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Educar para humanizar
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Libro electrónico212 páginas2 horas

Educar para humanizar

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El objetivo esencial de toda genuina educación no puede ser otro que recuperar la dignidad de las personas y enseñar a vivir humanamente. Recuperando la aventura apasionante de llegar a ser persona y volviendo a poner de moda al ser humano. Vivir es hacerse, construirse, inventarse, desarrollar la semilla de uno mismo hasta alcanzar la cumbre de sus potencialidades. En el corazón de una cultura de violencia y de muerte, es necesario educar para el amor, que es educar para la libertad, para la liberación de uno mismo liberando a los demás.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 may 2023
ISBN9788427730397
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    Educar para humanizar - Antonio Pérez Esclarín

    Capítulo 1

    Necesitamos educadores profetas

    La educación debe recobrar su dimensión profética. En estos tiempos de individualismo feroz, en que agonizan los grandes ideales y reinan omnipotentes la violencia, la insensibilidad y la injusticia, necesitamos con urgencia a los profetas. Hombres y mujeres que levanten sus gritos y sacudan tanta modorra, tanta mediocridad, tanto descompromiso. Hoy hay demasiado miedo al futuro, miedo a asumir en serio nuestra vocación de constructores de la historia, miedo a sumergirse en el cauce profundo de la vida. Por eso, nos perdemos en consuelos ilusorios, y hasta estamos empeñados en convertir la fe y la religión en algo liviano, sin prójimo ni compromiso. Confundimos la felicidad con pasarlo bien o ir de compras, el amor con el sexo irresponsable, la libertad con el capricho. Necesitamos drogarnos para sentirnos estimulados y no nos atrevemos a plantearnos ni a plantear qué debemos hacer, sino qué nos apetece hacer. Vivimos en la era del vacío (Lipovetski), en tiempos de inercia y pasividad (Castoriadis) donde la superficialidad se presenta como ideal de vida, y las grandes aspiraciones se reducen a ganar dinero y salir en la televisión. Necesitamos llenarnos de cosas, imágenes y ruidos, y nos esforzamos por crecer hacia fuera para tapar nuestro enanismo espiritual y nuestra creciente soledad.

    La actual sociedad está enferma de insensibilidad y aburrimiento, y en vez de enfrentar la raíz de su enfermedad, fomenta la adicción a las compras, al sexo sin compromiso, a la televisión, al alcohol, a las drogas, e idealiza al hombre light (Rojas, 1998), superficial y vano, narcisista, entregado al dinero, al poder, al gozo ilimitado. Todo invita al descompromiso y la mediocridad. La vida moderna se presenta cada vez más como un camino sin meta, un vagar a la deriva, sin horizontes. Lo superficial se propone como lo valioso, el ideal de vida. Los efímeros héroes del deporte, la música, la moda, que los medios de comunicación crean y recrean permanentemente, son los modelos que hay que imitar y seguir. Se admira a las personas vacías, los personajillos de la farándula y las revistas del corazón, verdaderos zánganos que nunca han trabajado y cuyas vidas privadas se arrojan como pasto a la morbosidad de las audiencias. La mayor parte de la gente se la pasa huyendo de sí mismos, del compromiso, de la vida. Nos estamos convirtiendo todos en verdaderos campeones de la fuga. Empujados por los demás, empujando a otros, corremos y nos fatigamos sin saber a dónde vamos y sin tiempo ni valor para plantearnos esta pregunta tan fundamental.

    Chateamos con cualquier desconocido en el otro extremo del planeta, pero cada día conocemos y hablamos menos con nuestros vecinos. Se nos ha vuelto imprescindible el teléfono celular, pero cada día conversamos menos con nuestra pareja y con nuestros hijos. Lo lejano se acerca, lo cercano se aleja. Vivimos intoxicados de una información que se nos ofrece inabarcable, fragmentada e incoherente, como un mero río de datos y noticias, que presenciamos pasivamente, como mero espectáculo que no nos mueve al compromiso, ni nos posibilita el conocer las raíces profundas de las cosas, y que nos aleja cada vez más del verdadero conocimiento y de la sabiduría, que no consiste en conocer lo que pasa y repetir lo que nos dicen, sino en ver más allá de los sucesos y opiniones que nos cuentan. Sabemos mucho, pero entendemos poco. Cada nueva noticia mata a la anterior, las últimas noticias son las únicas noticias, la sobreinformación nos mantiene desinformados. Importa el espectáculo (Finkielkraut 1990, 128), no comprender lo que pasa:

    En el preciso momento en que la técnica, a través de la televisión y los ordenadores, parece capaz de hacer que todos los saberes penetren en todos los hogares, la lógica del consumo destruye la cultura. La palabra persiste pero vaciada de cualquier idea de formación, de apertura al mundo y de cuidado del alma… Ya no se trata de convertir a los hombres en sujetos autónomos, sino de satisfacer sus deseos inmediatos, de divertirles al menor coste posible.

    Las noticias se disfrutan, se botan a la papelera (Alemany, 2001, 503), pero no nos hacen responsables:

    Podemos ver la historia en marcha. Informar no es narrar o explicar un acontecimiento, sino hacernos asistir a él… La historia transcurre delante de mí como si fuera espectador y no actor. El espectáculo predomina sobre la noticia.

    Los propios locutores trivializan los acontecimientos, fomentan una discusión vacía con supuestos expertos que sólo dicen generalidades y lugares comunes, insisten una y otra vez en no decir nada en los pequeños espacios que dejan las propagandas, y ponen todo su empeño en convertirse ellos en la noticia.

    PROFETAS QUE RECUPEREN EL VALOR DE LA PALABRA

    Necesitamos profetas de palabra valiente y comprometida con la vida que incendien los corazones y guíen nuestros pasos por caminos de riesgo y plenitud. ¡Basta ya de tanta palabrería hueca, de tanta mentira, de tanta frivolidad! Palabras sin alma en los discursos políticos, en los sermones religiosos, en las enseñanzas de profesores y maestros. Palabras intoxicadas de retórica, academicismo y vacuidad. Radios y televisores vomitan día y noche palabras estúpidas y banales y la publicidad nos embrutece con sus cantos de sirena. Para decirlo con palabras de Mario Benedetti (en Pérez Gómez 1997, 50):

    nunca como en esta última década se usaron tantas palabras profundas para expresar tanta frivolidad. Conceptos como libertad, democracia, soberanía, derechos humanos, solidaridad, patria y hasta dios se han vuelto tan livianas como el carnaval, el aperitivo, el videoclip, los crucigramas y el horóscopo.

    Aturdidos de cháchara y promesas falsas, aplastados por palabras engoladas y vacías, sin alma ni pasión, los seres humanos vivimos cada vez más incomunicados, más aislados, más tristes, sin posibilidad de encontrarnos, de volver a ser. Confundiendo la plenitud con el vacío.

    Las palabras nos hacen dioses: con ellas podemos fortalecer la vida o asfixiarla. Con las palabras podemos sacudir conciencias, animar, levantar, entusiasmar, provocar ganas de arriesgarse a vivir en lo hondo; o podemos desanimar, aplastar, destruir, seducir para hacer de la vida un suceso trivial y sin sentido. Hay palabras que son golpes, puños, bofetadas. Y palabras que son caricias, estímulos, abrazos. Con las palabras podemos crear o destruir; dar vida o matar.

    Todo genocidio fue primero palabra falsa, descalificadora del otro. La deshumanización verbal del adversario (Alemany 1999, 497) suele preceder y crear las condiciones de legitimación de su eliminación física. Los colonizadores europeos necesitaron justificar su barbarie llamando a los indios salvajes e irracionales y hasta discutieron si eran personas. Los esclavistas calificaron de bestias a los negros y los recientes genocidios han recibido la justificación de no eran gente, eran sólo indios o negros. Los nazis llamaban ratas y cerdos a los judíos. Los comunistas soviéticos calificaban como hienas a los disidentes. Muchos terroristas llaman perros a los policías que van a atacar. Los torturadores sólo ven bestias subversivas. Gusano, animal, chusma, salvaje…, una bofetada verbal como anticipo a la explotación, al golpe bajo, al posible exterminio…

    Hoy las palabras languidecen heridas de muerte. Los comerciantes de la política y de la vida han matando las palabras, les han arrancado el corazón y las han convertido en meras cáscaras huecas, en sonidos sin alma, con los que pretenden seducirnos, engañarnos y manipularnos.

    Palabras, montones de palabras muertas, sin carne, sin entraña, sin verdad. Dichas sin el menor respeto a uno mismo ni a los demás, para salir del paso, para confundir, para ganar tiempo, para sacudirse de la propia responsabilidad. Ernesto Sábato (2000, 45) deplora la pérdida del valor de la palabra y añora los tiempos en que la gente eran hombres y mujeres de palabra, que respondían por ellas:

    Algo notable es el valor que aquella gente daba a las palabras. De ninguna manera eran un arma para justificar los hechos. Hoy todas las interpretaciones son válidas y las palabras sirven más para descargarnos de nuestras actos que para responder por ellos.

    Es imposible construir un país, un mundo humano, si la palabra no tiene valor alguno, si lo falso y lo verdadero son medios igualmente válidos para lograr los objetivos, si ya nunca vamos a estar seguros de qué es verdad y qué es mentira. Hemos hecho de nuestro país y del mundo una verdadera Torre de Babel en la que, al matar el valor de la palabra, es imposible comunicarse y entenderse.

    En consecuencia, necesitamos con urgencia recuperar el valor de la palabra, aprender a hablar y escuchar sólo palabras verdaderas, encarnadas en la conducta, comunicadoras de vida. No olvidemos nunca que, como solía repetir José Martí, el mejor modo de decir es hacer. O como expresa el viejo refrán castellano obras son amores y no buenas razones. Sólo palabras-hechos, sólo la coherencia entre discursos y políticas, entre proclamas y vida, entre conducta y declaración, entre promesa y realidad, nos podrá liberar de este laberinto que nos asfixia y nos destruye. Desoigamos los cantos de sirenas, las promesas de los supuestos Mesías que no viven lo que proclaman, los anuncios de los falsos profetas que prometen la felicidad entregando el corazón al servicio de los ídolos: Poder, Dinero, Consumo… No escuchemos llamados que nos separan y dividen; palabras o discursos que nos siembran el desprecio, la ira, la venganza, que nos nublan el corazón con desánimo y angustia, que nos llevan a perdernos por caminos de falsa plenitud. Cultivemos palabras de ánimo y consuelo. Palabras (Leclerq, 1994, 7) provocadoras de encuentro, de reflexión; palabras bálsamo, que refresquen la aridez de las heridas, que den valor, que siembren esperanza, que provoquen ganas de vivir. Palabras para celebrar, cantar la vida, el amor y la amistad.

    Aislemos y demos la espalda a los charlatanes y mentirosos, y escuchemos el ruido ensordecedor de sus acciones y sus vidas que no nos dejan oír lo que en vano se esfuerzan por decirnos. Algunos, más que facilidad de palabra, tienen dificultad de callarse. Sólo si se callan, podrán oír a los demás y escuchar los gritos adoloridos de su propio corazón. Podrán escuchar sus contradicciones e incoherencias, el ruido de sus inseguridades y sus miedos, el abismo de su propia superficialidad. De ahí la necesidad de silencio. Silencio para poder dialogar con nuestro yo profundo, para ver qué hay detrás de nuestras palabras, de nuestros sentimientos, de nuestras poses e intenciones, de nuestro comportamiento y vida que, con frecuencia, ahoga nuestras palabras. Silencio para intentar ir al corazón de nuestra verdad, pues con frecuencia repetimos fórmulas vacías, frases huecas, la verdad interesada que repiten los medios, e incluso nos hemos acostumbrado a mentir tanto y tan repetidamente que estamos convencidos de que son ciertas nuestras mentiras.

    Sólo en el silencio es posible madurar palabras verdaderas. Sólo en el silencio podrán germinar las Palabras-Vida.

    En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba ante Dios, y la Palabra era Dios (Jn 1, 1). Jesús es la palabra inagotable de un Dios que arde en deseos de comunicarse con los seres humanos. Por ello, las palabras de Jesús fueron siempre promesa y expresión de vida. Toda palabra de Jesús fue respaldada con sus actos, y su vida fue su mejor palabra. Fue Camino, Verdad y Vida. Camino a la Verdad y la Vida. Camino verdadero a la plenitud de vida. La verdad les hará libres, nos dijo. La mentira atenaza, oprime, mata. Con mentiras no se puede construir vida. Los mentirosos tienen podrido el corazón y asfixian con su aliento los brotes de la vida.

    PROFETAS QUE ANUNCIEN AL DIOS DE LA VIDA

    Nuestro Dios es un Dios de vivos y no de muertos. Un Dios que ama la vida, que quiere vida en abundancia para todos, que camina a nuestro lado por los callejones de la historia impulsándonos a combatir a la muerte y sus heraldos. Un Dios que nos invita a derribar a los falsos dioses, los ídolos que causan muerte y destrucción.

    La educación cristiana debe anunciar con valor, sin cobardía, ese Dios de la Vida. Por ello, nos son hoy tan necesarios los educadores profetas. ¿A dónde se habrán ido los profetas? Profetas que resuciten las palabras, sacudan con ellas nuestras conciencias y levanten las vidas de la mediocridad, de la desesperanza, del aburrimiento, de la insensibilidad. Profetas que promuevan las ganas de vivir con avidez, con intensidad. Profetas capaces de devolverle la dignidad al ser humano, que cultiven el orgullo de ser personas, que despierten la pasión de ser hombre y mujer, de aceptar la aventura de llegar a ser humano, plenamente humano (Leclerq 1994, 7).

    Profetas que levanten sus gritos valientes de protesta y de propuesta, de denuncia y anuncio. Que transformen radicalmente las prácticas educativas y hagan de los centros escolares lugares de vida, en los que se aprenda a vivir y convivir, a disfrutar la vida, a defender la vida, a combatir todo lo que amenace la vida. Hoy, por lo general, los centros educativos no desarrollan el amor al aprendizaje ni a la sabiduría. Más que educar para la libertad, enseñan la sumisión y la domesticación. En vez de educar para la ciudadanía, promueven el descompromiso y la obediencia. No son lugares de vida, de creación, sino de rutina y repetición. Y así como con frecuencia en los hospitales y quirófanos se contraen enfermedades graves, en muchas escuelas se aprende ignorancia, soberbia, insolidaridad, miedo a la

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