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Libro electrónico299 páginas4 horas

Encuéntrame entre libros

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Antes de ser el sueño de alguien más, cumple los tuyos, antes de que tu corazón vuelva a romperse, enséñale a recuperarse. Es maravilloso como aquello por lo que nunca encajaste se convierte en tu punto de partida para vivir el resto de tu vida.
Entre el miedo a abandonar la ciudad, en espera de un despertar, ocultándose entre guantes y abrigos, y buscando el abrir de unos ojos entre páginas de libros. Tres historias que se encontrarán para escribir una nueva.
Las estrellas, el apacible verano, los días de otoño y las lluvias repentinas de Oxford, te acompañarán en un viaje que te demostrará que, aunque el destino tenga un plan escrito, existen rebeldes con tinta y pluma que se atreven a cambiarlo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 ene 2023
ISBN9788418726422

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    Encuéntrame entre libros - Ricky Longo

    FRONTAL_Encuéntrame_entre_libros_ALTA.png

    Publicado por:

    www.novacasaeditorial.com

    info@novacasaeditorial.com

    © 2023, Ricky Longo

    © 2023, de esta edición: Nova Casa Editorial

    Editor

    Joan Adell i Lavé

    Coordinación

    Edith Gallego Mainar

    Cubierta

    Javier Leonardo Arias

    Maquetación

    Meritxell Matas / Cristina Segura

    Corrección

    María Baz / Marc Campos

    Impresión

    PodiPrint

    Primera edición: Enero de 2023

    ISBN: 978-84-18726-42-2

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

    Encuéntrame

    entre

    libros

    RICKY LONGO

    Índice

    Dedicatoria

    Prólogo

    Tomas (sin tilde)

    Una vieja bicicleta

    Bienvenido a Oxford, Rony

    Tras el conejo blanco

    Estrellas perdidas

    Rosas blancas

    Anhelando un despertar

    Lagartijas y calabazas

    Aroma a madera y la luz del sol

    Navidad en Oxford

    Cielo ámbar, ojos marrones

    Siempre llueve en Inglaterra

    Tomás (con tilde)

    Ayúdame a recordar

    Ojos oceánicos

    Guantes y abrigos

    Un amor para siempre

    La última carta

    Tránsito de Venus

    Hasta siempre, Oxford

    Un regalo desde muy lejos

    Rebeldes con tinta y pluma

    Las estrellas encuentran su hogar

    Agradecimientos

    Biografía

    A ti, porque de todos los libros

    en el estante, has elegido este.

    Prólogo

    Mi nombre es Tomás, aunque al llegar a Reino Unido la tilde desapareció por completo. Estoy a punto de cumplir veinticuatro años y acabo de descubrir lo difícil que es alejarse de casa, vivir a miles de kilómetros y un enorme océano de distancia de las personas que amas. Sin embargo, eso es precisamente lo que me trajo aquí, el alejarme de casa era algo necesario si quería volver a empezar.

    Vivo en la costa Brighton desde hace un año y llegué aquí justo después de bajarme del avión que aterrizó en Londres. Una ciudad junto al mar era exactamente lo que necesitaba. Siempre he amado el sonido de las olas y la arena, por lo que cambiarme de ciudad este verano me parece una triste pero necesaria decisión.

    Parece ser que tengo una obsesión por el espacio y todas las cosas diminutas que brillan en su enorme extensión. ¿Qué si soy astrólogo? Vaya, ni pensarlo. Pero la mujer que amo cree en los astros y solía pasar horas por las noches encontrándole formas a las constelaciones. Yo, por mi lado, decidí anotarme a la carrera de negocios, aunque meses después terminé abandonándola por completo.

    Hasta hace unas horas vivía de mi increíble talento para cultivar y producir vegetales, o lo que llaman un «proveedor de restaurantes». Los chefs de la costa Brighton pagan muy bien por lo que sus clientes definen como «productos orgánicos», aunque confieso que en algunas ocasiones he tropezado voluntariamente regando fertilizante sobre algunas cuantas verduras, pero nadie lo ha notado.

    También debo confesar que estoy obsesionado con algo más, algo imposible de controlar: el tiempo. Porque a veces las cosas parecen tardar más de la cuenta, y bueno, no soy precisamente un hombre paciente. Claro, todo esto era antes de tomar la decisión de mudarme a Oxford este verano; no estoy muy seguro de a qué me dedicaré, ni si estaré tan pendiente del paso del tiempo.

    Esta mañana decidí caminar una última vez sobre la arena de Brighton, contemplar los rayos del sol que muchos aseguran ver en tonos naranjas, aunque a mi parecer están combinados con el frío de las nubes, lo que los hace casi ámbar.

    Justo ahora son las once cuarenta de la mañana y mi equipaje parece pesar más de la cuenta, por suerte en los trenes nunca se fijan en ese pequeño detalle. Además, hay algo dentro de mí que pesa más que mi propio equipaje. Un recuerdo que deseo olvidar y unos ojos marrones que anhelo volver a ver.

    Tomas (sin tilde)

    La ciudad de Oxford era por muchas cosas diferente a la costa de Inglaterra, sus calles estaban llenas de universitarios en bicicletas y pretenciosos sabelotodo, una parte de ellos veía el universo desde un mismo punto de vista y cualquiera que estuviera en contra de su filosofía podía pasar un mal rato en medio de discusiones sin finales absolutos.

    Tomas (sin tilde) llegó en tren a las cuatro de la tarde cuando la ciudad empezaba a moverse, las universidades empezaban a soltar a todos sus albergados y unos cuantos más salían de los pequeños edificios medievales que escondían decoraciones minimalistas detrás de sus paredes. Los autobuses circulaban con lentitud sobre las calles y parecía que el ruido era inexistente.

    —Es extraño que todo sea tan silencioso —expresó Tomas en voz alta mientras tiraba de la agarradera de su maleta con ruedas.

    Sus ojos azules encajaban en aquel lugar, aunque el acento extranjero lo delataba de inmediato, además de su piel casi bronceada que contrastaba con la multitud de aquel continente. También su estatura, aunque no era muy alto, era el único de sus dos hermanos que había superado el metro setenta y siete. Sus orejas puntiagudas como de hobbit y su cabello castaño casi al cero por los lados y rebelde de la coronilla le daban un aspecto encantador. Llegó con mucha suerte a aquel país y se instaló como becado en la Universidad de Brighton, la cual había abandonado hacía unos meses. Aunque su renuncia a la universidad fue un disparo a sus ideales de vida, las autoridades educativas le ofrecieron una segunda oportunidad de retomar sus estudios, puesto que los motivos de abandonarlos no fueron exactamente un deseo voluntario de desperdiciar tan sustanciosa oportunidad de crecimiento. De cualquier forma, la decisión de continuar con la vida universitaria había sido postergada por unos meses mientras retomaba lo verdaderamente importante y por lo que decidió mudarse a la ciudad de Oxford, lejos de la apacible costa de Brighton.

    El programa de nuevos residentes le dio la oportunidad de servir a una institución prestigiosa que ofrecía un amparo sustancioso, un salario muy bien valorado y una carta de recomendación digna de enmarcar y colgar en la pared.

    Mientras se dirigía hacia aquel lugar, cuando esperaba a que el semáforo peatonal cambiara de color, sintió el vibrador de su teléfono que anunciaba la primera llamada en aquella nueva ciudad. Tomas metió la mano en el bolsillo del pantalón y tomó su teléfono, leyó el nombre de su único amigo en la pantalla y deslizó el botón verde para responder.

    —Rony, amigo.

    —Cuéntame todo —se escuchó la voz del inglés a través del sobresalto de las bocinas de los coches.

    —Acabo de llegar, no hay mucho que contar —respondió Tomas cuando se apuraba a continuar la marcha.

    —¿Aún no estás con ella?

    —Aún no.

    —Tranquilo, toma el tiempo necesario para conocer la ciudad y luego cuando creas que es conveniente, hazlo.

    —¿Qué tal todo por allí? Dime que no has incendiado nada —respondió Tomas con una sonrisa que deseaba no embarcarse en otros temas.

    —Todo bien, las cosas crecen por aquí… sabes a lo que me refiero.

    —Hay una lista enorme de clientes exigentes, amigo, confío en ti.

    —Lo sé, todo está bajo control. Oye, agradezco que hayas confiado en mí. Te prometo que no dejaré que tu barco de verduras se hunda.

    —O que se incendie —bromeó Tomas.

    —De acuerdo, he dejado el cigarrillo, algo más que agradecerte.

    —Muy bien, Rony, estaré de vuelta muy pronto.

    —Sé que todo estará bien, envíame una foto cuando llegues a Christ Church.

    —Lo haré, es más... te llamaré en vídeo ahora, quiero que veas esto.

    Tomas cambió la función de su teléfono a videollamada, el rostro sonriente de Rony apareció de inmediato en la pantalla.

    —Tienes la nariz roja, ¿qué has estado haciendo? —preguntó Rony con rapidez.

    Su cabello oscuro y desmechado rebelaba una edad más joven que la de Tomas, su piel lechosa y sus ojos negros y rebeldes ofrecían agradecimiento y una fraternidad auténtica.

    —No he hecho nada, la ciudad es cálida pero el viento lleva de todo a tu nariz… y a todos lados —bromeó Tomas enseguida.

    —Muéstrame la ciudad —demandó Rony a través del teléfono—. Wow… sí que luce antiguo —exclamó de inmediato cuando Tomas giró la cámara principal del teléfono.

    —De acuerdo, eso es todo. Prometiste venir un fin de semana, hasta entonces no verás nada más de esta ciudad —dijo mientras sonreía.

    —Mucha suerte, amigo, estaré aquí cuando me necesites y recuerda… volverás a verte en sus ojos.

    —Te veré pronto, hasta luego. Recuerda la lista de clientes.

    —Lo haré, adiós.

    —Adiós.

    Tomas continuó su marcha hasta la estación más cercana, divisó el autobús rojo que se acercaba, levantó su pesada maleta de ruedas y esperó a que pudiera subir. Revisó las indicaciones en su teléfono mientras tomaba asiento, calculó las paradas y el resto que debía seguir caminando, halló un tiempo para poder descansar y se quedó dormido por quince minutos.

    Al despertar quedaban dos estaciones, así que se apuró a alertar sus sentidos y revisó sus bolsillos como lo hacía siempre. Notó que todo estaba en orden y se reacomodó en el asiento para prepararse a bajar del autobús.

    Al tocar de nuevo el asfalto de Oxford, sus pies sintieron a través de sus tenis azules el calor de la avenida, sus pantalones beige se habían manchado en algún lugar y reveló con una mueca el desagrado que le causaba. Intentó sacudirse la mancha oscura, pero fue imposible desprenderse de ella. Retomó su marcha mientras tomaba la agarradera de su maleta, el ruido de las ruedas llenó el estrecho callejón que lo condujo hasta uno de los jardines más grandes que jamás había visto.

    Al cruzar la calle, el Christ Church College le daba la bienvenida, sus caminos adoquinados y las enormes y verdosas paredes llenas de musgo que parecían tener vida propia, todo lucía como salido directamente de un cuento fantasioso y la energía cálida del sol terminaba por generar un encanto más al atravesar las hojas de los árboles y aterrizar directamente en el césped espeso.

    Tomas abrió la bandeja de correo de su teléfono, leyó apresurado el cuerpo del mensaje diplomáticamente redactado y fue directo a las indicaciones de la firma digital con el logotipo de la universidad. Se aseguró tres veces de haber leído bien el nombre de la persona que lo estaría esperando y caminó deprisa cuando reconoció la hora en la pantalla del teléfono.

    Empujó las puertas batientes de vidrio con marco de madera que anticipaban la entrada de piso rústico y reconoció las banderas de Inglaterra y la de la universidad, y se apuró a caminar hasta el pasillo veintitrés donde encontraría la puerta ocho. Se sintió apenado por el ruido escandaloso que las ruedas de su maleta provocaban sobre el piso y decidió levantarla para evitarse la vergüenza. Continuó su andar distraído mientras observaba las fotografías antiguas sobre los muros de la edificación, el esfuerzo acumulado en su hombro le recordó que odiaba ser zurdo, por lo que cambió el peso al otro brazo y sintió un alivio inmediato.

    —Estoy a tiempo —dijo para sí mismo cuando vio la fuente junto al baño de mujeres.

    Se apuró a absorber el agua que salía disparada del pequeño grifo, miró hacia los lados para asegurarse de que nadie lo veía y se lavó deprisa el rostro. Después, tomó su pañuelo celeste y se secó rápidamente antes de que alguien notara el acto de rebeldía.

    Como si el tiempo le hubiera regalado los minutos exactos, la puerta ocho se abrió de pronto mientras delataba un ruido de madera crujiente.

    —Thomas —pronunció un hombre con ese sonido innecesario después de la «T».

    —Señor Bridge —respondió sin importarle la pronunciación de su nombre.

    —Por favor, llámame Rony.

    —Mi mejor amigo se llama Rony —sonrió Tomas.

    —De acuerdo, dime solo Bridge.

    —Intentaré hacerlo, agradezco la confianza que han depositado en mí.

    —No te apures a agradecer aún T-h-omas —volvió a pronunciar Bridge—. Recuerda que estás aquí para una prueba y posterior a ello empezarás oficialmente —sonrió de último.

    —Lo sé, señor… Bridge.

    —Estas son las llaves de tu armario, las de tu habitación y las del cuarto de jardinería. Comenzarás allí y luego veremos en qué eres experto —anunció Bridge con una afable sonrisa.

    —De acuerdo… Bueno, tengo experiencia con la tierra así que me gustará el trabajo.

    —Lo sé, leí tu carta. Los vegetales orgánicos están muy de moda.

    —Un poco… —dijo Tomas mientras recordaba los sacos secretos de fertilizante.

    —Te mostraré la universidad —propuso Bridge, al propinarle un golpecito de recibimiento en el hombro—. Bueno, puedes dejar eso aquí mientras recorremos el lugar —sugirió, refiriéndose a la maleta ruidosa—. Luego te mostraré tu habitación.

    —Está bien.

    La tarde empezó a dibujar reflejos dorados en el cielo que deseaba tomarse un descanso, la noche llegó pasadas las ocho, pero antes de hacerlo, el verano invitó a las aves a cantar melodías repetitivas que resonaban en secreto entre los árboles.

    Tomas se instaló en la que sería su habitación por un tiempo indefinido. Descubrió el enorme espacio vacío que quedó en el armario después de colocar su ropa, y cuando se dirigió al baño diminuto a cepillarse los dientes vio su reflejo en el espejo y notó su nariz roja, lo que le recordó a Rony; tomó un par de fotos del baño, una de ellas en el espejo reflejándose mientras se cepillaba los dientes y varias más de la habitación cálida y de los cobertores aseñorados que vestían la cama. Las envió de inmediato al número de Rony quien respondió con íconos de risas.

    Después de ponerse el pijama cayó rendido sobre la cama, renunció a los cobertores y apagó la luz de la lámpara mística que adornaba la mesita de noche. La oscuridad lo cubrió mientras el sueño tardaba en buscarlo. Cuando las horas por fin parecían empezar a caminar, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido.

    En medio de la calurosa madrugada, la sensación desagradable de humedad lo despertó desconcertado, sintió la hendidura de sus pectorales pegada a la ropa totalmente bañada en sudor, se apuró a levantarse y se dirigió al armario sin comprender el porqué de la sobredosis de sudoración en una ciudad que no era precisamente vecina del infierno.

    Tomas se desvistió hasta quedar completamente desnudo, tomó una camiseta vieja del armario y unos shorts ligeros que cubrieron sus prominentes glúteos. Se encaminó a la cama, revisó la hora en su teléfono y notó que no había transcurrido demasiado tiempo. Encendió la música y colocó de nuevo el teléfono sobre la mesita de noche. Algunos recuerdos indeseados caminaron sobre su mente y se obligó a hacerlos caer por el precipicio del olvido. Vio hacia el borde de la cama y movió su pie izquierdo, suspiró y cerró los ojos como si aquella acción presionara el botón para dormir.

    A la mañana siguiente, el despertador del teléfono sonó con su canción favorita, las seis de la mañana apenas pintaba un tenue amanecer y Tomas decidió tomar una ducha mientras escuchaba el resto de canciones de su lista de reproducción.

    Se vistió con su atuendo de trabajo, una camisa de mangas cortas a cuadros, un pantalón de lona dispuesto a ensuciarse, botas y una gorra de su antigua universidad.

    Sus ojos azules reflejados en el espejo de cuerpo completo de la habitación capturaron los rayos del sol que entraban por la puerta del baño. Analizó su vestimenta, tomó su teléfono de encima de la cama y lo llevó al bolsillo de sus pantalones de trabajo, no se dio cuenta de la hora exacta y salió por la puerta en dirección al jardín.

    Antes de decidir qué era lo que aquellas criaturas de clorofila necesitaban, Tomas analizó por completo el jardín junto al pasillo. Notó que algunas de las plantas habían sido trasplantadas recientemente y se dio cuenta de que lo hicieron sin mucho afán. Después de la inspección, corrió hasta el cuarto de jardinería, abrió la puerta y se sorprendió de que adentro todo estuviese tan ordenado y bien clasificado. Tomó un par de palas de jardín, dos cubetas para la tierra y renunció a los guantes, puesto que adoraba sentir la sensación de la tierra en sus manos.

    En la próxima hora dedicó su esfuerzo en volver a trasplantar todo aquello que había visto, movió de un lado a otro las plantas sin flores y armó un pequeño corral con los restos que cortó. El jardín lucía desastroso, pero Tomas estaba seguro de que en una o dos semanas el resultado sería asombroso.

    Bridge pasó a saludarle de vez en cuando y se sintió orgulloso de que Tomas tuviera tanta iniciativa, aseguró para sí mismo que llevar a aquel joven como apoyo a la institución había sido una acción acertada y no dudó en que aquello era solo un comienzo.

    —Veo que has cambiado casi todo de lugar —intervino Bridge.

    —Sí, realmente estas crecen mejor si están solas y en el lugar en el que estaban no habrían llegado muy lejos —dijo, refiriéndose a las plantas.

    —Dejaré todo en tus manos, eres el experto.

    —¿Hay algo más que necesite que haga después de trasplantar?

    —Eres libre de hacer lo que quieras, es tu jardín, cuídalo y toma las mejores decisiones en cuanto a él.

    —De acuerdo.

    —Y, por favor, tutéame, que no tengo tantos años, ¿o me veo tan viejo? —bromeó Bridge, mientras se cubría del sol que iluminaba sus ojos verdes.

    —No, señor… Bridge. Pareces casi de mi edad —respondió con timidez.

    —Te veré después del almuerzo, T-h-omas —dijo Bridge—… Aguarda, ¿cuántos años tienes?

    —Casi veinticuatro.

    —¿Cuántos aparento yo?

    —¿Veinticuatro y medio? —parafraseó Tomas.

    —Me agradas, T-h-omas, me agradas —respondió mientras se marchaba.

    El almuerzo reunió a los nuevos amigos en el comedor. Tomas le enseñó a Bridge a pronunciar su nombre sin la estorbosa «h», y aunque la tarea resultó sencilla, pudo notar que cada vez que Bridge dudaba de su pronunciación, sus espesas cejas marrones se elevaban y caían enseguida sobre sus perezosos párpados.

    Luego, Bridge le mostró el resto de la universidad, o al menos la parte que alcanzaron a ver antes de que el cúmulo de estudiantes saliera en estampida.

    Cuando llegó el atardecer Tomas se dirigió a su habitación, tomó un baño veloz y se vistió con otro de sus pantalones beige, escogió una camisa polo celeste y se calzó unos tenis increíblemente blancos. Después, tomó sus llaves y su teléfono y salió deprisa de la universidad.

    Caminó por el callejón que lo había llevado hasta allí, trató de leer el nombre de aquel estrecho pasaje, pero decidió apurar el paso. Continuó hasta la avenida principal, tomó un autobús que lo condujo a la 41 Ridgeway Rd. Al llegar, atravesó la puerta de la penúltima casa de ladrillos de la calle y desapareció entre las luces del lugar.

    Una vieja bicicleta

    Habían pasado dos semanas desde que Oxford se convirtió en la nueva ciudad para Tomas. Las calles respiraban el aire fresco y lo convertían en un cálido vapor casi visible ante los ojos de cualquiera, los universitarios empezaban a disfrutar sus días libres y preparaban las anheladas vacaciones bajo los desafiantes rayos del sol. Los zapatos deportivos fueron reemplazados por las sandalias y las camisetas sin mangas reanudaban su protagonismo. Tomas había intentado distraerse yendo al río en un par de ocasiones, pero el cúmulo de gente lo decepcionó un poco y terminó volviendo a la universidad a embarcarse en labores que él mismo inventaba, con tal de no pensar tanto en el vaporoso calor.

    Los desayunos gratis en el comedor habían empezado a acostumbrar su paladar a lo realmente exquisito; estaba el pan de vainilla que podía sumergir en un latte espumoso, el coctel de frutas que podía repetir cuantas veces quisiera, los waffles acompañados de jalea, y lo mejor de toda Europa, el delicioso y extasiante jugo de naranja.

    Los recuerdos de la costa Brighton se pronunciaban de vez en cuando. En ocasiones invertía una o dos horas en videollamadas con Rony mientras el inglés le mostraba que todo, en efecto, continuaba igual; los vegetales crecían, la lista de clientes no había disminuido, y tenía un nuevo acompañante, un labrador negro de dos años que adoptó y que se había mudado con él al huerto y al cuartucho de madera que hacía de vivienda.

    Rony ofreció su esfuerzo no solo para cuidar el negocio de su amigo, sino también en remodelar el viejo cuarto, instaló una pequeña cocina y mudó el baño a la parte de afuera, lo que permitía que el espacio no solo luciera, sino también fuera más grande. Tomas estaba agradecido y le prometió encontrar un largo fin de semana para viajar y agradecerle en persona todo su esfuerzo.

    La costa de Brighton

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