El otro legado de Jesús: Una lectura en clave oriental de la Carta de Santiago
Por Joaquín Riera
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La muerte de Jesús, más que un fin, fue el comienzo de un movimiento religioso, el cristianismo, de dimensiones universales. Al principio, no obstante, las cosas no fueron sencillas, pues el judeocristianismo se vio envuelto por sombras de luchas, censuras y tergiversaciones que suscitan diversos interrogantes. ¿Existió más de un cristianismo? ¿Lideró un hermano de Jesús, tras su ejecución, la primitiva comunidad judeocristiana que surgió en Jerusalén? ¿Hubo enfrentamientos y purgas entre los primeros grupos de cristianos a cuenta de su diferente interpretación de la vida, magisterio y muerte de Jesús? ¿Hay algún testimonio escrito anterior a los evangelios que pueda considerarse como el «testamento de Jesús»? ¿La Iglesia paulina triunfante manipuló, censuró y destruyó las evidencias de la existencia de un cristianismo distinto al oficial y tergiversó la biografía y enseñanzas de Jesús para mimetizarse con la estructura de poder imperial romana? ¿Qué mensaje nos transmite el único testimonio textual sobreviviente de la corriente religiosa judeocristiana primitiva integrada por los nazarenos? ¿Qué relación hay entre la tradición sapiencial judía, el magisterio de Jesús y las filosofías y religiones orientales? ¿Qué puede aportar a los hombres y mujeres del siglo XXI la sabiduría de Jesús preservada por sus herederos legítimos?
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El otro legado de Jesús - Joaquín Riera
AGRADECIMIENTOS
Esta obra ha sido inspirada por el magisterio y, sobre todo, por el trabajo activo con las comunidades cristianas de base en América Latina, a lo largo de su vida, de personas como la mexicana Elsa Tamez, profesora emérita de la Universidad Bíblica Latinoamericana (Costa Rica), doctora en Teología por la Universidad de Lausana (Suiza), licenciada en Literatura y Lingüística por la Universidad Nacional (Costa Rica) y consultora de traducciones del griego al español en Sociedades Bíblicas Unidas (SBU). La doctora Tamez es un ejemplo de la aplicación práctica diaria, a pie de calle y a ras de pueblo, de la ética que transmite la Carta de Santiago y que, frente la indiferencia ante la injusticia y la opresión, nos llama a responder activamente y optando por aquellos grupos excluidos o discriminados en nuestras sociedades: pobres, minorías étnicas, migrantes, mujeres, etc.
Agradezco a la doctora Elsa Tamez el fructífero y abierto debate e intercambio de opiniones que hemos tenido y en el que hemos coincidido no sólo en la consideración de la existencia de una continuidad total entre el magisterio histórico de Jesús y la Carta de Santiago (St) y en la visión de esa epístola, injustamente ignorada, como una joya de sabiduría y ética y un pequeño gran manual para practicar y obtener la «perfecta integridad» (igual que el libro taoísta de Lie Zi ayuda a hallar la «perfecta vacuidad»), sino también en cuestiones como la autoría, la datación de dicho escrito o la relación del mismo con el primer estrato literario-teológico del evangelio de Tomás. Especialmente le manifiesto mi gratitud a la profesora emérita Tamez por haberme ofrecido su desinteresado, autorizado y acertado consejo en puntos de mi estudio referidos a la estructura literaria de la Carta de Santiago y al sentido y significado del griego original de algún versículo de dicho documento. Le estoy también muy agradecido porque, por encima nuestras discrepancias en cuestiones como la relación de Santiago el Justo con Pablo de Tarso, al cual, a diferencia de mí, ella no considera en conflicto con el primero y sus enseñanzas, la doctora Elsa Tamez ha estimado y valorado como muy original, novedoso e interesante mi acercamiento en clave oriental a la Carta de Santiago o, lo que es lo mismo, la conexión de dicho escrito hebreo con las tradiciones sapienciales, filosóficas y religiosas asiáticas.
«He leído este libro con placer; su estilo invita a la lectura. El acercamiento científico y laico a la Epístola de Santiago que propone y ofrece, desde la disciplina profesional de la Historia, la obra del profesor e historiador Joaquín Riera, me parece muy interesante, original y novedoso en muchos aspectos, destacando, entre otros apartados, el análisis e interpretación que plantea el autor sobre la relación de la sabiduría hebrea con las filosofías y religiones orientales.»
Elsa Tamez,
teóloga y lingüista mexicana
«El espíritu de la sabiduría hindú se puede percibir en el Nuevo Testamento igual que el aroma de una flor que llega desde los lejanos paisajes tropicales flotando sobre montes y cascadas. El Nuevo Testamento ha de ser de algún modo de procedencia hindú (...) [y] la doctrina de Cristo [ha de haber nacido] de la sabiduría hindú. Todo lo que en el cristianismo es verdad se encuentra también en el brahmanismo y el budismo. Yo (...) abrigo la esperanza de que alguna vez vendrán investigadores (...) que serán capaces de demostrar la afinidad de las religiones hindúes con el cristianismo. (...) A modo de [ejemplo] hago observar (...) lo siguiente: en la epístola de Santiago (St 3,6), la expresión ὁ τροχός τῆς γενέσεως (literalmente, «la rueda del nacimiento») ha sido desde siempre la crux interpretum (cruz de los intérpretes), pero en el budismo la rueda de la transmigración de las almas es un concepto muy habitual.»
Arthur Schopenhauer
(Parerga y paralipómena, 1851)
Los discípulos le dijeron a Jesús: «Sabemos que tú nos dejarás. ¿Quién nos dirigirá entonces?» Jesús les dijo: «De donde quiera que vengáis, tenéis que ir a Santiago el Justo, por quien el cielo y la tierra llegaron a existir.»
Evangelio copto de Tomás, dicho 12
INTRODUCCIÓN
¿Un final vulgar? ¿La historia de una mentira basada en un trauma y un desengaño?
Jerusalén. Abril del año 33 d.C. Yeshua bar Yosef (Jesús hijo de José) o Yeshua bar Abbá (Jesús hijo del Padre)¹, un artesano, rabí, sanador y profeta galileo apocalíptico, acusado del cargo de sedición por arrogarse el título mesiánico de «rey de los judíos» frente al poder romano representado por el prefecto de Judea Poncio Pilato y sus lacayos judíos, el rey Herodes Antipas y el Sanedrín saduceo del Templo de Jerusalén, es azotado, insultado, ridiculizado y escupido. Condenado a morir crucificado, una forma de ejecución reservada por los romanos para esclavos, prisioneros, bandidos y rebeldes, es abandonado por sus discípulos en el momento de su detención. En su amarga agonía en la cruz solo un grupo de mujeres lo acompaña desde la lejanía, mostrando con su presencia el modelo del verdadero discipulado. Otros condenados colocados junto a él le lanzan recriminaciones. Un grito desgarrador pone fin al suplicio. Se baja su cuerpo y se arroja a una fosa común, vergonzoso destino final de los delincuentes en el brutal mundo romano.
La muerte y la ausencia del cadáver del maestro amado, que no pueden velar ni honrar, provoca en sus seguidores un trauma y una angustia que desencadenan una serie de procesos que se alimentan de una peculiar interpretación de la teología judía y de paralelos ya existentes en otras religiones y que llevan a la creación de la leyenda de la «tumba vacía». El surgimiento de la creencia en un hecho sobrenatural, la resurrección de un hombre, puede explicarse acudiendo únicamente a la historia, la teología de la época en la que sucedió (siglo I d.C.), la psicología, las religiones comparadas y la literatura. No hacen falta milagros, ni extraterrestres, ni nada extraordinario para entender que un grupo de seguidores de un profeta galileo apocalíptico, ajusticiado por Roma, comenzara a anunciar que su líder había (sido) resucitado de entre los muertos.
La primera generación de seguidores de Jesús no fundó ni una iglesia, ni una religión, ni se ocupó en poner por escrito los hechos y dichos de Jesús, porque pensaban que, como había predicado su maestro, el fin del mundo era inminente. Al no llegar ese final de la Historia, desengañados del fallido apocalipticismo de Jesús, los judeocristianos tuvieron que acudir a las escrituras sagradas hebreas en busca de explicaciones a esa tardanza y, posteriormente, hubieron de poner por escrito los recuerdos de aquellos que habían conocido a Jesús antes de que muriesen. Y, a partir de ahí, de la mano de la figura de Pablo de Tarso y sus seguidores (cristianos paulinos), que se impusieron a los familiares y herederos de Jesús el Nazareno (judeocristianos nazarenos), se fue construyendo algo diferente a lo que anunció este. Así surgió una religión nueva que acabó separándose del tronco del judaísmo y que más tarde dio lugar a una jerarquía eclesiástica asociada, desde el siglo IV d.C., al Imperio romano: la Iglesia cristiana católica, apostólica y romana.
Esta es la radiografía que, de manera somera, se ofrece, desde la investigación histórica, del final de Jesús el Nazareno y del inicio del cristianismo. Es decir, según las aseveraciones anteriores, se puede afirmar, de manera sintética, que la base del cristianismo —o religión cristiana— es una invención basada en un trauma (muerte violenta de Jesús y sepultura anónima) y un desengaño (no llegada del fin del mundo) que no tiene nada que ver con su inspirador; una herejía del judaísmo que se convirtió, pasada por el tamiz de ideas religiosas helenísticas de la mano de Pablo de Tarso, en religión oficial del imperio que había ejecutado a su supuesto fundador. Se trata de una imagen que, como historiadores, compartimos, pero solo en parte, pues dicho retrato adolece de claros prejuicios en algunos puntos.
El primer prejuicio evidente es la afirmación, sin ninguna base textual que lo demuestre (ni un solo texto habla de «fosa común»), que el cuerpo de Jesús fue lanzado a una fosa común y no recibió una sepultura que fuese digna, creándose, como reacción al dolor de la pérdida traumática del maestro mesiánico fallido y al oprobio de su enterramiento colectivo y anónimo, la leyenda de la «tumba vacía», que sirvió para fundamentar la creencia en la resurrección de Jesús al no encontrar supuestamente sus discípulas y familiares el cuerpo del rabí galileo en la hipotética tumba donde habría sido depositado (nótese aquí el primer argumento contra los escépticos: si la «tumba vacía» era un mito, ¿por qué los «fabuladores» (cf. Mc 15,40-41 y Mc 16,1-8) utilizaron a personajes femeninos —María de Magdala, María la madre de Santiago, José y Jesús, y Salomé, hermana de Jesús— cuyo testimonio no era considerado como fiable en el siglo I d.C., para sustentar dicha supuesta patraña?). Y es que la afirmación de la colocación del cadáver de Jesús en una fosa común no solo no tiene ninguna base textual, sino que además está en abierta contradicción con testimonios escritos como el de Mt 27,62-64 y Mt 28,11-15 que ofrecen una información totalmente opuesta a esa hipótesis. En esos pasajes aludidos, el evangelista Mateo se hace eco de una polémica judía contra la creencia cristiana de la resurrección. Concretamente, en dicho texto se deja ver la acusación por parte de las autoridades religiosas hebreas a los discípulos de Jesús de haber robado el cuerpo de su maestro de un lugar de sepultura específico e individualizado (e incluso custodiado) para hacer creer que había resucitado. Dicha acusación, hecha por enemigos del Galileo, demuestra que, según los testimonios escritos de que disponemos, Jesús no fue arrojado a una ilocalizable y anónima fosa común, sino que fue enterrado en una tumba particular.
Es más, poseemos un testimonio epigráfico de origen romano y perteneciente a la zona geográfica de Galilea que puede estar aludiendo, de manera indirecta, a la reseñada historia de que el cuerpo de Jesús fue supuestamente robado por sus discípulos de su lugar de enterramiento individualizado. Se trata de una pieza de mármol conocida como «Inscripción de Nazaret» o «Decreto de Nazaret» y que hoy en día se encuentra entre los fondos del Museo del Louvre. Dicha pieza marmórea fue adquirida en 1878, en la zona de Nazaret, por el filólogo, arqueólogo, coleccionista de antigüedades y comisario del Museo del Louvre de origen alemán, Wilhelm Fröhner (1834-1925), y sobre ella había inscrito en griego (posiblemente traducido desde el latín) un edicto imperial romano datado en la primera mitad del siglo I d.C., seguramente en el reinado del emperador Claudio (41-54 d.C.), por el cual se establecía la pena capital para cualquier persona que robase el cuerpo de un difunto de su lugar de sepultura y lo llevase a otro sitio con el fin de engañar. El texto de la inscripción ha sido situado por los expertos en el contexto de la ley romana relativa a la exhumación y el nuevo enterramiento, la cual es mencionada, por ejemplo, por Plinio el Joven (61-113 d.C.) en sus Epistolae, concretamente en la correspondencia oficial mantenida con el emperador Trajano (Epistolae, libro X) desde la provincia romana de Bitinia-Ponto (actual Turquía) de la que Plinio era gobernador desde el año 110 d.C., constituyendo, por otra parte, dicho intercambio epistolar el primer análisis pagano referido al cristianismo que proporciona información sobre las creencias y prácticas de los primeros cristianos, así como sobre la manera en que fueron vistos y tratados por los romanos.
Aunque el «Decreto de Nazaret» no contiene ninguna referencia a Jesús, no obstante, con todas las cautelas, puede conjeturarse que tal vez alude al hecho de que Claudio, informado por el prefecto de Judea sobre la cuestión judeocristiana, para frenar la conflictiva expansión del cristianismo (cf. Suetonio, Vida de Claudio 25,4 y Dion Casio, Historia de Roma 60,6), una secta la base de cuyo empuje descansaba en la afirmación de que su fundador, un sedicioso judío ajusticiado sobre el año 33 d.C., estaba vivo (resucitado), entendiese, desde un punto de vista racionalista, que el origen de esa mentira, que impulsaba una nueva religión dañina cuyas reuniones de adeptos podían ser el posible punto de partida de sediciones contra el Imperio, residía en el hecho de que el cuerpo del Nazareno había sido robado por sus discípulos para engañar a la gente con el relato de la supuesta resurrección de su maestro (cf. Mt 27,62-64 y Mt 28,11-15). Considerando, pues, el emperador que el peligro que suponía el cristianismo provenía de la profanación de una tumba, podría haber determinado la imposición de una pena encaminada a evitar la repetición de tal delito en la provincia de Judea para que no surgiesen nuevos movimientos subversivos alrededor de líderes mesiánicos supuestamente vueltos a la vida desde la muerte. La orden podría haber tomado la forma de un rescripto dirigido al procurador de Judea o al legado romano en Siria y, presumiblemente, se habrían distribuido copias en los lugares de Palestina asociados de una manera especial con el movimiento cristiano, lo que implicaría Nazaret y, posiblemente, Jerusalén y Belén.
Por si la evidencia literaria textual directa y epigráfica indirecta a favor de la posibilidad del enterramiento personalizado de Jesús fuera insuficiente, hay también contundentes y fehacientes pruebas históricas, de tipo arqueológico, que refutan la idea de que los crucificados por los romanos en Judea (bandidos, rebeldes, etc.) no fuesen dignos de ser sepultados en tumbas familiares y que fuesen arrojados de manera sistemática a fosas comunes. Concretamente en 1968, durante la excavación de una cueva-sepulcro en Giv’at ha-Mivtar, un barrio judío situado al norte de la ciudad de Jerusalén, se descubrió un osario con la inscripción de Yehohanan ben Hagkol o ben Ezequiel (Juan hijo de Hagkol/Ezequiel) que contenía los restos de un varón de unos veinticinco años de edad y 1,67 m de estatura, fallecido en el siglo I d.C. El examen de los restos óseos conservados reveló que el talón derecho del individuo había sido perforado por un gran clavo de hierro de 11,5 cm que no pudo extraerse del cadáver antes de enterrarlo y que entre la cabeza del clavo y el hueso había fragmentos de madera de olivo. El hallazgo mostró claramente que Yehohanan había sido condenado a muerte por crucifixión y que eso no fue un obstáculo para que recibiese una sepultura digna. Así pues, la idea de que el cadáver de Jesús fue arrojado a una fosa común es contraria no solo a la evidencia histórica textual, sino también a la evidencia arqueológica.
Otro relevante prejuicio del análisis científico sobre Jesús y el cristianismo primitivo es el que se refiere a la afirmación de que la primera generación de seguidores de Jesús, esto es, la que va aproximadamente desde el año 33 d.C. al 70 d.C., no fundó ni una iglesia, ni una religión, ni se preocupó por poner por escrito los hechos y dichos de Jesús, porque pensaban que, como había predicho el Nazareno, el fin del mundo era inminente. Esta tesis es rotundamente falsa.
En primer lugar, la firme creencia en un cercano fin del mundo no fue óbice para que, poco tiempo después de la muerte del Galileo, se transmitiesen sus enseñanzas y hechos de forma oral ni para que se escribiesen «hojas volantes» con sentencias de Jesús, parábolas o listas de milagros, constituyendo unos documentos simples, pero muy útiles y necesarios para la predicación. Como ejemplo de que el apocalipticismo no impedía la recopilación de las palabras de grandes maestros de la época de Jesús y de tiempos anteriores, tenemos a las gentes hebreas que habitaron el asentamiento monástico de Qumrán (siglo II a.C.-I d.C.) ubicado en el desierto de Judea, en las costas occidentales del mar Muerto: estaban firmemente convencidos del inminente fin del mundo, pero a la vez recogían palabras del «Maestro Justo», quizás el fundador de la secta esenia, así como interpretaciones de la Escritura y sentencias entorno a la exégesis de la Ley.
En segundo lugar, según ha demostrado la Historia de la redacción o metodología de examen crítico de los relatos evangélicos basada en el análisis narrativo o retórico que busca descubrir el trabajo redaccional que el autor bíblico ha realizado sobre el material tradicional transmitido por la comunidad primitiva, los dichos sueltos fueron la forma más antigua y pura de transmisión escrita de la tradición sobre Jesús. Posteriormente los dichos sueltos se fueron agrupando con otros debido a su semejanza formal o temática, formando agrupaciones de dichos. Más tarde aparecieron las colecciones de dichos o composiciones más complejas fruto de la unión de diversas agrupaciones de dichos. Finalmente se produjo la redacción o selección, ordenación y reelaboración de una o diversas agrupaciones de dichos, dando así lugar a una composición literaria mayor con tintes biográficos.
Esta teoría se ha visto verificada con la recuperación, en el siglo XX, de testimonios escritos datados en el siglo