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El viento de la pampa los vio
El viento de la pampa los vio
El viento de la pampa los vio
Libro electrónico154 páginas2 horas

El viento de la pampa los vio

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Información de este libro electrónico

A nadie le resulta raro el clima de paranoia y desconcierto que puede despertar una enfermedad. Menos, la idea de que esa enfermedad pueda derivar en una invasión de zombis. Ya sea en el mundo real o en las series que todos citan, ambos conceptos nos saben a lugares comunes. Pero, ¿qué pasa si eso mismo es contado desde el punto de vista de una pareja preocupada por los pañales de su beba? ¿O por el hecho de que el fuego de la relación se ha perdido y no saben qué hacer de esa vida juntos, para nada excitante?
Este contrapunto es lo que subraya la originalidad de El viento de la pampa los vio, novela de Juan Ignacio Pisano, escrita antes de El último Falcon sobre la tierra. En sus páginas, el autor inventa un nuevo género: el del "terror gauchesco". La llegada de un extraño mal que vuelve (aparentemente) loca a la gente sorprende a Hilario, Amalia y la pequeña Mara en plenas vacaciones en Las Grutas. De esa quietud adormilada, pasamos a una road movie rockera en donde la acción se combina con dos padres que arman, en la intimidad, un mundo en donde criar a su beba. Claro, siempre que pueden escapar del malón zombificado que cada tanto emerge, en muchos casos, a la manera de cuadros grotescos que no retacean lo horroroso. Pisano recurre a cierta compasión y amor familiar que hace juego con la sangre, los rostros desencajados por el hambre y la sensación de que todo momento es el último. Porque quizás lo sea. Resta leer el libro para averiguarlo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 mar 2024
ISBN9789873905797
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    El viento de la pampa los vio - Juan Ignacio Pisano

    Primero

    Una playa. Agua, arena. Un posible espacio en blanco, monótono: el mismo sonido, una y otra vez, de las olas y el viento permanente del Atlántico, el sol, la tranquilidad que se encuentra en un territorio constante. Eso era lo que Amalia quería. Pero dejaba de lado el resto, aquello que Hilario preveía y que no resguardaba un resquicio de paz: el peligro de las sombrillas (cualquiera puede ser víctima de su vuelo descontrolado ante el azote del viento), gritos, los carros incesantes de venta de panchos, choclos, remeras, churros, pareos, los vendedores que te preguntan, que te hablan, que insisten. Y todo eso con una beba de poco más de un año. ¿A una playa? Ni en pedo, pensó. Sin embargo, no pudo orientar el debate a su favor. La montaña, balbuceó mientras buscaban en Internet hospedaje. Otra vez no, fue la respuesta de Amalia que no despegaba la vista del monitor mientras comparaba una cabaña con un apart hotel.

    —¿Vas a seguir colgado leyendo a tus gauchos? Tu hija te reclama.

    Obedezca el que obedece / y será bueno el que manda.

    —No empieces con tus frases.

    El pie de Mara expuesto a la intemperie frente a las inclemencias del sol, por fuera del círculo de defensa que la sombrilla crea. Hilario deja el libro y acomoda a la beba dentro del halo de la sombra protectora. Le endereza el gorrito que se ladea sobre la derecha y le da un beso en la frente. Ella sonríe, luego sus ojos se cierran y parece sumergirse en un sueño manso, apacible.

    Amalia le toca el hombro. Él se da vuelta.

    —¿Te quedaste mirando la serie anoche?

    —No lo puedo evitar: empiezo a verla y me agarra insomnio.

    —Por eso yo no la miro.

    —Y porque te da miedo…

    —Pero no si me la contás vos.

    —Lograron organizarse. Tienen una huerta, crían cerdos. No sé cuánto tiempo pasó entre que tomaron la prisión y ese momento. Uno, dos meses. La cosa es que están ahí bastante cómodos y seguros de los ataques de los zombis, que cada tanto se acumulan contra el alambrado y los tienen que estar eliminando.

    —¿Cómo?

    —Se acercan y los matan clavándoles cuchillos o palos en la cabeza, como se debe matar a un zombi.

    —Me da impresión. Es como que me lo tomo en serio.

    Hilario la mira, con un poco de sorna, como afirmando lo innecesario: es ficción, pura mentira.

    —No importa, seguí.

    —Parecen estar bien. Se estabilizaron, tienen la huerta y los animales. Pero hacia el final del capítulo se acumularon tantos zombis que parece que la defensa va a ceder.

    —¿Es un alambrado común?

    —El de una cárcel, muy alto, pero sí, el común, el que tiene rombos, que está en la cancha, que sé yo. Como el de un club.

    Ella asiente y mira de reojo a Mara, que se mueve un poco, como fastidiosa por algo que ocurre en un sueño.

    —Les clavan cosas en la cabeza porque las balas se les acaban, ¿no?

    —Además el ruido los atrae. Si disparan se les vienen más zombis y pierden municiones para seguir matándolos. Sería como cavarse su propia trampa. Y para ir al alambrado se turnan, mientras el resto hace otras tareas.

    Amalia mira hacia el mar, se acomoda los anteojos de sol y ahora los usa de vincha.

    —¿Algo más?

    —Cuando termina, mientras están entretenidos con los que se acumulan contra el alambrado, un grupo de gente que no había aparecido nunca los está observando desde el bosque.

    En ese momento, aparece un tipo un poco más grande que ellos con un auto a control remoto en la mano. El control remoto le llama la atención a Hilario por lo grande. El tipo deja el vehículo sobre la arena (no es un auto, piensa, debe ser un arenero porque tiene ruedas para esta superficie, la amortiguación lo eleva sobre el suelo lo suficiente como para atravesar irregularidades; mini médanos, supone), con algo que parece una jeringa gigante le introduce un líquido que él deduce es nafta y que le hace pensar que no es cualquier auto a control remoto sino uno con motor, lo cual, desde su perspectiva, hace más interesante la situación.

    —¿Qué va a hacer? —dice ella y prepara la cámara de fotos.

    Él no responde porque todo le parece una obviedad.

    —¿Eh?

    Su insistencia le molesta, pero accede.

    —Va a hacer andar el auto.

    Amalia se acerca a Mara, le acomoda el sombrero, le da un beso. Mara duerme. Su padre, que parece entusiasmado, mira a ese tipo, un poco más grande que él, que acaba de encender eso que, sin dudas, es un arenero.

    —Sale humo.

    —Es un motor dos tiempos, ese humo blanco es aceite.

    Y de pronto el arenero ya está andando a una velocidad que les resulta sorprendente (se miran, y ahora Amalia demuestra sorpresa y un entusiasmo casi infantil, toma foto tras foto). El conductor es un experto. Lo hace doblar a velocidades altísimas, tirando arena hacia los costados con las ruedas que se desplazan sobre la superficie lisa que deja el agua en esta parte de la playa. Las revoluciones por minuto del motor producen un sonido que en poco tiempo atrae la mirada de varios, y en dos o tres minutos todos los vecinos, como les llama Amalia a los que están cerca de su lugar en la playa, observan la escena. El auto hace siempre lo mismo: un óvalo que tarda unos quince o veinte segundos en completarse. En cada vuelta el conductor va tomando confianza y lo hace ir de cola cada vez con mayor énfasis. Los más chicos se colocan en torno a la marca que van dejando las ruedas para que, cuando pase cerca de ellos, les deje restos de arena sobre los pies.

    —La tiene reclara —dice Amalia. —Mirá esta que linda salió. La cara de ese nene es increíble.

    —Está buenísima —dice Hilario, y agrega: — Voy a fumar.

    —Yo también quiero. Pero anda vos y después voy yo.

    —Como usté mande, mi bien.

    Hilario saca de la mochila un porro y el encendedor, los contiene en la palma de la mano y camina hacia los médanos que están detrás de ellos, en la parte alta de las grutas. Sube la escalera y se mete entre los arbustos, en un recorrido que transitan muchos vecinos y que ya es casi un baño público a la sombra. El olor a meo es fuerte, pero no da para prender el faso en medio de la playa. Fuma mientras mira que nadie se acerque. Sentado sobre un tronco, que desconoce cómo pudo llegar hasta ahí, se toma unos segundos de tranquilidad. Intenta poner la mente en blanco. Mira hacia arriba, hacia las hojas de los arbustos que lo rodean. El cielo azul furioso se abre entre las ramas. El sol casi en su punto más alto. Las ramas apenas se balancean con el viento. Da unas pitadas largas y sostenidas. Aspira el humo, lo retiene. El tiempo parece congelarse ante la imagen de la sonrisa de Mara, el rostro de Amalia, frases de libros (Siempre es dañosa la sombra / del árbol que tiene leche; Ahí estábamos, por irnos y no; monos ateridos de frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo). De pronto, escucha las voces de una familia, padre, madre y al menos dos chicos que vienen caminando desde la playa. Apaga el porro contra el tronco, se para y va hacia la calle de la costanera. Una sensación de deslumbramiento lo invade al salir del matorral (le gusta llamarlo así: en realidad, lo que disfruta es usar palabras que identifica con el campo). El sol parece ser más intenso allí, más brillante y vehemente sobre el asfalto. Cruza la calle y va al kiosco a comprar algo para tomar. El frío del aire acondicionado le brinda una sensación de alivio. Se saca los anteojos de sol, los coloca sobre la frente y se acerca a la heladera. Duda entre un agua saborizada y una gaseosa. Piensa que a Amalia le va a gustar más el agua, elige una de pomelo y espera que el kiosquero atienda a un par de personas que estaban antes que él. Una televisión prendida, pero sin sonido, cuelga de un soporte en un rincón del local. Está puesta en un canal de noticias. Ve a un periodista muy reconocido hablar —lo ve pero, claro, no lo oye—. El zócalo dice: ¿Otra vez la gripe? Cómo prevenir la fiebre. Consejos para cuidar de la familia. La pantalla ahora se divide en dos: en una mitad aparece un cronista que transmite desde la puerta de un hospital y en la otra se alternan imágenes de laboratorios (le llama la atención que los científicos lleven trajes amarillos y máscaras) con otras de políticos de diversas naciones dando conferencias de prensa (reconoce a Trump y a Putin).

    —¿Nada más? —dice el kiosquero.

    Hilario afirma con un pequeño movimiento de la cabeza y le acerca el agua, pero se arrepiente y también agarra unos chicles. Paga, y sale. El asfalto vuelve a demostrarle toda la inclemencia de la que es capaz el sol en verano. Se apura por pasar del otro lado de los matorrales, a bajar la escalera hacia la arena y el mar, huyendo de la calle y del olor a meo. Además, tal vez todavía esté dando vueltas el arenero a control remoto.

    Amalia lo ve venir y saca su celular de la mochila. Desde la reposera, le muestra la pantalla a Hilario. Dice: escucharon sobre el virus? cómo anda Mara?.

    —Mensaje de tu vieja.

    Ahora ella pone el celular ante sus propios ojos, con un dedo toca un par de veces la pantalla táctil y vuelve a exponer el aparato a la mirada del otro: estoy preocupada por la nena, acá dicen que el virus es grave, escucharon algo? Mara se siente bien?.

    —Mensaje de mi vieja.

    Hilario saca del bolsillo de la malla lo que le quedó del porro y se lo da junto con el encendedor a Amalia.

    —Vi algo en la tele del kiosco de enfrente. Habrá que tener cuidado pero tampoco perseguirse. Acá hay aire puro: siente. —Hilario inhala y exhala gesticulando con los brazos, como acompañando el movimiento del aire entrando y saliendo de los pulmones. —Peor debe ser en Buenos Aires.

    —Lo pueden traer los turistas.

    Hilario asiente.

    —¿Dónde está mi chinita? —dice, después, con un tono lúdico en la voz y abre los brazos hacia Mara que los recibe con una sonrisa.

    —Voy a aprovechar para ir a comprar alcohol en gel.

    Amalia se sienta en el tronco, sufre el olor a meo, disfruta del pequeño reparo que las sombras de los arbustos le brindan, prende el porro y fuma leve, tranquila. Algo se mueve justo delante de ella, a unos veinte, treinta metros. Prepara la cámara. Da una seca sin quitar la mirada de aquel objeto que parece desplazarse lenta pero constantemente. Deja el porro en la boca y el ojo en el visor. De un momento a otro, eso desaparece sin que pueda fotografiarlo. Lo pierde entre la densa mata de hojas verdes. Siente calor en los labios y escupe lo que queda del faso en la arena. Lo pisa, y camina. Sale de los arbustos y mira, desde arriba, el acantilado que las grutas producen. Allá, abajo, se abre la playa que en este momento del día es ancha. En algunas horas, más cerca del atardecer, el mar va a avanzar para tragarse, poco a poco, la amplitud que brinda la arena para acomodarse y descansar, jugar al tejo, a la paleta o caminar. Después del avance inapelable del agua, van a quedar tan solo algunos pocos metros que los veraneantes disputarán para ubicarse con su sombrilla y sus reposeras, ya no habrá más juegos ni caminatas y ellos partirán hacia el hotel. Pero ahora todo es amplio, abundante: el sol, los matorrales (como los llamaría Hilario), la sensación de liviandad que le dejó fumar, la cantidad aun grande de días de vacaciones por delante, las preocupaciones por su matrimonio y su escasa vida sexual. Camina por la calle de la costanera. El mundo se le aparece como un espacio abierto

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