Voces de Kiev
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Hoy es Ucrania. Ayer fueron los Balcanes, Irak o tantas y tantas otras. Porque desde que el mundo es mundo el ser humano muestra su poder y dirime sus conflictos con la guerra. Y de ella no deviene siempre algo mejor...
A esa gente que sufre, a los que no lo vieron venir, a los se ven obligados a abandonar su hogar, no tienen que comer y se refugian en otros países, va dirigido este libro. Por un mundo mejor.
Y por ello, el 100% de la recaudación de la descarga de este libro irá destinado íntegramente a los niños y niñas de Ucrania. Esperamos que este nuestro pequeño granito de arena llegue lo antes posible. Porque siempre nos queda la esperanza.
Todos los autores de los relatos, así como los colaboradores que han intervenido en la edición este libro, lo han hecho de forma gratuita.
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Voces de Kiev - Ana B. Nieto
El regalo
ANA B. NIETO
La alarma antiáerea de Kiev suena como un animal acorralado.
–¡No salgan de sus casas! –grita la policía– ¡El bombardeo es inminente! ¡Sus vidas corren peligro! ¡No salgan de sus casas!
A Anna, sin embargo, le parece que ésa es la opción más aterradora. La de parir allí sola, lejos de la maternidad y de su familia.
La maleta del hospital lleva un mes en la puerta, por si el bebé se adelanta: con su pijama, sus compresas, la bolsa de aseo, el primer bodi y el gorrito que le tejió la baba.
Sin pensarlo, la agarra y sale corriendo de la casa.
La estación de metro está a dos calles. Sólo tiene que llegar hasta allí, y estará a salvo. Con sus ciento cinco metros de profundidad, dicen que bajar al suburbano de Kiev es como viajar al centro de la tierra. Por ello tiene el récord de ser el más profundo.
–Pero ¿qué está haciendo, señora? ¡Vuelva a su casa! ¿Es que quiere morir?
A Anna le cuesta correr; con los kilos extra, arrastrando la maleta, le cuesta respirar y explicarse mientras el policía la abraza y la arrastra de vuelta hacia su casa.
–¡Piense en su niño! ¡Vaya dentro!
–¡Mi marido está en el metro! –miente ella. Su marido y su fusil están donde le ordenan–. ¡Tengo que llegar al metro! ¡Mi familia está en Zoloti Vorota!
La Puerta Dorada, ése es el nombre de la estación.
–La acompaño, la acompaño... –la tranquiliza el agente.
Recorre, agitada, al límite de sus fuerzas, esas dos calles del horror mientras escucha al fondo, como un trueno, las primeras explosiones. Teme que se le vaya a salir el corazón.
Las vibraciones suben del asfalto por su cuerpo embarazado, retumbando en sus huesos hasta el líquido amniótico. Se abarca la tripa.
–Lo siento, cariño. No pasa nada...
Tendría que haber salido del país cuando todavía podía moverse, maldita sea.
Durante esos nueve meses, le ha puesto al bebé la música de Mozart, como aconsejaban en sus canales las influencers americanas. Pero también a Mussorgsky, compositor de La gran puerta de Kiev. Duele pensar que quien mejor describió su amada ciudad, entre tambores, trompetas y campanas festivas, sea, precisamente, ruso.
Al llegar a la estación Puerta Dorada, encuentra cerrada la verja.
–No se puede pasar, está completo –dice el guarda–. No podemos admitir a más. Podría haber una avalancha...
–¡Mi familia ya está allí! ¡Por favor!
–Si mi superior se entera...
–Abra la maldita puerta. –El policía ha sacado un arma.
Las explosiones se oyen cada vez más cerca. El guarda se asusta y abre la cancela.
Anna arrastra su maleta hasta las escaleras mecánicas.
Son dos tramos largos hasta bajar del todo a los túneles. El trayecto se hace eterno. Hay poco espacio hasta el techo, tiene sensación de claustrofobia y sólo espera que las escaleras no se paren, porque entonces tendría que bajarlas andando, con la tripa hinchada y la maleta.
Mira el móvil, pero no tiene cobertura, no puede hablar con nadie. Se entretiene mirando las fotos de su marido, de los meses pasados cuando podían salir al parque o a un restaurante, haciendo listas con los nombres para el bebé. «Se llamará como mi babushka». «No. Se llamará como tú».
De súbito, siente un calambre en el vientre que la dobla en dos. Se le escapa el asa de plástico de las manos, y la maleta va rebotando hasta el final de la escalera con un clac, clac, clac.
Anna está sola en mitad de ese trayecto interminable. Teme desmayarse y caer por la escalera. Imagina golpe tras golpe en su vientre, como acaba de pasar a la maleta, que, reventada contra el suelo y abierta, ha dejado desperdigadas sus mudas, su ropa interior, las prendas de ganchillo...
Entonces, abajo del todo, asoma una mujer mayor; después otra más joven, y otra más. Lo ha conseguido. Allí estará protegida, como si la propia ciudad fuera una madre con un vientre que la ampara.
Enseguida la recuestan en un lugar aparte, bajo los candelabros altos de la estación, que revive el esplendor del antiguo Rus de Kiev. Parece una catedral del siglo XI.
–Mire a san Miguel, mi niña, mírelo, que él la protegerá...
El parto ha empezado, y Anna fija su atención en el mosaico del arcángel, con su caballo y su espada. La suya es una batalla muy distinta, pero hace falta el mismo coraje.
Las mujeres ya se han organizado a su alrededor. Son desconocidas, rostros indefinibles que van y vienen, todos iguales para una Anna que apenas puede concentrarse entre una contracción y otra, entre sudores fríos. Las señoras la cogen de la mano, mantienen lejos a los hombres, la acomodan, le dan agua. Las más ancianas desatan los nudos de abrigos, chaquetas y cinturones, como es la antigua costumbre. Dicen que así será más fácil.
–Ay, baba, ay, baba...
Ahora ellas son sus babushkas. Quizá su madre esté sirviendo de abuela a otra mujer desconocida ahora mismo, en otro lugar.
–De esto no se habla en los periódicos –dice una de ellas, nerviosa y a toda velocidad. Anna consigue oírla–. De quienes mueren por la guerra y no en la guerra misma. De cosas que se podrían evitar perfectamente...
–¿Hay algún médico en la sala? –grita una mujer–. ¿Alguien con experiencia en partos? ¡Por favor!
Una mujer joven y rubia al principio aparta la mirada, pero luego levanta la mano y