Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Circo: La troupe del bosque marchito
Circo: La troupe del bosque marchito
Circo: La troupe del bosque marchito
Libro electrónico515 páginas7 horas

Circo: La troupe del bosque marchito

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Mira con desconcierto los símbolos grabados. No demostrará aún que no ha podido olvidarlos.

Un siglo atrás un meteorito aniquila un bosque habitado por elfos y seres elementales. Los pocos que sobreviven se ven forzados a convivir de nuevo con humanos. Poco después, una cacería se desata sobre ellos y los obliga a escapar. Lo hacen en lo único que puede ocultarlos: un circo.

Detrás del fantástico espectáculo con el que recorren el mundo, se esconden a la espera de que el tiempo y la naturaleza reconstruyan su hogar.

Ariadna pasa sus primeros años en el circo, pero cuando su padre se marcha sin dejar rastro, su madre decide abandonar esa vida para siempre. Ahora, once años después, el circo regresa por ella. Su abuelo, el viejo maestro de ceremonias, le pide que lo acompañe durante el verano escolar. Sabe que es el único lugar donde su nieta podrá esconder una parte de su vida que aún no conoce.

Sin la ilusión y emoción de niña, regresará para saber qué fue de su padre. En esa búsqueda, dejará de ser una simple espectadora y comprenderá lo que realmente es el circo... y también ella.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento4 ago 2018
ISBN9788417382537
Circo: La troupe del bosque marchito
Autor

J.J. Tapia Menéndez

Juan José Tapia Menéndez es un profesional de sistemas y administración de empresas. Argentino, con más de quince año s viviendo en Puerto Rico, es donde desarrolla su profesión y también su pasatiempo predilecto: leer y narrar historias. El circo moderno es una de sus pasiones, el cual le lleva por primera vez a escribir esta aventura.

Relacionado con Circo

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Circo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Circo - J.J. Tapia Menéndez

    Prefacio

    Contempla en silencio los símbolos inscritos en la madera. La toma con cuidado y por instinto desliza el dedo índice de la mano izquierda sobre el trazo de la curiosa escritura. Son parecidos a los que guardó en su memoria once años atrás tatuados en los brazos del padre. Ignora el significado, pero sabe lo que representan para ella: sentido de pertenencia.

    De todas formas, prefiere mirar a todos con desconcierto. No quiere demostrarles aún que no ha podido olvidarlos.

    Capítulo 1

    La extensa caravana de vehículos irrumpe en el pueblo como por arte de magia. Rompe la monotonía del lugar, como siempre, aunque solo esté de paso y regale imágenes fugaces.

    Sus funciones serán vistas por miles de espectadores, pero esta vez habrá uno solo a quien volver a ilusionar.

    Los ocasionales transeúntes que a esa hora de la tarde comienzan a asomarse a las veredas, como despertando de una calurosa siesta, observan con asombro las escenas temerarias que adornan los costados de acoplados y camiones.

    Solo unos pocos miran con esperanza de que se detengan. Niños que tiran de las manos de sus madres a la vez que señalan y jovencitos que en las luces esperan para vender lo que sea: dulces regionales con envoltorios coloridos que prometen frutos secos, miel y ají picante, agua y refrescos, o hasta limpiar parabrisas sin pedir permiso. Por supuesto, no faltan artistas callejeros que regalan malabares y acrobacias por unas monedas. Igual que en otros rincones del mundo, subsisten sin dejar de soñar.

    La caravana no está sola. Una camioneta americana negra, de esas que suelen usar en películas algunos servicios de seguridad, los espera sobre una calle lateral. Como si solo ellos supieran que vendría, comienzan a seguirla a ritmo impaciente. Dos hombres en su interior se esfuerzan en no perderla de vista. Temiendo que en un abrir y cerrar de ojos desaparezca, asoman la cabeza por los costados tratando de que el polvo que cubre el parabrisas y los anteojos oscuros no se la alejen. Pero lo que realmente les impide aproximarse más es el empecinado cambio de luces del tránsito. Parece haberse confabulado con la caravana para mantenerlos a una prudente distancia. Tan prudente como la que logró mantener con muchos otros por casi cien años.

    En estos pueblos del norte de México todo parece estar de paso. Hasta el propio centro tiene por avenida principal la carretera que lo cruza de punta a punta, marcando con precarias edificaciones dónde empieza y termina la civilización. Lo demás fluye hacia los costados con calles y alguna que otra avenida transversal, que invita a la gente de paso a no seguir de largo y a perderse un rato en ellas.

    En ese breve trayecto, las luces del tránsito, más que ordenarlo, parecen detenerlo, permitiendo a sus habitantes pescar sedientos forasteros. Quizá por eso la impaciencia de aquellos hombres en la camioneta se justifica; o quizá no.

    Sin dejarlos reaccionar, dos jóvenes los sorprenden cuando se abalanzan por ambos lados del parabrisas. Con solo un poco de agua y jabón corren un telón de polvo que parece acercarles más la caravana. Pero el esfuerzo no es correspondido. Al igual que en las luces anteriores, el conductor no duda en espantar con gestos molestos el intento de esos chicos por sacarle una moneda; de hecho, parece disfrutarlo. Les muestra en la mano las que guarda en la consola del vehículo y los jóvenes se animan. Pero cuando acciona el sistema de limpieza del cristal y los salpica, entienden que es mejor apartarse antes que arranque en sus narices. Y lo hace. Con la luz aún sin darle paso, dejándolos con las manos y las miradas vacías.

    La caravana mantiene distancia y unas cuadras más adelante se repite la escena. Otra luz roja y los vehículos detenidos son abordados una vez más, pero no en forma desprevenida. Son tres jovencitos disfrazados de payasos con la poca producción que permiten sus medios: ropas viejas que les quedan holgadas, parches de colores con formas de rombos asimétricos, pequeños sombreros y maquillaje clásico. Boca roja con un contorno blanco que pretende agrandar la sonrisa, una pelotita como nariz y una expresión cómica para ahuyentar la desesperanza.

    Salen en fila de forma graciosa. Adelante va el más pequeño haciendo malabares con cuatro bolas de colores; no parece tener más de cinco años. Detrás, los dos mayores con sus instrumentos de acrobacia marchan como soldados moviendo sus brazos y piernas, imitando un desfile militar. Comienzan a soltar al aire clavas —tipo pinos de bowling— y antorchas prendidas con fuego. Prometen un minuto repleto de destrezas, suficiente para ganarse el derecho a pasar sus sombreros por espectadores que desde los carros a veces premiarán sus proezas.

    El menor continúa su número justo frente a la misma camioneta negra. Un rugir malintencionado del motor, como si fuera a arrollarlo, lo obliga a retirarse unos pasos. Pierde la firmeza en sus manos y ve cómo se le escapan las esferas que un segundo antes parecían flotar sin esfuerzo. Las recoge con prisa para comenzar de nuevo. Observa con temor a los hombres que detrás del parabrisas esbozan una sonrisa y busca preocupado con la mirada a sus compañeros, a los que ve demasiado concentrados.

    No alcanza a empezar de nuevo, el vehículo repite la acción y arruina otra vez su acto. Esta vez, en una mezcla de susto y vergüenza, solo busca recoger las pelotitas para quedarse inerte frente al vehículo. Las sostiene fuerte en sus manos mirando hacia el piso con impotencia. En su rostro, una pequeña lágrima pintada en el maquillaje se confunde con la humedad de unos ojos que ya no pueden ocultar su angustia.

    Mientras los otros dos regresan a la vereda ante el inminente cambio de luz, tras haber juntado con algo de suerte alguna que otra moneda, ven al pequeño congelado en medio de la acera.

    —Tomy, salte de ahí —dice en voz alta uno de ellos.

    —¡Vamos! ¡Muévete! —grita el otro desesperado.

    El niño no reacciona.

    En ese instante, y sin que los jóvenes lleguen a gritar de nuevo, la luz inferior del tránsito que estaba en verde cambia a rojo. La misma luz, inexplicable, pero suficiente para obligar a los conductores a frenar cuando apenas intentan retomar la marcha. Al mismo tiempo, dos manos con impecables guantes blancos se posan sobre los hombros de los chicos y los separan; entonces, aparece.

    Se presenta con la pierna izquierda erguida a noventa grados en una especie de señal de alto, mientras lo contemplan atónitos lo mismo que al semáforo. Con paso gracioso pero decidido, se aproxima al pequeño pasando frente a los vehículos detenidos.

    No parece un artista callejero. Tiene una vestimenta fantástica y de brillantes colores. Los zapatos de arlequín hacen juego con las medias y el traje, que comienza a la altura de la rodilla, cubierto de diminutas lentejuelas que forman diseños que cambian a medida que se desplaza por la acera. Primero son rombos y luego rayas y lunares; el efecto no pasa desapercibido. Su pelo, anaranjado furioso, sostiene un gorro en punta del mismo material del traje. Sin la clásica nariz de payaso, luce un maquillaje blanco como el de los mimos, con detalles esfumados en los párpados. Sus facciones reflejan un aspecto lunático que nada puede disimular sobre el rostro.

    Detrás de él va otro hombre de muy baja estatura. Luce una vestimenta risueña, decididamente más descuidada. Pantalones cortos con un pequeño ruedo, medias a rayas y zapatos grandes cubiertos de tierra. No parece maquillado, pero marcas en sus párpados resaltan una cara de pocos amigos. Lleva puesto un pequeño sombrero verde y una bolsa muy vieja, de aspecto rústico, que sostiene con fuerza.

    —¡Salgan de ahí, payasos! ¿No ven que se puso verde? —gritan desde uno de los vehículos.

    El extraño personaje se frena. Mira la luz inferior en rojo, observa al conductor y luego otra vez al semáforo, donde ahora también la amarilla cambia a rojo. Camina dos pasos y se gira de nuevo para ver los rostros sorprendidos. Se vuelve con el cuello hacia el semáforo y ahora las tres luces son rojas. Imita con una mueca a los que lo observan, sonríe con burla y adelanta pasos hasta quedar junto al pequeño, que aún continúa con la vista al suelo, aferrado a las esferas de colores pegadas al cuerpo como si quisiera esconderlas. Detrás, el enano va de escolta.

    Desde la camioneta ven con mayor fastidio la llegada de estos personajes. Hacen sonar fuerte la bocina y aceleran de nuevo el motor. El singular payaso devuelve un gesto de enojo e inicia una serie de movimientos con sus manos, como hacen los mimos, al tocar el aire como si agarrara algo. Aparenta abrir una gran caja a su lado para sacar de ella un enorme martillo, el cual hace como que apoya con esfuerzo en el suelo. Los ademanes que realiza son de gran realismo. Simula levantarlo con dificultad preparándose para golpear al vehículo. El enano mira resignado a su compañero, hace un gesto con la mano extendida palma arriba hacia el carro y dobla los cuatro dedos invitándolos a venir sobre ellos.

    El niño levanta la vista y ve con asombro a los extraños personajes, quienes con movimientos de cejas y cabezas lo invitan a hacer lo mismo. No parece convencido, pero reacciona del estado de shock e imita algo temeroso el gesto.

    El motor del vehículo ruge aún más fuerte que antes. El chillar de las ruedas anticipa un impulso de final incierto. El payaso responde con un movimiento brusco de brazos y se oye un fuerte golpe a metal. Ante la expresión incrédula de los transeúntes, se ve como el bonete de la camioneta se hunde por una fuerza increíble y estallan las bolsas de aire. Al desinflarse, dejan ver a los ocupantes del carro aturdidos y el vehículo se apaga entre humo y vapor.

    Mientras todos permanecen absortos ante la inexplicable situación, el payaso hace como que guarda de nuevo el martillo invisible en la caja, mira con satisfacción al compañero y al niño, levanta la vista hacia los circunstanciales espectadores y les sonríe graciosamente. Nadie se atreve a mover el vehículo después de eso. Levanta al pequeño en brazos y se dirige al costado de la camioneta, cuyos ocupantes tratan de recobrarse del golpe a la vez que intentan de manera infructuosa abrir las puertas y ventanas.

    El niño acerca el sombrero a la espera de una recompensa. Detrás de unas gafas oscuras y dientes apretados, el conductor lo mira con sorpresa cuando escucha el repicar de monedas que caen como en las máquinas de un casino dentro del pequeño sombrero. Al parpadear rápidamente al costado, ya no ve las monedas en la consola. El niño mira al payaso con expresión de asombro mezclada con sonrisa.

    Antes de que puedan reaccionar, en otro abrir y cerrar de ojos, aparecen dentro del sombrero unos billetes. El compañero rebusca por instinto en la billetera y advierte que está vacía. Sin comprender lo que pasa, desaparecen también los anteojos negros que llevan puestos. Ahora están en la cara del payaso y del pequeño, quienes, mirándose serios, ya no pueden aguantar la risa. Por último, aparece sobre el vaso una prenda de tela a cuadritos claros. El payaso la levanta con dos dedos, pone cara de asco y la apoya sobre el retrovisor del carro. Vuelve a sonreír con falso agradecimiento y se aleja rápidamente en dirección contraria al tránsito.

    Sigue unos metros a paso acelerado con el niño en brazos, que no deja de mirar perplejo el sombrero. Detrás viene el enano aferrado a la bolsa corriendo con más dificultad. Apurados entre los transeúntes, el payaso baja al niño y lo toma de la mano.

    —Rápido. Tenemos que alejarnos. Me parece que no les gustó la parte del calzoncillo. A decir verdad, a mí tampoco —le habla por primera vez riéndose de manera cómplice.

    Recorren más de una cuadra y al mirar hacia atrás se dan cuenta de que los hombres lograron bajarse y los persiguen. Avanzan entre la gente que ya se desplaza por la avenida conversando. Mientras esquivan personas cada vez a paso más rápido, el payaso se dirige al enano.

    —¡Vamos! ¡Despístalos!

    —No. No lo haré. Tú lo provocaste; arréglalo tú —se niega, molesto.

    —¡Vamos! —repite sin dejar de correr con el niño de la mano—. Tú sabes bien qué hacer.

    —¡Que no lo haré! —insiste.

    El payaso forcejea para quitarle la bolsa. Logra meter la mano y saca un puñado de monedas doradas que arroja al aire. A la gente que está en la vereda les grita:

    —¡Feliz Navidad! ¡Ho, Ho, Ho!

    El enano vuelve a aferrarse a la bolsa y mira al payaso con odio sin dejar de correr. Antes que pueda decir algo, sigue con la vista el movimiento de cejas y cabezas que le hace su compañero: los hombres están cada vez más cerca, justo detrás del grupo de personas que se abalanzan sobre las monedas. Con cara de pena, mete la mano en la bolsa para tirar más detrás de sí. Cuando lo hace, el puñado que lanza al aire asombra a los transeúntes que las ven multiplicarse como si nunca se acabaran y se arrojan sobre ellas.

    La avalancha de gente que se junta a los gritos frena por completo a los dos hombres que forcejean para abrirse paso. Al final, hacia un lado ven como se pierden de vista el payaso, el enano y el niño, y al otro, la caravana. Uno de ellos le quita a la fuerza una moneda de oro a uno de los transeúntes y la observa extrañado.

    En otra esquina a unas cuadras de allí, los improvisados fugitivos recuperan el aliento.

    —Muy bien, ¿cómo te llamas? —preguntan al niño.

    —Tomás. Pero me dicen Tomy —aclara mientras observa con asombro el sombrero lleno de dinero y lo comienza a guardar en los bolsillos.

    —¡Excelente número! Tienes mucho talento. Y parece que te fue bien, ¿no?

    —¡Sí! Mi madre y mis hermanos se pondrán contentos.

    —Muy bien. Así me gusta. Hay que compartir. ¿Y cuántos hermanitos tienes?

    —Siete. Todos ayudamos, pero de payasos solo trabajamos nosotros tres. —Y señala detrás a los dos jóvenes que recién llegan.

    El payaso observa los sombreros de los otros chicos vacíos y traga saliva. Mira al enano y este le esquiva los ojos hacia cualquier parte, a lo que se gira para verlo de frente y reclamarle:

    —Vaamoos —dice estirando las vocales.

    Con enfado, mete la mano en la bolsa y saca tres puñados de monedas doradas que luego pone con ternura en los sombreros de cada niño, que agradecen entre sorpresa y euforia. Entonces, el payaso le arranca la bolsa de la mano y saca otros puñados más grandes, a lo que el enano vuelve a gritarle:

    —¡Ya te dije mil trescientas cuarenta y siete veces que no metas la mano en mi bolsa!

    —Es que tu mano es demasiado pequeña —responde cómplice con los niños a la vez que les dice—: Tengan cuidado, es mucho dinero. Díganle a su madre que cambie esas monedas de a poco. Con eso, comerán por más tiempo. —Y les sonríe.

    —Con eso, pueden ir hasta a la universidad —comenta el enano en voz baja.

    Ya listos para marcharse, comienzan a despedirse.

    —Vayan a la escuela y sigan practicando.

    El que parece mayor de los tres pregunta:

    —¿Cómo hicieron todo eso allá atrás?

    Dudan un momento antes de responder con obviedad:

    —Ilusión, pura ilusión. —Y tratan de acompañar la excusa con caras risueñas.

    —Pero… ¿la camioneta?, ¿las luces del tránsito? —repasan lo visto aún sin poder creerlo.

    —Bueno, quizá haya algunas más reales que otras, ¡je! —insisten sin poder explicar.

    —Ustedes trabajan en el circo. No son artistas de la calle, ¿verdad? —comenta el del medio.

    Mirándose con el enano, el misterioso personaje responde con expresión de viejos recuerdos:

    —Ahora no. Pero lo fuimos, hace mucho, mucho tiempo. Ya ven, de vez en cuando, por ahí aparecemos.

    —¿Podré algún día trabajar en un circo? —pregunta el más pequeño con esperanza.

    —¡Claro! Y estoy seguro de que serás muy bueno. Quién sabe si algún día volvamos por ustedes —los alienta mientras se alejan.

    Con la mirada perdida en ellos, el mayor de los hermanos pregunta al pequeño:

    —¿Te dijo su nombre? —duda el niño.

    —¡Gracias! Esteee…, eehhh. —Y entonces levanta la voz—: ¡Gracias, Ronald!

    Los extraños personajes se frenan y preguntan a la vez:

    —¿Ronald? —El enano parece caer antes en la cuenta y comienza a reír a carcajadas. Mete la mano en la bolsa, saca una moneda y se la entrega.

    —¿Y esto para qué? —Lo mira intrigado.

    —Para que me agrandes el refresco y las papas —responde riendo a más no poder.

    —¡Ajá! —exclama arrancándole la moneda de la mano.

    —Tú no puedes agrandar nada. Eres demasiado pequeño. Solo puedes pedir ‘Cajita Feliz’ —devuelve la burla a carcajadas.

    —Regrésame la moneda —reclama.

    —No. Tú me la diste. Vete a buscar más por ahí, en algún arcoíris.

    —¿Qué arcoíris? Si en este lugar nunca llueve —dice resignado mirando hacia arriba, buscando en un cielo completamente limpio una nube que lo bendiga.

    Y así se marchan, reprochándose el uno al otro mientras sus voces se confunden con el murmullo del viento. El sol se hunde en el horizonte alargando sus sombras hasta esfumarlas igual que a la misteriosa caravana.

    Solo están de paso. Aun así, a veces regalan algo más que imágenes fugaces.

    Capítulo 2

    —Recuerden que tienen tres días para entregar el proyecto. De eso depende gran parte de la nota —dice la señorita Albright al oír el silbato que anuncia el final de la clase.

    La siguiente será la última de la jornada, la del profesor Iannone. Uno de los más exigentes a juicio de la mayoría de los alumnos.

    Sin levantar la vista de los apuntes que estuvo repasando en la mitad de la clase anterior, Ariadna cambia el asiento al final del aula por uno en la primera fila, donde sabe que la quiere ver el profesor sentada. El repaso solo sirvió para confirmar su sospecha cuando salió esa mañana para el colegio; no puede recordar nada. Fue como si los leyera por primera vez.

    Iannone entra sin saludar y reparte los exámenes en silencio con gesto de apuro. Ariadna lee las preguntas sin comprender qué le pasa; había estudiado a conciencia la noche anterior.

    —Maldita sea, hoy sí que me mato antes de que lo hagan en casa —se reprocha.

    Contempla la hoja con desconcierto y responde un par de preguntas más por lógica o deducción. Transcurrido el tiempo, la entrega al profesor resignada. Lo hace sin levantar la vista del escritorio donde la apoya e intenta salir del aula sin dejar de mirar al piso. A Iannone lo que ve escrito le alcanza para comentar.

    —Vaya pensando en hacer malabares los días que restan si espera aprobar mi asignatura. —Y resume una rápida crítica sobre la pobre calidad del examen. De todo lo que dice, una sola palabra llama la atención de Ariadna.

    —¿Malabares, dijo? —Y abandona el salón sin esperar respuesta.

    Deambula por los amplios pasillos de la escuela sintiéndose invisible a los demás alumnos y profesores. Solo piensa en los reproches que vendrán de su madre y en el curioso comentario del profesor, mientras esquiva apurados empujones de estudiantes sin darle importancia.

    No había pasado por una situación así en todos los años de escuela. Solo este último semestre. Antes de eso era la mejor en todo, al menos, en lo que a estudio se refiere. De carácter introvertido y taciturno, apático con el entorno familiar, sin amigas, o sin una de esas que se quiere de verdad, parecía haberle servido como mecanismo de concentración. Sobre todo, desde que se mudaron a la casa de David, la pareja de su madre, en un suburbio de clase alta en las afueras de Los Ángeles, lugar donde se ve obligada a compartir la adolescencia con las dos hijas que el esposo de Emma tiene de una relación anterior.

    Brit y Rachel integran orgullosas una elite a la que no parecen motivadas por sumar a la medio hermana. En el intento por lograr que se adapte Emma prueba de todo; incluso terapia. Dura solo dos sesiones. No cree necesitar más para conocer sus problemas. Para ella vienen de antes, de pequeña. Y asumir eso implica responsabilizar a su madre, cosa que ya no quiere hacer para no sentirse tan sola.

    Sus nuevas compañeras de escuela la miden en cada centímetro de su apariencia y figura. Se requiere mucho más que una tez pálida y mirada profunda color esmeralda para que el cerrado círculo de cheerleaders la acepte. Por mucho tiempo, no tendrá más atención que la que recibe la planta ornamental ubicada en el fondo del salón.

    Quizá la prefieren así, callada e inexpresiva, temiendo que una alegría impensada la deje lucir esos dientes tan blancos que, en las pocas ocasiones que sonríe, captan la mirada de los chicos del curso. Y ella no se lo pone difícil. Aleja cualquier intento de pretendidas conversaciones ocultando el rostro debajo de un cabello mal peinado, tan oscuro como el ébano, y que le sirve para refugiar el único detalle del cuerpo del que siente vergüenza: sus orejas.

    Emma les pidió a Brit y Rachel que la ayuden, pero fue en vano. Según ellas, primero debe aceptar cambiar la forma de vestir; la que sostienen que es desaliñada y vulgar, y que no la ayuda a verse bien ni ante los profesores.

    Desde la llegada a ese nuevo ámbito cambió el aspecto por uno más rebelde, dejó atrás el estilo sencillo con que siempre pasó desapercibida y lo sustituyó por uno gótico. Viste siempre camisas negras, botas hasta la rodilla y pantalones o faldas oscuras, fuera de moda. Nunca usa maquillaje, pero sí labios pintados de color ónix y escandalosos accesorios con culebras, lagartos, dragones o animales imaginarios que no pasan desapercibidos.

    A diferencia de sus medio hermanas, no le interesa fundirse con chicas que dependen de una cartera, un reloj o unas gafas de renombrada marca para sentirse importante. Esa contrariedad de pensamientos hace que la convivencia diaria sea con frecuencia insoportable. No le importa. Le preocupa más que le falle la memoria hasta para recordar qué ropa se puso el día anterior. La invaden malestares repentinos y sensaciones que le producen un miedo inexplicable. Y obstinada en no compartir eso ni con la madre, se esfuerza en cada conversación para evitar sospechas.

    —Hola. ¿Cómo te fue hoy? —pregunta Emma al verla entrar por la parte posterior de la casa.

    El nuevo hogar hace honor al exuberante estilo de vida del vecindario. Solo la sala de estar supera en tamaño a la residencia donde vivió los últimos diez años. Una cocina de esas que se ven solo en revistas, jardín, piscina y demás lujos. Con la intención de pasar inadvertida tanto para la nueva familia como para el vecindario, prefiere entrar por la puerta de servicio.

    Sin contestar se apresura nerviosa al cuarto. No viene de la escuela, sino de pintura, una actividad extracurricular donde le va tan mal como en el resto de las asignaturas. Tiene talento, según Emma heredado del padre, pero ahora tampoco eso la ayuda. Ya no es capaz de tomar un lienzo y crear, por más fácil que sea lo pedido por el profesor.

    —¡Ariadna! —grita de nuevo la madre, otra vez sin respuesta.

    Emma sube al cuarto y le toca la puerta en reflejo de hartazgo.

    —¿Qué pasa, mamá? Déjame sola. Tengo mucho que estudiar —dice con voz monótona sin faltar a la verdad. Debe rendir la mitad de los exámenes y trabajos prácticos pendientes en la última semana de clases.

    —¿Y tus hermanas? ¿Por qué no llegaste con ellas? —reprocha desde afuera.

    —Ya te dije que no son mis hermanas. Y no vamos tampoco a las mismas clases. No me voy a quedar a esperarlas.

    —No me gusta que regreses sola ¿Cuántas veces te lo he dicho?

    —Y para qué nos mudamos a este maldito lugar si no tengo ni la seguridad de caminar sola. ¡Aahh! No se puede vivir así. Déjenme en paz. No me interesa caminar, hablar o hacer nada con nadie. ¿No lo pueden entender? Acéptalo ya, mamá. No somos una familia y punto. No las soporto. Y ellas, menos a mí —exclama de manera frenética.

    —Por favor, deja ya de jugar a la cenicienta —dice abriéndole sin permiso la puerta—. ¿Quieres buscar a tus ratoncitos para contarle tus desdichas? ¿O te guardo la calabaza para la carroza? —completa con tono de burla.

    —Bueno, a ti el de vieja amargada no te cuesta demasiado —retruca—. Y los zapatos de cristal se los dejo a ellas, si es que les entran —completa con sarcasmo.

    Emma respira hondo y trata de bajar la intensidad de la pelea. Se sienta al lado y la abraza. Medio reacia, Ariadna acepta dejarse contener de esa manera. En los últimos meses ya lo extrañaba.

    —Quiero que dejes de aislarte de todo el mundo —le pide a modo de súplica—. Ya no compartes con nadie. Ni siquiera con amistades fuera del colegio. No puedes decir que todos aquí son esnobs. ¿Qué te pasa? De ser una chica tímida pero alegre, pasaste a convertirte en una ermitaña, agresiva y con problemas académicos. ¿Hay algo que no me quieres contar? —insiste con ojos vidriosos.

    Ariadna corresponde el abrazo y trata de ser menos desagradable.

    —He sido medio insoportable en los últimos días —confiesa con la mirada escondida detrás del cabello despeinado que cubre sus ojos. Se lo corre con la mano en un intento por ser más franca—. Bueno, meses. Pero no siento este hogar como mío. No quiero herir a nadie. Aunque hay veces que ahorcaría a Brit y a Rachel por lo superficiales que son.

    —Trata de entenderlas. Ellas siempre vivieron así.

    —¿Y por qué no me entienden a mí? —reclamo que, sabe, no tendrá respuesta. Entonces, intenta ser más conciliadora—. Haré un esfuerzo por darles los buenos días si tú quieres.

    Y sonriendo Emma añade:

    —Y las buenas tardes y buenas noches. —Ambas ríen—. Solo quiero que vivamos en armonía. Pese a lo que piensas, ellas se preocupan por ti y admiran tu actitud. Dicen que en la escuela muchas recelan de eso y de tu belleza. —Ariadna vuelve a correr el cabello de sus ojos con desconfianza—. Sí, no me mires así. No pueden creer lo mal que te vistes y que aun así todos los chicos te miren.

    —¿A mí? ¿Ves lo que te digo? ¡Presumidas manipuladoras! Quieren comprarte con esa estupidez, ¿cómo te dejas? —cuestiona ahogando una risa.

    —Lo dicen en serio. Varias veces se lo han comentado a David. Muchas de sus amigas temen que algún día puedas cambiar tu estilo y ser la más popular de la escuela.

    —Se pueden quedar tranquilas. No voy a cambiarlo nunca —responde segura.

    —Me gustaría que alguna vez te animes —deseo que Emma expresa resignada a no contradecirla, prefiriendo cambiar de tema—. Ahora baja a comer. Hoy hice una cena especial. David y yo tenemos algo que contarles —agrega con aire de intriga.

    —¿Qué? —pregunta Ariadna preocupada.

    —Nada. Se lo diremos a las tres en la cena. Prepárate y baja. Después sigues con tus estudios. —Ariadna promete hacerlo tan pronto tome un buen baño; lo necesita.

    La ducha es rápida, pero lo que debe insumir solo diez minutos se prolonga por más de media hora. Al salir y mirarse al espejo se queda espantada. No lo puede creer. Un mechón de pelo blanco, como de tres centímetros de ancho, cae sobre la sien derecha tan lacio como el resto de la cabellera mojada. A los dieciséis años le resulta inaceptable. Solo una herencia congénita o un síntoma de una enfermedad extraña puede explicarlo.

    Mientras frota el espejo para ver si no es efecto del vapor y las luces del baño, se apoya sobre el mármol negro del lavamanos con sus palmas hacia atrás para acercarse aún más al reflejo y contemplarse mejor.

    —¿Y ahora qué se supone que hago? —dice—. Mi madre lo resuelve con tintura, pero Brit y Rachel se encargarán de que lo sepa toda la escuela —habla sola—. ¿Qué más me puede pasar? —Y se resigna luego de frotarse el pelo veinte veces, asumiendo que no lo podrá ocultar.

    Se peina sin ponerle mucha voluntad al cabello que ahora odia tanto como a sus orejas. Se dirige al cuarto para vestirse y bajar. Un instante antes de hacerlo, toma al paso un pendiente de la repisa. Es su favorito, obsequio del padre en su quinto cumpleaños; última vez que lo vio. Siempre lo lleva puesto. No se lo quita ni debajo del agua, salvo hoy.

    —Ven conmigo —dice con nostalgia al cerrar los dedos sobre la gema. Al hacerlo, nota un brillo que escapa entre los pliegues de la mano. La abre y ve cómo cambia por un instante de color como si se hubiera iluminado. Parpadea sorprendida y se la pone al cuello.

    Baja las escaleras y se detiene tres escalones antes. Brit, Rachel y David, sentados a la mesa, se la quedan mirando. Ariadna espera que noten el detalle del pelo, imposible de ocultar. Emma rompe el silencio con disgusto.

    —Pensé que harías una excepción después de lo que hablamos.

    Con la obviedad de quien no puede creer que le observen la demora en llegar a la mesa cuando está menos que espantada por lo que acaba de ocurrirle, trata de responder sin perder la calma:

    —¿Te parece que no tengo motivos para haberme demorado? —dice aproximándose lo suficiente para que pueda verla.

    La miran los cuatro y luego de nuevo entre sí.

    —¿Qué se supone que te ha pasado? ¿Me puedes explicar? —cuestiona molesta Emma.

    —¿No lo ves? —insiste con más fuerza y enfado.

    —No veo más que tu pelo mojado —exclama cansada de su actitud.

    Fuera de sí, se aproxima al espejo del comedor para mirarse y mostrarle. Asombrada, no ve ahora nada fuera de lo normal en su cabello oscuro. Revuelve desesperada la cabeza en busca de por lo menos una cana. Nada. Se frota los ojos, vuelve a sacudirse el pelo con las manos y luego se queda mirando a todos sin poder explicarse.

    Rachel prefiere terminar con eso y reprocharle por no haber regresado con ellas en la tarde.

    —Ya entiendo. Te golpeaste la cabeza y un ataque de amnesia hizo que olvidaras dónde debíamos encontrarnos, ¿verdad? —David solo precisa una mirada para forzar a la hija a que se disculpe—. Lo siento, fue una broma. —El padre la mira nuevamente para que sea más enfática—. Está bien. No fue mala vibra. ¿Por qué no vienes el viernes con nosotras de compras y te hacemos un cambio de imagen? Sabes que soy la diosa de la moda. Déjame y verás —comentario que recibe una expresión de duda de su hermana de sangre.

    —No te ofendas, pero no. Gracias. Me siento bien como estoy —dice recelosa. Sin embargo, la cara de desaprobación de Emma la obliga a cambiar de parecer—. Está bien, haré el intento. No te aseguro que brinque de ganas. Eso sí, nada de rosa, ni fucsia, ni lacitos —comentario que acompañan con risas mientras se sienta a la mesa.

    Pasan de los entremeses al plato principal sorprendidos por un menú diferente. A Emma se le había ocurrido preparar unas recetas aprendidas cuando su hija era pequeña, en un intento por acercarle un poco sus mejores recuerdos. Al menos, los que Ariadna le reprochaba haber perdido con el cambio de vida.

    Unas carnes de ave silvestre que procuró conseguir en un mercado local especializado, servidas en una salsa agridulce de frutas del bosque acompañadas de vegetales al horno. Los presenta con igual esmero y de forma que no puedan adivinar qué es. Solo para que tengan que descubrirlo en el paladar.

    —Amor, no recordaba haberte elegido por semejantes virtudes —exagera David—. De haberlo sabido me habría casado contigo mucho antes. —Brit y Rachel cruzan miradas cursis con Ariadna. Puede que sea la primera vez que las tres coinciden en algo.

    Mientras David y sus hijas descubren algún talento no revelado hasta ahora por Emma, Ariadna espera con ansias que la madre por fin les cuente el motivo de la cena en familia. Por el esmero que había puesto, lo anticipa nefasto.

    La noticia se hace esperar hasta el postre, donde también quedan deslumbrados con una tarta de frutas maceradas en miel al igual que la masa; el favorito de Ariadna.

    —Nos vamos a Europa —suelta David y deja boquiabiertas a las tres. Y antes que puedan reaccionar, aclara—: Ustedes se van a casa de mis padres. Hace tiempo que no ven a los abuelos —dice a sus hijas—. Y prometieron esperarlas en plan de diversión. ¿Qué les parece? —insiste para entusiasmarlas.

    Brit y Rachel se miran entre sí con una mezcla de alegría y picardía. En el brillo de sus miradas se puede intuir un verano de hacer lo que quieran. La reacción de Ariadna revela otro sentimiento.

    —Me alegro mucho por ustedes. —Y tensa la cuchara sobre la porción de tarta como si fuera a cortar cemento.

    —Por favor, entiéndeme —pide Emma reconociendo el gesto—. No tuve luna de miel y también necesito un poco de espacio. David me prometió hablar con sus padres para tratar de hacer cosas que te interesen a ti también —agrega poco menos que en tono de súplica.

    —No te preocupes por mí, sobreviviré —responde sin mucho convencimiento. Se pone de pie, da las gracias por la comida y alega tener que estudiar para retirarse al dormitorio. Una verdad que de paso le sirve de excusa.

    Sube la escalera enérgica para disimular premura, justo hasta el punto donde ya no pueden verla; desde ahí, arrastra los pies cargados de molestia. La noticia la abruma. No por ver a su madre disfrutar la vida con su nueva pareja, sino por imaginarse el verano completo entre Brit, Rachel y un par de sexagenarios demasiado estructurados para encajar con ella. Tampoco sabe cuánto más podrá ocultar lo que le pasa. Y hacerlo ahora significaría arruinarles el viaje. Se convence de que, como están las cosas, es mejor ocultarlo.

    En poco más de dos horas repasa cada tópico de la lista de temas que debe saber para el examen que presentará en la segunda hora de la mañana. Luego, se acuesta mirando al techo sosteniendo el celular en sus manos para revisar los chats de las pocas amigas que tiene, la mayoría de la escuela anterior. Mira publicaciones en las redes sociales y escribe algunos mensajes que en realidad solo entiende ella; una forma de desahogarse del martirio que le espera. Dos meses que presagia amargos e interminables, sin contar el problema de tener que repetir curso si no obtiene buenos resultados. Se duerme con el celular enredado en las sábanas, como siempre.

    Sale para el colegio sin desayunar. David y sus hijas la están esperando en el auto. Para evitar preguntas incómodas abre uno de los libros y simula estar concentrada en el repaso. Al hacerlo vuelve a notar la ya repetida experiencia de los últimos meses: no recuerda nada.

    El examen es otro fracaso. Se resigna a aceptar que no le perdonarán que tenga que repetir dos asignaturas en verano. Y, por más que no quiere ir con los padres de David, se sentiría culpable si eso obligara a cambiar los planes de la familia.

    El final del día no parece llegar. Todavía le queda ir de compras con Brit y Rachel; se había comprometido con ellas. Además, necesita renovar el guardarropa, aun cuando teme que sus medio hermanas la saquen de los colores de ultratumba detrás de los que se esconde desde que cambió de vida.

    La primera hora se va completa en busca de camisas, blusas, faldas y trajes. No coinciden en nada, pero acepta la condición impuesta: no discutir lo que le compren y le hagan poner. Contra todo el enfado que pueda tener hacia ellas, muy dentro reconoce que saben bien lo que escogen.

    Cae la tarde y empieza a sentir escalofríos y náuseas. Los malestares que la aquejan se presentan cada vez con mayor frecuencia.

    —No me siento bien. Tengo un bajón de azúcar —comenta—. Antes de seguir, prefiero comer algo. Si quieren, podemos encontrarnos en media hora —dice sin dar espacio para que intenten convencerla de otra cosa.

    —No nos dejes plantadas. ¡Ni te atrevas! —exclama Rachel—. Todavía nos faltan los accesorios y zapatos.

    —Lo intentaré —responde con tono más de aflicción que de broma.

    Se dirige a una cafetería y se obliga a tomar un refresco y a comer una dona. En lugar de mejorar, comienza a sudar frío. Cuando regresan Brit y Rachel, se sorprenden tanto de su aspecto que ni siquiera se atreven a proponer otra cosa que no sea ir directas a la

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1