Un caballero ilustrado
Por Ramón Ayerra
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Un caballero ilustrado - Ramón Ayerra
Un caballero ilustrado
Copyright © 1998, 2022 Ramón Ayerra and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374719
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
A la Casa Palacio de Hoyuelos, cabeza de la Baronía de El Hermoro, en cuyos salones he desgranado horas mágicas, sesteantes, felices.
UN CABALLERO ILUSTRADO
WENCESLAO se ha quedado frito en su butaca y ronca con ferocidad. Haciendo juego con la situación, Isabelino, su ayudante y mandadero, también duerme como un bendito. El sol entra a saco en el cuarto y les pega hermosos lametones en la cara. A mediodía, un hombre de bien y con la conciencia tranquila, no puede invertir su tiempo de forma más saludable.
Se oyen unos pasos y asoma la gaita Lázaro, con su cigarrín pegado al labio. Contempla el cuadro, se alza de hombros y baja a su vivienda, en el patio, a la vera de la Casa Palacio.
Entra en la cocina y comenta a Irene, la mujer.
—No corras con la comida, se han quedado roque.
—¡Jesús con éste amo nuestro!, si es que no lo deja.
Lázaro es comprensivo. La vida se ajusta a rigurosos, implacables ciclos.
—Mujer, es la siesta del carnero.
—Pero si va para una hora que ya se le patinaba el libro por la barriga.
—Para lo que tiene que hacer...
Sale y da una vuelta por el patio, se acerca a los corrales y pega un repaso a la pequeña granja. Se asoma a la huerta, echa un ojo a los álamos y llega a la conclusión de que todo está en orden, como es debido.
Lázaro, por los cincuenta, es largo y reseco y va en chaleco. Es el hombre fiel de Wenceslao, Señor de Río Moros. Se crió con él y ahora tiene a su cargo la capitanía e intendencia de la Casa Palacio.
Irene cubre las tareas domésticas, y particularmente la cocina, de la que apenas sale, tal es el gasto de boca que se hace en el lugar. Es agarduñada y altiricona, con un aire a las cigüeñas. Parece siempre a punto de echarse a volar.
El papel de Isabelino, el otro bello durmiente, tiene matices más complejos, más diluídos. Es un a modo de caballero de compañía del Señor. Oficia de ayudante, recadero, adjunto, pinche, asistente y cuantos empleos hay por el estilo.
Hijo de rústicos, como de chico prometía, la Casa le dio algunos estudios, pero pronto se supo que aquel cabezón no rulaba de forma conveniente y fue devuelto a su sitio de origen, como el género picado. A ratos lúcido, y hasta brillante, pasaba con facilidad a rotundos estados de tontuna.
Es Isabelino grandón, de carnes más que sobrantes, el pelo al rape y la chola, de enorme mamola, mejillamen y papada, basculante. Como para encontrársele al revolvér una esquina y en un pasillo oscuro.
—Un cerebro privilegiado –aseguraba Wenceslao en un susurro y con el índice en alto–, pero se le ha ido la mano a la naturaleza.
Y el Señor decidió en tiempos que le podía ser útil como colaborador en sus empresas y proyectos, y como persona de conversación y trato. También asumiría aquellos cometidos que escapasen a las aldeanas entendederas de Lázaro. Hombre leal y de absoluta confianza el buen Lázaro, pero poco dotado para las sutilezas y finuras que entraña el desenvolvimiento de las personas con instrucción.
Wenceslao se escora peligrosamente en su butaca y, con ocasión de un ronquido más aparatoso, hace un raro y se estampa contra el suelo. Con butaca y toda la pesca.
—¡Pero qué es esto!
La escandalera espabila a Isabelino y, sin mediar intervención de ningún agente externo, en la sala se sucede un estrépito de ruidos y de voces. Tal que si en ella maniobrase un cuerpo de ejército.
Isabelino se levanta con precipitación y derriba su butaca. Con la mente en una situación crepuscular, trata de hacerse cargo de la situación y de ayudar a Wenceslao, que se debate en el suelo sin acabar de comprender la razón de tanto descalabro.
Al guirigay, Irene se asoma al patio y alerta a Lázaro, que anda en la huerta.
—Sube, mira a ver qué les ocurre ahora.
—Se habrán caído al suelo, les pasa a veces.
Arrea una chupada al cigarrín y se dirige a las escaleras. Su experiencia le dicta una hipótesis bien verosímil, la de la caída, acerca de aquel inusitado fragor.
Los gorriones más rezagados abandonan a toda prisa la enredadera que cubre las paredes del patio. Cuando Lázaro entra en el salón ya andan los dos, el Señor y el ayudante, por el santo suelo, y con mucho derroche de energía por parte de los miembros. Pero el aturulle les puede.
Lázaro se hace cargo de la operación y, con algún esfuerzo, logra restablecer el equilibrio de objetos y personas. Wenceslao aventura consecuencias funestas.
—Juraría que me he roto una pierna.
—Entonces no podrías ni moverte, camina un poco y verás como se te pasa.
Da unos pasos y comprueba que la cosa no ha pasado a mayores. Mira el reloj y se espanta.
—¡Pero si es la hora de comer, vamos, mete prisa a Irene, que nos juntamos con la hora de la siesta y luego ya no hay manera de enderezar la tarde! Oh, Dios, tengo que estar en todo, y con el trabajo que me aguarda, hay que seguir con la acuarela cuando el sol esté encima de los ciruelos, y luego empezar un capitulo del libro y...
Lázaro sale tan tranquilo a poner la mesa en el comedor.
—Que me claven en la frente tus trabajeras –dice para sí con voz monótona–, y las del otro