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Marcos quiere vivir del arte
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Libro electrónico127 páginas1 hora

Marcos quiere vivir del arte

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Marcos había terminado su formación como cineasta a sus veinte años. Al no poder dedicarse a ello, se alejó de ese rubro. Veinte años después se encontró con la noticia de que un excompañero suyo, quien había hecho una notable carrera en el arte, falleció. A partir de entonces, Marcos se replantea muchas de las decisiones tomadas en los últimos veinte años y decide retomar contacto con aquella época olvidada.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2022
ISBN9789878730103
Marcos quiere vivir del arte

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    Marcos quiere vivir del arte - Emanuel López

    A mis 20. Garaje. Día.

    Estaba con dos personas, unos actores amateurs del teatro independiente. Habían aceptado ayudarme a filmar el cortometraje que mostraría en un concurso del instituto de cine para competir por el premio a la mejor cinta. El premio era sólo una estatuilla con forma de un dragón mal formado. Estos actores eran bastante exagerados, no me gustaba. Pero habían aceptado venir si les pagaba el viaje del colectivo, el maquillaje y ropa lo llevaban ellos. Espero que les haya ido bien, nunca más supe de ellos.

    El cortometraje era simple: un hombre quería dedicarse a algo que no explicité qué era, pero no era algo de mucha salida laboral, entonces se pone a estudiar algo tradicional, estoy 99 % seguro de que era Administración de empresas. O sea, el personaje se resignó, entonces su depresión se manifestó como un fantasma. Algo así como uno de los que aparecen en Canción de Navidad. El fantasma se burlaba de él y le juraba atormentarlo toda la vida.

    Bastante tonto, y una clara muestra de autodesprecio de un problema que me negaba a afrontar de manera directa. Hoy rememoro esto a la perfección y me avergüenzo inmensamente.

    El actor es un chico flaco y alto, algo difícil de vestir, ya que su altura implicaría una contextura más atlética, y él era prácticamente una escoba parada al revés, ya que su pelo era un desastre.

    La actriz era quien hacía de fantasma. Se había puesto un vestido blanco, manchado con carbón y kétchup. Tenía los pelos como en las caricaturas, cuando el personaje se electrocuta; así de puntiagudo.

    Puse una cámara a unos dos metros de ambos, a lo largo del garaje, en medio de ellos. Les dije qué hacer y actuaron acorde a mis vagas instrucciones y un guion bastante escueto.

    —Así que… ahora te arrastras. —Se burló el fantasma.

    —Ya no sé qué hacer. –Dijo, resignado el hombre.

    —Lo que harás es callarte, sentarte todos los días en el mismo asiento, para realizar por años y años el mismo trabajo. Cada vez que tu pequeña empresa recorte personal tendrás el miedo de que te recorten a vos, porque seguro no vas a encontrar otra cosa. Tu única compañía va a ser la ansiedad y la depresión, y se comerán tus vínculos familiares, amistosos y amorosos. No sabrás para qué viniste al mundo, no hallarás tu lugar.

    —¡Pero es que yo no pedí nacer! –Se excusa el hombre.

    —¿Y eso qué importa? Estás donde estás ahora ¿no? Eso es todo lo que cuenta, es todo lo que tendrás. Quizás, sólo quizás, tengas respuestas pasados los sesenta, cuando estés jubilado y listo para morir.

    —¿Y qué voy a hacer con eso?

    —Absolutamente nada. –Sentenció el fantasma.– Así quedó tu vida.

    El fantasma rio y rio sin parar. Fundido a negro y fin del cortometraje. Recuerdo que se me hizo un jirón en el estómago. Me había autoconvencido de que era porque mi producto había quedado brillante, pero era mi subconsciente diciendo Así es como te ves a ti mismo ahora, y así te vas a ver pronto. Porque el miedo y la inseguridad siempre fueron fuertes en mí, nunca supe manejar los problemas. Aquí es donde toda la basura acumulada y concentrada en una esfera perfecta se encontró a breves metros de la cima para luego llevarme con ella. Una crisis de la mediana edad, pero prematura.

    A mis 20. Auditorio. Noche.

    Estaban: el director del instituto, parado sobre un escenario, delante de cientos de personas, entre ellos; mis amigos, novia y familiares.

    Al lado del director estaban los premios del instituto, enfilados sobre una mesa. Tenían forma de un dragón, decía él. Yo recuerdo haber hecho mejores esculturas cuando tenía seis años y jugaba con plastilina. Había cuatro estatuillas, una dorada, una plateada, una de bronce, y un dragón color caca. Mientras las tres primeras estatuillas representaban los tres puestos de una competencia, el cuarto era el premio al desempeño, a participar, o sea, a ser la menos caca entre toda la caca, el premio de lo intentaste, es una mierda lo que hiciste, pero lo intentaste mejor que las otras mierdas. Te hace dudar si sonreír o llorar.

    En el escenario estábamos: mi mejor amigo, Ernesto Sombra (apodado por su fascinación con el humor negro), dos compañeras de clase con las que nunca interactué, y yo.

    Sombra se llevó el premio de oro, por su cortometraje Happy Powers Inc.. El de plata se lo llevó una de las chicas, por su obra Dioses domesticados. La de bronce se la llevó la otra chica, por La disociación del Detective Nocturno.

    Por lo tanto, la caca me la comí yo. Mi obra se llamaba Sueños perdidos, nombre perfecto para un clip de pop romántico de comienzos del dos mil.

    Me quise autoconvencer de que estaba todo bien, de que no importaba que ellos tuvieran lindos reconocimientos y yo sostuviera un enorme excremento de plástico. No porque el premio nos fuera a llevar a algún lado, claro que no, esto era algo hecho para alumnos y sus allegados. Me pasaba que tenía algo así como bichos en el estómago, eran la manifestación de todo lo malo que venía pensando.

    A mis 20. Casa de mis padres. Mediodía.

    Estábamos: mis amigos del secundario, mi novia y mi familia. Sombra y yo habíamos terminado el terciario en cine y nos disponíamos a celebrarlo en mi casa. Mis amigos, mi novia y yo teníamos nos conocíamos del secundario.

    Sombra: Era el artista nato, perfecto en todo lo que hacía. Era capaz de filmar la cosa más absurda que te puedas imaginar y venderla por millones en algún festival europeo. Era medido con el humor negro, sabía cuándo usarlo y cuándo no. Entonces sus cintas parecían una cosa increíble, capaces de romper esquemas y bla, bla, bla. Nunca aprendí tanto sobre enfermedades terminales como con esta persona. Él y yo fuimos al mismo instituto a aprender cine, pero mientras yo sólo hice esa carrera, él entró a cientos de otros cursos de formación, festivales, reuniones y demás. Era una cosa imparable, casi viciosa.

    Ernestina: la hermana de Sombra. (Sus padres tenían muy poca imaginación para los nombres). Ella había comenzado a estudiar el profesorado en teatro y le faltaba poco. Desde pequeña supo que quería dedicarse a eso; sus padres la habían llevado a distintas escuelas de actuación y participaba de todos los actos con el rol principal. Cursaba la carrera en un instituto aparte, el de ella era municipal, no le hacía gastar un solo centavo a sus padres, a diferencia de Sombra y yo, que no era poca cosa para nuestros padres.

    José y Jimena: era difícil describirlos individualmente en esa época. Estaban tanto tiempo juntos que ya parecía una simbiosis. Eran pareja desde los diecisiete. Ni bien terminaron el secundario, consiguieron un trabajo y se fueron a vivir juntos. A un pequeño departamento a mitad de camino de las casas de ambas familias, para poder recibir el visto bueno. Los dos se habían anotado en psicología en la misma universidad pública. El tiempo se encargó de llevar la relación hacia otro rumbo, como ocurre la mayoría de las veces. Pero en ese año eran una hermosa pareja feliz, y que siempre ponía la casa para los sábados a la noche.

    Anabela: también del secundario. Hermosa, buena y comprensiva, pero también muy visionaria, ya había planeado su futuro entero, desde su infancia hasta su vejez. No me parece algo malo, siempre y cuando acepte la frustración de cuando algo no sale según lo planeado. Pero este rasgo fue malo para mí, ya que le hizo proyectar un futuro en el que yo no estaba, sólo que eso lo decidió unos pocos meses después de aquella noche. Ella estudió odontología y actualmente es de las mejores del país. Una vez me hicieron un arreglo muy malo en la muela y pasé meses sufriendo dolor en la boca. Ella lo hubiera hecho a la perfección, pero no acepta obras sociales. Entiendo que las obras sociales y prepagas son entidades del mal para quienes ejercen la medicina, ya

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