Prosas selectas: fragmentos de sus novelas
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Prosas selectas - José María Vargas Vilas
Prosas selectas: fragmentos de sus novelas
Original title: Prosas selectas: fragmentos de sus novelas
Original language: Spanish
Copyright © 1900, 2022 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726680270
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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En este libro ofrecemos al Público, las más bellas páginas de las novelas de Vargas Vila.
Hemos seleccionado aquellas de mayor interés y más alta emoción, en que la prosa musical y única del gran novelista, adquiere su mayor intensidad.
Los innúmeros lectores y discípulos de Vargas Vila, hallarán en este libro los mejores ejemplos y los más perfectos modelos de la prosa insuperable del Maestro.
Los hemos seleccionado para los pensadores, los artistas y las almas apasionadas de lo bello, que no pueden tener la colección completa de las novelas de Vargas Vila.
A ellas ofrecemos estas páginas.
El Editor
La demencia de Job
Sobre los jardines de la Soledad, cae la tarde pesada de Misterio; muere en pesadumbre;
a lo lejos, la bahía del llano perpleja en el moaré sutil que deja el sol, a la dispersión de sus rayos amatistas;
la sombra azul crece en la arboleda quieta, sobre las frondas espesas donde el blanco y oro de las flores, fingen dibujos suntuosos como de una capa pluvial, que iriza el soplo suave de la tarde cargada de perfumes;
azul mudo y calmado en el alma adorante del momento;
el Verbo puro de los cielos, murmura en el paisaje feerico, cosas de adoración;
en el ángulo del jardín, deliciosamente triste, donde tiene el hábito de leer y meditar, Lucio, está absorto en la lectura de un libro;
ha enflaquecido enormemente;
espiritualizado, se ven más claramente en su rostro las marcas del terrible mal;
su figura, alta y, fina, se destaca en el zafir brumoso del crepúsculo como sobre un abismo; y tiene el aire de algo precario, pronto a desaparecer en la fosforescencia de la luz tibia que lo circunda;
apoya el brazo sobre el velador en que reposa el libro, a cuyo lado hay un ramo de mimosas, recien cortado, que parecen mirarlo en éxtasis, como pupilas extrañamente feminizadas;
deja de leer;
cierra el libro;
mira el ópalo gris de la tarde;
y, el estremecimiento voluptuoso de los rosales del jardín, parece comunicarse a sus carnes enfermas;
y, las frases y las visiones del libro, parecen fascinar su espíritu en una fuerza obsesionante;
es muy triste, cerrar el libro de un Poeta, sobre el corazón enfermo de la Tarde, que muere fatigada de sueños mentirosos, alucinante como un Idolo de Tinieblas, coronada de flores de oro, abiertas en el jardín de los ponientes impasibles, donde la Noche, exprime los pámpanos fugosos de la Sombra y, de la Eternidad;
el «Libro de Lázaro» de Enrique Heine, que acababa de leer, lo había encantado, y lo había conmovido, ya que no había Verbo de Hombre, capaz de consolarlo;
el Mal, del Poeta, y, su Mal, ¿no eran hermanos? ¿no eran como dos fantasmas gelmelos, nacidos en el mismo vientre de la Desolación?...
a sus dolorosos antecesores, los había encontrado el Salvador, sobre su camino, en sus tardes proféticas, cuando los laureles de Cafarnaün, rimaban sus pasos, ante los campos mudos y los cielos ávidos en espera del Milagro;
al leproso, le había dicho:
—Sed limpio de tu lepra;
y limpio fué;
y, al paralítico, díjole:
—Levántate y anda;...
y, el paralítico había dejado su lecho y, había andado en el sendero milagroso, conmovido aún bajo la sombra de aquella mano, que había venido a curar los dolores de los hombres;
y, para ellos, para los poetas, herederos de esos dos grandes males, el Cristo, ya ausente de entre los hombres, no había tenido la palabra libertadora, aquella que había sonado sobre la Tierra, conmovida de Piedad, en el corazón de la Tarde, que temblaba como una cosa viva.
Dios, había enmudecido ante su Dolor; se diría que había muerto tras de los cortinajes del cielo mudo y hostil, virgen de toda Esperanza;
el lecho del Paralítico y, el manto del Leproso, habían quedado tibios, rotos en tierra, al paso del Milagro, según los decires evangélicos;
¿por qué en los nuevos tiempos, el lecho del Poeta, no había recibido la visita de lo Inesperado?
¿por qué él, no era curado, como el leproso de la Escritura y, el manto de la lepra, continuaba en cubrir y en devorar su cuerpo?
el ala tibia del Milagro, no se había extendido sobre él, con su forma de lira;
y, no había visto la barca de Jesús, atravesar en las tinieblas, sobre el lago de las Misericordias, con sus manos tendidas para salvarlo;
pero, algo nuevo había surgido en él, que lo había salvado sin curarlo;
el Amor;
él se había acercado a su corazón que yacía muerto, y, le había dicho las tres palabras misericordiosas que sonaron en la tumba de Lázaro;
y, había entrado en la Vida;
¿era que había vivido antes?
no;
él, había nacido, cuando el Amor había nacido en su corazón;
ese Amor, que lo consumía, tan suavemente, tan deleitosamente, con la lenta y divina sensación de las caricias;
él, estaba muerto....
y, ahora vivía...
¿su lepra vivía también?
no lo sabía...
no quería saberlo...
tal vez, había sido curado como Lázaro, cuando había salido de la tumba, resucitado por el Amor;
no vive la lepra que se besa;
y, la suya había sido besada por unos labios de Amor;
¿podría haber lepra que resistiera al contacto de esos labios?
esos labios, habían hecho circular la Vida, por todos sus miembros, la habían insuflado en su pecho, la habían hecho palpitar en sus tejidos, infiltrarse en su organismo, circular por sus venas;
de sus cabellos a sus talones, al contacto de esos labios había sentido en su cuerpo, el torrente de la Vida, correr, precipitado y atronador, tal las aguas de un canal, que rompen el dique y, lo invaden todo;
y, la Vida, había sido en él;
y, había vivido la Vida;
no se vive antes de la Hora del Amor;
hasta esa hora, la Vida no es sino una lenta preparación de savia, para el beso futuro;
¿por qué había venido tan tarde ese beso a sus labios y a su corazón?...
tal vez había venido a la hora del Consuelo, penetrando hasta su Vida inerte, como un rayo de luz a través de las grietas de una tumba;
su Vida, había sido un sueño de Dolor; y, de ese sueño lo había despertado el beso de unos labios, que habían secado en sus ojos todas las lágrimas y ahuyentado de ellos, todas las tinieblas;
y, había abierto los ojos, y, había visto la Vida, había amado la Vida, y, se había prendido a los pezones, que parecían inagotables de la Vida;
y, de tal modo los había exprimido, que ahora le parecía que su Vida se escapaba con el licor que manaba de ellos;
se sentía morir devorado por los placeres del Amor, que había fatigado a causa de haber ignorado tanto tiempo el amor de los placeres;
había llegado tan tarde al Amor, que había querido agotarlo en un esfuerzo inacabable;...
pero, el Amor, no se agota en la Vida; es la Vida la que se agota en el Amor;
y, la suya se agotaba;
desde el momento bendito de aquella tarde azul, tarde serena, como un girón de cielos de la Argólida, en que Marta había caído en sus brazos, y, había sido suya, y la había poseído a la sombra de los árboles cómplices que vieron sus divinas desnudeces, él, no había vivido sino en el Amor, por el Amor, y, para el Amor;
sus dos virginidades al encontrarse para morir, se hicieron un solo y hondo mar insatisfecho, que reflejó el vuelo de las noches insomnes, y, el carro de las auroras vencidas, testigos de las más bellas horas de Amor, en el seno rendido del Silencio;
todas las armonías de los cielos y de los campos, penetrando de los jardines inquietos, vibraban en sus besos, pesados de voluptuosidad, como las olas inflamadas de un gran lago de asfalto;
¡oh! las noches, siempre cortas a sus deseos, en que sus cuerpos como imantados no acertaban a separarse, y, bajo el poder de las caricias, los ojos entrecerrados de ella, brillaban en la obscuridad, estriados, luminosos, como hechos con fragmentos de estrellas, como si sus pupilas, hubiesen sido extraídas de los yacimientos vírgenes del Sol;
sus labios devoraban los besos, como playas abiertas, que no se fatigarán jamás, de recibir el beso de las olas;
los momentos en que sus labios no se unían eran momentos de ansiedad intolerable, en que sentía llover sobre su alma las cenizas lentas de la Eternidad;
cuando sus ojos no miraban el rostro de Marta, le parecía que había muerto el sol, y, era entonces que tenía piedad de los ciegos y abarcaba toda la crueldad del corazón impenetrable de las tinieblas;
sentía, que morir con los labios sobre los labios de ella, no sería morir; sería diluirse suavemente en la Nada, fundirse lentamente en el candor de una estrella;
¿por qué había llegado tan tarde al Amor?
tal vez no había llegado tarde, puesto que había podido dejarse arder por él, y, se consumía en él, como un arbusto resinoso caído en la llama, feliz de morir de esa caricia lenta, como un vuelo de libélulas, sobre la agonía de un rosal.
Flor de Fango
Su humillación fué un acicate;
bajo el desdén se retorció violento;
tanta altivez, tal brío, en esa belleza esquiva, exacerbaron aún más aquella alma ignescente;
como un escorpión cercado de llamas se revolvió furioso en su impotencia;
su exasperación no tuvo límites;
era un chacal en la época del celo;
igual a un sol de sangre, el Crimen se le apareció en el horizonte;
su cerebro enfermo le hacía ver todo rojo, con un rojo de violación y de sangre virgen;
el homicidio con su túnica escarlata, le pasó por la mente con la hopa húmeda y viscosa; con su idea de posesión en el fondo de la muerte.—Viva o muerta, pero mía...
tal fué el grito de su carne;
así, a la puerta del crimen, a la orilla del abismo, el Destino piadoso vino a salvarlo...
extenuado, insomne, rendido, cayó enfermo;
su enfermedad fué una locura obscena; un largo delirio priápico; un viaje azaroso al jardín de Venus, al ardiente país de la Lujuria;
en esta excursión de Citerea, su alma vagabunda por los obscuros laberintos del placer, no cortó el mirto verde, el mirto sagrado de la Isla, sino el loto desnudo de la India, el loto simbólico del vicio;
y, así fué, de sueño en sueño, como un viejo Coribante, celebrando extraños ritos, prácticas monstruosas de bacanales fálicas, de horribles fiestas dionisíacas;
aquella fiebre erótica lo puso a la orilla del sepulcro;
un anciano canónigo, amigo suyo, que había venido a verlo, velando a la orilla del lecho, sorprendió en el delirio el secreto incontesable;
él vió en las sombras de aquella alma turbada, en la selva obscura de aquella conciencia insurrecta, enroscada en el árbol maldito, la gran serpiente, la serpiente bíblica;
su ojo experto columbró en el fondo de ese abismo, el gran Monstruo, la Tentadora, la Mujer;
y, resolvió salvarlo;
apenas fuera de peligro lo arrancó de allí, como si lo sacara de entre las llamas de un incendio;
después, oyó de su joven amigo el tremendo secreto: la confesión de su amor, de sus deseos impuros, de sus sueños libidinosos, de sus anhelos carnales, de su tentativa de crimen;
asombrado el Canónigo ante las tempestades de aquella conciencia, como ante las olas agitadas de un mar de furia:
viejo médico del espíritu; empírico en la gran ciencia de la Psicología, de las hondas enfermedades de las almas, recetó los antiguos medicamentos, los sedativos morales; el calmante místico: la oración;
como un niño enfermo, el corazón del joven levita, herido de muerte, buscó para ampararse el seno de su antigua madre: la Fe;
tuvo entonces un acceso intenso de piedad, una verdadera fiebre mística;
temeroso del ambiente del pecado, sediento de paz, fué a encerrarse en unos Ejercicios Espirituales para sacerdotes, que se daban en la vieja casa del Dividivi;
allí se absorbió en la contemplación y el arrepentimiento;
fué un verdadero penitente;
su alma desolada; su cuerpo macerado, pidieron a Dios el perdón de sus faltas;
oró con fervor intenso, fervor de catecúmeno; lloró con lágrimas geronimicas de verdadera contrición; tuvo arrepentimientos