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Los senderos de la explicación mental
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Libro electrónico354 páginas5 horas

Los senderos de la explicación mental

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Este libro examina los distintos modos en que se puede explicar la mente. En particular, el libro se aboca al análisis de las teorías que tratan de explicar la intencionalidad de estados mentales. Algunos piensan que el naturalismo, que apuesta por las explicaciones de la mente que nos dan las ciencias naturales, es incapaz de dar cuenta de éste y otros fenómenos que caracterizan la mente, como los aspectos cualitativos de la conciencia. Salma Saab, en cambio, defiende la posición naturalista y muestra que ésta puede dar una buena explicación de las características centrales de la intencionalidad. La autora analiza cuatro modelos de explicación de lo mental: disposicionales, singulares, racionales y bifuncionales. Examina las ventajas y desventajas de cada uno y argumenta a favor de la naturalización de lo intencional en el sentido biológico. El bifuncionalismo, en la línea de Millikan y Neander, que ella favorece, pretende dar una respuesta al problema de la normatividad de los estados mentales intencionales en términos de normas biológico-evolutivas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 mar 2023
ISBN9786073058155
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    Los senderos de la explicación mental - Salma Saab

    I

    RELACIONES CAUSALES Y LEYES

    En nuestra vida cotidiana explicamos con naturalidad la mayoría de los comportamientos de nuestros semejantes —y también los nuestros— refiriéndonos, entre otros, a estados mentales como las creencias, los deseos y las intenciones; i.e., a las llamadas actitudes proposicionales.¹ La referencia a estos términos nos explica por qué la persona actuó de la manera en que lo hizo. Esta forma de explicar los acontecimientos humanos contrasta con las explicaciones de los acontecimientos en el mundo natural o físico. Según se trate de un acontecimiento humano o de un acontecimiento natural, reaccionamos, lo juzgamos y lo evaluamos de manera diferente.² Nuestras convicciones respecto de las diferencias que entrañan lo que se hace y lo que acontece repercuten en nuestra vida; su valor y su significado se reflejan en la manera como interactuamos con nuestros semejantes y con nuestro entorno. En particular, en el caso de las acciones propias y las de las otras personas, el hecho de que sepamos o creamos que una situación es producida o provocada por la intervención de la voluntad de algún agente nos lleva a que atribuyamos responsabilidades, y a que evaluemos nuestras acciones, sus fallas o aciertos, en función de lo que se pretendió o de lo que creemos que se pretendió.

    Ciertas formas preteóricas de entendernos los unos a los otros se conservan en algunas teorías psicológicas; en cambio, otras de nuestras intuiciones pierden consistencia una vez que se las somete a una reflexión más detenida. En las últimas décadas hemos presenciado una fuerte tendencia hacia la modificación o evaporación de la distinción preteórica entre hacer y acontecer, lo cual nos aleja, más que nunca, de nuestras intuiciones más arraigadas. Churchland, uno de los promotores de la disolución o eliminación de los fenómenos mentales con una naturaleza propia e independiente de los estados del cerebro, sugiere que cuanto más nos alejemos del uso preteórico de la denominada psicología del sentido común o psicología popular (folk psychology), tanto mejor para la teoría que se proponga. Para Churchland, [l]a psicología del sentido común no ha sufrido ningún cambio o avance significativo en más de 2000 años a pesar de sus evidentes fallas (1988, p. 46). Según él, la psicología popular no constituye una teoría, y si lo fuera, sería una teoría falsa, tanto en sus principios como en la ontología en la que se sustentaría.

    La batalla que libran tanto filósofos como científicos (sobre todo los expertos en psicología cognitiva y quienes llevan a cabo estudios neurológicos del cerebro) para convencernos de que nuestra distinción entre hacer y acontecer es errónea ha sido ardua. A pesar de las diferencias que trazamos entre las explicaciones de los fenómenos naturales y las explicaciones de las acciones humanas, suele pensarse que en los dos ámbitos la explicación se da —en parte al menos— remontándonos a una causa. El modelo clásico para explicar los fenómenos físicos es el nomológico deductivo propuesto por Hempel (1965), conocido como el modelo heredado. Según este modelo, un fenómeno natural se explica al subsumirlo en una ley, y tanto la ley como sus ejemplificaciones tienen una forma causal. La explicación tiene la estructura de un argumento cuyo explanans tiene como premisas la ley y las condiciones iniciales, y como explanandum el fenómeno que se va a explicar. No es sino hasta muy recientemente, con los cambios fundamentales que se han llevado a cabo sobre todo en la física contemporánea, que muchos autores han modificado, si no es que rechazado, el modelo heredado, y muchos han renunciado también a la explicación en términos causales. Como es de esperarse, no todos están de acuerdo en que las explicaciones de las acciones sean causales. Sólo por mencionar algunas de las explicaciones diferentes de la causal, pensemos en las formas explicativas que contestan preguntas tales como para qué, cómo, qué función tiene, qué mecanismo, cómo se relacionan unas propiedades con otras. Sucede lo contrario en el caso de las explicaciones de las acciones, pues suele preservarse la idea de que las explicaciones son causales y se considera que nuestras razones pueden ser causas de las acciones. Davidson es uno de los autores contemporáneos más destacados que defienden la tesis de que las explicaciones de las acciones toman la forma de explicaciones causales y considera, además, que las explicaciones de las acciones apelan a principios de racionalidad. Señala que el carácter normativo es una de las características centrales de los principios de racionalidad que los diferencia sustancialmente de las leyes. Otro aspecto que también caracteriza las explicaciones de las acciones es que su patrón explicativo es holista; esto es, incluye la totalidad o un núcleo amplio de los estados mentales de la persona.

    En una dirección contraria a la que encabeza Davidson, es muy común encontrar, entre los filósofos contemporáneos, una apertura hacia los estudios empíricos, la cual lleva a algunos a participar en proyectos interdisciplinarios que buscan acercar el ámbito de lo mental y su forma de explicación al ámbito físico. Se agrupan en el proyecto que se denomina "la naturalización de lo mental", que tiene como denominador común el rechazo de la concepción del ámbito de lo mental como ámbito independiente y separado de lo físico. Para algunos, el proyecto de naturalización, al menos en su vertiente reductivista, busca explicar en términos físicos toda propiedad mental. El éxito de cualquier propuesta de este tipo enfrenta el reto de no dejar atrás, o de perder en el intento, la concepción de nosotros mismos como agentes racionales, libres y responsables. Muchos se mantienen escépticos frente a cualquier proyecto de naturalización de los fenómenos mentales. La posición escéptica se refuerza por los hasta ahora magros logros que se han obtenido. Las mayores trabas se ubican en el carácter fenoménico que caracteriza a muchos estados mentales y la conciencia que tenemos de nuestros propios estados mentales (autoconciencia). A pesar de este sombrío panorama, no ha menguado el intento de los naturalistas de encontrar formas novedosas de naturalizar el ámbito de lo mental. Más adelante me detendré en algunos de estos intentos y aludiré a los escollos que aún tienen que sortear.

    Así, en la actualidad se perfilan entre las explicaciones de los fenómenos mentales básicamente dos grupos de posiciones: a) las que defienden que las explicaciones mentales y, en general, las explicaciones que provienen de las disciplinas sociales y humanas son estructuralmente distintas y autónomas de las explicaciones en las ciencias físicas, y b) las que sostienen que todas las explicaciones comparten una misma estructura. La homogeneidad explicativa suele tomar como paradigma las explicaciones científicas, mientras que unos cuantos aceptan la homogeneidad explicativa en sentido inverso, intentando hacer extensivas las estructuras de las explicaciones de las disciplinas sociales y humanas a las explicaciones científicas. Uno de los ejes de la discusión es la cuestión de las leyes. Así, surge la pregunta de si en las disciplinas sociales y humanas puede haber leyes semejantes a las que se encuentran en las ciencias físicas, o si, más bien, hay que rechazar que deba haber leyes que respalden las explicaciones, incluso en el caso de las disciplinas naturales.

    Independientemente de nuestras adhesiones y de cómo resolvamos la cuestión, si queremos aplicar los modelos de explicación de los fenómenos naturales al ámbito de lo mental, tenemos que ser muy cuidadosos y atender sus semejanzas, pero también sus diferencias y limitaciones, para no caer en extrapolaciones equivocadas. Si se toman las precauciones necesarias, la comparación puede ser fecunda, sobre todo si no perdemos de vista que en las ciencias físicas los modelos de explicación, al igual que la naturaleza de los fenómenos que se pretenden explicar, se encuentran en revisión. En la física contemporánea se proponen modelos teóricos que nos hablan de fenómenos estocásticos y teorías en las que imperan las leyes indeterministas, y en la biología surgen propuestas novedosas como, por ejemplo, los modelos explicativos evolucionistas.

    En este libro me sumo a quienes consideran que el prisma de las leyes que ha servido de base para la discusión de las explicaciones es muy estrecho. De alguna forma, separar las leyes tanto de las explicaciones como de la causalidad nos lleva de vuelta a la posición de Aristóteles. Como sostendré más adelante, la existencia de leyes dista mucho de ser la virtud principal de las explicaciones, y me parece más adecuado que orientemos la discusión hacia la dimensión pragmática de las explicaciones, donde es más fácil apreciar la multiplicidad de valores que entran en juego. La comprensión de nosotros mismos, con toda la riqueza y complejidad de nuestra conducta, se resiste a ser apresada, aun en sus trazos más generales y esquemáticos, en una estructura nomológica. De allí que la inclusión de una gama de virtudes no debe verse como una simple manera de enriquecer nuestras explicaciones, sino como parte constitutiva de ellas.

    No me ocuparé aquí de la cuestión de si existe un modelo unificado de explicación; mi objetivo básico y central es el estudio de las explicaciones de los estados mentales intencionales. Aludiré a las explicaciones científicas a manera de contrapunto, destacando algunos rasgos que se han considerado característicos de sus modelos más representativos con el propósito de ver en qué medida se encuentran también en las explicaciones intencionales. En síntesis, sostengo que al menos en las explicaciones intencionales la referencia a la causalidad es ineludible, sin que a través de ella se reintroduzcan las leyes. La posición que defiendo se opone a las posiciones que aceptan el modelo nomológico de explicación, así como a las posturas que introducen las leyes en las explicaciones a través de la noción de causa. Más bien le otorgo primacía a las explicaciones causales singulares. Según ese modelo, como proponen Woodward (1984, 1986, 2003) y Cartwright entre otros, los enunciados causales singulares se asocian con contrafácticos. Esta sugerencia supone rechazar la tesis de que los enunciados causales singulares se analicen en términos de contrafácticos³ para tomarlo, más bien, como presupuesto preanalítico de que de no haberse dado ciertas condiciones, habría habido una diferencia en lo que se produjo.

    La tesis de que las explicaciones de las acciones son causales tiene que fundamentarse y también ha de determinarse si las causas son la única información pertinente. Sugeriré en el tercer capítulo que no basta con señalar una causa, sino que hay que complementarla haciendo referencia al diseño del sistema u organismo que es objeto de nuestra explicación. Así, estudio lo mental tanto desde su aspecto causal como desde su aspecto biofuncional. Estos aspectos nos dan maneras o perspectivas diferentes de explicar los fenómenos que no entran en conflicto. Lo importante es que de las diversas funciones que desempeñan las diferentes partes de un sistema, algunas se especifican no sólo etiológica o causalmente —i.e., especificando cómo funcionan de hecho—, sino normativamente —es decir, especificando cómo deben funcionar—. Al menos eso es lo que defienden los evolucionistas seleccionistas. Para éstos, el rasgo normativo también está presente en las explicaciones funcionales y se constituye analizando la función del sistema diacrónicamente y no sólo en un individuo, sino a través de su continuidad en la especie. Por lo general suponemos —creo que correctamente— que las explicaciones causales se apoyan en las relaciones causales naturales; esto es, que la cuestión de las explicaciones no está desvinculada de la cuestión ontológica. En caso de aceptar esta relación, admitimos que la relación causal es una relación objetiva.⁴ Me parece acertada la propuesta de Davidson de separar ambas cuestiones sin llegar a desvincularlas completamente. La separación se refleja en las diferentes propiedades que satisface cada una de ellas y en sus relata.

    Inicio este trabajo con el problema de la causalidad en su doble aspecto, metafísico u ontológico y epistemológico, tocando algunas consideraciones lógico-semánticas. En primer término me referiré a la causación física, la cual me servirá posteriormente para aclarar el sentido de la causación cuando aparece en el contexto de las explicaciones intencionales. En la primera sección me concretaré a examinar tres rasgos de la causación: la extensionalidad de los enunciados causales, el concepto de necesidad con la que se asocia y su conexión con las leyes. En cuanto a la cuestión de la estructura lógica de los enunciados causales singulares, considero, como sugiere Davidson, que la relación causal puede tomarse como una relación binaria primitiva. Sus relata son sucesos y el enunciado causal satisface el criterio de extensionalidad. Respecto del segundo rasgo —el de necesidad—, además de que seré más explícita en cuanto a lo que entenderé por ese término, consideraré erróneo el vínculo semántico que suele establecerse entre la noción de necesidad y la de causa, en la forma de poderes inherentes en los objetos que causan cierto efecto y quizá también como vínculo externo entre la causa y el efecto. Finalmente, como señalé con anterioridad, la noción de causa no conlleva la noción de ley; i.e., el rechazo de la concepción nómica de la causación.

    Podemos suponer que cuando se habla de causación es insuficiente hablar de sucesos, como sugiere Davidson, y que se requiere hablar de las propiedades de los sucesos, ya que éstas desempeñan un papel central en la producción del efecto. Si se adopta un modelo fisicalista —en el que se supone que todos los sucesos que se dan en el mundo son físicos— y se trata de incorporar los fenómenos mentales en ese modelo, surge la cuestión de si puede lograrse sin que se pierda su especial carácter mental. Hay quienes piensan que la reducción es inevitable (Kim) y quienes persisten en encontrar formas de mantener su irreductibilidad (Fodor, Putnam, Davidson).

    En la segunda sección defenderé la segunda vía, en la forma en que —como ya mencioné— en cierto modo se distingue la cuestión ontológica de la cuestión de la explicación, ya que considero que incorpora de manera más satisfactoria el elemento normativo que caracteriza lo mental.

    En la tercera sección revisaré algunos tipos de causación que se han sugerido en relación con el ámbito de lo mental. Mencionaré únicamente tres propuestas: 1) la propuesta reductivista, que admite la existencia de un solo tipo de causación y transforma la causación mental en causación física; 2) la propuesta que establece diferentes niveles de causación y considera las propiedades mentales propiedades supervenientes y, finalmente, 3) la propuesta de un tipo específico de causación distinto del físico para explicar lo mental, que algunos denominan causalidad racional. Me propongo hacer explícitos los diferentes compromisos que conllevan estas propuestas, en particular las dos últimas. Quienes defienden la causalidad que se da entre propiedades mentales supervenientes generalmente suponen la existencia de leyes psicofísicas; por ejemplo, los funcionalistas ortodoxos como Putnam y Fodor. Aquí surge la cuestión de qué debe entenderse por leyes, y si es indispensable que sean estrictas o no. En cambio, quienes apelan a la causalidad racional consideran que los principios que la rigen son normativos y se resisten a considerarlos el equivalente de las leyes en el ámbito de lo físico. La diferencia de patrones se refleja en la forma en que cada uno opera. Incluso si aceptamos, como señala Wittgenstein, que puede haber varias formas de normatividad y que en alguna de ellas su función puede ser semejante a la de las leyes, no es la normatividad que se señala cuando se habla de lo mental. Al respecto, la discusión de Wittgenstein de seguir una regla es esclarecedora. En un tipo de funcionalismo biológico incluso se distinguen dos tipos de normatividad: una normatividad que se introduce a través de la noción de función biológica evolutiva y otra normatividad asociada más específicamente a lo mental que tiene que ver con principios de racionalidad y de inferencia. Se pretende que en ambas formas de normatividad se haga referencia a los contenidos y, para una posición no reductivista, es crucial no confundir ni eliminar ninguna de las formas de normatividad. Discutiré y defenderé esta tesis en el tercer capítulo. Paso ahora a tratar la causación física.

    1 . La causalidad en su doble aspecto

    1 . 1 . La extensionalidad de la relación causal singular

    La penetración del discurso causal en nuestro lenguaje, utilizado tanto en nuestros contextos cotidianos como en los contextos científicos y filosóficos, es evidente. El empleo de terminología causal forma parte integral e incisiva de nuestra apreciación cotidiana de los cambios que percibimos en el mundo, pero sobre todo en relación con las acciones en las que intervienen agentes. De hecho, el discurso causal surge primero en relación con los agentes y sólo más tarde se extiende al mundo natural. El apego al discurso causal se emplea indistintamente en relación con sucesos, procesos, hechos, estados de cosas o cualquier término que los filósofos hayan forjado como relata de la causación. Como advierte Anscombe (1975), su presencia se sugiere fácilmente en el uso de un sinnúmero de verbos como encontrar, empujar, tirar, golpear, sumergir, disolver, quemar. Algunos de estos verbos acompañan actos intencionales y otros no. Con el empleo cotidiano de estos verbos se admite, sin cuestionamiento alguno, la objetividad de la relación causal. Y, sin cuestionamiento, lo conservan muchos filósofos y científicos por igual. Sin embargo, en el proceso de desentrañarla, figuras de la importancia de Hume (según algunos intérpretes), Russell y Quine, entre otros, argumentan que hay que prescindir de ella. Así, Russell nos insta a que la noción de causalidad se expurgue del vocabulario filosófico. Considera que la ley de causalidad sólo constituye una reliquia de una era olvidada, que sobrevive, como la monarquía, sólo porque se supone, erróneamente, que no causa daño.⁵ Quine, dentro de su favorecida —y estrecha— concepción de la ciencia, juzga que la noción de causa debe desaparecer en la medida en que no puede resolverse en términos de predicados, cuantificadores y funciones de verdad, corriendo igual suerte que el discurso intensional. Así, Quine recomienda que La ciencia en su forma más austera prescinda de la noción [de causa] y se decida por nociones concomitantes (Quine 1990, p. 76).

    ¿Qué hay detrás de la noción de causalidad, que ha suscitado reacciones tan polarizadas, que van desde la declaración de la obviedad de la existencia de esa relación a la eliminación total de su presencia? ¿Acaso su existencia obvia equivale a que se la considere un hecho bruto, o más bien debemos tomarla como una relación compleja que nos fuerza a que la descompongamos o analicemos en los elementos más básicos que la integran y definen? Parece desmedida la reacción de quienes propugnan por su eliminación, sobre todo dado lo insatisfactorio de las formas de relación que han ocupado su lugar. Pero veamos si el discurso causal puede validarse y con qué características.

    Históricamente, Aristóteles es de los primeros pensadores, si no es que el primero, que sugiere que la respuesta a la pregunta por la causa de que algo suceda nos proporciona una explicación. Pero también considera que el término causa tiene diferentes significados, y a cada uno de ellos corresponde una explicación diferente. Aristóteles distingue cuatro tipos de causa: material, formal, eficiente y final.⁶ De todos ellos, la causa eficiente es la que más se acerca a nuestro uso actual del término; en lo que respecta a los otros tres sentidos, prácticamente se han abandonado. Por otra parte, Aristóteles desvincula las nociones de explicación y causa de la noción de ley, así como de las nociones de predicción y necesidad, entendido este último término en el sentido de una causa como condición suficiente para un determinado efecto. Dice Aristóteles de la relación entre explicaciones y leyes que puede haber leyes y es posible que las conozcamos, sin que ello garantice que tengamos una explicación; del mismo modo niega que las leyes, o el hecho de que las conozcamos, sean necesarias para que contemos con una explicación de algo. En otras palabras, niega que las leyes sean necesarias o suficientes para que haya una explicación. Y para ejemplificar lo que dice Aristóteles en cuanto a las relaciones entre causa, explicación y necesidad, veamos lo que sostiene respecto de las coincidencias, o de lo que sucede accidentalmente —relación supuestamente contraria a la causal—. Aristóteles considera que carecen tanto de causa como de explicación, pero también sus efectos carecen de condiciones suficientes para que se den o se produzcan.⁷ Un suceso accidental sería, por ejemplo, que unos asaltantes y su víctima coincidan en un determinado momento en un determinado lugar. Se puede diferir de Aristóteles en cuanto a su apreciación de que el encuentro, aunque coincidente, carece de condiciones suficientes. Se puede sostener que si se pueden dar condiciones que garanticen que los asaltantes se encuentren en un determinado momento en un determinado lugar, así como condiciones que garanticen que la víctima se encuentre en un determinado momento en un determinado lugar, se sigue que existen condiciones suficientes para que los asaltantes y la víctima se encuentren simultáneamente en ese lugar y en ese momento; i.e., su encuentro se hace inevitable.

    Los filósofos de la modernidad conservan la relación que establece Aristóteles entre causas y explicaciones; pero, al contrario de él, las vinculan a las leyes. Esta liga entre las explicaciones, la causalidad y las leyes permanece en el modelo heredado de Hempel. En Hempel, la idea de necesidad aparece en la relación inferencial que se da entre premisas y conclusión: las premisas son condición suficiente para que se obtenga la conclusión. Por un lado, si existen leyes, tenemos garantizada la explicación de un determinado fenómeno y, por otro lado, que no haya leyes o que no las conozcamos nos priva de una explicación. Sin embargo, Hempel renuncia a la noción de necesidad implícita en la noción de ley, ya que admite la existencia de leyes probabilistas, aun cuando conserva la idea de que las explicaciones probabilistas tienen la forma de un argumento deductivo.

    Basta con mostrar algunas de las posiciones que se han defendido para poner de relieve que la relación entre las nociones de causa, explicación, leyes y necesidad dista mucho de estar clara, y que se pueden encontrar juntas o separadas en diferentes autores. A pesar de que podemos estimar natural la propuesta aristotélica de conectar las causas con las explicaciones, considero conveniente exponerlas de manera separada. Empiezo, entonces, con el vínculo causal que se produce cuando están involucrados únicamente acontecimientos físicos. Posteriormente me ocuparé de la relación entre sucesos mentales o entre sucesos que mezclan sucesos físicos y mentales, y de la cuestión de si estas relaciones introducen algún cambio importante.

    Me concentraré en tres características que generalmente se atribuyen a la relación causal natural o física: a) su forma lógico-semántica; b) su relación con la necesidad; c) su relación con las leyes. En relación con a) se debate si la relación es extensional o intensional. Con respecto a b) se discute si el concepto de causalidad guarda una relación semántica con el concepto de necesidad, cuestión que en algunos autores está ligada con la cuestión c) respecto de las leyes. Ahora bien, con respecto a la causalidad mental se han propuesto otros modelos, entre los que destacan la causalidad superveniente y la causalidad racional. En este trabajo sólo me referiré a estas dos. Lo crucial en estas formas de causalidad mental es la manera en que se modifican una u otra de las características de la causalidad física mencionadas. La causalidad superveniente no se propone exclusivamente en conexión con los fenómenos mentales y también se ha sugerido en conexión con las llamadas ciencias especiales, como la economía, la biología y la psicología, y en algunos autores, como Kim, en relación con todos los fenómenos macroscópicos.

    En cuanto a la cuestión a), Davidson (1982) propone una caracterización de la forma lógica de los enunciados causales singulares que resulta intuitivamente atractiva. Su sugerencia es que se trata de un enunciado relacional binario primitivo, i.e., inanalizado. Concebir la relación causal como primitiva sólo compromete a Davidson a decir que se trata de un término inanalizado, pero no a que sea inanalizable.⁸ En Causal Relations, Davidson señala explícitamente que la propuesta de la forma lógica de la relación causal es más modesta que la de ofrecer un análisis de ella y considera que muchos autores las han confundido. Sostiene que el concepto causal es un predicado binario cuyos relata son sucesos y considera indiscutible la extensionalidad de los contextos causales, ya que sus enunciados se expresan en un lenguaje extensional de primer orden.⁹ Por otra parte, Davidson identifica los sucesos en términos de sus antecedentes y consecuencias causales. Ni la ontología básica de sucesos ni la manera de identificarlos son triviales y, como dice Platts (1992), de estas tesis no triviales

    se sigue (trivialmente) que la causa, en tanto suceso particular, es tanto necesaria como suficiente para el efecto. Si el sucesocausa no hubiera producido el suceso-efecto, no habría sido el suceso que fue. Asimismo, dado que el suceso-efecto ocurrió, el suceso-causa debe haber ocurrido y debe haber causado el suceso-efecto, ya que de otro modo el suceso-efecto habría sido un suceso diferente.¹⁰

    Se le ha criticado a Davidson que su manera de identificar sucesos es circular, dado que los antecedentes y consecuentes causales son ellos mismos sucesos.¹¹

    No tenemos por qué compartir con Davidson la forma que sugiere para identificar sucesos. Incluso podemos considerar válida la crítica que algunos han hecho de que el criterio de identificación de sucesos es circular de manera encubierta. De las tesis davidsonianas podemos aceptar únicamente que si en los enunciados causales singulares se vinculan sucesos, los términos descriptivos que emplearemos para especificarlos van a tener una función eminentemente referencial; esto es, podemos suponer que lo determinante para la verdad del enunciado causal estriba en fijar o identificar adecuadamente los sucesos entre los que se establece la relación. No es indispensable que se incluyan las propiedades en virtud de las cuales los sucesos producen sus resultados. Pero, en caso de que se incluyeran en el enunciado, si no nos olvidamos de que su función es eminentemente referencial y no descriptiva, la verdad del enunciado no tiene por qué alterarse al hacer sustituciones en las descripciones de los sucesos involucrados: la validez de todas las sustituciones se restringe a los términos correferenciales. La lectura estándar de la tesis de la extensionalidad se aplica a los términos referenciales, de manera que las sustituciones de descripciones en sus términos singulares, si es que el contexto es genuinamente extensional o transparente, no debe alterar el valor de verdad del enunciado. El principio de sustitutividad salva veritate no se respeta en el caso en el que los términos singulares o las descripciones definidas del enunciado

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