Los discípulos de Emaüs (novela de la vida intelectual)
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Los discípulos de Emaüs (novela de la vida intelectual) - José María Vargas Vilas
Los discípulos de Emaüs (novela de la vida intelectual)
Copyright © 1917, 2022 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726680423
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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LA vastitud extática de un cielo de amaranto se extiende como un manto sobre la Ciudad Eterna, llena de esa gracia tierna y, ambigua, que hace doblemente bella, toda Belleza antigua;
ha llovido y, eso ha entristecido los horizontes, haciendo melancólicos los altos montes y, los parajes románticos y, las legendarias llanuras, que parecen sumidas en la somnolencia de las aguas impuras de las lagunas del Agro;
un milagro de coloraciones pálidas presenta el cielo, hecho un velo de subtilidades;…
las vagas claridades de esa hora indecisa, que la brisa llena de una extraña fragancia, llegan hasta la estancia de Lucio Ornano, sufriente en ese momento;
es un suntuoso aposento, en un Hotel de los barrios aristocráticos de Roma;
se respira un aroma de elegancias masculinas;
a través de los cristales de la ventana, las Sabinas, diseñan sus cimas escuetas suavemente teñidas de violetas;
monte Mario, ornado de cipreses;
las esbelteces de las columnatas y, de las arboledas del Pincio, cercano;
todo el encanto del panorama romano, visto desde las cercanías de la Trinitá dei Monti;
Lucio Ornano, voluptuosamente envuelto, en una robe de chambre, de rica tela acolchonada, la cabeza tocada en terciopelo carmesí con una toca extraña, a la manera de los pintores sienescs de la época de Orcagna; yace en un sillón cercano a la ventana, como ansioso de ver morir la escasa luz lejana...
los finos dedos de las manos, cruzados con desgaire sobre la manta zamorana que le cubre las piernas;
un gran aire de laxitud en todos sus movimientos y, en sus pupilas tiernas, llenas de ensoñaciones;
Juan Sabattini, su discípulo y amigo, le hace compañía;
en la umbría del aposento, grave y severa, con una palidez de cera, la silueta de Lucio se destaca;
se diría la estatua del Pensamiento, emergente de la coloración opaca;
la intelectualidad más pura, se refleja en aquella figura, que parece arrancada a un lienzo del Tintoretto;
el respeto, la admiración, el cariño se revelan en la mirada del discípulo, en cuyo rostro, lleno aún de candores de niño hay una expresión llena de ambigüedad, una mirada de astucia velada y, de crueldad;
es el más joven del cenáculo de discípulos fervorosos que rodean a Lucio Ornano y, siguen sus huellas;
Lucio tiene cincuenta años, y, es ya glorioso entre propios y extraños;
Juan, cuenta veintitrés, y, es poeta, dandy y sportman a la vez;
viste con gran refinamiento, y, es diestro en imitar en eso a su Maestro, quien podría sin jactancia, llamarse como Petronio: Arbitro de la Elegancia;
en la calma de la estancia, la voz de Lucio suena grave, calmada y serena, diciendo:
—Era bella, como, una estrella vista en el cristal del lago de Commo;
la vi en la piazzetta, cerca a las penumbras, que proyectaba la mole del Duomo, y, a la sombra escueta del Palacio Ducal...
—Maestro, interrumpe Juan, en son de broma; comenzáis mal, muy mal;
¿cómo un hombre tan diestro como vos en cosas del decir, principia hablando de Venecia?
el archipiélago poético, es un tropo antipático a todo verdadero intelectual;
Venecia, es la Meca de los snobs y de los rastacueros, de todos los filibusteros del Ideal, que van allí a fusilar la Retórica;
maestro: dejad la Ciudad adriática a los gacetilleros nómades de Europa y de América, deseosos de cubrir su vergonzosa estolidez, con los despojos de las prosas de d’Annunzzio y, de Barrés, escribiendo un libro de viajes;
no igualéis vuestras prosas magistrales a esas prosas salvajes;
describidme otros paisajes, dignos de vuestro genio;
Sin turbarse ante la irreverencia, ni alterar la cadencia de su voz, Lucio, continuó:
—Eres injusto y, procaz;
olvidas además, que yo he escrito páginas de orfebre, sobre ese manojo de lises insulares, y, sobre la divina fiebre de inspiración y, de pasión, que se escapa de la mentida calma de sus lagunas seculares y se apodera del alma y, la domina;
la divina actitud de ese grupo de cisnes milenarios, inmóviles en sus estuarios, bajo el ala furente de los siglos, me enamora;
no hay otra visión evocadora de más altos ideales de Arte;
en ninguna otra parte, como allí, siente el alma vivir cien vidas, porque allí vibran unidas el alma de Bizancio y, la de Grecia;
Venecia será siempre el Fénix de la Belleza, renaciente y audaz;
y, si la tristeza de su horizonte fué la que sirvió de marco a nuestro encuentro; ¿cómo quieres que la describa en otro centro?
decía:
que la vi aquella noche en la Piazzetta, oyendo la retreta polifónica y brutal, que tocaba una banda marcial;
tú sabes, que yo, no amo la música;
m’agace, como dicen los franceses;
la hora, era romántica;
la Noche, taciturna, caía en los canales, como un beso en una urna llena de cenizas inmortales;
yo, romantizaba mis enojos, deleitando los ojos en la contemplación de tantas cosas bellas, que la escena me ofrecía, desde las lejanas estrellas, hasta la cercana columnata de la Procuraduría;
y, miraba el león alado de San Marco, diseñando el arco violento de sus alas, bajo ese firmamento de feria;
la periferia de mi visión era muy limitada, pero, llena de un exotismo policromo encantador;
el snobismo cosmopolita, estaba allí en todo su álgido esplendor;
ingleses maniacos y, originales, yankis ostentosos y, brutales, alemanes gambrinescos y plácidos, italianos gesticulantes, rusos taciturnos, tipos levantinos, y, algunos rostros divinos de mujeres;
yo, recogía visiones y, sensaciones, para un libro mío: El Albedrío, ¿lo recuerdas?
—Sí, dijo Juan, en un tono sombrío, no carente de un lejano horror;
¡biblia funesta contra el Amor, y, contra la Paternidad!
fué esta una de vuestras obras, que más hondo surco hicieron en mi ánimo;
en un átomo estuvo que no envenenara yo, a Grazziella Ripolli, la modelo que tenía entonces de querida, con nu bebedizo que le di, para hacerla abortar;
¿por qué ese milagroso poder de sugestión, que se escapa de todos vuestros libros como un flúido?
yo, he ido hasta las fronteras del Crimen, guiado por vuestra mano, siguiendo las huellas de vuestra Verdad, y eso cándidamente intoxicado por vuestras doctrinas de odio ciego a la Paternidad;
felizmente Grazziella, tuvo la suerte de escapar de la Muerte, y, asustada, escapó también de mí;
la he perdido de vista;
ahora creo que está en Rimini;
cuando leí vuestro primer libro, sentí por vos, una mezcla de Odio y de Amor, que no pude explicarme;
era, la atracción y, el miedo del Abismo;
—Hay heroísmo, en decir la Verdad y, en enseñarla, murmuró Lucio, abstraído, como si hablara consigo mismo;
el circuito de la Soledad, se ensancha desmesuradamente, en torno de aquel que no miente;
la Mentira, es la primera cuerda de esa lira que se llama: el Triunfo;
sólo el camino de la Mentira, lleva a la Victoria;
porque... ¿qué es la Gloria?... una Mentira;
el Sol de los mediocres y de los bandidos;
predicar la Verdad, es formar un mundo de vencidos;
pero, no filosofemos;
te decía mi encuentro con Cósima Doria, la bella escritora excéntrica;
una historia tan excéntrica como ella, que a pesar de la diferencia de nuestras edades, logró enamorarse de mí, lo cual es ya, la última de las excentricidades;
¿la había yo visto antes?
ella, dice que sí, en el hall del Hotel;
las mujeres son tan constantes en eso del fantasear y del mentir, que ni el Amor logra hacerlas sinceras;
de todas maneras, ella sostenía que yo la había visto antes y, aun le había recogido uno de sus guantes que se le cayó;
en fin, con ese pretexto al menos, me saludó;
en la calma voluptuosa de la hora, su belleza me pareció tentadora;
era, como una Venus palustre, esplendiendo en el lustre de la iluminación, cual si emergiese de una pálude incendiada de fosforescencias;
se diría, hecha de trasparencias de ópalo y, de irisaciones de cristal;
su cabellera de oro, color de un follaje otoñal parecía del fulgor del lago, cual si todos los cambiantes del archipiélago, fulgurasen en ella;
no te diré cómo era bella, pues habrás de conocerla en breve;
ella me admiraba, había leído mis libros, y, me amaba antes de conocerme, esa fué su expresión;
me sentí triste, ante aquella pasión insomne, que surgía;
pero... ¿quién resiste a la tiranía de nuestro amor por la Belleza?
¡ah! somos