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Wuhan el origen
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Libro electrónico197 páginas3 horas

Wuhan el origen

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¿El coronavirus escapó de un laboratorio secreto chino? ¿Existe una vacuna inmunizadora que nunca se ha dado a conocer? La doctora Wen, una de las mejores científicas del laboratorio virológico de Wuhan en china, se encontraba esperando una cita en un bar de solteros. Recibe una llamada y vuelve a su trabajo para colocar una vacuna y un frasco con virus en una caja para ser retirada al día siguiente. Ella se percata de que el agente patógeno fue liberado y sale de allí infectada con él. Huye aterrada en búsqueda de la doctora Li, su jefa, para contar ese hecho grave. Se esconde en un hostal detrás del mercado de animales de Wuhan, empezando de esta manera el contagio entre personas, y extendiéndose a nivel mundial. Aquí comienza la aventura de una historia fascinante.

IdiomaEspañol
EditorialJuan Speciale
Fecha de lanzamiento1 ene 2023
ISBN9798215676059
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    Wuhan el origen - Juan Speciale

    Wuhan

    El origen

    ––––––––

    Sentada en la barra del bar para solteros llamado Dānshēn del cual era asidua cliente, miró su reloj. Eran cerca de las ocho de la noche de ese viernes de finales de noviembre, y aún faltaba aproximadamente media hora para que llegara Huang.

    Lo había conocido a través de una aplicación de internet para encontrar pareja, y le pareció una persona agradable e interesante después de haber conversado en algunas ocasiones por teléfono. No era de fijarse en cualquier hombre solo por su buena apariencia, y pensando que podría ser una buena compañía para disfrutar de una velada, lo citó allí para conocerlo personalmente, y si llegara a darse una buena conexión entre ambos, pasar juntos la noche. Hizo una seña al barman para que le sirviera otro vaso de whisky, más para entrar en calor en esa fría noche, y así hacer pasar el tiempo hasta que llegara el hombre a quien esperaba.

    Estaba arrepintiéndose de haber llegado muy temprano. Nunca se hacía ilusiones cuando conocía a un hombre por el simple hecho de interesarle, pues pensaba que el cargo que ostentaba en su profesión no le permitía eso. Por el momento, por lo menos. Las personas que trabajaban para el estado vivían siendo vigiladas, y hasta sus teléfonos estaban intervenidos. Así que su vida transcurría entre el trabajo, la mayor parte del tiempo, y una que otra relación ocasional de vez en cuando.

    Formar parte del plantel de científicos en el departamento de virología en el nivel de máxima seguridad, la convertía en una de las personas importantes de ese gabinete. Trataba directamente con el secretario adjunto del ministro, y estaba bajo sus órdenes. El barman colocó el vaso de whisky delante de ella.

    Bebió un buen sorbo.

    Su celular, que siempre lo tenía a la vista sonó sobre la barra, y le echó una mirada de reojo para ver de quién provenía la llamada telefónica.

    No reconoció el número, y pensó que podría ser de Huang, así que atendió la llamada. Del otro lado de la línea alguien se identificó con una contraseña y un nombre. Conversaron alrededor de un minuto, luego ella pagó la cuenta y se marchó. Se subió a uno de los taxis que esperaban por clientes fuera del bar. Aunque sabía conducir un coche, no lo tenía. Se sentía más segura manejándose así. Dio la dirección al chofer y se acomodó en el asiento posterior.

    Dudó entre si debía avisar o no a Huang. «Con un poco de suerte podré volver a tiempo», pensó. Tenía ganas de emborracharse esa noche, pues le habían dado licencia por una semana, y tenía planeado visitar a sus padres al día siguiente.

    Llegaron a la dirección indicada, pagó la cuenta y fue caminando hasta la entrada del edificio, donde mostró su credencial a los guardias, que después de ser verificada la dejaron pasar.

    La doctora Wen. Así era conocida la bella y elegante científica de treinta y dos años de edad por quienes trabajaban con ella. Era una de las mejores virólogas del país. Los guardias la siguieron con la mirada para controlar si continuaba directamente hasta el ascensor que la llevaría al departamento de virología que se encontraba en el tercer piso, donde trabajaban una decena de los mejores científicos de la rama de biología molecular de nivel de seguridad P4, o giraba a la izquierda, hacia el ascensor que la conduciría al subsuelo, donde se encontraba el laboratorio secreto de nivel P5, del cual nadie tenía conocimiento, salvo un número muy reducido de personas de la élite oficial del cual ella formaba parte. Giró a la izquierda. En ese laboratorio trabajaban con virus que podrían ser usados como armas biológicas, y en especial con los que eran modificados genéticamente. Las siglas P1, P2, P3, indicaban el nivel de bioseguridad de los laboratorios que trabajaban con virus y bacterias. Los laboratorios de más alta seguridad usaban las siglas P4, reconocidos mundialmente y muy controlados. Pero nadie conocía la existencia de ese laboratorio de seguridad P5.

    Volvió a identificarse para entrar al ascensor, y bajó al subsuelo, donde se encontraban media docena de guardias distribuidos a lo largo de ese pasillo. Odiaba los ascensores, y si podía los evitaba. Llegó al final, introdujo su tarjeta de identificación en la ranura de verificación de identidad, para luego pasar por el identificador de reconocimiento facial. Se abrió la puerta corrediza, entrando al salón donde se depositaban en un armario los artículos que no ingresaban al laboratorio, como carteras, bolsos, celulares o abrigos. Volvió a cerrarse la puerta. Ya lo conocía de memoria y no necesitaba mirar donde estaba el interruptor de luz para prenderlo. Solo seis personas tenían acceso directo a ese recinto, nadie más. A la derecha se encontraba otro salón de dimensiones más grandes, donde las personas que ingresarían al laboratorio debían colocarse el traje protector. Le pareció raro encontrar la puerta abierta, y pasó dentro, estaba débilmente iluminado por la luz proveniente del salón de entrada, y fue en busca de su traje protector, de un color blanco inmaculado colgado de una percha con sus iniciales en la parte izquierda del pecho en letras azules, y lo tomó entre sus manos. Odiaba ese color. Le recordaba su niñez.

    Ocurrió en su fiesta de cumpleaños organizada por sus padres para festejar sus ocho años. Las velas eran rojas en el medio de la torta decorada en blanco con crema chantillí y fuegos artificiales de colores a los costados de las velas. Tenía puesto un vestido del mismo color que el uniforme que utilizaban dentro del laboratorio. Intentando apagar las velas, tropezó y fue al suelo, entretanto los fuegos artificiales que estaban prendidos sobre la torta cayeron sobre ella, quemando su rodilla derecha y el vestido. Unos minutos más tarde la llevaron al hospital, dándose por finalizado el cumpleaños.

    Pensó que no hacía falta seguir el protocolo como lo dictaban las reglas para ingresar al laboratorio, pues solamente debía colocar una cápsula que contenía una vacuna, y un frasco con virus en su interior en una pequeña caja, para que la retiraran temprano al día siguiente. Además, dentro del laboratorio existían alarmas, que ante la presencia de virus en el ambiente, por más baja carga viral presente, sonaban para proteger a los que trabajaban allí. Así que colocó de nuevo su traje en el perchero y se dirigió al laboratorio presurizado. Casi cayó al piso debido a un tropezón con la puerta que estaba entreabierta. No había prendido todas las luces, y se preguntó quién pudo haberla dejado sin cerrarla. A pesar del leve mareo que sentía por estar bajo los efectos del whisky que había tomado, estaba segura que eso no iba a afectarla. Pero necesitaba de ese trago para relajarse de la tensión a la que estuvo sometida esas dos últimas semanas, que fueron las más complicadas desde que fue trasladada del laboratorio donde trabajaba anteriormente.

    Si le pareció raro encontrar la puerta del salón abierta, esto lo consideró inadmisible. La puerta presurizada debía estar cerrada sí o sí, sin excepción alguna. Y aunque confiaba en que sonaría la alarma si estaba en presencia de cualquier tipo de virus, se dijo a sí misma que comunicaría personalmente a la doctora Li, su jefa, sobre ese hecho inadmisible en el laboratorio. Prendió las luces e ingresó. Se acercó a la mesa sobre la cual había dejado la cápsula con la vacuna dentro para que lo examinara al día siguiente la Doctora Li, pero no la encontró. Pensó durante unos segundos dónde la había dejado. Sí, se le había olvidado por un instante. «Pero no por culpa de la bebida que había tomado en Dānshēn», pensó. A veces solía dejar sus tareas por concluir en la bolsa de desechos tóxicos. Lo hacía para que nadie tocara sus trabajos, pues en el laboratorio donde trabajaba anteriormente, una persona había derramado un líquido sobre un trabajo casi terminado en su ausencia, pasando así por una mala experiencia debido a ese hecho. Desde ese entonces, se tomó por costumbre esconderla allí. Solía hacer eso a espaldas de la cámara que se encontraba en el techo, y como era la encargada de trasladar la basura tóxica hasta el incinerador, nadie más la revisaba, y aunque al día siguiente no vendría por el inicio de sus vacaciones, con un mensaje a la doctora Li, podría solucionarlo. Esa vacuna aún debía pasar por un largo proceso de pruebas hasta ser aprobada para su uso, pero básicamente ella sabía que pasaría todas las pruebas. No en vano, estuvieron trabajando casi tres años en ella día y noche. Se agachó tomando con mucho cuidado la bolsa de color rojo, de donde sacó la cápsula ultraliviana de grafeno especialmente construida para guardar la vacuna, que debía estar en su interior a una temperatura menor a cero grado centígrado, y la colocó en la pequeña caja de madera de bambú. Pasó luego a buscar el frasco con los virus.

    No la encontró donde debía estar. Su compañera y jefa de sección, la doctora Li, era un modelo de profesionalismo, y lo hubiese dejado en su sitio si lo hubiera manipulado. Levantó la mirada, y en la primera recorrida visual lo vio. El frasco de vidrio estaba a su derecha, sobre un estante pegado a la pared, a poco más de metro y medio de altura sobre el suelo, al borde de la caja donde debía estar guardado. Evidentemente alguien lo retiró de su caja y no lo volvió a colocar en su sitio. Se detuvo un instante a pensar en quién pudo haber sido la persona irresponsable que lo dejó en ese sitio tan inseguro sobre esa pequeña caja. ­

    «¿Habrá sido el doctor Wong?», se preguntó. El protocolo decía que no debía tomarlo hasta tener la absoluta certeza de poder asegurarlo con ambas manos, pues al ser un frasco de vidrio, podría romperse si caía al suelo y liberar los virus que estaban dentro.

    Y ese suave mareo que no la dejaba.

    Dio tres pasos hacia su derecha, y aferró con ambas manos el frasco donde estaban los virus que habían podido modificar después de un largo y complicado trabajo de ingeniería genética que había durado algo más de tres años. Lo miró más de cerca, y una oleada de terror se apoderó de ella, ¡¡¡estaba abierto!!! Por unos segundos no supo cómo reaccionar, era imposible que no haya sonado la alarma, el líquido en el cual se encontraban los virus era muy volátil, y la carga viral en ese instante debía estar en su nivel más alto. A pesar de la desesperación del momento, trató de conservar la calma. Los virus, los más peligrosos creados por el laboratorio hasta ese momento, debían estar diseminados en el aire, y la alarma no había sonado. Buscó una tapa, cerró el frasco y lo colocó en la caja junto a la vacuna, guardándola de nuevo en la bolsa de desechos tóxicos bajo esa larga mesa, y se dirigió prontamente hacia la cabina de descontaminación. Los virus que habían modificado, eran de los más sencillos de la influenza, pero muy letales en su nueva combinación genética con otros virus, y los habían colocado en un líquido muy volátil dentro de ese frasco para que pudieran conservarse por decenas de años dentro. Se desvistió, guardando sus ropas en una bolsa preparada para tal efecto, luego lo colocó en una caja donde depositaban la basura tóxica, y se introdujo bajo la ducha de descontaminación durante varios minutos. No podía pensar bien en lo que estaba sucediendo. El mareo, más la desesperación del momento, obnubilaban su mente. Y no tenía dudas de que había estado en contacto con una altísima carga viral de los virus originales más letales. Toda esa habitación debía estar infestada de virus, por el aire y el suelo, y lo había aspirado al no usar el traje protector. Para más, no había sonado la alarma de seguridad.

    Cerró la manija de la ducha y salió por la puerta de salida. A pesar del grave percance, trató de mantener la calma y seguir el protocolo. Era la primera vez que usaba la cabina de descontaminación en un caso de accidente, y ni una mascarilla se había puesto.

    La ira que sentía en ese momento hacía que por su mente pasaran las ideas más alocadas de hacer justicia por manos propias. Quería encontrar al culpable de lo que estaba sucediendo. Y justo le ocurría a ella, que se jactaba de ser un ejemplo de pulcritud y profesionalismo. Era una mujer precavida, y siempre dejaba un juego de ropas en el vestidor por si ocurría alguna emergencia. Lo sacó de allí, se vistió, y tomando su cartera salió del edificio. No quiso hacer sonar la alarma sin antes avisar a la doctora Li. Tampoco intentó llamarla, pues el servicio secreto se enteraría del accidente, y no quería que ellos lo supieran antes que ella. A pesar de estar mareada, confundida y desesperada, pensó que aún podría manejar bien esa situación. Conocía el departamento de la doctora Li. Ya la había visitado en varias ocasiones, pues vivía sola, y decidió ir hasta allí para consultarle sobre lo que harían al respecto, y le contaría todo lo que había ocurrido desde que recibió la llamada en el bar, incluso el motivo por el que guardó de nuevo la vacuna y los virus en la bolsa de desechos tóxicos.

    Llegó en un taxi, descendió y llamó por el intercomunicador. Se identificó cuando la doctora Li preguntó quién era. La respuesta fue cortante y contundente. No podría atenderla en ese momento, y al día siguiente estaría en el laboratorio por si necesitaba hablarle, y cortó. Volvió a insistir con el timbre, pero no volvió a obtener respuesta alguna.

    No supo qué hacer ni a quién recurrir. La otra persona que trabajaba con ellas en el laboratorio era el doctor Wong, un excelente profesional pero muy huraño. Solo se saludaban. Además, ni se le pasó por la mente comunicarse con él. Ya se había hecho muy tarde y decidió ir a su departamento. Dudaba sobre cuál sería la mejor decisión que debía tomar en ese momento. Había estado en contacto con una alta carga viral muy infecciosa de los virus, y no sabía cómo podría afectar su organismo. Nunca hicieron prueba alguna para conocer las consecuencias a su exposición. Solo sabían que se transmitían con mucha facilidad, infectaban muchos órganos dentro de una persona, mutaban en virus más peligrosos y tenían una alta probabilidad de ser mortales.

    ––––––––

    Ni bien entró a su apartamento envió un mensaje de texto a la Doctora Li, comunicándole muy brevemente sobre un accidente ocurrido en el laboratorio, y la urgente necesidad de hablar con ella, aunque no le mencionó específicamente lo que había ocurrido. Mientras esperaba la respuesta, fue a darse una ducha.

    El agua tibia que caía con fuerza la dejó relajada, abriéndole el apetito. Salió del baño con ruidos en su estómago, yendo a ver que había en la heladera. Solo pan, un trozo de pollo, queso, leche y un par de cervezas. Se preparó un Sándwich y lo saboreó recostada en su cama. Volvió a revisar su teléfono... nada, y la doctora Li ya había visto su mensaje, así señalaba la información que mostraba su teléfono. La preocupación fue más fuerte que el hambre.

    No tenía la paciencia necesaria para esperar a que las situaciones favorables aparezcan en su vida, era una mujer de acción. Y no lo pensó dos veces. Se vistió con un viejo Jean con agujeros en las rodillas y en varias partes más, unas zapatillas deportivas, una blusa y su vieja campera de cuero negro con flecos. Tomó su bolso y salió. Nadie se imaginaría que bajo esa vestimenta, se encontraba una de las mejores científicas del país.

    Bajó corriendo las escaleras. Nunca usaba el ascensor. Le sacaba de casillas esperar para bajar o subir. Salió a la calle, e hizo señas a un taxi estacionado en una bodega de bebidas a metros del edificio, dio la dirección al taxista y pidió ir muy de prisa. Tenía un mal

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