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El niño en silencio: La comunicación más allá de las palabras
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El niño en silencio: La comunicación más allá de las palabras
Libro electrónico835 páginas12 horas

El niño en silencio: La comunicación más allá de las palabras

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La comunicación con los demás se inicia, prácticamente, a la par que la vida. Los bebés tienen un amplio abanico de necesidades y de señales para transmitírselas a sus padres. Esas señales irán evolucionando del llanto del recién nacido a gestos y, más tarde, a palabras. Sin embargo, hay situaciones donde el niño abandona sus formas de comunicación: las palabras, los gestos e, incluso, la mirada.
El presente libro surgió de la necesidad de trabajar con niños no parlantes con regresión emocional. Reúne las aportaciones de diversos autores con experiencia en estos casos en que el silencio tiene un mensaje que es indispensable descifrar. Es un intento de ayudar a todas las partes involucradas en el proceso terapéutico a restablecer la comunicación perdida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 feb 2021
ISBN9788425448584
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    El niño en silencio - Jeanne Magagna

    JEANNE MAGAGNA

    MARIE SABA VEILE

    JORGE L. TIZÓN

    (EDITORES)

    EL NIÑO EN SILENCIO

    LA COMUNICACIÓN

    MÁS ALLÁ DE LAS PALABRAS

    Traducción de

    Marie Saba Veile (coordinadora)

    con Claudia Oquendo, Amelia Schmidt y Francesca Varda

    Herder

    Título original: The Silent Child: Communication without Words.

    Traducción: Marie Saba Veile (coord.), con Claudia Oquendo, Amelia Schmidt y Francesca Varda

    Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

    Edición digital: José Toribio Barba

    © 2021, Jeanne Magagna y Marie Saba

    © 2022, Herder Editorial, S.L., Barcelona

    ISBN EPUB: 978-84-254-4858-4

    1.ª edición digital, 2022

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

    Herder

    www.herdereditorial.com

    Índice

    PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN EN ESPAÑOL

    Marie Saba Veile

    PRÓLOGO A LA PRESENTE EDICIÓN

    Jorge L. Tizón

    PRESENTACIÓN DEL LIBRO

    Jeanne Magagna y Marie Saba Veile

    PRESENTACIÓN DE LA SEGUNDA EDICIÓN: «AQUELLOS CHALADOS CON SUS LOCOS CACHARROS». UNA INTRODUCCIÓN A LAS APORTACIONES DE LA «OBSERVACIÓN DE BEBÉS» A LA PSICOTERAPIA

    Jorge L. Tizón

    PARTE I - INTRODUCCIÓN

    1. EL SONIDO DEL SILENCIO

    Bryan Lask

    2. MILO ERA UN NIÑO NORMAL

    La madre de Milo

    3. COMUNICÁNDOSE SIN PALABRAS

    Jeanne Magagna

    PARTE II - NIÑOS PEQUEÑOS

    4. LA CONTEMPLACIÓN DE LOS BEBÉS: EL PENSAMIENTO REFLEXIVO, LA EMOCIÓN Y LA REINTEGRACIÓN DEL OBJETO BUENO

    Alex Dubinsky

    5. EL «PUENTE ROTO» DE UN BEBÉ CON SUS PADRES

    Jeanne Magagna

    6. LA EVOLUCIÓN DE LOS PATRONES DE CONTENCIÓN PARENTAL DE UN NIÑO PEQUEÑO QUE SE COMUNICA A TRAVÉS DEL NO COMER Y DEL NO HABLAR

    Jeanne Magagna

    7. EL NIÑO QUE AÚN NO HA ENCONTRADO LAS PALABRAS

    Jeanne Magagna

    8. PÉNDULO

    Elizabeth Kreimer

    PARTE III - JÓVENES

    9. LA INVESTIDURA DESEANTE DEL ANALISTA FRENTE A LOS MOVIMIENTOS DE ALEJAMIENTO Y APROXIMACIÓN EN EL TRABAJO CON LOS TRASTORNOS AUTÍSTICOS: IMPASES Y MATICES

    Mariângela Mendes de Almeida

    10. LA EXPERIENCIA DEL GRUPO CREATIVO

    Tara Pepper Goldsmith y Naomi Ben Simon

    11. EXPLORACIONES FAMILIARES EXTENDIDAS UTILIZANDO SUEÑOS, DIBUJOS Y JUEGOS CON UN NIÑO QUE NO HABLA

    Jeanne Magagna

    12. CUIDADO HOSPITALARIO DE UN NIÑO QUE NO CAMINA, NO HABLA Y NO COME

    Jo Guiney

    13. COLABORANDO, CONTENIENDO E INSPIRANDO CONFIANZA: FISIOTERAPIA CON UN NIÑO QUE NO HABLA, NO CAMINA Y NO COME

    Jeanne Magagna y Melanie Bladen

    14. «FORZADA A MORIR»: PSICOTERAPIA CON UNA NIÑA QUE NO HABLA, NO CAMINA Y NO COME

    Jeanne Magagna

    15. CONTRATRANSFERENCIA EN EL PSICOANÁLISIS DE UN ADOLESCENTE EN SILENCIO

    Nancy L. Bakalar

    16. UN VIAJE A TRAVÉS DE LA TERAPIA FAMILIAR CON UN NIÑO QUE NO HABLA

    Cynthia Rousso

    17. DESDE UN GRITO SILENCIOSO HASTA LA TRISTEZA COMPARTIDA

    David Wood

    GLOSARIO

    BIBLIOGRAFÍA

    AGRADECIMIENTOS

    AUTORES

    Este libro está dedicado a Anne Álvarez,

    supervisora, a Bryan Lask y a David Wood;

    también a todos los padres y pacientes que nos ayudaron

    a entender la comunicación más allá de las palabras.

    «El objetivo del arte es entender, ante todo».

    «Si escuchamos con atención, podremos oír el leve

    revoloteo de alas, el suave movimiento de vida y esperanza».

    ALBERT CAMUS

    Prólogo a la primera edición en español

    Marie Saba Veile

    Desde sus inicios, el psicoanálisis buscó permitir que fuese el cuerpo el primero en hablar, y lo que se intentaba escuchar era eso que estaba en silencio. La cura a través del habla es también una cura a través de la escucha y de la mirada. Necesitamos algo que se encuentra más allá de las palabras para acceder a eso que el silencio comunica, como nos recuerda Bryan Lask, a través de la letra de una canción: «Y la visión que quedó sembrada en mi mente, aún permanece dentro del sonido del silencio».

    El niño en silencio. Comunicación más allá de las palabras habla de esos silencios que todos llevamos dentro, de los momentos en los que nos quedamos sin palabras, sin poder conectar, así como también de los probables vestigios de lo que no se logró comunicar. Silencios crudos en los niños, silencios que quizá el «ruido» cubrió en los adultos. Sin embargo, el énfasis está puesto en la comunicación, en todo lo que se dice con o sin palabras; especialmente en el extraordinario intercambio que se da en la relación entre personas que logran conectar.

    Los casos presentados en este libro nos hacen pensar que el silencio suele ser un retiro, pero es a la vez un pedido. Los pacientes se encuentran aparentemente aislados, pero la escucha cuidadosa descubre a una persona que necesita y que espera, ya sin esperanza.

    Al verlo de esta manera, el síndrome de retiro generalizado —a falta de conexión, el negarse a hablar, a comer e incluso a moverse— se puede entender como un rechazo a una forma de vida y no como un rechazo a la vida misma. Estos pacientes quizá se niegan a conformarse, a adaptarse, a obedecer. El self parece estar sumergido, como en esas cabinas de los experimentos de aislamiento sensorial, para protegerse de todo lo que le amenaza a seguir siendo.

    Al inicio, estos pacientes parecen haber perdido el habla; nos hacen pensar en los primeros instantes de vida, sin palabras, sin miradas, sin sonidos. Pero avanzan y viene el llanto, la mirada, el tacto; señales de vitalidad, de una comunicación con el otro indispensable para vivir; y vemos cómo pueden comenzar a dar y a recibir.

    Entonces, aparecen respuestas a la pregunta de si este estado es un regreso al momento en el que quedó alguna conexión, algunos hilos de vida, o si se trata de un rechazo a la vida, donde una pulsión de muerte ha tomado posesión.

    No se trataría de un instinto tanático que domina para destruir, para regresar a lo inorgánico. Es posible interpretar, en estos casos, una respuesta ante la hostilidad, una defensa contra lo que se sintió como una amenaza, como algo dañino, como una irrupción devastadora.

    Estos pacientes esperan conectar, pero, para poder hacerlo, exigen que el otro esté dispuesto a aceptar sus condiciones, que esté capacitado para descifrar un mapa que aún no han trazado. Una cartografía que van creando, paciente y terapeuta, a medida que se avanza. Pero los autores nos dejan claro que este mapa solo cobra sentido para el que está dispuesto a arriesgar, a entrar en un mundo nuevo, a respetar los tiempos del otro y a descifrar su idioma. Esto es posible si el terapeuta logra ofrecer y mostrar el suyo y estar abierto a aprender de esa persona que ya no puede enseñar. La persona espera, pero solo conectará con quien sospeche que es un aliado.

    Vemos que, solo así, estos pacientes pueden dar el primer paso: empezar a confiar. Confianza y desconfianza es el juego que recorre todo el libro.

    Sin una relación de confianza, el miedo inmoviliza. En la constelación transferencia-contratransferencia la división paciente-terapeuta se vuelve, en parte, artificial; el terapeuta siente miedo y la parálisis ya no es exclusiva del otro. Sin embargo, vemos cómo los autores de los artículos compilados en este libro, al sentir contratransferencialmente la parálisis en ellos mismos, pueden procesarla e ir saliendo poco a poco de ella. Hay poco lugar para la cobardía; los pacientes no aceptan otra opción. Estos casos demuestran que lo disruptivo se encuentra en la parálisis disfrazada de movimiento; hace pensar en esas parálisis que se manifiestan en un trabajo clínico que, si bien puede ayudar hasta cierto punto, impide llegar a lo esencial, a eso que de verdad genera un cambio. Adam Phillips, en su libro Equals, dice: «Si lo mejor que hacemos es cuidarnos entre nosotros, entonces lo peor que hacemos es pretender cuidarnos cuando en realidad estamos haciendo algo diferente». Phillips explica luego que es inevitable, a veces, hacer algo diferente; asumimos las ambivalencias e intentamos mantener un balance favorable.

    El setting, encuadre o escenario, ese marco que contiene, es indispensable, representa los límites necesarios para el trabajo terapéutico. Pero, y es un gran pero el que proponen los autores del libro, el encuadre no debería ser un obstáculo para que el vínculo verdadero se desarrolle. Si se rigidiza, si solo se obedecen las «reglas» puede resultar cómodo para el terapeuta, pero estrecha el ámbito terapéutico como si se tratara de un techo bajo, donde probablemente solo se pueda avanzar en cuclillas. Los trabajos aquí presentados describen un encuadre o escenario biológico, vital, vivo, siempre en movimiento, que se construye sesión a sesión, opuesto a encuadres aprendidos, enquistados, muertos.

    El proceso psicoterapéutico es muchas veces opuesto al concepto de cura médica, el cual apunta al pasado, al momento donde la «enfermedad» no había comenzado. Por lo tanto, la salud es muchas veces entendida solo como ausencia de enfermedad. La psicoterapia implica una transformación; a medida que nos desarrollamos van quedando marcas, cicatrices, huellas que deja el conocimiento. Algo se quebró, quedó fuera de lugar o quedó un vacío, y es necesario repararlo.

    En Japón se practica el Kintsugi (del japonés: «reparar o unir usando oro»); es el arte de reparar piezas de cerámica quebradas. Pero tanto el material con el que se repara como el resultado final no pretenden ser como el original; todo lo contrario, utilizan metales preciosos como el oro, que no solo son más resistentes: también permiten una estética especial donde la reparación queda iluminada. El Kintsugi representa además una filosofía. Al juntar, al reparar, van apareciendo diseños únicos, formas nuevas inimaginables antes de la rotura; las fisuras ya no representan la falla, la ausencia. Se forman diseños a través de las grietas, los cuales hacen que la pieza se vuelva única, más valiosa de lo que era originalmente. Los quiebres forman parte de la historia y no necesitan ser ocultados o disfrazados. La reparación representa las vicisitudes de la existencia y la aceptación del cambio como parte del paso del tiempo en el ser humano.

    He recurrido a esta imagen porque pienso que simboliza el trabajo de los autores en este libro. El «oro» de la reparación permite tanto a la pareja analítica, como a quienes forman parte de este proceso, saber que lo valioso no se haya en la búsqueda de un statu quo, plano, sin huellas ni historia. El respeto por el otro y por las huellas de lo que se separó y se volvió a unir es, precisamente, el testimonio del paso por la vida. Y es también lo que hace tan especiales los ensayos de este libro.

    Prólogo a la presente edición

    Jorge L. Tizón

    Después de haber incluido en nuestra colección 3p («Psicoterapia y Psicopatología de las Psicosis») libros como los de Anne Brun, Pirkko Turpeinen-Saari, Paul Williams, Gerd-Ragna Bloch Thorsen o Jaakko Seikkula y Tom Erik Arnkil, no creemos que suene demasiado disonante que agreguemos aquí un trabajo sobre los cuidados y las ayudas psicológicas de niños y adolescentes en situaciones tan graves como las que describen los capítulos que siguen, los «niños del silencio», del «rechazo generalizado» o del «retraimiento radical». Entre otras cosas, porque hoy en día la definición de «psicosis», tanto en la infancia como en la edad adulta, se halla sujeta a numerosos replanteamientos. Clásicamente esos síndromes en la infancia se habían caracterizado con la «tríada de Wing» (en homenaje a Lorna Wing, 1971, 1981), es decir que padecían dificultades en la interacción social, en la comunicación verbal y no verbal y un patrón restringido de intereses o comportamientos. Es muy dudoso que «la explosión nosotáxica» de la psicopatología de la infancia en múltiples síndromes y variedades, o la canibalización de todos los trastornos graves de la infancia bajo términos como «autismo» y «trastornos del espectro del autismo» sirvan para atender y cuidar mejor a esos niños. Antes al contrario, muchos pensamos que contribuyen a difundir preconcepciones no probadas sobre supuestas etiologías «genéticas», «cerebrales», «bioquímicas» o «constitucionales» de los mismos, infravalorando las perspectivas relacionales e interparadigmáticas, y a menudo empujan al uso masivo, también con estos niños, de fármacos cuyas indicaciones y dosificación distan mucho de haber sido probadas.

    Por el contrario, en nuestros replanteamientos de la conceptualización de las psicosis (Tizón, 2020; Tizón et al., 2013), tanto de niños como de adultos, hemos insistido en que debemos entenderlas como fenómenos psico(pato)lógicos graves definidos por tres elementos o problemas nucleares clave: la falta de integración de la personalidad y la identidad, las dificultades para el procesamiento de las informaciones (en particular, de las aferencias emocionales y cognitivas iniciales) y, en consecuencia, las confusiones realidad interna-realidad externa, más graves que en otros muchos sujetos. En nuestra opinión, esa caracterización puede ser aplicada, en términos generales, a los trastornos generalizados del desarrollo, a los «síndromes del rechazo generalizado» (Thompson y Nunn, 1997; Lask, 2004, 2015) y a los síndromes autísticos y similares.

    En todos esos niños podemos y debemos tener en cuenta al menos esos tres tipos de problemas que, como consecuencia, provocan dificultades en la interacción social, en la comunicación verbal y no verbal, así como patrones muy restringidos de intereses o comportamientos, es decir, la «tríada de Wing».

    En ese sentido, entendiendo así las psicosis y considerando la continuidad de la psicopatología durante el desarrollo, no ha de extrañar a nadie que en esta colección incluyamos libros dedicados a los trastornos graves de la infancia. Además, siempre hemos de tener en cuenta el valor de la prevención secundaria y terciaria que podemos desarrollar si atendemos de manera adecuada y lo más temprano posible esos trastornos graves.

    De ahí la inclusión de esta nueva edición, corregida y aumentada, de El niño en silencio dentro de la colección 3p, además de por mi valoración y conocimiento personal de varias de sus autoras, comenzando por Jeanne Magagna.

    Presentación del libro

    Jeanne Magagna y Marie Saba Veile

    Al empezar la vida, empieza la comunicación con los otros, continuación de la vida intrauterina, de sentir los latidos de la madre, las voces cercanas. Al nacer, el bebé tiene la necesidad de ser cuidado, de sentirse seguro, de percibir que sus necesidades físicas y emocionales son acogidas, contenidas y transformadas a través del contacto con otros. Los padres dependen de las señales del bebé para cuidarlo. Si están compenetrados, esas llamadas, invitaciones iniciales a través de llantos, se irán transformando primero, en gestos cada vez más claros y, luego, en palabras.

    Sin embargo, podemos encontrar situaciones en las que el niño que habla deja de hacerlo. Puede también abandonar otras formas de comunicación como los gestos, los llantos e, incluso, la mirada. No existe, o parece que dejara de existir, una plataforma para las emociones. La necesidad de ayuda es innegable; los padres buscan profesionales, la conexión entre los miembros de la familia se ha interrumpido, la familia necesita apoyo y comienza un esfuerzo en común donde se consideran nuevas alternativas. Siempre es un camino nuevo el que se inicia. Ningún paciente, ninguna familia, ninguna relación con los terapeutas es igual a la otra. Es el inicio de un proceso de creación, cuyo resultado será tan individual como el proceso mismo.

    Este libro es una exposición generosa de diversos autores con experiencia en estos procesos, en los que el silencio tiene un mensaje que es indispensable descifrar. Es un intento de ayudar a todos los involucrados en este proceso a alcanzar la comunicación con el paciente en silencio; un intento de ayudar a los padres de los pacientes a encontrar las herramientas y métodos necesarios para restablecer la comunicación perdida.

    Nos encontramos con síntomas en los que confluyen vidas enteras, tanto del momento actual, como provenientes de la fuerza transgeneracional.

    La idea inicial de este libro fue escribir acerca de las intuiciones, describir cómo es posible trabajar con personas regresionadas que han llegado al punto de no poder comunicarse verbalmente. Más allá de cerrarse al mundo, de no comer, de sentirse incapaces de reflexionar tanto sobre el mundo interno como, probablemente, sobre el mundo externo los cuales se han tornado insoportables, podemos encontrar una diversidad de grados y problemas psicológicos.

    Lo que resultó ser de gran ayuda para el equipo de trabajo fue tratar de ver el mundo a través de los ojos de la persona que los ha cerrado, desde una identificación empática; también a través de los ojos de los familiares que la acompañan. De esta manera, psicoterapeutas, fisioterapeutas, enfermeras y demás personas involucradas en este proceso, pueden encontrar una forma emocionalmente presente, creativa y única de ofrecer una ayuda.

    Tratar de acompañar a una persona a volver a encontrar la forma de comunicarse, especialmente a través del uso de las palabras, requiere que el equipo multidisciplinario, así como los familiares, compartan un viaje en el que se necesita que todos desarrollen y encuentren las palabras adecuadas sobre las propias experiencias en este trabajo. Estas experiencias fueron escritas, en un principio, para ser compartidas entre los miembros del equipo; sin embargo, fueron más tarde publicadas de manera independiente; y, finalmente, han sido recopiladas en esta edición para compartirlas con el lector interesado.

    El libro se abre con el artículo escrito por el profesor Bryan Lask, psiquiatra consultor de la unidad Middle Creak del Hospital Great Ormond. En este primer capítulo, titulado «El sonido del silencio», Lask describe el trabajo que realizó con una adolescente anoréxica de 13 años, que rechazaba todo contacto con las personas que la rodeaban. Lask describe cómo una queja, un suspiro, un gemido o un grito pueden ser formas significativas de comunicación. Su hipótesis consiste en que si la persona ha dejado de hablar, debemos incluir y aceptar el silencio; puesto que el sonido que este crea nos dice mucho. Lask es un clínico carismático que nos permite observar a su paciente, así como la interacción paso a paso.

    En el segundo capítulo, «Milo era un niño normal», la madre del niño al que hemos llamado, por respeto a la confidencialidad, Milo, nos relata el proceso por el cual atravesó toda la familia, en especial, ella y su esposo. Esta experiencia fue muy difícil de superar, especialmente al inicio, cuando no conseguían obtener respuestas ni una ayuda adecuada para resolver el problema del niño. Eran testigos de cómo otros niños enfermos se recuperaban rápidamente, mientras su hijo parecía no lograr ningún avance significativo. Los padres de Milo tuvieron que desarrollar muchas técnicas creativas, especialmente cuando sentían que esta situación les desbordaba y abrumaba. Asimismo, la madre de Milo encontró en la escritura una forma de abordar y asimilar todo el proceso, así como las experiencias dolorosas de las cuales no había hablado.

    En el capítulo tres, «Comunicándose sin palabras», Jeanne Magagna describe cinco estados mentales que se pueden encontrar en el silencio de pacientes con retiro generalizado. Las viñetas obtenidas durante la observación de infantes son usadas para asistir a padres y profesionales en la búsqueda por entender las partes infantiles en la persona que no habla, las cuales inicialmente les hace sentir terriblemente rechazados. Los cinco estados mentales descritos son: darse por vencido; tener miedo; adherirse a un síntoma físico; sentir odio y rabia seguidos de una sensación de persecución; y experimentar una comprensión amorosa y una profunda resonancia con el otro.

    En el capítulo cuatro, Alex Dubinsky, en «La contemplación de los bebés: el pensamiento reflexivo, la emoción y la reintegración del objeto bueno» explora la capacidad de comunicación de los bebés, a través de la observación de infantes. Las viñetas nos ayudan a entender el proceso, los intentos iniciales de formar símbolos y pensamientos, para luego poder comunicarse mediante las palabras. En este capítulo encontramos bellos momentos en los cuales se ilustra cómo el bebé logra encontrar representaciones simbólicas de la madre buena interna. Vemos, también, cómo las capacidades de pensar y de hablar se desarrollan en el infante.

    En el capítulo cinco, «El puente roto de un bebé con sus padres», Jeanne Magagna describe cómo el desarrollo de las capacidades de hablar y pensar puede verse obstaculizado y hasta frenado por la naturaleza de las interacciones familiares. La falta de contención y la angustia en la infancia temprana pueden promover el empleo del recurso de no-pensamiento y el uso de sensaciones corporales para «mantener el self cohesionado emocional y físicamente». Este capítulo presenta un cuadro de los estados infantiles a los cuales los niños que no hablan regresionan, cuando su estructura psíquica se ve sobrepasada por experiencias emocionales disruptivas, relacionadas con la rabia, el odio, la tristeza, la desesperación, el miedo, el abuso, el abandono y otras formas de trauma.

    En los capítulos seis y siete, Jeanne Magagna describe diferentes formas de terapia individual y familiar, donde se cuenta con la presencia de la madre, quien ayuda a entender al niño. Los padres son una especie de colegas, en una experiencia compartida que consiste en observar secuencias de interacción y sostener tanto los propios sentimientos como los del infante durante suficiente tiempo como para poder «prestar» la capacidad de pensar. Jeanne, a su vez, invita a la familia a reflexionar sobre los traumas transgeneracionales que se expresan en interacciones actuales entre el terapeuta y el niño (Faimberg, 1988).

    En el capítulo ocho, «Péndulo», Elisabeth Kreimer nos invita a compartir tanto la experiencia, como sus reflexiones en torno a su encuentro con Claire, una niña que a los ocho años seguía sin hablar. Elisabeth, ahora muchos años después de este proceso, se pregunta, ¿por qué estaba sola? Con esta pregunta, nos hace reflexionar tanto sobre la necesidad de la compañía contenedora como sobre las dificultades que surgen cuando el trabajo no se realiza en equipo. En un proceso que va desde el caos, la rigidez congelada y congeladora, a la explosión que genera el espacio para crear, para gozar al sentirse siendo y moviendo. Mientras esta pareja analítica va dando puntadas de conexión, Elisabeth nos enfrenta a sorpresivos desencuentros, quizá indispensables separaciones para poder más tarde acercarse. Ya en ese entonces, aparece lo que hoy la autora propone como reverie somático, donde más allá de las palabras, el cuerpo aparece como instrumento y guía indispensable para lograr saber que nos sentimos.

    En el capítulo nueve, los movimientos oscilantes contratransferenciales son también centrales para lograr una cercanía necesaria para dar lugar a los estados primitivos de la mente. Mariángela Mendes trabaja una canción de Chico Buarque y un sueño producido por ella misma, para reflexionar tanto acerca de los estados primitivos de la mente como sobre la técnica psicoanalítica ofrecida a niños con trastornos autísticos. Mendes se detiene a pensar sobre el deseo de contacto experimentado por el analista, y sobre los impasses que encontramos, como terapeutas, en la práctica clínica.

    Es frecuente observar a terapeutas tratando de «sacar» alguna palabra al paciente que no habla. Sin embargo, esto puede ser sentido como una intrusión por quien no está aún listo para hablar, lo que hace que la persona se retraiga aún más. En el trabajo en grupo, muchas veces, la persona necesita de semanas o meses para poder compartir verbalmente sus sentimientos. Es por esta razón que parece esencial brindarle la oportunidad de reunir y transformar las experiencias no verbalizadas de forma artística, como la musical. Para lograr la simbolización de los sentimientos, la persona que no habla es asistida por otros participantes del grupo terapéutico, los cuales son capaces de representar y exteriorizar sus sentimientos a través de diversas expresiones artísticas.

    En el capítulo diez, Tara Pepper Goldsmith y Naomi Ben Simon proponen que el grupo puede funcionar como continente para los estados mentales no procesados del inconsciente de la persona que no habla. A través del ofrecimiento de un insight y de una interpretación al grupo, los terapeutas ayudan a las personas a contener sus emociones y a pensar, sin hablar, sobre las mismas. El pensar en silencio, mientras se pinta o se hace una escultura, se da mucho antes de que la persona pueda hablarle al grupo.

    Si bien la bibliografía psicoanalítica pareció olvidar la importancia de los hermanos en la historia de las personas, hoy en día, esta es reconocida; de este modo vemos cómo, en el capítulo once, «Exploraciones familiares extendidas utilizando sueños, dibujos y juegos con un niño que no habla», Jeanne Magagna nos demuestra que los hermanos del paciente constituyen elementos cruciales para facilitar a la familia a poner en palabras lo no dicho en la interacción familiar. A través de los sueños, los dibujos, el psicodrama y la participación en juegos, los integrantes de la familia se involucran activamente y ayudan al clínico, en especial, cuando este se ve embargado por sentimientos negativos, como la frustración o el sentirse inadecuado. Estos tipos de interacción promueven el desarrollo de un mejor entendimiento de la dinámica.

    En el capítulo doce, «Cuidado hospitalario de un niño que no camina, no habla y no come», Jo Guiney nos presenta una historia en la que la autora, a través de sus reflexiones, muestra cómo el escribir acerca del proceso ayuda a «juntar las cosas internamente», a darle un sentido a eso que parece caótico, separado. Es común que un paciente internado que se aísla del mundo haga que los miembros del equipo se sientan rechazados. Escribir sobre esto y, en especial, sobre lo que un profesional supuestamente «no debería» sentir, ayuda a elaborar el diálogo interno. Estos sentimientos difíciles de manejar incluyen frustración, irritación, furia o sentirse drenado de energía. Vemos cómo estos mismos sentimientos, cuando se aceptan y se trabajan, ayudan a entender lo que el paciente está viviendo.

    En el capítulo trece, Melanie Bladen y Jeanne Magagna relatan el trabajo en conjunto entre fisioterapeuta y psicoterapeuta. Describen el diálogo mente-cuerpo, a través de seis conceptos: colaboración, curiosidad, contención, confianza, imaginación creativa y sorpresa. Afirman que incluir las respuestas, las experiencias corporales, ayuda a ver al paciente como un todo.

    En los capítulos catorce y quince, Nancy Bakalar y Jeanne Magagna, respectivamente, exploran la pregunta: «¿puede la psicoterapia ser terapéutica cuando una persona no habla?». Estos capítulos están escritos especialmente para ayudar a los clínicos que trabajan con personas que no muestran ninguna motivación por utilizar el habla como una herramienta en el proceso terapéutico. Una de las premisas de estos capítulos es que las experiencias más difíciles e importantes no han sido simbolizadas y, por lo tanto, no es posible que el habla se pueda dar. Rechazar a un paciente porque no habla es injusto, especialmente si se piensa que sintió que se le prohibía hablar. Es importante recordar que el niño silente puede pensar junto con el terapeuta que está pensando en voz alta. El uso del cuerpo y de las emociones contratransferenciales es un punto focal para la transformación y modulación de las emociones que sobrecogen al terapeuta. Esto permite que las emociones sean simbolizadas, reguladas y adecuadas para el discurso verbal. En estos capítulos, vemos cómo se van descongelando las partes encapsuladas del self que están en un estado congelado en el inconsciente (Klein, 1981). Por medio de la descripción del terapeuta del proceso analítico, es posible descubrir la forma en que las emociones llegan a la conciencia, representadas en sueños, dibujadas y verbalizadas por la persona (Magagna, 1999). El lector también descubre formas terapéuticas de trabajo que le permiten lidiar con aquello que se puede sentir como «un imposible impasse terapéutico» (Rosenfeld, 1987).

    En el capítulo dieciséis, Cynthia Rousso narra la experiencia de haber trabajado con un niño que parecía haberse retirado de la vida; esto significó para ella una fuente de angustia, pues lo sentía como una responsabilidad abrumadora; sin embargo, a medida que el proceso se desarrollaba, fue capaz de hallar la serenidad necesaria para brindarle a este niño la ayuda que necesitaba. Rousso nos describe cómo afronta los «patrones de silencio» en la interacción familiar, los cuales son el resultado de un intento infructuoso de lidiar con emociones intensas y desbordantes. Rousso también destaca cómo las palabras pueden ser usadas como una protección necesaria, para evitar el impacto emocional en un determinado momento crítico. Es fácil recordar a Winnie, personaje de Beckett (1961), quien hablaba impulsivamente, atrapado en un mundo plagado de palabras. Vemos en este capítulo diversas formas terapéuticas de relacionarse con la evasión, la proyección y la contención de los sentimientos con la ayuda de la familia.

    David Wood, director clínico del área hospitalaria para trastornos de alimentación durante muchos años, describe, en el capítulo diecisiete, el desarrollo de un grupo de psicoterapia formado por niñas y adolescentes anoréxicas en un contexto hospitalario. Resalta las dificultades que implica el trabajo en grupo con pacientes anoréxicos, los cuales tienden a ver las terapias del mismo modo en el que ven los alimentos: los temen y los evitan. Sin embargo, Wood nos muestra, a través del relato de varias sesiones, los indudables beneficios que este tipo de terapia puede aportar. Narra con especial énfasis la manera en que los grupos de terapia evolucionaron de manera «espontánea» en la matriz misma del grupo dentro de la clínica; asimismo, resalta la importancia de la capacidad de respuesta y «sintonía afectiva» en el proceso.

    Queremos resaltar que algunos de los capítulos han sido escritos por personas que no han completado su entrenamiento y trabajan junto con otros miembros del equipo con mayor experiencia. Para que el trabajo terapéutico pueda darse, ha sido casi una necesidad que las personas «den palabras» de maneras creativas y comuniquen sus experiencias emocionales profundamente conmovedoras al resto de las personas involucradas. Entender la contratransferencia, tanto en el trabajo con el paciente, como con el equipo, fue un aspecto esencial en las discusiones grupales con padres.

    Este libro sugiere que escribir sobre la experiencia terapéutica puede ser parte necesaria para contestar a la pregunta sobre cómo dar mayor sentido al trabajo con personas que se comunican sin palabras.

    Estamos muy agradecidas a las personas que han escrito sobre los esfuerzos que realizaron de una manera sensible, valiente, creativa y honesta; logrando de este modo trascender sus conocimientos previos.

    Presentación de la segunda edición: «Aquellos chalados con sus locos cacharros».¹ Una introducción a las aportaciones de la «observación de bebés» a la psicoterapia

    Jorge L. Tizón

    Introducción

    Como solemos decir, la ayuda psicológica o ante los sufrimientos psicológicos de los congéneres puede y debe realizarla cualquier miembro de nuestras sociedades, mientras que las «psicoterapias», como sistemas de ayuda tecnológicos (o profesionales) han de ser llevadas a cabo por profesionales o especialistas en esas técnicas. Eso implica, desde luego, una perspectiva técnica o tecnológica de las psicoterapias que no tiene por qué estar reñida con la sensibilidad, la proximidad y el «arte del clínico», por un lado, ni con la participación de los consultantes y sus redes sociales en las mismas, por otro.

    Sin tener en cuenta esta perspectiva, a menudo se enfocan las ayudas psicoterapéuticas como técnicas o procesos complejos, teóricamente abstrusos y profesionalistas más que profesionalizados, con lo que tiende a relegarse el papel de los consultantes, sus allegados y su comunidad en las prácticas psicoterapéuticas. Lo que llamamos «psicoterapias breves y estructuradas» son procedimientos terapéuticos que tienen muy en cuenta la participación del consultante, de sus allegados y de la comunidad en todo el proceso, y una perspectiva menos unidireccional del tratamiento o de los cuidados psicoterapéuticos. En ese sentido, se trata de «psicoterapias de atención primaria a la salud (mental)», modelos psicoterapéuticos que combinan la prevención primaria con los cuidados terapéuticos.

    ¿Qué podemos hacer para ayudar a un niño que desde hace meses o años no habla, come mal o se niega a comer, y que se pone al borde de la muerte física o de la muerte comunicacional, tal como hacen, por ejemplo, los «niños en silencio»? ¿Qué podemos hacer para ayudar a su familia y allegados? Entender y calificar a esos niños como «negativistas» constituye ya una toma de posición que deberíamos intentar evitar, salvo para los obligados formularios administrativos… Y aun en ellos, tanto desde el punto de vista de la psicopatología basada en la relación (Liberman, 1976; Millon et al., 2006; Tizón, 2018-2020…) como desde otros modelos de aproximación (Read y Dillon, 2017; Johnstone y Boyle et al., 2018) deberíamos cambiar nuestro lenguaje, como hoy propone ya abiertamente la División Clínica de la British Psychological Society (2011), y no solo hacerlo en la comunicación interprofesional, con la familia y con otros servicios, como llevamos decenios manteniendo… Ha llegado la hora de cambiar y de hacer que se modifiquen los rótulos administrativos que nos empujan a cosificar y medicalizar a los consultantes y a sus familias con categorías que, además de inexactas e ineficientes, empujan a no comprenderlos y, por tanto, a no ayudarlos de verdad.

    Porque ante uno de esos niños que rehúyen la comunicación verbal y, a menudo, incluso parte de la comunicación no verbal,² ante esos niños en grave riesgo para su desarrollo somático y mental, para su salud entendida en un sentido holístico, ¿qué podemos hacer hoy? ¿Cómo podemos ayudarlos a ellos y a sus allegados? ¿Con medicaciones, con psicoterapias, con psicoterapias familiares, con intervenciones a domicilio, con separaciones, ingresos o internamientos forzados?

    Como profesionales, estos niños nos plantean los apremios más dolorosos que podemos encontrar en nuestra práctica. Ponen en marcha nuestras emociones y valores más profundos, es decir, plantean los empujes contratransferenciales más potentes de nuestras experiencias profesionales.

    Evidentemente, para ayudarlos tendremos, pues, que usar esa contratransferencia. Pero, con frecuencia, estos niños muestran que con buena voluntad y sentimientos sinceros no basta. Como tampoco admiten o toleran otras intervenciones más invasivas, más intervencionistas… De ahí que a lo largo de la historia se hayan intentado con ellos las más variadas aproximaciones e incluso invasiones. De ahí el título de este capítulo: aun en el caso de que los profesionales estemos actuando con voluntad de ayuda y prudencia, muchos de nuestros intentos pueden ser vistos como los de «aquellos chalados con sus locos cacharros». Y puestos a recoger esa metáfora para los numerosos replanteamientos teóricos y técnicos que estos niños y sus familias han promovido, hace decenios que algunos pensamos en la utilidad de una técnica (herramienta o «cacharro») poco conocida en el mundo de la psicoterapia y la psiquiatría y que a muchos no conocedores de la misma puede hacerles pensar en «los chalados y sus cacharros». En concreto, en estas páginas querría centrarme en las aportaciones que, a fin de lograr una aproximación psicológica y psiquiátrica más cuidadosa (y también más eficaz y eficiente), ha proporcionado una técnica antropológico-psicoanalítica como es la «observación sistemática de bebés y niños» según el modelo de Esther Bick.

    La baby’s observation, «observación de bebés», «observación sistemática de bebés» u «observación psicoanalítica de bebés y niños pequeños»³ (OPB u OB) fue propuesta por Esther Bick (Estera Lifsza Wander) en 1964 para el conocimiento del niño y sus relaciones en su medio habitual o «natural» por parte de psicoanalistas y candidatos a serlo. Como es sabido, existen otros métodos de estudio y conocimiento del niño a partir de la observación (cf., por ejemplo, Rustin, 2006; Anguera, 1990, 1991, 2003; Arias y Anguera, 2020) e incluso, en general, otros sistemas de observación. Sin embargo, la técnica de la que hablo ha sido adoptada como una de las herramientas de formación de psicoanalistas en numerosas sociedades de psicoanálisis y, de manera muy temprana, por la británica y la española. Entre nosotros, sus introductores fueron los psicoanalistas de la Sociedad Española de Psicoanálisis (SEP) Núria Abelló y Manuel Pérez-Sánchez, discípulos directos de Esther Bick. Ambos psicoanalistas han desarrollado no solo una gran actividad docente sobre el tema, sino que han explicado la misma en una ya amplia y reconocida bibliografía, en la que se comunica, describe y ejemplifica la técnica (cf., por ejemplo, Abelló y Pérez-Sánchez, 1981 o Pérez-Sánchez, 1981, 1986).

    Como recordaba en trabajos anteriores (Tizón, 1991, 2003), siguiendo a dichos autores, a la propia Bick (1964, 1968) o a otros investigadores (como Meltzer, 1975; Miller et al., 1989; Sandri, 1994; Haag, 2002, etc.), en esencia, la técnica psicoanalítica de la observación de bebés consiste en una hora semanal de «observación de campo» de un niño o bebé y de las relaciones de este con su entorno habitual durante los dos primeros años de vida. Las situaciones, emociones y sentimientos desveladas o producidas en esa hora de observación, las ansiedades en las que el observador no puede actuar para no perder el propio encuadre de la técnica, son elaboradas en un seminario también semanal en el cual dicho observador lee su protocolo de observación: una transcripción escrita de la hora de observación, realizada lo más cerca posible de aquella. Lo hace ante el seminario de observación, esto es, un grupo poco numeroso de participantes (de cuatro a ocho) compuesto por otros observadores y por el director del seminario, que ha de ser un especialista formado en la técnica específica.⁴ El objetivo manifiesto de este grupo es la discusión de lo observado y la profundización de las observaciones desde la perspectiva psicoanalítica. A Núria Abelló le gustaba recordar que, en realidad, la observación psicoanalítica se hace en el seminario, mientras que la primera parte, la «observación de campo», ha de considerarse fundamentalmente como una recogida de datos.

    Un objetivo menos manifiesto del seminario, pero igualmente importante, consiste en la elaboración de los sentimientos y las emociones (las «ansiedades») producidos durante la observación. En buena medida, esto puede lograrse gracias al funcionamiento como grupo del seminario y a las aportaciones de sus miembros y del director-coordinador, normalmente un psicoanalista que, como decía, ha de estar especializado en la técnica —pues, de lo contrario, las deformaciones tanto teóricas como en la propia técnica tornan poco útil el enorme esfuerzo que, para profesionales en activo, llenos de compromisos clínicos y docentes, suele suponer el hecho de participar en un seminario de estas características.

    La técnica de la observación psicoanalítica de bebés ya fue apuntada por Sigmund Freud, por ejemplo con sus observaciones en «Pegan a un niño» (1919) y en «Asociación de ideas en una niña de cuatro años» (1920). Melanie Klein, desde su particular y creativa orientación teórica y técnica, insistió en las virtudes docentes de la observación de niños en sus trabajos de 1952 (también en 1936 y 1955). Esas ventajas docentes fueron asimismo remarcadas y aplicadas por Bick (1964, 1986) y, como decía, por todo un amplio movimiento de psicoanalistas, psicoterapeutas, especialistas en atención precoz y salud mental en general que, en todo el mundo, practican y difunden tanto la técnica como sus aplicaciones.

    En la actualidad, la OPB u OB se utiliza en ámbitos mucho más amplios que en la enseñanza de los psicoanalistas clínicos (cf. diferentes revisiones en Miller et al., 1989; Sandri, 1994; Houzel, 1994; Lacroix y Monmayrant, 1995; Haag, 2002; Magagna, 2012; Tizón, 1991, 2001c, 2003…). Por ejemplo, se utiliza en labores psicopedagógicas, en la docencia de psicoterapeutas, como forma de sensibilización del personal de instituciones de infancia, en la sensibilización sobre los conflictos psicológicos para el personal de equipos públicos de pediatría, para la prevención del autismo (Houzel, 1994), para la prevención en familias, bebés y niños de gran riesgo social (Tizón et al., 2001, 2002), para la contención emocional de díadas madre-bebé en riesgo extremo, etc. Cada libro publicado con los trabajos de los congresos internacionales de observación de bebés suele presentar un compendio de tales aplicaciones y progresos.⁵ A menudo, psicoanalistas que trabajan con la infancia en diversos países y continentes, así como numerosos especialistas en salud (mental) de la infancia, opinan que es uno de los mejores sistemas de formación sobre el desarrollo del bebé y las relaciones del bebé porque:

    Facilita la aprehensión de las primeras relaciones y su génesis, tan importantes desde el punto de vista psicoanalítico. Se piensa que es una buena forma de llegar a comprender a nivel experiencial (cognitiva y emocionalmente) muchas pautas de relación supuestamente «adultas» o, como poco, el trasfondo de las mismas.

    Es una buena situación para aprender a observar. En realidad, a los técnicos de muchas profesiones asistenciales todavía hoy nadie nos enseña a observar. Y, sin embargo, la capacidad (y el entrenamiento) para observar es la base de la comprensión asistencial y de las capacidades asistenciales (Anguera, 1990, 2003). En particular, profesionales de disciplinas como la medicina y la enfermería son adiestrados a menudo en la dirección o actitud inversa, esto es, hacia el activismo, terapéutico o no (Balint, 1968; Tizón, 1996 a-c, 2019).

    Así pues, ¿dónde aprender a observar mejor que en una situación de tanta relevancia humana (es decir, biopsicosocial) y en la cual esto es especialmente difícil? En general, hay que recordar que, tanto en la vida cotidiana como en el cultivo de la ciencia y la tecnología, son las ansiedades propias las que nos impiden observar «objetivamente» y con empatía, es decir, con la menor dosis de identificación proyectiva masiva, anticomunicativa, posible. Y ¿dónde podríamos observar casi directamente las ansiedades (y defensas) más tempranas y difíciles de elaborar mejor que en los momentos en los cuales aparecen más frecuente y directamente, es decir, en las relaciones del neonato con sus padres o sustitutos? Incluso estamos preparados genéticamente para intervenir ante el bebé que expresa necesidad (Eibl-Eibesfeldt, 1970), lo cual significa que, para poder observar esas situaciones sin actuar, hemos de realizar un esfuerzo suplementario de autoobservación y contención…

    Por todo ello, si sus padres o sustitutos atienden al menos mínimamente al bebé, lo contienen, y si el observador es contenido a su vez en un seminario semanal, la observación psicoanalítica de bebés y niños pequeños puede resultar un buen sistema no solo para aprender (sobre las relaciones tempranas), sino para aprender a observar.

    Resultados inesperados

    Conforme fuimos teniendo experiencia en la técnica, algunos comenzamos a percibir sus «beneficios colaterales» de tipo asistencial. Casi de manera simultánea, aunque a menudo (por desgracia) sin intercomunicarnos, diversos autores e investigadores de tales técnicas empezamos a valorar esos efectos secundarios benéficos en el ámbito asistencial y, en consecuencia, a pensar y desarrollar aplicaciones. Esto sucedió a partir de los años ochenta del siglo pasado al menos en Francia (Didier Houzel y el grupo de Caen), en Londres (el grupo de la Clínica Tavistock), en Italia, Bélgica, Argentina, Chile, Uruguay y Brasil, en Escandinavia, en Barcelona, etc. El punto de partida para esa perspectiva asistencial de la observación de bebés era la comprobación de que, con frecuencia, una observación bien realizada resulta sumamente contenedora para lo observado: el sistema familia-bebé o madre-hijo. Todo lo contrario de los temores iniciales de muchos de los observadores de esta relación.

    Con la experiencia reiterada de este resultado «colateral» se fue configurando ante nosotros un panorama más amplio de las utilidades de tal tipo de experiencia formativa. Como he intentado sistematizar, adecuadamente realizada la OB poseería ventajas o resultados al menos en las cinco vertientes diferenciadas en la tabla 1.

    Cualquiera que haya podido participar en un seminario de observación psicoanalítica de bebés con una cierta profundidad y durante un tiempo suficiente, posee la experiencia de que, si la actitud de «observador de campo benevolente» se mantiene con la suficiente finura, la relación de los padres con el niño observado y, en general, las relaciones e interacciones en la familia observada evolucionan hacia una mayor integración de la diversidad y una mayor contención (emocional), es decir, hacia una mayor salud (mental). Y ello aunque el observador haya desempeñado adecuadamente su papel de observador y «solo observador», es decir, que no interviene activa ni proactivamene en el «sistema familiar» o en la díada madre-bebé.

    TABLA 1. «VENTAJAS FORMATIVAS DE LA «OBSERVACIÓN DE BEBES»

    (según el método de E. Bick)

    De hecho, habitualmente en las etapas previas al comienzo de la observación el candidato o, en general, el discente, se encuentra sumamente preocupado por fantasías y temores de tipo persecutorio. A menudo vive su aproximación a la familia como una intrusión que esta no tolerará o que le granjeará situaciones difíciles y ansiedades persecutorias crecientes. La realidad, una y otra vez experimentada, es que si la actitud técnica y humana del observador se mantiene con suficiente sensibilidad —combinando de manera idónea la firmeza de su encuadre y la flexibilidad emocional ante situaciones sumamente afectantes, como son las que rodean el desarrollo del infante en los primeros meses de vida— tales temores y expectativas persecutorias casi nunca llegan a confirmarse.

    Si el observador sabe mantener la actitud de observador benevolente, de forma consciente o inconsciente la madre y los cuidadores suelen valorar y agradecer su presencia y la tolerancia implícita que ofrece a sus dudas e insuficiencias marparentales. Incluso el resto de la familia acaba valorando (y tal vez queriendo) a esa persona que cumple su compromiso voluntario y que, en palabras de la madre de una niña observada desde el nacimiento: «Hasta parece que ayude... aunque no haga nada». La difícil readaptación global de la familia ante el nacimiento —tanto a nivel estructural como de cada uno de sus miembros—; las sucesivas y entremezcladas pérdidas y recuperaciones de identidades antiguas y nuevas, desempeñan aquí un papel importante. De esa forma, todo observador que haya participado en un seminario y en una o varias observaciones adecuadamente conducidas, obtiene la experiencia de las amplias capacidades «terapéuticas», o «maduradoras», o «contenedoras» de dicha técnica.

    El «factor terapéutico» de tales «cambios hacia la mejoría» (entendida al menos como integración) no resulta fácil de elucidar y, en todo caso, excede las posibilidades de este breve trabajo de presentación. Indudablemente, lo que Donald Meltzer (Meltzer et al., 1989) ha denominado «función emocional de contención» resulta clave en todo ello. Es fácil llegar a esa conclusión si tenemos en cuenta las observaciones y estudios de Wilfred R. Bion (1963, 1970) y del propio Meltzer (1975, 1984), que muestran la importancia de la contención familiar, apoyada en la capacidad materna de rêverie o en la «preocupación maternal primaria» (Winnicott, 1964, 1975). Hoy, seguramente, hablaríamos de «mentalización» y de «procesos de mentalización» (Fonagy y Allisson, 2011; Bateman y Fonagy, 2016).

    En último extremo, la constitución del yo y el self del niño pequeño están directamente apoyadas en la contención que la madre realiza de sus aferencias y eferencias —gracias a su propia capacidad de rêverie—, de la calma y la felicidad que proporciona en los momentos en los cuales el bebé necesita más de esa prolongación de un sí-mismo casi inexistente para poder aliviar sensaciones y vivencias aún inclasificables, no integrables en el conjunto de su vida, su experiencia y su incipiente estructura mental. Y aquí, de nuevo, habríamos de resaltar que estamos hablando de la «contención» en un sentido estricto, fundamentalmente emocional, tal como la describen Bion y Meltzer. Empatía, rêverie y contención son conceptos psicoanalíticos básicos para entender las capacidades «cuidantes» y «organizadoras» de una experiencia como la OB. Es la experiencia de congruencia empática madre-padre-bebé, en la triangulación primitiva y en las triangulaciones posteriores, sobre la base de la empatía y contención vividas en las relaciones diádicas primitivas, la que puede proporcionar la vivencia de empatía con las emociones desorganizadoras que a todos nos asaltan en los primeros momentos de nuestro desarrollo: en ese período, nuestra dotación emocional genéticamente predeterminada ha de ser modulada por la experiencia en un ambiente adecuado, en un ambiente precisamente contenedor de esas emociones y cogniciones iniciales desbordantes (Panksepp y Biven, 2012; Tizón, 2018-2020). Por eso hoy, pero no hace decenios, también desde la investigación empírica, incluso neurocientífica, sabemos del valor de la contención y de la rêverie-mentalización para la constitución de la identidad y, más allá, para el desarrollo de la personalidad y sus sustratos cerebrales: sistemas de las neuronas espejo, DMN (Default Mode Network), modulación de las emociones primigenias, etc. (Schore, 2003; Panksepp y Biven, 2012; Rizzolati y Fabbri-Destro, 2010; Yang y Lee, 2018; van Buuren et al., 2021…). Es decir, incluso la investigación más «dura», más biológica, ha venido a demostrar y aclarar por qué «volaban nuestros cacharros», nuestras titubeantes aproximaciones.

    Desde la perspectiva de la mentalización (Fonagy y Allison, 2011), «empatía» quiere decir congruencia entre las emociones del bebé o el niño y sus cuidadores. Pero es que, además, una madre o un cuidador bien dotado y ayudado proporcionarán la marcación que en sí misma contribuye a elaborar la simbiosis y sobreidentificación inicial madre-bebé, pues es a través de esa marcación como el bebé y el niño pueden sentirse comprendidos por alguien que no se confunde con ellos, aunque juegue a confundirse con ellos, sin hacerlo. De ahí la importancia fundamental del juego para el desarrollo psicomotriz del ser humano, algo en lo cual coinciden directamente el psicoanálisis y las neurociencias (Panksepp y Biven, 2012).

    Por otra parte, no hay que olvidar que, hasta hoy, la respuesta típica habitual de los psicoterapeutas ante un niño con problemas psicológicos o psicosociales consistía en indicar una psicoterapia, tanto en la práctica pública como privada. Pero este enfoque simplista de la atención a la salud mental de la infancia choca contra varias realidades, a menudo irremontables: en primer lugar, que no existen suficientes terapeutas formados para atender a todos los niños que consultan en las consultas públicas y privadas si se quiere realizar con todos ellos una psicoterapia, ni siquiera de un año de duración; piénsese que, en los dispositivos públicos en los que desarrollamos las técnicas de las cuales vamos a hablar (Tizón et al., 1997, 2000, 2009a), la incidencia en servicio suele ser mayor del 1 % de la población de tales edades ¡cada año!

    Pero hay un inconveniente aún mayor. Como a menudo pregunto, ¿qué podemos hacer con una sesión de 45 minutos a la semana por una familia y un niño que tal vez vivan 23 horas y 15 minutos en situaciones gravemente patógenas cada día (es decir, 10 035 minutos por semana)? Si no idealizamos nuestras técnicas, cosa que hoy se impone por varios motivos —entre otros, para no delirar inútilmente—, hemos de reconocer que, a menudo, poco puede sobreimponerse esa ayuda psicoterapéutica, administrada incluso por el psicoterapeuta mejor preparado y sensible.⁶ Y este razonamiento es más válido aún en la primera infancia, cuando la relación padres-hijos es todavía más maleable y, por tanto, más susceptible de ser modificada hacia la salud, con los efectos multiplicadores que poseen en este caso los tratamientos mixtos conjuntamente del niño y de la familia; en especial, en familias gravemente desorganizadas, patológicas, culpabilizadas, proyectivas o que, por los motivos que sean, pueden usar el tratamiento como «depositación» (proyección y disociación) del niño «enfermo designado» para poder seguir sin modificar sus conflictos o batallas...

    Cuando hemos podido seguir y observar la evolución de centenares de niños que comenzamos a tratar cuando eran niños, y hoy son adultos con problemas severos, nos hemos afirmado en la idea de que, como psicoanalistas y psicoterapeutas, hemos de ser mucho más modestos con respecto al poder de nuestras técnicas individuales y más capaces de utilizar otros niveles o medios de contención del sufrimiento mental y la tendencia al desequilibrio mental (Tizón, 2014, 2018, 2020). En particular, habríamos de mejorar nuestras técnicas «familiares», es decir, aquellas para apoyar a la familia como conjunto de individuos y como sistema y, en consecuencia, las técnicas y sistemas de ayuda a las familias sustitutivas o a los dispositivos de sustitución para que puedan seguir realizando esas funciones psicosociales de la familia de manera adecuada (Tizón, 2011, 2018).

    Para radicalizar con fines didácticos las afirmaciones anteriores, hoy casi me atrevería a afirmar que seguramente no debería realizarse ningún tratamiento prolongado e intensivo de un niño si los familiares o allegados con los cuales convive no quieren o no pueden asistir al menos a una serie de sesiones de reflexión, discusión, orientación, «ayuda psicológica breve» o psicoterapia familiar claramente delimitada, algo que, en mayor o menor medida, también proponen otras terapeutas de orientación psicoanalítica como Magagna (2012) y varias autoras de este libro. Salvo en los casos de familias y situaciones extremas, hacer lo contrario es favorecer la proyección o «depositación» del niño en tratamientos más o menos interminables; esto no es lo mismo que «tratar al niño», no lo olvidemos. La única limitación para esa afirmación aparentemente radical descansaría en los casos en los cuales la familia rechaza una y otra vez la participación en la terapia, activa o pasivamente, y el mundo interno y las capacidades de integración del niño están ya severamente alterados... Pero en dicha situación, la (difícil) tarea del terapeuta no solo es comenzar el tratamiento, sino cohesionar un equipo y, a través del equipo, poner en conocimiento de esa realidad a los servicios sociales pertinentes y, tal vez, a los organismos de protección a la infancia.

    En realidad, casi todas las familias poseen capacidades parentales que desarrollar y acaban participando de una u otra forma. Y cuando no es así, en ocasiones se debe a problemas contratransferenciales de los terapeutas, pues, a menudo, en una clara muestra de contratransferencia alteradora de la percepción, se tiende incluso a hablar de «denunciar el caso» o de «denunciar el caso a los servicios sociales». En parte también, porque idealizamos lo que estamos haciendo, ya que, más o menos acríticamente, seguimos creyendo en las excelsas bondades de nuestras técnicas… Hasta que el niño no mejora y lo cambian de profesional: normalmente, lo envían a un psiquiatra de orientación biológica o incluso biologista que comienza a darle fármacos y testifica la inoperancia de nuestros métodos y sistemas en general (Tizón, 2019). Pero la realidad es testaruda y, cuando el niño sigue empeorando, tiempo después suelen volver a los propios equipos de los que se mantuvieron a distancia durante años... Aunque ya con situaciones mucho más dramáticas, graves o cronificadas. Además, padres y psiquiatras farmacológicos tienden a culparnos de la situación. ¿Y si eso fuera cierto, al menos parcialmente? ¿Hasta qué punto tendemos a centrarnos en enfoques individuales y de psicoterapia individual en parte por una cierta pobreza teórica y técnica, en parte por nuestros problemas técnicos en muchos de estos casos y familias, y en parte por nuestros problemas contratransferenciales?

    En este sentido, ya hace decenios la propia pragmática asistencial proporcionaba el mejor apoyo para técnicas «blandas», poco culpabilizadoras o aparente y directamente poco intervencionistas, tales como la psicoterapia del niño junto con su madre basada en la observación de bebés (una versión actual de la psicoterapia breve padres-hijos) o la observación terapéutica en la infancia (Tizón, 1997, 2001). Como ya dijimos, hoy sabemos que también la investigación empírica, incluso biológica, sobre los fundamentos neurobioquímicos de la modulación emocional y el desarrollo de la personalidad apoyaría estos modelos de cuidados (que no de «intervención»).

    No es de extrañar, pues, nuestra coincidencia con Magagna y colaboradoras (2012). Durante decenios, en varios países intentábamos buscar sistemas para ayudar en estas situaciones, sistemas que tenían que ver con nuestros conocimientos y encuadre previo, fundamentalmente psicoanalítico o relacional, pero también con lo que nuestras captaciones emocionales nos decían de las familias, los niños, las entrevistas… Con el inconveniente añadido de que a menudo nuestros intentos y pruebas los hacíamos demasiado aislados unos equipos de otros, muy poco comunicados o demasiado defensivos en nuestro aislamiento. Y ello por múltiples motivos: por nuestra propia ignorancia de la existencia de esos otros intentos, por los temores de no estar utilizando y creando técnicas adecuadas, por la realidad de tener que utilizar para los cuidados nuestra propia contratransferencia (la fuente de datos más incierta en técnicas psicoanalíticas y relacionales), por las discusiones y diferencias interparadigmaticas, de país y de formación, por la mala evolución de algunos niños en algunos casos y por nuestras propias culpas e ignorancias en general (Tizón, 2020). En este sentido, consideramos que la introducción de la influencia de un método observacional como es la OB sirvió al menos para que varios equipos persistiéramos en el intento, aunque preservándonos en buena medida de la tendencia a la actuación y al enactment que producen los casos más graves (Magagna, 2012).

    Un conjunto de técnicas terapéuticas apoyadas en la OB

    En el caso de nuestros equipos, partimos de otra experiencia previa que también ha matizado nuestra aproximación: la experiencia (personal y colectiva) en los tratamientos «de recontextualización a lo psicológico» o «de flash», tanto individuales como familiares. Gracias a la práctica de los mismos y a algunas investigaciones al respecto (Tizón, 1994; Tizón et al., 2000), habíamos llegado a aclarar que el elemento fundamental de la utilidad de tales terapias, su principal «factor mutativo», es el impulso o apoyo a las actitudes, aspectos y momentos de los consultantes que colaboran con el tratamiento, la integración, el desarrollo solidario, es decir, el impulso de los «aspectos sanos» de los consultantes. Algo que, en el caso de la observación de bebés, la cual en sí misma no es una técnica terapéutica, resultaba doblemente visible: no la practicábamos como una técnica terapéutica... y resultaba serlo, al menos en muchas familias. En la medida en que, a nivel personal, en aquella época estábamos interesados y practicando al tiempo el psicoanálisis de niños y la observación de bebés, sus actitudes, encuadre y técnicas fueron tiñendo progresivamente nuestras aproximaciones a la «psicoterapia madre-bebé» y «madre-niño». Nuestros intentos, como los de Magagna, Saba, Lask (y otros llevados a cabo en otros lugares del mundo) dejaron de ser voluntariosos y desordenados; eran unos intentos que, desde la perspectiva actual, nos parecen propios de «aquellos chalados con sus locos cacharros». Progresivamente, fueron arquitrabándose en técnicas concretas, más o menos sistematizadas en cada equipo y dispositivo, y con diversos modelos y grupos de trabajo psicoterapéutico (Palacio, 1986, 1993; Stern, 1995; Fonagy et al., 2004; Shirilla y Weatherston, 2002; Magagna, 2000, 2012; Tizón et al., 1997, 2000; Tizón, 1991, 2003; Hall et al., 2013…).

    Reflexionando sobre dichos cambios junto con una serie de compañeras decidimos que, posiblemente, eran lo suficientemente importantes como para poder hablar de una variación técnica o, tal vez, de una técnica diferente para estas ayudas psicológicas en casos graves en la primera infancia. Por entonces la denominamos «observación terapéutica del niño junto con su madre (OTNM)» (Tizón, 1991, 2003) y la definíamos como:

    Una técnica psicoterapéutica orientada especialmente a la primera infancia (incluyendo los núcleos familiares con graves factores de riesgo psicológicos y psicosociales).

    Indirectamente basada en la teoría y la técnica de la observación psicoanalítica de bebés (Bick, 1964, 1968, 1986).

    Pero que tiene en cuenta las aproximaciones técnicas de la «escuela suiza» (Cramer, 1980; Palacio, 1986, 1993; Manzano et al., 2002).

    Que se apoya en los cambios teóricos y técnicos producidos en el psicoanálisis por los replanteamientos de Klein (1936, 1952), Bion (1962, 1963, 1967, 1970) y Meltzer (1975; Meltzer et al., 1989).

    E incluye elementos fundamentales de la terapia familiar y de grupo.

    En el trabajo antes citado se resumen sus indicaciones concretas, pero, en general, la OTNM, como su desarrollo, las «psicoterapias padres-hijo» (PPH), son técnicas clínicas aplicables en la atención y asistencia a la infancia a nivel comunitario o de «atención primaria a la salud mental» (Tizón, 1996 a-c, 2001 a-c, 2003). Ambas tienen dos objetivos prioritarios, a menudo no solo complementarios, sino concomitantes en el tiempo: el objetivo diagnóstico y los objetivos terapéuticos.

    En esencia, hoy pensamos que para realizar este tipo de técnicas breves, apoyadas más en el desarrollo de

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