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Unicornio Violento
Unicornio Violento
Unicornio Violento
Libro electrónico580 páginas9 horas

Unicornio Violento

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(Es OBSCENO. Es BRUTAL. Es un DETECTIVE... y es un UNICORNIO.)

 

Un atípico detective debe resolver una serie de asesinatos sucedidos en un mundo fantástico, distópico, en el que coexisten al mismo tiempo elementos de la época que abarca desde los años 20 al 2000. Aquí se encontrará con acción, terror, intriga, aventura, y grandes dosis de violencia, humor negro, y amor erótico.

 

"Los unicornios no son mágicos y hermosos. Solo son caballos depredadores que tienen un cuerno y les gusta comer vírgenes."    
      —Dalila S. Dawson

IdiomaEspañol
EditorialDon Nieve
Fecha de lanzamiento15 dic 2020
ISBN9781393959342
Unicornio Violento

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    Unicornio Violento - Don Nieve

    Los unicornios no son mágicos y hermosos. Solo son caballos depredadores que tienen un cuerno y les gusta comer vírgenes.

    —Dalila S. Dawson

    Este libro se lo dedico a todos los docentes que me suspendieron en las clases de lenguaje, y todas las madres del mundo, en especial la mía, esperando que no se saque los ojos cuando lea esta fantástica obra inmortal.

    1. LA ESPERANZA DEL ARCOIRIS

    ––––––––

    UN COCHE DE LOS años sesenta avanza a toda velocidad. Los faros del vehículo acuchillan la densa noche con su luz recta y focalizada. El frenesí con que el conductor toma las curvas se hace patente con el suave chirriar de los neumáticos. Algunos arbustos rodantes secos son atropellados entre el polvo que levanta la carrera. El coche, en su camino de subida por la loma, no se encuentra con otros vehículos. El rugido del motor, junto con el lamento del chasis y la suspensión, producto de los violentos frenazos, son los únicos sonidos que se adueñan de la noche. La luna, se asoma tímidamente tras unas nubes lentas y oscuras; siendo ésta testigo del implacable, voraz, inestable y brutal rumbo del automóvil.

    Dentro del coche, la luz de la luna saliendo crea una penumbra en la que puede apreciarse el volante y unas manos grandes agarrándolo con firmeza. De vez en cuando, la mano derecha suelta su agarre y se dirige con habilidad experta al cambio de marchas. El individuo que conduce se encuentra solo. Lleva sombrero y es corpulento. Se bambolea levemente por la inercia de las curvas. Su cabeza, levemente inclinada, parece ausente, sin interés por el endiablado trayecto. Junto con el ruido del motor, los frenazos, y los pedales presionados con violencia, al hombre se le escucha algún tipo de sonido gutural.

    Éste parece estar moqueando, respirando de forma entrecortada, sollozando...

    De pronto, se recuesta muy lentamente. Todo su cuerpo adquiere rigidez y firmeza, determinación. En frente de él, se ofrece la visión de una curva prolongada, y poco más allá, un mirador desde el que se pueden apreciar las luces de la ciudad a lo lejos. Pisa el pedal del acelerador a tope y el coche avanza aún un poco más rápido por la larga recta en la que se mueve. El individuo parece quedar en paz por unos momentos. Pero a medida que se va acercando al borde del precipicio su cuerpo se va agarrotando más. Empieza a murmurar algo y luego va subiendo el tono de voz. El automóvil está más cerca, y la voz del tipo es ya un aullido; se agarra con fuerza y desesperación al volante, sin levantar el pedal del acelerador. El individuo se contonea, espasmódico. El chorro de un sonido desgarrador y seco pasa a través su garganta, totalmente abierta, haciendo vibrar sin orden ni sentido sus cuerdas vocales...

    De repente su pie derecho se levanta del acelerador y se dirige al de freno. El hombre continúa chillando y se mueve hacia delante y atrás. Sus manos siguen crispadas, agarrando el volante como un águila a una presa. El coche patina, con las ruedas bloqueadas y empieza a deslizarse ligeramente de lado. El tipo lleva su pie izquierdo encima del derecho, como si con ello pudiese ayudar a la frenada. Se agita casi ya sin aliento ni voz...; el final del mirador y el comienzo de su vuelo están ya muy cerca.

    Finalmente el infernal vehículo se detiene, y solo dos metros lo separan de su intento por alcanzar la luna. Una densa y blanca humareda de polvo rodea al coche; se hace ésta visible por las intensas luces de los faros. El conductor se queda boquiabierto, respirando con profundidad, inclinado hacia delante. Tras unos instantes se deja caer hacia atrás, apoyado en el asiento, con la respiración más calmada. Al recostar la cabeza, el sombrero se le levanta un poco, de modo que se lo quita y lo tira con asqueo a su lado. Sigue como pensando, temblando por dentro. Entonces mete mano a su gabardina y de ella saca algo alargado que se mete en la boca con cierto alivio: parece un puro.

    Rebusca en el salpicadero, luego en el otro asiento, entre el sombrero y otros objetos. Sus dedos reconocen algo y duda un momento, como si no fuese eso lo que buscaba. Coge la botella recién descubierta, pequeña, de estas planas y curvas, y la desenrosca. Le da un gran lingotazo, con ansia. Se seca los labios con el dorso de la mano, e introduce de nuevo el gran puro en la boca. 

    Abre el compartimento de la guantera y mete la botella; parece que allí dentro está lo que buscaba. Saca un pequeño objeto rectangular y lo sostiene un momento, recostado, con tranquilidad. Un chasquido, seguido de un pequeño fogonazo ilumina la estancia y da lumbre al gran cigarro. La luna llena aparece en ese momento tras las negras nubes, dando un poco de luz al paisaje. El tipo da un par de caladas lentas, de las que se disfrutan. Su respiración se normaliza. Abre la ventanilla del coche despacio, sin prisa, y saca el brazo; extiende la mano, sintiendo la suave brisa nocturna a través de sus dedos.

    Un vehículo se oye lejos, en la distancia. Se aproxima, pero la figura dentro del coche no se inmuta. Es otro coche. Cuando éste circula dando la curva, ilumina momentáneamente, con una ráfaga de luz, el espejo retrovisor interior del tipo que ha estado a punto de volar. El espejo se halla orientado hacia él, en lugar de a la carretera. En tan solo unos instantes puede apreciarse como clava la mirada en sí mismo, en sus propios ojos, en su alma. Es..., es algo extraño. Esos ojos pequeños, diabólicos, cansados y desquiciados, enmarcados en un rostro extremadamente blanco y brutal..., como con pelusilla. Es..., no parece un hombre..., no puede ser...

    ¡¡Dios Santo!!

    ¡¡¡ES UN UNICORNIO!!! 

    Puede apreciarse un pequeño cuerno saliendo de su cabeza. El morro, los labios, la estructura facial algo salida...

    Justo en el momento en que la dura mirada choca consigo misma, parece que al tipo le hubiesen dado una violenta descarga. Con un rápido movimiento le pega un puñetazo al espejo, dejándolo ladeado. El segundo golpe lo arranca de cuajo y rompe los cristales. El individuo, enfurecido, fuera de sí, rompe a chillar de nuevo, pero esta vez de rabia contenida, de odio profundo, de absoluta desesperación. Sus ojos, desorbitados, persiguen al espejo que rebota por el salpicadero y continúa asestándole fieros golpes con el puño cerrado. El puro sale volando, apagándose al caer al fondo del salpicadero, cerca del cristal parabrisas. Solo cuando algo de sangre salpica su cara se detiene, agarrando con fuerza el volante y aullando.

    —¡¡¡UUAAARGHHAAA...!!!

    El desgarrador sonido rompe el silencio de la noche. 

    Finalmente, el hombre deja de sacar el alma a través de su garganta mientras chilla, y pasa a la relajación del sollozo. Se le escucha sorberse los mocos. Pasa el dedo índice de la mano izquierda por la nariz, se seca los ojos con la manga izquierda, y se dedica a quitarse la corbata despacio. No se ve con claridad, pero rodea la mano con la corbata, allí dónde intuye que debe estar la herida, en los nudillos. Mientras está sujetándola, pasando el final de ésta por debajo del improvisado vendaje, las luces de un coche que se acerca lentamente vuelven a dar algo de luz a la escena.

    El vehículo que se aproxima pertenece a la policía. No llevan las luces de emergencia dadas, ni puesta la sirena. El coche, negro, típico de las películas norteamericanas, se bambolea levemente mientras los amortiguadores se adaptan al terreno casi regular. La gravilla comprimida por los neumáticos produce un sonido seco y rugoso.

    El extraño individuo, con aspecto de unicornio, tiene el ceño fruncido, y arquea la ceja izquierda mirando de reojo, para ver quién se aproxima. Cuando ve que los que se acercan son dos agentes de la ley y el orden, esboza una leve sonrisa. Mientras los policías salen lentamente del coche, enfundándose las porras y mirando alrededor, el hombre-animal recoge el puro del salpicadero y lo enciende de nuevo.

    Uno de los policías rodea el coche, aproximándose por la parte de atrás, mientras el otro se dirige directamente a la ventanilla del conductor. El que se acerca al unicornio, es de estatura más bien baja, con aire asertivo, anda con los brazos algo ahuecados..., con malas pulgas. Las luces del coche patrulla, posicionado detrás, permite ver con claridad el exterior del otro coche. No obstante, el interior no debe verse con tanta facilidad, de modo que ambos policías encienden casi al unísono unas pequeñas linternas.

    El otro agente es alto, un poco desgarbado, con aire guasón, y dureza fingida..., como un matón de patio de colegio. Lleva la cabeza un poco gacha, moviéndola levemente de arriba abajo mientras con la mano libre acaricia un palillo de dientes.

    El policía más bajo, lo que acaricia mientras hace su movimiento, es su pistola enfundada. Va iluminando el coche por dentro mientras avanza, y sin llegar al asiento del conductor pronuncia:

    —Buenas noches señor... —el tono es rutinario, automático; pero algo de malicia, rencor, se esconde detrás de su prosodia— ¿Sería usted tan amable de enseñarm ¡...! 

    El agente se detiene en seco, justo en el momento en el que una ráfaga de su linterna se posa sobre el rostro del piloto. Instintivamente da un paso atrás y reafirma su mano en la funda de su pistola. Su mano derecha está temblando levemente, lo que provoca que la luz juegue con los ángulos del rostro del sospechoso, creando curiosas sombras.

    El tipo de dentro del coche sigue sentado cómodamente, sin inmutarse mientras fuma. Entonces gira la cara lentamente, con las cejas enarcadas en forma de uve invertida, con gran indiferencia. Da una última calada al puro, y tras exhalar lentamente el humo, pregunta con una voz recia, ronca, gutural, profunda, animal:

    —¿Algún problema agente...?

    El otro, estupefacto, como puede, se recompone rápidamente al observar manchas de sangre en la cara de ese extraño personaje; la conducta refleja, aflorada tantas veces ante el mismo estímulo rojo y líquido, se despliega ágilmente:

    —¡¡Salga inmediatamente del vehículo con las manos en alto!! —dando otro paso atrás y desenfundando con nerviosismo en las manos pero firmeza en la mirada.

    El compañero del policía se acerca precipitadamente por el otro lado, agarrándose la gorra e intentando desenfundar la pistola por el camino. No deja de resultar curioso como el hombre-unicornio permanece pasivo, mirando con sorna al brazo de la ley. Saca el codo por la ventanilla y un poco la cara. Justo está a punto de decir algo cuando el policía más alto y desgarbado llega casi a la carrera, sin haber sacado la pistola aún atascada en su funda. Al ver que el recién llegado se detiene en seco, y esboza una sonrisa mientras levanta un poco la visera de su gorra, el conductor se traga las palabras que iba a pronunciar y simplemente espera extrañado y casi divertido.

    —¡Mierda bendita! ¡Qué un rayo me parta! —pronuncia con alborozo, mientras levanta la gorra con dos dedos, se rasca la cabeza y con la otra mano da una palmada en el hombro a su compañero—. ¡Coño! ¡¿Pero no ves quién es?!

    El otro, a pesar de la palmada en el hombro, y de la relajación de su camarada, sigue nervioso y tenso como un perro de caza.

    —¡Es el famoso unicornio! —continúa el alto—. ¡El que salió de la nada dejando al mundo entero flipado! —el poli bajito mira de vez en cuando la cara de su compañero, callado, sin dejar de apuntar—. Hace..., ¿hace cuánto...? —dirige la pregunta al conductor, y sin esperar respuesta él mismo se contesta— Sí, joder, hace 10 años... Yo todavía era un crío. Recuerdo como te hicieron estudios, que salió a la luz todo el marrón..., pero luego no se supo nada más de ti de repente...

    Tras un instante de silencio incómodo, con los tres individuos mirándose entre sí, el unicornio decide dar por terminada la puesta en escena del policía más simpático:

    —Supongo que no se supo nada más de mí porque la gente que es gilipollas se entusiasma y olvida de las cosas con tremenda facilidad —vuelve a dar una calada a su puro. Observa a su cigarro con el ceño fruncido y cierta decepción: al darle la vuelta, y mirar el comienzo de éste, comprueba que éste se halla apagado.

    El agente más alto continúa en silencio, con un brazo cruzado, sujetando la linternita, y la otra mano en el mentón. No parece darse por aludido, bien porque no ha captado la indirecta o bien porque la acepta de pleno como legítima. En cambio, el otro carraspea y se mueve inquieto, abriendo los dedos, reajustándolos a la empuñadura de la pistola y la linterna, con las manos cruzadas, apuntando ambos brazos directamente al rostro del sospechoso:

    —¡¿Falta de respeto a la autoridad?! —en este punto se muestra más seguro. Parece que disfrute con la resistencia del sospechoso—. Aquí se están rifando un buen par de ostias, y parece que no quieres tirar tus papeletas... ¡He dicho que salgas del puto coche!

    El firme agente de policía parece ansioso..., más bien deseoso, de poder tener una excusa para poder apretar el gatillo. El unicornio parece percatarse de ello. Su primera impresión es de seriedad, entornando los ojos. Lo segundo que hace es relajar la cara y regalar una sonrisa de satisfacción a los funcionarios estatales. Después tira el cigarro a lo lejos, sin chulería. Tras esto, abre la puerta sin prisas y procede a bajarse del coche. Un pie con zapato negro, clásico, pisa con rotundidad el suelo haciendo sonar las diminutas piedrecillas que conforman la gravilla. El pantalón en el que va enfundada la pierna, es de color beis, amplio, con raya al medio, gastado. Los dos policías permanecen expectantes mientras el enorme cuerpo del hombre-unicornio sale del coche con lentitud, pero sin torpeza. Ambos se retiran un poco, entre la maravilla y la congoja.

    El tipo en cuestión debe medir casi unos dos metros. Sus manos, y sus pies, son grandes, pero en proporción a su cuerpo resultan incluso pequeños, delicados. Su gran cuello hace juego con la corpulencia de su cuerpo, sin musculatura marcada de la que se trabaja en un gimnasio. En mitad de la cabeza se alza su pequeño cuerno de color marrón claro, de unos 12 centímetros. El pelo blanco y brillante, como si fuese de poliéster, es corto en los laterales y más largo arriba, quedando el cuerno en la mitad. Va repeinado hacia atrás, con la nuca casi al cero; al típico corte de pelo de los años veinte. Tiene pequeñas manchas de sangre en la cara y por la blanca camisa; ésta se encuentra enfundada en los pantalones y asegurada con un clásico y viejo cinturón de cuero negro. La gabardina que lo cubre hasta las pantorrillas, marrón oscuro, se mueve levemente una vez se yergue del todo en frente del coche...; el tipo parece estar controlando su equilibrio.

    En este punto, impresionado tan solo con su presencia, el otro policía desenfunda con manos temblorosas su arma reglamentaria mientras observa boquiabierto.

    —Vamos, coño... —le increpa el pequeñito—, que tampoco es tan grande. Me importa un huevo si es famoso o no. Como si es el jodido Papá Noel. Me cago en tu puta madre Pepito, no ves que lleva sangre por todos los lados. A este pollo nos lo llevamos a comisaría. A ver, sigue apuntándole mientras le pongo las esposas. 

    —Joder Jack —responde algo compungido el compañero—, sabes lo mucho que me molesta que te metas con mi mamá...

    El otro policía no ha terminado el movimiento de enfundar la pistola, previo a sacar las esposas, cuando el gran hombre-unicornio interrumpe con una sonrisa torcida y malvada:

    —Caballeros..., por favor, no se peleen. No entren en la misma disputa que tuvieron sus húmedas, y suplicantes madres, por ver quién de las dos se tragaba la lefa de esta terrible cola caballo...

    Tras unos instantes en los que ambos policías se quedan paralizados, el más pequeño anula la acción de enfundar el arma. En lugar de esto, da un rápido paso al frente y dirige el cañón de la pistola a la frente del hombre. Su brazo derecho, recto y levantado hacia arriba no tiembla. El otro brazo está abierto, separado del cuerpo. Las piernas se posicionan a la altura de los hombros. Todo su cuerpo está de lado al detenido. Parece una ejecución.

    El sospechoso debe reconocer en la dura y desquiciada mirada del policía, esa mirada que es el cúmulo de problemas de un mal año, puede que una mala vida... Problemas llevados a cuestas mes tras mes, semana tras semana, hasta ese día.

    —Así..., juntitas las dos —continúa su ameno relato el unicornio, seguramente esperando que estos dos buenos agentes de la ley y el orden, acaben con el trabajo que él había intentado llevar a cabo momentos antes—, se la metí como si fueran unas jodidas perras en celo...

    El poli amartilla el arma. Pepito le dice con voz temblorosa:

    —Es un hijo de puta Jack..., es un hijo de la gran puta, pero no merece el que nos busquemos problemas... Vamos hombre, que no me apetece cavar...

    El unicornio da un pequeño paso adelante, inclinando la cara para estar en una mejor disposición en cuanto a la trayectoria del arma, quedando solo a unos centímetros de distancia. Y continúa su historia:

    —Como te lo digo amigo. Se la metí por todos los lados mientas gemían de puro placer las muy zorras... —se agarra los genitales y prosigue—. Les escupía en la boca. Luego les obligaba a comer mi sucio culo, que comían encantadas, ¡vaya si les gustaba! Saliva en las tetas, saliva en la cara... ¡Saliva por todos los lados...! Me dije a mí mismo, que vuestras madres, eran unas auténticas putas, je, je je: ¡Estas tías están locas! ¡Se la meten por el culo! ¡Y se la meten por la boca!

    Al agente le tiembla la mano, posiblemente intentando inhibir el impulso de apretar el gatillo, ya rozado por su dedo índice. O puede que esté forzando a su parte racional a hacerlo... La mandíbula se aprieta, y sus ojos se entornan y aceran un poco más. El imponente unicornio junta un poco los ojos, con algo de ávida rigidez, mirando el dedo del otro en el gatillo. Y aunque se percata de la intención que lucha por ser acción en la mente del policía, sigue con su terrible y..., desmadrada, elocución.

    —Hummm... Jugué un poco con sus lindas tetas, pellizcándoles los pezones despiadadamente. Se pusieron de rodillas y comieron este terrible cuello pavo que tengo entre las piernas, como si fuera una mazorca de maíz..., rica..., muy rica. ¡Oh amigos! ¡Si os digo lo a gusto que me corrí en sus caras y sus bocas! ¿Os lo creeríais? ¡Las mamás de Jack y Pepito son magníficas! Mi semen multicolor est-

    ¡¡PLACK!!

    El histriónico caballo humano se detiene en seco. Deja de hablar, producto de un monstruoso porrazo que le ha dado el agente de la ley que es más amistoso. El golpe es tan poderoso que provoca que el ocurrente cuentacuentos caiga desplomado lateralmente, cerca del coche.

    Mientras los otros dos sostenían la tensa discusión, Pepito ha desenfundado su porra y se ha acercado de lado, sigilosamente.

    Es posible que Pepito sea más listo de lo que parece, pues de algún modo, dándole semejante golpazo al sospechoso, ha evitado el peligro de que su compañero apretase el gatillo. O tal vez, sencillamente, le ha cabreado un montón que hablasen así de su querida madre. En cualquiera de los casos, tras propinar el violento porrazo, continúa castigándolo en el suelo. El unicornio, seminconsciente, alcanza a cubrirse instintivamente la cara y la cabeza con los brazos. Jack, se queda allí plantado un par de segundos, con el brazo en alto. Seguidamente reacciona y enfunda su pistola, preparándose para dar apoyo a su compañero.

    Los dos agentes cumplen extrañamente con su deber de proteger y servir, y continúan pateando un rato al detenido. Cuando terminan, algo cansados por el alarde de esfuerzo físico, se apartan, dejando más suavizado al petulante sospechoso. Entre la pequeña nube de polvo creada por tanto movimiento violento, el unicornio se ha quedado tumbado, recostada la espalda contra la rueda trasera del coche. Un escandaloso reguero de sangre que mana de su cabeza y su nariz se añaden al corte de la mano; éste empieza a empapar la corbata que se ha había puesto como improvisado vendaje. Tiene el rostro hinchado, y una extraña sonrisa de paz contrasta en su semblante.

    Los dos policías parecen dar por zanjada la parte física del asunto. Se encuentran metiéndose la camisa dentro del pantalón y atusándose las corbatas:

    —En fin Jack, creo que este cabronazo ya tiene lo suyo. Vamos a dejarlo, que una ostia más se lo puede llevar al otro barrio. Y esta noche no está para darle mucho a la pala —se seca el sudor de la frente con la manga tras levantar un poco la gorra—. Y joder, mierda, siempre me toca a mí mientras tú te rascas los huevos...

    —A ver... —contesta Jack con su voz seca y viril—, alguien tiene que vigilar que no aparezca nadie. Y bueno —coge a su compañero por el hombro, de modo afectivo—, ya sabes que te precio mucho y eres un gran compañero, ¡pero eres despistado de cojones! je, je...

    —Po sí... Je, je.

    —Bueno, pero nos lo llevamos a comisaría y lo empapelamos —se reafirma de nuevo en su pose marcial, enarcando una ceja, mirando al infinito, y con los brazos en jarra, mientras se agarra el cinturón reglamentario con ambas manos—. Que estamos a punto de acabar el turno, y creo que este mes no estamos cumpliendo el cupo mínimo de detenciones y va a cantar... Además, esos jalapeños de los cojones que nos hemos comido antes me han sentado como una patada en los huevos, ¡llevo el culo echando fuego!

    Pepito se echa reír y le propina un puñetazo de camaradería en el brazo a su compañero. Jack, algo consternado por la reacción desmedida del otro, se toca el brazo como si le hubiese dolido, como si el motivo de su última frase no hubiese sido hacer gracia.

    En éstas están estos los dos, cuando el unicornio se mueve un poco, tendido en el suelo, maltrecho y casi inconsciente. Parece sacar fuerzas de flaqueza y rompe su silencio:

    —Sí..., eso... —rompe a toser con fuerza y escupe algo de sangre.

    Los policías, inmóviles, lo observan, como si fuesen estatuas de cera, inexpresivos, expectantes.

    —Así es —continúa con dificultad, sujetándose las costillas—. El culo echando fuego... Así mismo dejé a vuestras ricas mamasitas... je, je, je... ¡¡JA, JA, JA, JA!!

    Sin perder la compostura, Jack gira la cabeza y mira directamente a los ojos de su colega. Pepito tan solo se encoge de hombros, con las palmas de las manos hacia arriba, mientras asiente levemente. Tras esta breve interacción, Jack da un paso adelante, carga la pierna con la rodilla lo más alto que puede, y pisa con violencia la cabeza del indomable caballo cornudo.

    Lo último que alcanza a ver el chistoso unicornio, es la suela del zapato del policía viniéndosele encima..., con todo el peso de la ley. 

    *****

    —A VER..., ESTO no puede ir a más. Es la cuarta vez esta semana. Es, la cuarta, jodida, vez..., y estamos a viernes. 

    Un tipo de estatura media, y con visible sobrepeso, replica a alguien. Se halla sentado detrás de un firme y macizo escritorio oscuro, algo desportillado por el uso y el paso del tiempo, de dudosa  nobleza en cuanto a la calidad de su madera. Encima de la mesa, en el centro, están dos montones de papeles muy bien ordenados. A un lado, un ordenador personal, del tipo IBM de los años 80, distrae de vez en cuando la mirada del hombre mencionado anteriormente. Al otro lado, un cenicero rebosante de colillas mantiene ocupada su inquieta mano izquierda. El tipo es de mediana edad, el pelo algo cano, casi calvo en la mitad de la cabeza. Su papada, sus ojos pequeños, y su negrísimo y recio bigote, caracterizan un rostro mezquino, cobarde y resentido; producto de muchos años esperando algo mejor de sus superiores, producto de muchos años sintiéndose inferior... como casi todos aquellos individuos que suelen ocupar puestos más o menos intermedios. Su negra corbata a rayas blancas y azules, destaca en medio de un traje que algún día fue de color beis. La prenda decorativa está impecablemente fijada a la camisa con un reluciente pisa corbatas dorado. Un grueso anillo con sello, seguramente de oro, adorna, embutido, el gordo dedo meñique de su mano derecha.

    La luz entra diáfanamente por unos grandes ventanales que hacen las veces de pared, tras la moderna silla de oficina reclinable en la que se sienta el hombre. Aun con todo, la luz de los fluorescentes inunda la habitación sin dar pie a ninguna sombra.

    —Maldita sea... —continúa como hablando para sí mismo—. Yo sé que solo estás aquí por el título. ¿No es así? Solo por el jodido título de detective privado. Pero para eso ya sabes que tienes que trabajar, de prácticas, para tu formación y aprendizaje, para el Z.P.D. Sé también, que en tu retorcida mente, crees que el respetable Departamento de Policía de Zaragotham, se está aprovechando de ti y te hace trabajar de gratis durante un año. No haces más que quejarte por todo el departamento. ¿Pero cómo cojones piensas que vas a aprender los procedimientos apropiados...

    En esos instantes se escucha crujir una vieja silla de madera enfrente del escritorio. La persona que se halle sentada parece haber cambiado de posición. El jefe se sobresalta un poco, dejando de hablar, y como disimulando su aprensión, saca nerviosamente un cigarrillo del paquete y se lo enciende. Mira directamente al frente como cobrando fuerzas y prosigue su perorata:

    —Bueno, que me voy por las ramas. Mírate cómo estás, hecho una mierda. Parece que unas ratas te hubiesen violado... No puedes ir por ahí borracho, estar vinculado a nuestro departamento, y tener una trifulca con un par de buenos policías. O al menos... —gesticula con las manos mirando a su escritorio, como excusándose a sí mismo—, si vas a hacerlo, procura que no te pillen joder. Porque ahora mismo podría empapelarte y meterte un puro de no veas...

    El hombre-unicornio se queda callado. Está sentado en una vieja silla de madera que se le queda pequeña para su gran corpulencia. Sus dos brazos descansan en el reposabrazos. Tiene el sombrero en su regazo, con las piernas en ángulo recto. La espalda y la cabeza recta denotan fortaleza y rigidez, pero su aspecto y expresión facial parecen decir todo lo contrario. Lleva el pelo despeinado, con sangre seca por el pelo cara, cuello y camisa. Ambos ojos lagrimean, y uno de ellos parece tener un coagulo de sangre. La cara hinchada, y un ridículo pedazo de papel insertado en la nariz para tapar alguna hemorragia, le dan algo de gracia a la estampa.

    Levanta despacio la mano que tiene herida, envuelta en la corbata manchada de sangre, y la dirige a uno de los bolsillos interiores de su gabardina. Parece que el puro mencionado por su jefe le ha recordado a uno de los que él se fuma. Permanece algo impasible, posiblemente producto del dolor. Un dolor que se adivina más allá de los cortes y moratones...

    Ante la aparente falta de atención mostrada a su jefe, éste continúa: 

    —¿Es que no vas a decir nada?

    —Hay que ver... —murmura entre dientes el unicornio—, estos hijos de perra me han quitado los cigarros...

    —¿Qué decías?

    —Ejem..., nada señor, que he debido perder mis puros.

    El jefe no dice nada y le lanza su paquete de cigarrillos con energía y algo de desdén. El unicornio los caza al vuelo, encogiéndose un poco para recepcionar mejor. Luego se recuesta de nuevo muy despacio en la silla, mientras mira la carátula de estos. Se los lanza de nuevo al comisario y pronuncia:

    —Muchas gracias señor, no fumo la marca Dicks.

    —¡Vaya por dios! Nos ha salío pobre y delicao. No sé cómo te las apañas —apunta visiblemente enojado—, para resultar un ingrato cabronazo en cualquier situación. Joder, tú eres el tipo de tíos que se meten a una fiesta de negros, a oscuras, y con un tarro de vaselina en las manos. Un día de estos te van a dar lo tuyo, y te la van a meter doblada.

    —Con todos los respetos señor, eso me parece un comentario un poco homófobo y racista al mismo tiempo.

    Esta réplica tan solo consigue enardecer más aún al jefe de policía.

    —¡Anda, lárgate y quítate de mi puta vista!

    El hombre-unicornio coge su sombrero y se levanta de la silla despacio, con cuidado. Aprieta los labios al sonreír levemente; reprimiendo así también el dolor que debe sufrir su magullado cuerpo.

    El comisario apaga con insistencia su cigarrillo. Parece aplacar un poco su nerviosismo, y se dirige a su subordinado en un leve tono paternalista y de culpabilidad:

    —Joder Rainbow..., si sigues así vas a acabar mal.

    —Vamos a acabar todos en el mismo hoyo señor, da lo mismo caer de cara o de culo —contesta mientras se marcha, dando la espalda al jefe.

    —Es que te crees muy duro, ¿verdad? —retoma su escalada de ira y ansiedad—. Crees que eres la gran polla, y que todo te sobra... Siempre con el mentón en ángulo de 30 grados. Te crees mejor que el resto, ¿no es así? ¿Te crees especial...?

    —Bueno, míreme —se da la vuelta con los brazos un poco abiertos y las palmas hacia arriba—. Yo creo que sí soy el único tipo mitad unicornio, mitad bastardo, en todo el jodido planeta.

    El otro parece interpretar esta conducta como un terrible gesto de chulería e insubordinación. Lo cual, provoca que la cara se le ponga roja, y pequeñas perlas de sudor pueblen las entradas de su frente. Apunta con el dedo índice, y algo de saliva proyectada acompañan a su exhortación:

    —Eso sí, coño. De seguro que eres un maldito bastar-

    RIIINNGG!!

    Suena un clásico teléfono de color negro que se encuentra en una pequeña mesilla al lado del comisario, detrás del escritorio. El jefe deja de hablar, dando prioridad a sus deberes. Coge el teléfono con nerviosismo y contesta tajante:

    —¿Sí...?

    Espera unos instantes mirando abajo mientras escucha. El cable del teléfono cuelga vibrando levemente, producto de la tensión y el pulso de la mano:

    —La puta de oros... Joder. Entiendo.

    El comisario jefe levanta la vista y lanza una mirada directa e intensa a los ojos del unicornio; ésta parece querer traspasarlo. Una maligna seriedad se apodera poco a poco de su semblante. Aparece un leve rictus de placer en sus labios. Se recuesta en su silla, mostrando la panza, sin quitar los ojos de su subalterno. El unicornio permanece de pie, impasible, con ambos brazos colgando a los lados, manteniendo el equilibrio con pesadez. El comisario se mesa el bigote con satisfacción, como si con este gesto exteriorizase el hecho de haber puesto en su mente algo en su sitio, de haberlo balanceado:

    —Ajá... Muy bien. Te diré lo que vas a hacer... Sí, vas a esperar. Te voy a mandar a alguien. Les daréis algo que les entretenga, por cortesía del Z.P.D... Sí joder, lo que sea. Te mando para esa tarea al agente en prácticas Rainbow Hope.

    No, coño no. No es Rambo, es Rainbow...

    Eso es. Bueno, mantenme informado.

    Termina y cuelga el teléfono firmemente. Continúa mirando el aparato un par de segundos mientras sigue acariciándose el bigote. Parece estar reevaluando algo. Luego gira levemente la cabeza para lanzar una dura y candente mirada a su desapasionado subalterno:

    —Tengo un encargo para ti. Estás de suerte. Justo se acaba de abrir la posibilidad de que puedas incrementar sustancialmente tu experiencia formativa —entrelaza las manos encima de la barriga, tras aplanarse la corbata, y levanta un poco el mentón—. Vas a dirigirte a la calle Main Shit y ayudar a los agentes profesionales a resolver una situación...

    —De acuerdo. ¿Qué número de edificio señor?

    —No hace falta número —levanta una ceja, mirando al suelo—. Ya te enterarás por el jaleo.

    El agente en prácticas Rainbow se da la vuelta y se dirige a la puerta de nuevo. El comisario aún parece tener algo que decir a su pupilo:

    —A ver si así aprendes de los auténticos profesionales. Aquellos que ponen sus vidas en peligro todos los días por un mísero sueldo; que luchan por los inocentes, por vocación. Y si la cosa te queda grande no te apures... Te vuelves aquí con lo aprendido y me das tu opinión...

    El unicornio ya está saliendo por la puerta y contesta antes de cerrar tras de sí, regalándole una última mirada desapasionada a su mentor:

    —Mi opinión señor, se puede resumir en dos palabras... y un dedo.

    El comisario no parece dar importancia al último comentario. Sencillamente coge despacio otro cigarrillo de su paquete, lo enciende con relajada parsimonia, y se recuesta mirando al techo mientras exhala una gran boconada de humo. Ya deben ser muchos años realizando este trabajo, doblegando nuevos reclutas imberbes que se creen el ombligo del mundo. Fuma complacido, seguro de sus métodos...

    —Dos palabras y un dedo... —murmura entre dientes, absorto—, ¿hijoputas a mí?, vamos hombre..., dos palab-

    Observa su dedo corazón mientras sacude la ceniza del cigarrillo en el cenicero, y da un respingo en la silla. De pronto ha caído en algo.

    —¡Maldito bastardo! Dos palabras y un dedo: FUCK YOU.

    *****

    EDDIE EMPUJA, Y vuelve a empujar. El sudor desciende desde su frente y cae a raudales por el rostro. Su musculado cuerpo de ébano está en tensión, pero parece que empieza a desfallecer.

    «Mierda... Que puto calor hace aquí... Jodida calefacción», piensa.

    PAM, PAM, PAM, PAM...

    El sonido rítmico, constante, estable, acompaña a las caderas del atractivo hombre de color. Las impresionantes y excelentemente bien proporcionadas nalgas marrones de una mujer, chocando con las piernas y los genitales de Eddie, son los instrumentos que producen esta orquesta de pasión arrebatadora...

    Ella está a cuatro patas, y un precioso pelo cubre su cara mientras gime.

    La piel del hombre es más oscura que la de ella, de un marrón más oscuro. Su pelo corto y rizado, bien cuidado y recortado en los bordes, se acompaña de unas no muy largas patillas y un fino bigote. Eddie sigue a lo suyo sin parar. Justo en el momento en que los cuerpos impactan, su redondo, imberbe y macizo trasero, sufre ligeras vibraciones al mismo compás que los grandes y colgantes pechos de la mujer.

    Los músculos de la espalda de ambos se marcan debido al esfuerzo. Eddie agarra con firmeza los generosos glúteos que tiene delante de sí; como un hámster rabioso montando a su hembra. Se muerde el labio superior con los dientes inferiores mientras mueve la cabeza a ambos lados. Se retira el sudor de la frente con el dorso de la mano, que amenaza con entrarle en los ojos. Aparte de chorrear por todo su cuerpo, también gotea sobre la estrecha cintura y las nalgas en pompa de su compañera. Continúa percutiendo imparable. Algo forzado, levanta la pierna izquierda, dejándola en ángulo recto, mientras sigue con la rodilla derecha anclada al colchón; si la silueta del hombre se contemplase aislada, parecería un caballero templario de chocolate, en cueros, rindiendo pleitesía a Dios. Eddie aprovecha la coyuntura que le proporciona la actual postura para echar un vistazo a los senos de la mujer; estos rozan golosamente el colchón y las sábanas revueltas. Agarra uno de los grandes pechos con la mano derecha, y su pequeña mano apenas puede abarcar la oscura areola. El pezón, escondido entre tal cantidad de carne trémula, pugna por salir ante el fuerte apretón.

    El pobre hombre parece estar sufriendo, parece asqueado. Gira la cabeza a su derecha, bajando levemente el ritmo, moribundo, y observa la escena que ambos interpretan en el espejo del armario. Desvalido, mira al suelo y se centra en las braguitas de encaje blancas y las medias a juego, revueltas y tiradas... La visión de los zapatos negros con tacón de aguja, terminan por iniciar la cascada de pulsiones que parecen llevar a este sujeto masculino a la llegada física del orgasmo. O eso parece; al fin y al cabo, el hombre cierra los ojos y acelera el ritmo mientras agarra a la mujer por la cintura con mayor fuerza. Respira con profundidad y a bocanadas mientras su compañera afirma una y otra vez:

    —¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!... ¡OH! ¡Sí!

    —¡Sí nena! —replica a su vez el tipo, cercano al clímax.

    BIIIP!  BIIIP!...

    Algo empieza a sonar en los pantalones de Eddie. Estos se encuentran tirados encima de una cómoda silla, en una esquina de la habitación. El poderoso hombre de color (a pesar de su estatura), interrumpido en su escalada del orgasmo, continúa embistiendo, pero ha bajado de golpe el ritmo, y mira desesperado hacia atrás.

    —Mierda, joder nena, sabes que tengo que cogerlo. Es el busca del trabajo...

    El macho se desacopla de la hembra y se dirige, sudoroso, al encuentro del mensáfono que exige su atención. No se sabe si su caminar y gestos son de enfado por ser interrumpido, cansancio por el esfuerzo físico, o de alivio por dejar de estar en esa forzada tesitura. Mira a los lados, desorientado y pregunta con los brazos en jarra:

    —Oye Clarisa, ¿sabes dónde he dejado mis pantalones?

    La mujer sigue a cuatro patas, pero con la postura más agachada, con la cara entre los brazos, descansando. Podría pensarse en ella como un delicioso bizcocho, de chocolate, haciéndose en el horno, que se ha desinflado por haberlo sacado antes de tiempo. Vuelve la cara, mirando a Eddie. En esa postura parece una gata, con las manos entrelazadas delante de sí y el torso totalmente estirado. Aún se queda unos instantes observando a su amante, extasiada, cansada o insatisfecha. Es una mujer bonita, de rasgos finos, y su cara se deja ver a través del pelo revuelto, abundante, largo, negro y levemente ondulado. Contesta con una voz suave, en tono guasón, pero en el que se observa cierta elegancia:

    —Vaya Eddie, un día de estos vas a perder la cabeza si no fuera porque la llevas sujeta. Tus pantalones están justo delante de ti, a la derecha, en la silla.

    Finalmente, él encuentra los pantalones y saca el mensáfono que continúa pitando. Todo el cansancio acumulado parece habérsele ido de golpe al observar la pequeña pantalla del aparatito:

    —Sí, tenía razón... es del curro. Encima hay dos llamadas perdidas más..., joooder.

    El hombre se apresura a ponerse sus boxers y los calcetines. De un brinco se mete en sus pantalones vaqueros con cinturón negro y se pone sus zapatillas deportivas totalmente blancas. La camisa blanca que se pone sin abrochar le da cierta formalidad. Esta seriedad en seguida desaparece tras enfundarse apresuradamente en una cazadora deportiva roja y blanca, al estilo de los jugadores de beisbol, de los años sesenta. El hombro izquierdo de la prenda tan solo reza: 69.

    Mientras tanto, la mujer se ha incorporado, quedándose de rodillas en la cama, observando divertida las prisas de su amante.

    Eddie ya está a punto de salir apresuradamente cuando ella, mientras ahueca su pelo y lo echa a un lado de forma muy sensual, le dice:

    —¿Es que no te olvidas de algo?

    —Jeh, jeh, jeh... —una risa noble, algo sonora e infantil, surge a través de la atractiva boca del hombre. Su dentadura es reluciente y perfecta—. Pues claro que no me olvido nena, ya sabes, era solo para chincharte un poco... jhe, jhe, jhe.

    En un par de zancadas el hombre se pone de pie, frente a la cama, y coge a la mujer por la cadera. Sus carnosos labios se juntan y comienzan  a besarse efusivamente mientras las manos de Eddie van resbalando hasta los firmes glúteos de la mujer. La mujer lo separa con una pícara sonrisa y comienza a abotonarle los botones de la camisa:

    —No es esto a lo que me refería con lo de que te olvidabas algo..., pero es bienvenido. ¡Y no empieces lo que no puedes acabar!

    Más que por los arrumacos recientes, el hombre parece entender una indirecta al lance previo. De este modo, responde a la defensiva:

    —Bueno nena, estoy cansado porque llevo un montón de días currando..., y está lo de la fiesta de jubilación de Joe del otro día..., y el calor que tienes aquí... 

    —¡¡¡Serás hijo de puta!!!

    La mujer empuja a Eddie hacia atrás y se revuelve cerrando los ojos, gritando como poseída. El pelo se le pone en la cara, y sus pechos tiemblan como flanes tras la violenta reacción. El hombre pone cara de circunstancia y, sin entender bien del todo, contesta encogido de hombros.

    —Vamos nena..., no seas así. Si estás pa mojar pan..., pero me costaba llegar hoy porque he tenido un día muy duro..., como mi pirulo.

    El amante parece haberse aventurado a soltar este último chascarrillo debido a que la mujer, con los brazos cruzados y poniendo morritos, parece haber disipado su animadversión como consecuencia del descaro y el piropo previos. Así, parece verdad eso que dicen muchas personas: que la mejor manera de ganarse a alguien que se cree hermoso, es reforzando su vanidad. Y Eddie, con sus buenas mañas, parece un tipo versado en esta clase de situaciones. Podría decirse que tiene un gran... don de gentes.

    —No te hagas el tonto —continúa con los brazos cruzados debajo de sus formidables senos, realzándolos aún más—. ¿Qué coño es eso? —señala la camisa del otro, hacia la parte de abajo.

    —¿El qué...?

    La camisa, justo dónde se abrocha el último botón, va manchada de rojo alrededor.

    —¿Tú te piensas que soy tonta? Tú has estado con otra... Eso es carmín. Y esto quiere decir, casi seguro —deduce entre sollozos y los ojos humedecidos—, que una zorra ha estado chupándotela hoy!!

    —Esto... —el pobre Eddie no sabe cómo salir de un modo airoso ante argumentos tan letales—, nena, por Dios, esto debe ser kétchup, mujer...

    —¡Nena! ¡Nena! ¡Nena! ¡Seguro que a la otra le dices lo mismo para no equivocarte de nombre!

    —No es así nen... Clarisa. Tú sabes que me importas, y que no hay otra... como tú. Tú eres alguien muy especial para mí.

    Eddie abraza a la mujer despacio, con dulzura. Su propio reflejo en el espejo lo mira con cara de circunstancias. Vuelve a secarse el sudor de la frente con el dorso de la mano, e inevitablemente su mano se va al tembloroso trasero de la mujer. La imagen de ella, rondando los cuarenta años, hermosísima, llorando como un gatito en el pecho de su amado, y dando pequeños golpes con sus puñitos apretados, debe despertar el instinto protector del joven macho. Se le pone otra vez como el pescuezo una cabra.

    La mujer debe notar el generoso miembro erecto, ya que se retira un poco de él, y le da una suave palmadita en el brazo con una sonrisa:

    —¡Cochino!

    Eddie se retira encogiendo los hombros, con las palmas de las manos en alto:

    —¡Díselo a mi pepino...! 

    Clarisa ríe entre dientes, como una colegiala que escucha algo prohibido de una compañera, en un colegio de monjas. Su tímida malicia da paso al fulgor de una mirada  que va de abajo a arriba, deteniéndose con intensidad en los ojos del otro:

    —¿Me quieres verdad?

    —Sabes que te amo con locura nena.

    Los dos tortolitos se besan de nuevo, apasionadamente, tan solo un momento. Él comienza a marcharse de nuevo y ella lo detiene otra vez:

    —¡Qué te olvidas de algo!

    Eddie se vuelve algo perplejo mientras se mete la camisa en los pantalones:

    —¿¿El qué cariño??

    —¡Tu herramienta de trabajo!

    Ella se deja caer en la cama suspirando, con las manos cruzadas tras la nuca, también cruzadas las piernas, mirando al techo. Él, algo perplejo, se mira primero la entrepierna, pero en seguida desestima que la mujer pueda referirse a esa herramienta. De modo que, tras caer en la cuenta, se pone a rebuscar apresuradamente entre los almohadones de colores claros que se encuentran en el suelo. Al fin da con lo que estaba buscando: una pistola metida en una de esas fundas que se ponen en un costado, debajo del brazo. La recoge, y tan solo la enrolla con las cintas de cuero que sirven de soporte a la funda:

    —Luego me la pongo que no me da tiempo...

    Eddie se dirige a la mujer para despedirse y marcharse, pero se detiene en seco al escuchar un sonido familiar: unas llaves abren la puerta de abajo, la de la entrada. Tras cerrarse ésta, se escucha el tintineo de lo que parecen ser las llaves cayendo en un bol de cristal. Una voz muy seria y varonil, profunda, se escucha de fondo: 

    —¡Cariñito, ¿qué tal amorcito?, ya estoy en casa!

    La mujer, como tocada por un rayo, se levanta de un salto de la cama. Eddie sigue paralizado, sin saber muy bien qué hacer. Ella empieza a ir rápidamente de un lado a otro, intentando ordenar todo.

    —¡Mierda nena! —exclama Eddie en un susurro forzado—. ¿Qué coño hago ahora?

    —¡Métete en el armario! —responde ella con los ojos salidos como los de una loca, mientras lo arrastra al armario ropero.

    —Nena joder, debe haber alguna manera de salir de esta situación como adultos...

    Esto es lo último que alcanza a decir el improvisado animal enjaulado, antes de que la mujer empuje su cabeza sentándolo en el fondo del armario. El mueble en el que es introducido a la fuerza es amplio, pero con poco espacio debido a la gran cantidad de prendas y zapatos femeninos que atesora en su interior. El exterior blanco del armario, a juego con los tonos modernos y a la vez clásicos de la habitación result...

    —¡Cariño...!? —pesados pasos, amortiguados por la moqueta, se escuchan subiendo por los peldaños de las escaleras.

    —Sí... —contesta la mujer—, estoy aquí mi vida...

    En un visto y no visto Clarisa se enfunda en una suave y fina bata de seda transparente,

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