogo con la realidad nacional, pero vista desde el norte. Los procesos nacionales se perciben desde sus manifestaciones regionales norteñas, muchas veces compartidas con algunos de los departamentos vecinos (también norteños), distintos, lejanos de la capital. Piura y Tumbes están en el extremo noroeste del país, mientras que todo el resto está al sur y al oriente.

    Los antropólogos clásicos escribían desde un lugar de referencia, una etnia, una tribu, un espacio sociocultural recurrente, sobre el que desarrollaban un conocimiento experto y a profundidad. Se trata de un espacio que se vincula con la experiencia del trabajo de campo, por la que se adquiere autoridad etnográfica en la medida que se convierta en un filtro legítimo de transmisión o traducción de fenómenos sociales específicos, procesos y sentidos de realidad que experimentan las poblaciones de dichos lugares. Aunque la cuestionan autores más recientes, quienes encuentran una serie de limitaciones al saber y la escritura etnográfica antropológica, poniendo en duda su pertinencia y, en último término, su legitimidad (Clifford, 1991), aún es cierto que el conocimiento antropológico se construye desde la interacción y las relaciones establecidas en un «campo» o lugar de estudio y también que, como la experiencia acumulada, genera conocimiento experto y singular (Augé, 2007).

    Al respecto, incluso para la antropología, una región es un lugar de referencia singular, más amplio que el espacio social determinado por una tribu, grupo étnico o comunidad. Sin embargo, es Piura nuestro lugar etnográfico de referencia, desde cuya realidad presente y pasada se escriben los diversos capítulos de este libro. Un lugar diverso y complejo, al mismo tiempo integrado de manera histórica desde su constitución como «partido», en los primeros años del virreinato. Sus distintos espacios están marcados culturalmente (el litoral, la costa y los despoblados y la sierra-montaña), pero son inteligibles entre sí, con sus paisajes físicos y culturales propios, así como sus poblaciones diversas de pescadores, agricultores comerciales, campesinos de autosostenimiento, descendientes de poblaciones indígenas, de emigrantes europeos de distinta procedencia y estatus social, afrodescendientes y asiáticos, todos ellos compartiendo el mismo espacio y construyendo una historia regional.

    Una década de residencia y muchas horas de recorrido y caminata por desiertos, playas, valles, sierras, páramos, despoblados y montañas, junto con la convivencia, conversación, entrevistas y experiencias compartidas, además de otras tantas horas en archivos diversos, construyen la autoridad etnográfica (y quizás también histórica) de este libro. La experiencia de antropólogo en región puede ser la de un trabajo de campo permanente, en el que se comparte vida cotidiana y todo lo que ello implica; pero también los sucesos y acontecimientos cotidianos, regulares y extraordinarios que contribuyen a entender el lugar.

    En épocas de estudiante, en conversación con María Rostworowski, ella destacaba la importancia de no publicar lo que no se hubiera «caminado antes». Hemos procurado siempre seguir ese consejo. Quizás también es importante señalar que, como en el trabajo de los historiadores, este «campo» incluye cierto conocimiento acumulativo del material de diversos archivos piuranos: el departamental (hoy regional), el archivo Arzobispal, una serie de archivos parroquiales y comunales, así como el archivo de la Dirección Regional de Agricultura; asimismo, otros archivos en Lima, Sevilla y Trujillo, sobre todo. La ventaja de habitar una región es la posibilidad de la recurrencia, ya que se puede volver al terreno y al archivo con relativa facilidad, marcando una diferencia con investigadores que tienen su residencia en lugares lejanos. Diez años como antropólogo en región genera un impacto acumulativo. En suma, este libro sobre comunidades, historia y celebraciones tiene a Piura como «lugar antropológico».

    Sin una elaboración teórica integrada para el conjunto, se puede decir que los artículos y análisis se nutren de una serie de inspiraciones teóricas, que cruzan las líneas analíticas e interpretativas de manera recurrente y que sustentan las lógicas epistemológicas del trabajo. Sin pretender exhaustividad, creemos importante hacer explícitas dichas líneas y enfoques.

    En primer lugar, el trabajo de investigación y análisis tiene una pretensión etnográfica, en el sentido amplio, pero integral, con el que la antropología emplea el método (Hammersley & Atkinson, 1994), bajo la lógica de combinar data diversa, obtenida por distintas vías y técnicas que confluye en la comprensión de un fenómeno complejo y localizado en un campo situado. Se trata de un proceso analítico que implica observación y reflexibilidad y en el que el observador-analista está de alguna manera implicado. Varios de los capítulos recogen y muestran la densidad etnográfica y la interrelación de las técnicas de investigación que combinan observación, conversaciones casuales, entrevistas, registros visuales y búsqueda de información complementaria.

    El trabajo de análisis histórico tiene la misma pretensión, pero ello implica otros métodos y registros que provienen de la microhistoria y, en particular, de la micropolítica. El análisis microhistórico, que busca generar densidad de data para espacios reducidos, se asemeja en algunas de sus dimensiones a la densidad que aporta la etnografía, aunque también supone registros distintos. Le pouvoir au village (El poder en el pueblo) de Giovanni Levi (1989) resultó inspirador para adoptar una perspectiva tanto cuantitativa como cualitativa. El análisis privilegiado en los casos de política comunal utiliza elementos de la micropolítica, entendida tanto como la que se expresa en relaciones cotidianas como en espacios locales, reducidos, no necesariamente estatales, en la microfísica del poder (Foucault, 1979), pero también en la conexión siempre existente entre sucesos microlocales y procesos sociales más amplios (Gledhill, 2002). Además, existe en estos análisis un sustrato que deriva de los estudios clásicos de la antropología política de la escuela inglesa, en sus versiones africanas (Fortes & Evans-Pritchard, 1979), asiática (Leach, 1976), así como en sus revisiones y críticos posteriores (Swartz, Turner & Tuden, 1966). El análisis de las estructuras políticas, las lógicas de la organización, las fragmentaciones y facciones, además de la distinción entre dinámica y transformación, proviene de dichos textos clásicos.

    Los mismos referentes fueron útiles también para el análisis de las celebraciones religiosas, enfocadas en este texto más desde las lógicas de la organización, la estructura social, sus transformaciones y las relaciones con el poder, que en términos de las lógicas de la religión o el simbolismo. Sin embargo, usamos en algunos momentos los trabajos de Marzal (1978) y Millones (1996) sobre las prácticas de la devoción y el simbolismo de las imágenes; además, recurrimos al análisis de microescenas, propuesto por O’Donnel (1989).

    Asimismo, el conjunto de trabajos compone un mosaico que, en último término, se inspira en el análisis de un mismo espacio y sus transformaciones en la larga duración, a través de procesos que ocurren o se experimentan en distintas velocidades de transformación y permanencia, inspiradas en Braudel (1976). Varios de los textos combinan estas perspectivas de análisis temporal, tanto para el análisis histórico como en temas de identidad, memoria o sustrato histórico en realidades contemporáneas. En el libro, se puede apreciar distintas formas de articular la «duración» en la comprensión de fenómenos históricos y contemporáneos. Las lógicas de la historia regresiva, propuestas por Le Goff y utilizadas por Wachtel (2001), fueron también un recurso analítico que aprovechamos.

    El libro está dividido en tres secciones. La primera corresponde a la historia rural de algunos pueblos y zonas de la costa y sierra piuranas, a partir del análisis institucional de las parcialidades indígenas, los pueblos reducción y algunas de las instituciones asociadas a ellos, como los cabildos y las cofradías, desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XIX. También se incluye el análisis de las sociedades rurales en el siglo XIX y el reconocimiento de comunidades indígenas en el contexto de la modernización agroexportadora en la costa piurana.

    La segunda parte incluye una serie de capítulos referidos a trabajos más antropológicos, sobre todo del siglo XX, y a una serie de instituciones, estructuras sociales y procesos de cambio: el reconocimiento de las comunidades indígenas y los procesos de propiedad y memoria asociados a dichos procesos, la articulación entre la política local, comunal y municipal, así como los diferentes liderazgos y tópicos de la política local, las transformaciones sociales marcadas por la comunicación, la implementación de escuelas, la movilidad de la población y otros fenómenos en la línea de lo que se llama, en los últimos años, «nueva ruralidad» (Pérez, 2001).

    La tercera sección incluye tres estudios sobre la organización religiosa y la religiosidad en la costa de Piura; además, desarrolla tres temas complementarios a partir de análisis etnográficos de fiestas en Catacaos y Sechura: los cambios en las celebraciones religiosas, la imbricación de la religión con la política y las lógicas de las diferencias de género en las celebraciones y en las imágenes religiosas.

    Los textos explicitan, esbozan y conforman una serie de postulados sobre las instituciones, la antropología y la historia de las colectividades sociales en espacios rurales de Piura a lo largo del tiempo, que creemos útil hacer explícitas en esta introducción, en la medida que llevan el análisis más allá del espacio de enunciación, hacia la comprensión de procesos mayores que afectan las transformaciones y la interpretación de fenómenos sociales en otras zonas del Perú.

    Un primer postulado que atraviesa varios de los capítulos del libro es respecto a las lógicas y procesos de constitución y transformación histórica de las comunidades rurales. El estudio de las comunidades indígenas (y campesinas) estuvo en el centro de la constitución de la antropología como disciplina (Urrutia, 1992); así, la continuidad de la comunidad —primero desde el ayllu, pero luego desde las reducciones— fue y es el postulado dominante. La premisa de la continuidad antes que la del cambio es central en la comprensión de la institución comunal en los estudios peruanos. Nuestro trabajo plantea una variante: la continuidad de las organizaciones de carácter colectivo no es posible sin una serie de cambios sustantivos en su composición, organización e institucionalidad. Ayllus, pueblos reducción, cabildos de indios, comunidades de indígenas y comunidades campesinas relevan de continuidad histórica, pero también son instituciones diferentes, históricamente situadas, organizadas y compuestas de manera muy distinta unas de otras. Así, los ayllus (prehispánicos/coloniales) son instituciones organizadas a partir de lógicas de parentesco. En cambio, los pueblos reducción implican la reunión de diversos ayllus, no necesariamente integrados entre sí; los cabildos de indios fueron instituciones de gobierno jurisdiccional en el período colonial, fruto de los equilibrios desiguales y jerárquicos entre los distintos grupos reunidos en los pueblos. Pueblos y cabildos experimentaron importantes cambios internos a lo largo de 300 años de existencia. Por su parte, las comunidades indígenas y campesinas son organizaciones vinculadas por la historia, la residencia, el parentesco; pero, ante todo, por la posesión y propiedad en común de un territorio y un reconocimiento del Estado republicano. Cada una de estas formas institucionales de lo «comunal» reposa en distintos principios de organización (parentesco, jurisdicción, propiedad) y distintos vínculos con el Estado (inca, colonial, republicano), que son la base de las diferencias entre estas instituciones que, si bien son sucesivas históricamente, no se desprenden de manera directa unas de las otras. Los ayllus se transformaron, de manera sustantiva, desde los tiempos prehispánicos hasta nuestros días, por lo que conformaron grupos de parentesco singulares en distintas partes del Perú y Bolivia. Los cabildos coloniales, por su parte, son los antecesores de los municipios republicanos, no de las comunidades; mientras que estas últimas son fruto de procesos de defensa territorial y reconocimiento estatal.

    Desde el siglo XX, los procesos de reconocimiento comunal son imprescindibles para la constitución de las comunidades indígenas y campesinas. Por dichos procesos, grupos de propietarios adquieren un estatus institucional, una personería jurídica y una serie de garantías para la defensa territorial de un patrimonio común, aunque desigualmente distribuido a su interior. Se trata de un acuerdo histórico entre colectivos «indígenas» que establecen un pacto con el Estado, el que se centra en la garantía de la protección de la tierra, pero también en la sujeción y respeto a las leyes nacionales. Este pacto supone, al interior de las comunidades, el establecimiento de una serie de arreglos institucionales, entre los que se cuentan desde la aceptación de una estructura de dirigencia hasta acuerdos internos para el uso de tierras y otros recursos. Estos ajustes internos acercan las dinámicas y estructura comunales a las normas del Estado, lo que sin embargo genera características propias y singulares, de acuerdo a trayectorias, usos y prácticas preexistentes. El proceso provoca, en ocasiones, conflictos tanto internos, por los cambios que se necesita adoptar al interior, como externos, por las reivindicaciones o procesos de defensa que se suelen emprender una vez reconocida la comunidad. Este proceso de cambios y ajustes genera también prácticas y normas internas «colectivas» que necesitan algunos años para decantarse y adoptarse de forma plena. A estos procesos de adopción de una nueva institucionalidad colectiva se les llama «procesos de comunalización». Cada comunidad experimenta su propio y singular proceso que condensa sus normas, acuerdos y compromisos internos bajo el signo y las consecuencias del acatamiento del pacto con el Estado.

    Un tercer elemento que abordan varios de los textos es el proceso de construcción de identidades o memorias históricas. Las identidades comunales están ligadas a los procesos de defensa, protección y creación de un nosotros alrededor de la propiedad y la tenencia colectiva de la tierra. La memoria y la identidad de las comunidades refleja estos procesos, se sustenta en acciones y luchas, pero también en documentos reinterpretados. Las nociones de la identidad recogen elementos de distintos momentos históricos, construidas y aprovechadas en distintas coyunturas significativas para las comunidades. Ello implica la asunción de supuestos y tradiciones que no necesariamente coinciden con hechos históricos verificables; pero, en términos de afirmación de derechos o construcción de una identidad, ello no tiene importancia.

    Textos históricos y antropológicos buscan esbozar elementos para una teorización sobre el poder local: estructura, características, funcionamiento. Con evidencia de diversas comunidades y distritos, de la costa y sierra, durante distintas épocas, se dibuja una serie de recurrencias sobre la política, el poder, la autoridad y sus lógicas en los espacios rurales. Una primera constatación, que cruza tiempos y espacios en temas del poder local, es la centralidad de las dinámicas de las familias para el ejercicio del liderazgo, de la autoridad y de la agencia y, en particular, de las familias históricas, con prestigio, estatus y una economía superior al promedio. Tanto en pueblos reducción (jerárquicos) como en caseríos contemporáneos (con improntas de igualdad comunitaria), los asuntos del poder local competen sobre todo a conjuntos grandes o pequeños de familias de notables que recurrentemente ejercen los cargos de autoridad y poder tanto por la vía hereditaria (en épocas coloniales tempranas) como por la vía de la elección bajo diversos regímenes (en cabildos coloniales que eligen alcaldes o procuradores, en juntas de propietarios que eligen personeros o en conjuntos de comuneros que eligen gestores o presidentes). Los mecanismos de acceso al poder hacen referencia a los marcos generales de expresión y definición de la legitimidad de dicho poder: grupos más jerárquicos enfatizan la legitimidad por la descendencia y la herencia; mientras que grupos más comunitarios o igualitarios, por la legitimidad del proceso de selección.

    En ambos casos, ocupándonos de sociedades campesinas, el reconocimiento estatal y la participación de funcionarios del Estado son también condiciones de legitimidad. Por ello, las historias de poder local siempre incluyen la presencia esporádica, eventual, anecdótica, constante o fundamental de autoridades estatales: corregidores, virreyes, subdelegados, visitadores, obispos, gobernadores, prefectos, jueces y diversos funcionarios públicos aparecen en los asuntos del poder local, ratificando, legitimando, contraviniendo o interviniendo en los procesos locales, en un continuo ajuste entre las dinámicas locales y los procesos más generales. Por otro lado, el poder responde no solo a los intereses y necesidades de las élites, sino también a la agencia de los gobernados, lo que define equilibrios que implican tanto relaciones de dominación como de economía moral, que en los colectivos indígenas y campesinos implica un «nosotros», que no siempre es unánime. Los colectivos locales constituyen facciones en función a intereses diferenciados de sus élites, así como de sus integrantes, persiguiendo objetivos diferentes por su pertenencia a un grupo de familia o su afiliación étnica, por sus actividades económicas, por sus stocks de capital, por la religión que profesan o por sus afiliaciones políticas. La política comunal es aquella de las facciones, que intermedian en la tensión familia-comunidad.

    Desde el inicio de la República, el municipio se constituyó como un interlocutor principal en la relación con las comunidades. Primero, como heredero del cabildo, al asumir funciones comunales; luego, en tanto instancia estatal de articulación de un espacio rural poco estructurado; enseguida, como antagonista y alter ego de la comunidad en el marco de un espacio rural ocupado por comunidades, haciendas y municipios; más tarde, como la contraparte de la organización del espacio «urbano» en contraposición a los espacios rurales más «comunales»; por último, como principal instancia articuladora de los programas y proyectos y de la ejecución del presupuesto estatal en escala local. Quién gobierna el municipio y quienes gobiernan las comunidades y la relación entre estos agentes es asunto central para la comprensión de la política, de la organización, del poder y del desarrollo en los ámbitos rurales. Comunidad y municipio, además de constituir instituciones diferentes, representan distintos registros de la autoridad en los ámbitos rurales, con sus propios códigos, lenguajes y prácticas; pero juntos componen buena parte de los principios y acciones de la práctica política rural.

    Los espacios rurales cambian tanto como los espacios urbanos. Sus transformaciones son a veces imperceptibles o aparentemente menores en comparación con las de los espacios urbanos, pero no son menos constantes ni significativas. Bajo una apariencia tradicional, la sierra se transforma en distintas dimensiones: cambian la economía y la estructura de los ingresos de las familias rurales, los desplazamientos poblacionales son cada vez más dinámicos y constantes gracias al desarrollo de infraestructura de transporte y las comunicaciones, lo que favorece una mayor interconexión y conectividad entre los espacios urbanos y rurales. Asimismo, aumenta la escolaridad y se instala una cultura que incorpora la escuela en los procesos de socialización y en los ritmos de trabajo y los presupuestos de las familias. Los cambios afectan la cultura local de manera mucho más profunda de lo que sospecha la gente de la ciudad: desde el uso del tiempo hasta las expectativas y la vida cotidiana. En suma, se genera un espacio rural distinto a la imagen estereotipada de aislamiento y desinformación de hace unas décadas.

    Los estudios sobre celebraciones e imágenes religiosas inciden en las dimensiones organizacionales y la imbricación de las fiestas patronales con la sociedad y la cultura local. Las fiestas patronales son dispositivos sociales que se imbrican en la estructura de los pueblos en diversas dimensiones: tienen componentes políticos, económicos y simbólicos; además, hacen referencia a la identidad, al estatus, al prestigio, a la historia local y a la tradición. En el bajo Piura, las celebraciones religiosas están impregnadas del sentido de localidad y movilizan a la población en complejas redes de cooperación, afinidad y cumplimiento. La fiesta en el bajo Piura es un locus cultural: la fiesta de Mercedes en Sechura o la Semana Santa en Catacaos condensan la sociedad en un caleidoscopio social que involucra a todos. Exponentes privilegiadas de la tradición, las fiestas patronales, sin embargo, cambian de manera lenta, pero constante. En unas pocas décadas, podemos percibir pequeñas o grandes innovaciones que garantizan que las fiestas sean iguales a sí mismas y a lo que dicta la tradición; pero, al mismo tiempo, que se convierten en algo distinto, aunque siempre distintivo. Lo sagrado-social es singular y múltiple a la vez.

    Todo libro conlleva una serie de situaciones, momentos, lugares y sobre todo el apoyo de muchas personas, sin cuya intervención no habría sido posible. Mis trabajos sobre Piura llevan con gusto una deuda impagable con el Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA), donde inicié mi vida de investigador en compañía de varios equipos que se sucedieron a lo largo de más de diez años, durante los que fui un miembro más o un colaborador externo siempre dispuesto. Eduardo Franco, Hugo San Miguel, Marlene Castillo, Maximiliano Ruiz, Boris Marañón, César Mogollón, Alejandro Muñinco, Isabel Hurtado, Edgardo Cruzado, Angélica Fort, Susana Aldana y muchos otros que nos acompañaron en distintos momentos y proyectos, hicieron del esfuerzo de investigación tanto una misión y un compromiso como una forma de vida, de amistad, de colaboración y de diversión, de buena y productiva vida, en suma. Todo ello bajo la influencia, complicidad, protección y estímulo de Bruno Revesz, a quien siempre seguiremos extrañando.

    El CIPCA ha sido también un espacio que ha propiciado el encuentro, la confluencia o el trabajo compartido con cientos de personas. Así, guardo un cálido recuerdo de sus directores Vicente Santuc, Rómulo Franco y María Isabel Remy; de la biblioteca y del centro de documentación, instrumento imprescindible en nuestro trabajo, con Laura Hurtado y Jorge Requena a la cabeza; de los equipos de campo, en particular del equipo sierra, con el que más interactué, conformado por Juan Hernández, Hugo Centurión y César Escobar. Todos ellos y muchos otros compartían la compleja vida de la promoción del desarrollo, desde la investigación hasta las comunicaciones, pasando por toda la gente que componía un universo de vida ameno y entrañable. Y para no pecar de omisión, me guardo de mencionar las decenas de investigadores de diferentes especialidades que compartieron conocimiento, viajes y trabajos con nosotros.

    Este trabajo guarda también una particular deuda con los piuranos y piuranas, en general, en específico y de forma personal. Me refiero a todas las personas con las que tuve y tengo la ocasión de conversar y departir en las comunidades, pueblos y ciudades del departamento: presidentes de comunidad, dirigentes, comuneros y comuneras, ronderos y ronderas, mayordomos y mayordomas, priostes, procuradores, párrocos, estudiosos, maestros de escuela, profesores de universidad, funcionarios del Estado, gente de las ONG y de empresas; una lista de todos sería increíblemente larga —e injusta, pues de seguro siempre faltaría recordar alguien más—. Un antropólogo no puede hacer nada sin la participación, la ayuda y la participación desinteresada, la complicidad y la disposición de las personas con las que interactúa. Me refiero también a todos aquellos piuranos que antecedieron a mis contemporáneos, que hicieron la historia y la región de Piura a lo largo de sus vidas y que dejaron huellas en distintos tipos de documentos y monumentos, gente que de alguna manera también «conocí» en el marco de mis investigaciones sobre Piura y a la que muchas veces imaginé actuando lo que hicieron, redactando lo que escribieron, trabajando en lo que construyeron. También guardo una deuda con todos ellos.

    Por último, cabe señalar que mucho de lo escrito responde también a la mochila antropológica cargada a lo largo de mis años de estudio en la PUCP y luego durante mis primeros años como profesor en antropología, tarea a la que me invitó recurrentemente Manuel Marzal y que fue posible gracias a Juan Ansión desde la jefatura de Ciencias Sociales. Cambio de lugar antropológico, cambio de espacio de vida, suma de estímulos, retos y afectos. Pero, a pesar del tiempo que transcurre, nunca se deja de ser piurano adoptivo del todo.

    Primera parte

    Historia

    Capítulo 1

    Política y gobierno en las reducciones

    de la costa de Piura, siglo XVII

    ¹

    El poder local puede entenderse y analizarse de diversas maneras. Por un lado, como un gobierno que se configura a partir de relaciones e instituciones y, al mismo tiempo, se amolda o acomoda a estructuras sociales y políticas más amplias y eventualmente a un Estado; en este caso, la política es una cadena de transmisión de la autoridad ligada a la estructura social (Gledhill, 2002). Por el otro, en tanto dispositivo simbólico que, además de generar gobierno, se enfoca en la generación de equilibrios múltiples, un «efecto de orden» que todos reconocen y que es necesario para la convivencia cotidiana. Para ello, se movilizan y exhiben símbolos: el poder y la autoridad necesitan proclamarse de manera pública; en consecuencia, la oposición y resistencia al poder se expresan también por las mismas vías (Balandier, 1980; Abeles, 1990).

    Ambos enfoques, teóricamente antitéticos, pueden considerarse como complementarios y contribuir al análisis de las relaciones de poder en microespacios locales. Sabemos que el poder local es multiforme y se construye en las pequeñas interacciones cotidianas (Ansión, Diez & Mujica, 2001); sin embargo, disponemos de pocos casos analizados que discutan los mecanismos políticos y sociales por los cuales se construye y mantiene el poder local.

    A partir de una combinación de aquellas dos perspectivas, proponemos un marco de análisis que nos permita una aproximación ordenada y sistemática al problema del poder local. Partimos del supuesto que los espacios locales son ante todo territorios —o, si se quiere, jurisdicciones— en los que se materializan las estrategias de diversos agentes a partir de tres ejes: a) el del poder político en sí, conformado por los mecanismos formales e informales de acceso y conservación del poder, así como la serie de atributos y marcadores rituales que configuran el universo simbólico de legitimación y exhibición del poder local; b) el de los intereses que explican parte del desempeño de los diversos agentes del poder local, así como las interrelaciones existentes entre ellos a partir de las articulaciones, alianzas o conflictos entre los diversos actores; y c) el de los espacios de acción del poder local, tanto a nivel geográfico como social, que grafica las redes y vinculaciones que configuraban el universo de la política local.

    Nuestro caso de aplicación será el poder ejercido por los caciques coloniales en el espacio o pueblos creados desde finales del siglo XVI y principios del siglo XVII por el virrey Toledo. Las reducciones toledanas proporcionan una nueva arena en la que se reconfiguran los mecanismos de acceso y ejercicio del poder de los antiguos señores étnicos, que se mantienen como gobernantes al mismo tiempo que transforman buena parte de sus estrategias y, sobre todo, cambian la fuente de su legitimidad. El espacio concreto de aplicación serán las reducciones de indígenas de Catacaos y Sechura, en la costa de Piura, a lo largo del siglo XVII.

    No es necesario abundar sobre la posición subordinada de los gobiernos indígenas bajo el dominio español o sobre el rol intermediario de los caciques, que están suficientemente demostrados (Assadourián, 1983; Diez, 1988; Ramírez, 2002). Nuestra intención es poner a prueba y explorar el tema del poder local desde algunos de los principales enfoques de la teoría antropológica de la política y del ejercicio del poder, explorando el accionar político de una serie de actores presentes en diversos grados en el pueblo reducción: curas, hacendados, vecinos de Piura, pero sobre todo caciques e indígenas residentes en los mismos. Para ello recorremos los tres ejes planteados y analizamos los diversos mecanismos de participación política tanto desde una óptica de continuidades y herencias (que por facilidad llamaremos «estructuras»), como de funcionamiento (dinámicas) y de transformación a lo largo del tiempo (cambio institucional).

    El análisis se sitúa en el problema más general de la instalación y paulatina institucionalización de la serie de instituciones españolas que configurarían los mecanismos, pautas y procedimientos de la dominación española en el ámbito local y que tendrían serias consecuencias en la vida cotidiana de los indígenas (Saito & Rosas, 2017). Suponemos que en dicho escenario las posiciones políticas de los diversos actores se hallaban a cada instante en un aparente equilibrio que, sin embargo, ocultaba el desplazamiento constante de las posiciones y pesos relativos de cada uno de los actores, proceso que solo es apreciable en el marco de la mediana duración.

    Las fuentes para el trabajo consisten en documentos judiciales (corregimiento ordinario y criminal), parroquiales (libros de bautismo, matrimonio y defunción) y episcopales (visitas y causas eclesiásticas), correspondientes a los pueblos reducción de Catacaos y Sechura desde finales del siglo XVI hasta principios del XVIII².

    Nuestro punto de partida es el establecimiento del pueblo reducción, a partir del cual analizamos los procesos de transformación del poder que se suceden a lo largo del siglo XVII. San Juan Bautista de Catacaos y San Martín de Tours de Sechura las creó en 1572 el visitador Bernardino de Loayza, en el marco de la visita general ordenada por Francisco de Toledo. Crear pueblos implicaba un proceso de generación y consolidación de nuevas instituciones, que comenzaba por la tarea —que tomó al parecer varias décadas— de obligar a los indígenas a residir en ellos. Catacaos requirió al menos otros dos desplazamientos de población tras su creación: en 1585 y 1588, cuando el corregidor Alfonso Forero de Ureña tuvo que volver a reducir a los indígenas, «los quales yndios andavan derramados por otros valles a ocho y diez leguas» (Osma, citado en Diez, 1988, p. 39). Por su parte, Sechura implicó al menos un segundo desplazamiento de población en 1592. Ambos pueblos, junto con el de San Lucas de Colán, constituían una importantísima reserva de mano de obra indígena a relativa proximidad de San Miguel del Villar de Piura, la capital del corregimiento. De hecho, Catacaos —con más de un millar de almas— era el pueblo más poblado de todo el partido.

    Cada reducción albergaba un número —difícil de determinar— de «pueblos» o «parcialidades». Al parecer fueron entre diez y doce en Catacaos y cuatro en Sechura (Diez, 1988), cada uno de los cuales contaba con sus propias autoridades étnicas y, al menos durante el primer siglo tras su reducción, conservaban muchas de sus diferencias de origen (ver cuadro 1).

    Cuadro 1

    Parcialidades reducidas a los pueblos de Catacaos y Sechura (siglo XVI)

    Sabemos que el gobierno de los pueblos reducción descansó sobre un doble sistema de autoridad: de un lado, los caciques, que fundaban su legitimidad tanto en la costumbre y la herencia prehispánica como en el reconocimiento de la corona española, que les encargaba hacerse cargo de la mita, del cobro de tributos y de asegurar la participación de los indígenas en la doctrina; y, del otro, el cabildo, encargado por las ordenanzas de regir la vida cotidiana y la administración de justicia en el pueblo.

    Sin embargo, las competencias relativas de ambas instituciones —así como el poder de quienes ejercieron sus principales cargos— fueron cambiantes a lo largo del período colonial: hacia los años de la creación de los pueblos, el poder de los caciques era muy grande en tanto que los cabildos eran prácticamente inexistentes. A lo largo del siglo XVII, caciques y parcialidades configuraban la arena de la vida política en los pueblos.

    Acceso al poder y mecanismos del prestigio

    La estructura del poder en los pueblos reducción descansaba sobre las parcialidades y sus caciques; pero existían variaciones de un pueblo a otro, pues la distribución de poder era desigual en Sechura y Catacaos. En el primero, se repartía de manera uniforme entre dos familias de caciques «mayores»: de un lado, los Temoche³, que gobernaban las parcialidades de Sechura y Muñuela; y del otro, los Sánchez, gobernadores de Muñiquilá y Punta. Existían también caciques menores «segunda persona», quienes gobernaban las parcialidades subordinadas (Muñuela y Punta). En cambio, en Catacaos no existía una distribución simple entre caciques y parcialidades: los caciques más importantes eran los Temoche, que gobernaban Narigualá, Muñuela y Melén, y los La Chira, gobernadores de La Chira, Motape, Tangarará y Menón; en posición secundaria, se ubicaban los Mechato (también llamados «Metal»), los Mecache —que daban nombre a la parcialidad que gobernaban— y los Pariña (gobernadores de Pariña y Cusio y emparentados con los caciques del pueblo de Colán).

    Los caciques mantenían una política de matrimonios de elite emparentándose con los principales de otras parcialidades dentro y fuera de su propio pueblo reducción. Los Temoche de Sechura tejieron vínculos con los otros caciques del pueblo y con los de Lambayeque y Colán: el cacique Phelis Temoche se casó en primeras nupcias con Estefanía —hija del cacique de Colán— y, al enviudar, con María Coscochumbi (1653) —hija del cacique de Lambayeque—. Sus hijas hicieron lo propio: Isabel Temoche se casó con Fernando Sivar, cacique de la parcialidad de Muñuela (1650); Luisa Temoche, con Juan de Nonura, quien sería luego litigante al cacicazgo de Punta; y Flora Temoche, con Martín Marcos Sánchez (1662), gobernador y luego cacique de la parcialidad de Punta. Como resultado de estas alianzas, al terminar el siglo XVII, había en Sechura una sola familia de caciques que gobernaba todas las parcialidades⁴. Sin entrar en detalles, podemos señalar que el árbol de parentesco de los caciques de Catacaos muestra la misma estrategia, con la diferencia de que en dicho pueblo las alianzas matrimoniales no supusieron una integración política.

    Se conocen las disputas de poder alrededor del derecho de las capullanas —como se conocía a las mujeres caciques— a los cacicazgos que, según los testigos, gobernaban «como si fueran hombres», aunque solo «en ausencia de un varón» (Rostworowski, 1961; Diez, 1988). Si a ello añadimos que los caciques de la costa piurana se distinguían de los indios comunes —llamados «parques»—, a los que atribuían una naturaleza diferente e inferior, entendemos que en la asignación del poder eran más importantes que las diferencias de género⁵.

    Este gobierno por linajes fue bastante estable a lo largo del siglo XVII, por lo menos para las parcialidades mayores y medianas. En Sechura, los Temoche gobernaron dos de las parcialidades la primera mitad del XVII y las otras cuatro, en la segunda mitad. En Catacaos, Juan y su hijo Jacinto Temoche gobernaron Narigualá y Muñuela entre 1638 y 1700; Pablo (mayor), Juan, Carlos, Pablo (menor) y Luis de La Chira, aparentemente los caciques más hispanizados, se sucedieron en el gobierno de las parcialidades de La Chira, Motape y Tangarará, de padres a hijos, al menos entre 1575 y 1705; Pedro, Diego, Alonso y Joseph Mechato gobernaron la parcialidad de su apellido todo el siglo XVII, al igual que Alonso, Francisco, Juan, Gonzalo y Venancio a los Mecache; por último, Domingo, Sancho, Francisco, Sebastián y Juan de Colán y Pariña hicieron lo propio en la parcialidad de Pariña⁶. En cambio, buena parte de las parcialidades medianas y pequeñas de Catacaos (Mécamo, Pariña y Cusio, Maricavelica y Menón) cambiaron de gobernante casi de manera sistemática.

    Aunque la estabilidad de los linajes se apoyó en el sistema español de herencia, en algunos casos la sucesión dependía del recurso a estrategias de acceso al poder que reivindican normas tradicionales. El ejemplo más importante es el gobierno de la parcialidad de Narihualá, gobernada de forma sucesiva a lo largo de sesenta años por los Temoche, padre e hijo, sin sucesión ni herencia directa, sino por el mejor derecho de sus esposas, que ambos tuvieron que probar en los tribunales (Rostworowski, 1961). Paradójicamente, en este caso, la transmisión de linajes por línea femenina se tradujo en el gobierno masculino, también por linajes. Los otros casos relevantes refieren a parcialidades que cambiaron de familia gobernante a lo largo del siglo XVII. Hacia mediados de este siglo, los caciques de La Chira tomaron a su cargo las parcialidades de Mécamo y Cusio, las mismas que serían traspasadas a Joseph Mechato antes del siglo XVIII. La parcialidad de Pariña pasó de los caciques del nombre a los Colán y Pariña (probablemente por herencia de padres a hijos, vía herencia femenina en algún momento); pero, a inicios del siglo XVIII, encontramos a Francisco Malacas como su cacique. La parcialidad de Mechato pasó brevemente (por juicio) a la familia Metal antes de regresar a la familia; cabe señalar que los Metal no solo pierden Mechato, sino también Maricavelica, que pasaría a Francisco Medina a fines del siglo XVII. Estos cambios de autoridad responden a diversos factores: desde un cambio de apellido en un mismo linaje por la vía de una nueva alianza por matrimonio (como en Pariña) hasta la desaparición de un linaje, como parece ser el caso de los Metal⁷.

    El acceso al poder combinaba la herencia por linajes con una serie de normas de sucesión constituidas por la fusión compleja y mixta entre derecho consuetudinario indígena, con sus propias condiciones de legitimidad, y el derecho español, con los requerimientos del gobierno colonial⁸, que se reservaba la atribución de «asignar» el gobierno de una parcialidad a un tercero cuando las circunstancias lo requerían. Esta doble circunstancia se ilustra magistralmente en el acceso de los caciques de La Chira al cacicazgo de Marcavelica, en un inicio disputado por otras dos familias. Tras la muerte del cacique legítimo y ante la ausencia de un heredero indiscutido, el gobierno de la parcialidad fue ocupado de manera intermitente por Luis Beltrán, sobrino del difunto. En 1655, don Luis busca reafirmar su derecho al título y apoya su argumento en su idoneidad administrativa para el cargo, e incide en su capacidad para el cobro de los tributos y para garantizar las mitas: «[…] el dicho Don Luis es persona de toda satisfacción capacidad y suficiencia y que dará buena cuenta de lo que quede a su cargo»⁹. Sin embargo y aunque obtuvo una resolución favorable, no llegó a ocupar el cacicazgo, el cual se asignó a Alonso Tirlupú (Metal). Años después, Carlos de La Chira conseguiría el control de Maricavelica y de otra parcialidad vacante gracias a que contaba con el acuerdo de los otros caciques de

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