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El hotel de las plagas
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El hotel de las plagas
Libro electrónico188 páginas2 horas

El hotel de las plagas

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Al quebrantarse la única norma que regía sobre las cabezas de los residentes de la Casa Pálida, un ente maligno conocido como la Maldición, encierra a toda la población dentro de una realidad alterna que traza sus límites y sus reglas dentro del hotel.  

 

En un intento desesperado por darle fin a la tragedia que les acaecía, la población tuvo que unirse y organizarse para lograr una solución efectiva. Pero pronto, las diferencias, las discrepancias y la creciente necesidad de recursos que los ayudara a subsistir, provocó una tajante división y una década de violencia excesiva que culminó en la creación de partidos políticos llevados de la mano por líderes extremistas.

 

Las zonas del hotel se dividieron en cuatro territorios que constantemente se debatían la obtención de recursos, poder y dominio sobre sus habitantes. Con el transcurrir de los años, la gente se fue olvidando de la urgencia por acabar con la Maldición, y comenzaron a aceptarla como su nueva realidad. Sin embargo, un rayo de esperanza estaba surgiendo y desarrollándose a escondidas dentro de las profundidades de las paredes de la Casa Pálida.

 

Primer libro de la saga de fantasía oscura, terror y misterio El hotel de las plagas.          

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 abr 2022
ISBN9798201721855
El hotel de las plagas

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    El hotel de las plagas - Esteban Figuerola

    Desde las profundidades del ala oeste de la Casa Pálida, dentro de la habitación 325, resonaban los gritos de dolor de una mujer que estaba a punto de dar a luz. El doctor se encontraba frente a ella ejerciendo su destreza en el delicado proceso de parto. La enfermera entraba y salía del baño sosteniendo un recipiente de porcelana que contenía una toalla remojando en agua. Y el esposo sujetaba la mano de su mujer, brindándole apoyo en su dolor. Los gritos traspasaban las paredes de la habitación, discurriendo por la estreches del pasillo; pero eran diluidos rápidamente ante el bullicio y la música que provenían del gran salón principal. Los huéspedes del hotel se reunieron para celebrar su tan preciada Fiesta del Ocio: una actividad presumida y egoísta en la que se enaltecía los privilegios de las clases pudientes. Un millar de corazones alegres, elegidos entre los caballeros y las damas de mayor prestigio, conformaban el jolgorio. La Casa Pálida estaba provista de todos los medios de placer: comediantes, danzarines, músicos, la mayor calidad en todas sus formas, y había vino de la mejor cosecha saliendo de las numerosas fuentes ornamentales. Las ventanas góticas, instaladas en las inusuales paredes torcidas, estaban surtidas de una excelente combinación de cristales que teñía el salón de diversos colores cuando las llamas de los braseros eran avivadas; estos proyectaban su claridad a través de los cristales. Y en las extensiones de las mesas estaban servidos manjares tan deliciosos que seducían al hambre e incentivaban la gula.

    El tema que se eligió para la fiesta era el uso de máscaras. Los huéspedes ocultaban sus rostros detrás de caretas cuyos estilos emanaban concepciones grotescas. Y en el apogeo del atavío, que generaba delirantes fantasías en la mente de la muchedumbre, nadie tomaba en cuenta la importancia del suceso que se estaba llevando a cabo en la habitación 325. Aquellos gritos que consternaban la felicidad de las almas que se paseaban por el pasillo; el contraste del jolgorio libertino con el perturbador y resonante alarido de dolor, cuyos ecos se intensificaban conforme se adentraba en las profundidades del ala oeste. Los pocos que se llegaron a enterar de lo que sucedía evitaron dar el aviso, algunos por miedo, otros por indiferencia, y la mayoría por el simple hecho de ser contagiados por la alegría una vez regresado a la fiesta. Los mesoneros continuaban retirando y trayendo cualquier cantidad de platos deliciosos y atractivos a la vista; mas en la cocina se demostraba la cruel diferencia, dos realidades distintas separadas por una puerta vaivén. La inmundicia se revelaba en cada esquina del sombrío espacio, los cocineros eran horrorosos y desaseados, manchados en grasa, sudor y fluidos nasales. En sus manos se hallaba la pericia de transformar porquería en un atractivo manjar digno de un rey. Los mesoneros se tapaban la nariz cada vez que entraban, procediendo a levantar el pedido antes de que el hedor se impregnara en sus pulcros uniformes. El desagüe del fregadero estaba siendo obstruido por algo que perturbaba la cañería desde adentro. Y cuando uno de los cocineros procedió a destaparla, emergió una plaga de asquerosos bichos que se aplastaban unos a otros para salir desesperados del estrecho desagüe. Toda la cocina se infestó de criaturas minúsculas que se atiborraban sobre la carne cruda y los vegetales; sin embargo, esto no evitó que los pedidos siguieran saliendo con la misma prisa.

    Los acontecimientos transcurrieron a un nivel tan similar que caía en lo retorcido: la muchedumbre celebrando de manera descontrolada y licenciosa, la plaga discurriendo por la cocina con una desfachatez insalubre, y los gritos de dolor de una mujer que estaba a punto de completar el milagro natural. El alarido final llegó en compañía del repicar del reloj, justo cuando las manecillas se juntaron para indicar las doce. Entonces la música se interrumpió, las risas cesaron y los bailarines detuvieron sus pasos. Todos los huéspedes quedaron inmovilizados ante la angustia representada en ese último grito. Y cuando el tañido del reloj hubo desaparecido, solo se escuchaban los tiernos plañidos del bebé que yacía en los brazos de su madre. Luego de una hora de tensión y pesadez en el ambiente, las puertas del segundo piso fueron abiertas de par en par, y del fondo salió caminando la mujer, cargando a la criatura que dormía envuelta en mantas. La alegría del jolgorio desapareció para no regresar; los huéspedes observaban perplejos la llegada de la mujer. Iba vestida con una enagua blanca y holgada que cubría todo su cuerpo, y sus pies andaban descalzos. El cabello le bajaba hasta la cintura, y su piel era blanca y suave. Sin embargo, había un solo detalle que anulaba su belleza y transmitía el miedo en la mirada de los presentes: justo en el lado derecho de su frente, arriba de la sien, se hallaba una mancha infecciosa, podrida y desagradable en donde las moscas venían a posarse. Una mancha que la identificaba del resto, y que exponía con orgullo. Cuando la mujer atravesó la sala sin importarle las miradas, un tropel de máscaras retrocedió, abriéndole el paso. Continuó caminando hasta que se detuvo frente a la enorme puerta de salida. La marea de curiosos se precipitó a observar el desenlace, y el ambiente se llenó de cuchicheos. Nadie se creía que fuera capaz de hacerlo; que se marchara del hotel cargando a ese bebé, aun conociendo la norma. No obstante, se abstuvieron de detenerla, quizás por el escepticismo que todavía estaba presente en sus mentes, o por el morbo que les provocaba saber cómo terminaría, incluso se escuchaban pequeñas risitas de intrépidos que hacían apuestas entre ellos. La mujer estaba decidida a salir, y los sirvientes no podían negárselo, así que se apresuraron a abrir la gran puerta. El calor de las brasas fue abatido por la violenta ventisca que provino de afuera, trayendo consigo punzantes gotas de lluvia. La muchedumbre volvió a retroceder para cubrirse del soplar de la tormenta, pero la mujer se mantenía firme, sin pestañear, sin mirar a atrás. Y cuando la puerta su hubo abierto por completo, emprendió sus pasos rumbo al exterior. Había extrema negrura, un vacío inquietante que apenas conseguía ser iluminado por las luces del hotel. Entonces la curiosidad y el escepticismo fueron desvanecidos, y en el frenético valor de la desesperación, un grupo fue corriendo a detenerla. Le gritaban, pronunciaban su nombre, pero ella hacía oídos sordos, lo único que le importaba era observar a su bebé con una tierna sonrisa mientras lo arrullaba. Demasiado tarde fue para ellos pararla, pues antes de que le pudieran echar mano, la mujer ya había puesto un pie en el oscuro exterior.

    Lo que sucedió después heló la sangre de todos los huéspedes; mas nadie quedó sorprendido, pues aquello era justo lo que se esperaban. Y si no hubiera sido por las absurdas reacciones producidas por la borrachera, tal vez hubieran conseguido detenerla, pero solo lograron quedarse de pie, tragándose las penas mientras contemplaban los resultados de quebrantar la norma: en el momento en que la mujer salió del hotel, sus ojos se blanquearon, el vigor abandonó su cuerpo, y cayó desplomada... muerta. El bebé también cayó, pero continuaba vivo, rompiendo en un llanto descontrolado.

    Y fue así entonces que la oscuridad se apoderó de la Casa Pálida, y sus habitantes no volvieron a ver la luz hasta que la Maldición se hubo expandido como plaga.

    I

    Al sonar la alarma despertadora, programada para las 5:00, unos delineados ojos de gato brillaron dentro de la oscuridad de las sábanas. Sus iris estaban pintados de un verde esmeralda cautivante que alcanzaban a reflejar los mortecinos rayos de luz que ingresaban por debajo de la puerta. Las pupilas, grandes y trasparentes, infundían admiración al contemplarlas. Todo este conjunto depositado dentro de unos párpados que se abrían más de lo normal, resaltando así aquellos ojos tan enormes. Y en el socavón de sus cuencas (rodeando incluso el lado inferior de los párpados), se pronunciaban unas ojeras que, en lugar de denotar cansancio u algún otro pesar, más bien lucían como una especie de sombreado natural (muy oscuro) que se combinaban con la elegancia de su mirada enigmática. Extendió el brazo hasta que alcanzó a silenciar el despertador, se retiró de encima la madriguera de sábanas, y procedió a estirarse con deleite y a emitir un contagioso bostezo.

    Jiki se mantuvo sentada en el borde de la cama, restregándose los puños en el rostro. Su piel era tan pálida como la de un cadáver debido a que jamás conoció la luz del Sol. De contextura era delgada y tan ligera como un mondadientes. La ropa le solía quedar holgada, en especial los atuendos de mangas largas. No obstante, la tersidad de sus facciones, en donde no se hallaba imperfección alguna, y el estilo de las vestimentas que conformaban su guardarropa, generaba en el espectador la inusual impresión de que estaba viendo a toda una muñeca de porcelana. Aún con soñolencia en su semblante, se dirigió al baño dando pasos torpes. Encendió la luz; el brillo le encandiló sus dilatadas pupilas, y tuvo que continuar el trayecto hacia el lavabo con los ojos entrecerrados. Abrió los párpados despacio, recuperando la claridad de su vista, y se quedó observando el reflejo en el espejo: su negra cabellera le llegaba hasta los hombros, no le gustaba que pasara de esa medida por cuestiones de comodidad. Tenía sus largas y afiladas tijeras que usaba para cortar las partes que se pasaban de la medida permitida, y para deshacerse de los molestos flequillos que le tapaban la frente; era de suma importancia que su frente se mantuviera descubierta. Giró la llave del lavabo y procedió a mojarse la cara con agua fría. Sostuvo el jabón y se lo restregó dando círculos. Al terminar, abrió el espejo para retirar unas cremas del gabinete, habían unas tres sustancias a medio usar: un peine, un cepillo de dientes y pasta dental; nada que estuviera fuera de lo común. Sin embargo, aquello no era más que un disfraz bien elaborado. Lo que realmente le interesaba a Jiki de ese gabinete, era lo que se escondía en la parte de atrás. Metió la mano y jaló un cabello que se ubicaba en la esquina superior, y al instante, este último se abrió como puerta, revelando el compartimento secreto. En unos particulares frascos de vidrio, yacían unas sustancias de inusuales colores. Estaban numerados en un orden específico. Y siguiendo el mencionado orden, Jiki sostuvo el primero, lo abrió, y con los dedos empezó a frotarse un poco arriba de la sien derecha. Luego continuó con los demás frascos hasta que la mancha empezó a lucir como una infección de podredumbre. Puso los frascos en su sitio, cerró ambos compartimientos, y se miró en el espejo, satisfecha con el resultado. Ahora lucía como toda una miembro de la Plaga; pero aún faltaba un detalle importante, un ingrediente que garantizaba que no fuera descubierta. La Plaga era cada día más experta en descubrir farsantes, y Jiki hubiera sido atrapada hace mucho tiempo de no ser por el ingrediente que solo ella poseía.

    Salió del baño y regresó a su cama, no sin antes sacar una alargada jeringa del cajón, junto con un repuesto de aguja. Entonces arrastró la cama unos cuantos metros hacia la pared, exponiendo el suelo que se ocultaba debajo, y en el centro, había una casi imperceptible cerradura que únicamente se abría con la llave que Jiki cargaba en el cuello a modo de collar. En su rostro esbozaba una mueca de fastidio, debido a que se estaban volviendo muy frecuentes los encuentros con aquel molesto parásito; pero no le quedaba más opción que hacerlo. Incrustó la llave en la cerradura, la hizo girar, y un fuerte clack sonó en las dos esquinas laterales del pequeño rectángulo del suelo. Lo levantó hacia arriba mientras que las bisagras emitían un pesado chirrido, y acabó empujándolo hacia atrás. Un olor putrefacto provino del fondo, en donde se revolcaba una gigante y repulsiva carnosidad en forma de gusano, apresado por unas gruesas cadenas de púas. Secretaba una sustancia verdosa que se adhería en el entorno que lo rodeaba, y de su cabeza se exponían un millar de pequeños y afilados dientes. Aunque no poseía ojos, era capaz de reconocer la presencia del visitante.

    —Mi querida niña—dijo con una asquerosa voz chillona repleta de flema—. Acércate, je, je, que te voy a enrollar mi lengua por esas piernecillas que llevas.

    —Siempre tan galán, señor Squishy—respondió Jiki con sarcasmo, sin perder la seriedad de su mirada.

    —¡Dame de comer! ¡Ahora! —le ordenó el gusano.

    —Primero lo que acordamos—aclaró—. Necesito sustancia que dure al menos cinco horas.

    —Pides demasiado. Tus visitas no me permiten secretar lo suficiente. Lo máximo que puedo darte es para tres horas.

    —Es muy poco—objetó Jiki.

    —Sería más rápido si bajas aquí, y me quitas estas putas cadenas.

    —Olvídalo. Me quedo con las tres horas—aceptó suspirando.

    —Ya conoces el costo de mi compromiso. ¡Dame mi carne!

    Jiki fue a la despensa en donde había guardado un pequeño refrigerador. Retiró un trozo de carne envuelto en papel: era una pierna humana que aún se conservaba fresca. Se la arrojó al gusano, y este comenzó a engullirla con deleite mientras la sangre le pintaba los dientes. Al terminar de comer, procedió a cumplir con su parte del trato: abrió la boca, y desde el fondo de sus entrañas acumuló fluido verdoso, y lo mantuvo regurgitando hasta que lo hubo escupido. Entonces Jiki sostuvo la jeringa, incrustó la aguja en la viscosidad y la sustrajo.

    —Nos veremos de nuevo, Señor Squishy—se despidió satisfecha.

    —Tráeme más carne la próxima vez—. Dicho esto, Jiki cerró la cobertura, le pasó llave, y volvió a poner la cama en su sitio.

    Se dirigió a la mesita, y en un plato echó la sustancia. El olor era fuerte, pero no lo suficiente para durar más de tres horas. Teniendo el ingrediente que faltaba, le pasó los dedos a la viscosidad y se la frotó en la marca de podredumbre que se tornó de un aspecto más mohoso. Acabado el largo proceso, Jiki se vistió de su uniforme de sirvienta, enrollándose en la cintura una cinta de tela blanca que terminaba en un lazo sellado por una calavera de ojos rojos. Tomó su libreta de notas, la guardó en el bolsillo, y se marchó de la habitación esperando lograr terminar a tiempo los deberes, antes de que el olor de su frente se

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