En los días claros cantábamos
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La dramática historia de dos sobrevivientes de Wlodawa durante la Shoá.
Cuando los alemanes marchan sobre su pequeño shtetl polaco al inicio de la Segunda Guerra Mundial, la vida de los judíos de Wlodawa se ve truncada de golpe. Comienza entonces para Hil y Alexandra una lucha por la supervivencia que los llevará a través de guetos, matanzas, escondites y falsas identidades; en la cual la línea entre la vida y la muerte dependerá de las pequeñas decisiones que tomen en el camino.
Enmarcada en la historia de la destrucción de la judería polaca, Jeannette Grunhaus de Gelman nos cuenta el emotivo relato del recorrido de sus padres durante la Shoá, llevándonos desde los oscuros años de la Europa en guerra hasta la salvación y la nueva vida en Venezuela.
Jeannette Grunhaus De Gelman
Jeannette Grunhaus De Gelman es una docente, investigadora y escritora venezolana nacida en Szczecin (Polonia) e hija de sobrevivientes polacos originarios de Wlodawa. En 1947 su familia se estableció en Maracaibo (Venezuela). Se licencia en Francés en 1967 por Wellesley College en Wellesley (Estados Unidos). Igualmente, en 1970 obtuvo una maestría en Literatura española en la Universidad de Nueva York, en Madrid (España) y en 1976 una maestría en Enseñanza del francés en la Universidad de París III en París (Francia). Fue titular de la cátedra de Lengua y literatura francesa en la Universidad del Zulia, en Maracaibo (Venezuela) desde 1971 hasta 1996. Del 2013 a 2018 se desempeñó como investigadora en Florida Atlantic University en Boca Ratón (Estados Unidos), donde se dedicó a estudiar el Holocausto. En los días claros cantábamos es su ópera prima, en la cual la autora narra la historia de sus padres y de cómo sobrevivieron en la Polonia ocupada por los nazis en la Segunda Guerra Mundial.
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En los días claros cantábamos - Jeannette Grunhaus De Gelman
En los días claros cantábamos
Primera edición: septiembre 2018
ISBN: 9788417505219
ISBN eBook: 9788417505813
© del texto:
Jeannette Grunhaus De Gelman
© de las imágenes de cubierta:
Jeannette Grunhaus De Gelman
© de esta edición:
, 2018
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A mis padres, que tuvieron la fortaleza para afrontar todas las adversidades que el destino les deparó y reconstruir sus vidas.
Y a mis nietos Gabriela, Alexandra, Ariel, Daniela, Jaime, Yael y Leah, para que se sientan orgullosos de pertenecer a una familia y a un pueblo que ha logrado perpetuarse.
«Hay una única cosa que no puede arrebatarse a un hombre: la última de las libertades humanas, la de elegir cuál será su actitud en un conjunto dado de circunstancias; la de elegir su camino».
Viktor Frankl, sobreviviente de Auschwitz (1946)
Mapa actual de Polonia con las ciudades mencionadas en el texto
Capítulo I
Tan solo nosotros
Desde muy niña, me embargaba con frecuencia una profunda sensación de soledad. Tenía a mis padres y a mis hermanos, pero, inmersa en nuestro minúsculo núcleo familiar en Maracaibo, miraba con envidia a mis amigos con sus primos, tíos y, sobre todo, sus abuelos. Durante muchos años, me atormentó esta diferencia. Aunque tuve una infancia feliz, yo, Jeannette, la mayor de tres hermanos, no lograba entender por qué éramos tan solo nosotros. Con el tiempo comprendí que este vacío, siempre tan presente en mi casa, tenía una explicación: todos mis parientes, cercanos y lejanos, habían sido asesinados en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial y mis padres eran los únicos sobrevivientes.
A partir de ese momento comenzó a perseguirme de manera sutil, pero constante, una sombra gris que se proyectaba sobre mi vida y se manifestaba irracionalmente a través de una animadversión hacia todo lo que tuviese relación con Alemania o los alemanes; ellos eran los culpables de mi desasosiego. Extrañamente, ese rechazo no se extendió ni a Polonia ni a los polacos, quizás porque mamá contaba con nostalgia anécdotas de su infancia y su temprana juventud, rememorando especialmente los momentos gratos de esas etapas de su vida. De las historias o relatos de papá tengo pocos recuerdos. A veces, sentía con fuerza que la melancolía de mamá y el carácter serio e introvertido de papá eran el resultado de las terribles experiencias que habían vivido. Sabía que antes de la guerra mis padres eran diferentes y que, a pesar de los sufrimientos y las pérdidas, extrañaban su vida pasada y no estaban verdaderamente adaptados a su nueva realidad. Estoy segura de que a ellos, aún más que a mí, les pesaba la pérdida de su familia.
Fui creciendo y la sombra se fue disipando; en realidad, dejé de prestarle atención. En casa no hablábamos sobre la guerra. Yo evitaba hacerlo por temor a herir a mis padres y reabrir heridas dolorosas; tampoco lo hacía con mis hermanos, realmente con nadie, y, sin embargo, cuando leía o veía películas sobre el Holocausto, lloraba mucho. Nunca profundicé en mis sentimientos, huía del hecho de tener que enfrentar las emociones que todo esto despertaba en mí, ya que por razones que no lograba identificar, o quizás no deseaba conocer, sentía que el pasado de mis padres estaba separado de mis vivencias por una barrera que no me atrevía a derrumbar.
Con el correr del tiempo, la sombra gris continuó debilitándose, se hizo apenas perceptible. Muy ocasionalmente, afloraba, como ocurrió durante un corto viaje de estudiantes que me llevó de paso por Varsovia y, en especial, cuando acepté pasar cuatro días en Alemania. Estando allí, reaccioné de manera irracional ante lo que veía: escuchar alemán me atemorizaba, los gestos de la gente se transformaban en muecas siniestras, la música me sonaba a marcha marcial, la comida me disgustó y fui totalmente incapaz de centrar mi mente en los lugares turísticos que visitamos. La angustia que me invadió en esos momentos me perturbó de tal manera que me dije que jamás volvería a Alemania ni a Polonia. Muchos años después, para mi gran sorpresa, mamá manifestó el deseo de regresar a Polonia en un viaje organizado por un grupo de sobrevivientes de Wlodawa, su ciudad natal, entre los cuales se encontraba su mejor amiga y hermana de adopción, Sara Omelinski. Mis hermanos, Leo y Rosa, y yo decidimos acompañarla y esta vez, aun antes de pisar Polonia, la sombra gris resurgió con fuerza avasallante y mi ansiedad fue en aumento. Me decía que ya no estábamos solos, que, aunque papá había fallecido en 1997, mamá con sus tres hijos, ocho nietos y hasta una bisnieta había construido una verdadera familia, unida, triunfante. Pensaba poder afrontarlo dominando el miedo que me embargaba, a la vez que temía la reacción de mamá, pero la veía tan dispuesta a emprender ese viaje hacia el pasado, su terrible pasado, que me armé de valor ante su valentía.
* * *
En septiembre del año 2000 comienza el viaje. Cada uno de nosotros viene de un lugar distinto. Desde el avión, inquieta, contemplo el paisaje: árboles verdes, muy verdes, campos, pequeñas ciudades. No puedo enfocar. Pienso: un gran cementerio. En mi cabeza revolotean imágenes de terror y muerte. Aterrizamos en Varsovia. En el aeropuerto escruto la expresión de cada polaco mayor, sus miradas, sus gestos, y no puedo dejar de pensar en lo que pudo haber hecho cada uno de ellos durante la guerra. No siento ninguna empatía. En el taxi me obligo a mirar por la ventana y veo otra vez mucho verde, árboles cuidados, edificios reminiscentes de un pasado comunista, también construcciones modernas, avisos luminosos. Para mí, Polonia siempre ha sido y seguirá siendo gris, solo gris.
Llego al hotel y mi hermana Rosa ya está allí. La abrazo, feliz porque finalmente veo una cara amiga. Nos vamos a cenar a la ciudad vieja, que fue reconstruida totalmente después de la guerra. Hace fresco, sopla una ligera brisa y a nuestro alrededor polacos y turistas alegres conversan, ríen y gesticulan. Por esa zona no se ve ningún vestigio de vida judía. Turbada, me pregunto qué queda de los tres millones trescientos mil judíos que vivían en Polonia en 1939 y que son parte de la historia de este país. Su legado y su recuerdo, sencillamente, se han evaporado. Pareciera que Polonia es ahora otra: libre, pero sin judíos.
Pienso en mis antepasados y me invade una gran confusión porque es como si no hubiesen existido. Deseo encontrarme a mí misma, saber de dónde provengo, de dónde vienen mis padres, conocer cómo fueron sus vidas. Nunca, hasta ese momento, había reflexionado sobre ello, pero durante esa primera noche en suelo polaco decido buscar respuestas a mis interrogantes sin siquiera imaginar que iba a nacer en mí la imperiosa necesidad de relatar la historia de mis padres y de toda mi familia.
Capítulo II
Wlodawa en el tiempo
Siempre supe que la población de donde procedía mi familia se llamaba Wlodawa. Para mí este nombre no evocaba más que un punto lejano en un mapa, al este de Polonia, en la frontera con Rusia, sobre un río llamado Bug. Antes del viaje la busqué en el mapa y la ubiqué al lado de sus nuevos vecinos, en un triángulo entre Polonia, Ucrania y Bielorrusia, siempre a orillas del misterioso Bug. Y fue en esta pequeña ciudad o shtetl¹ donde nacieron mis padres: Hil Grunhaus Beckerman —Chil Mejer Gringauz Beckerman— y Alexandra Lederman Beckerman —Chana Szejndla Lederman Beckerman—.²
La existencia de Wlodawa se remonta al siglo XIII, pero es a partir del siglo XV cuando se menciona como un pueblo propiedad de la nobleza. En el siglo XVI, se inicia su desarrollo y se convierte en un centro de comercio y de artesanías, obtiene derechos municipales y permiso para organizar mercados semanales y cuatro ferias anuales. En 1531, ya se habla de la presencia de judíos en Wlodawa, debido a que los nobles polacos se mostraron muy abiertos a recibirlos y a permitirles instalarse en sus tierras. El crecimiento de la población judía fue irregular debido a diversos avatares históricos. El primer pogromo documentado data de 1684, cuando los cosacos incendiaron y masacraron a todos los habitantes del pueblo. Con el tiempo, los judíos fueron regresando y será entre los años 1760 y 1780 cuando Wlodawa resurgirá gracias a los privilegios que los dueños de la ciudad concedieron a todos sus habitantes, lo cual favoreció también a los judíos. La comunidad pasa entonces por una etapa floreciente, ya que fue autorizada la construcción de un barrio judío con sinagoga, colegio, carnicería, mikve —baño ritual— y un conjunto de tres edificios con fines religiosos que se conservan hasta hoy día. Igualmente, se fortalecieron las instituciones de gobierno comunitario bajo la figura de la kehilá, la cual perduró hasta la Segunda Guerra Mundial.
En 1795, parte de Polonia, también Wlodawa, se anexan al Imperio austríaco, pero en 1798 caen bajo el dominio zarista. Entre 1832 y 1862, se prohíbe a los judíos asentarse en la zona. A comienzos del siglo XIX, Wlodawa atraviesa por una etapa de estancamiento económico hasta que la construcción de un ferrocarril impulsa nuevamente su desarrollo. Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, se experimenta un cierto grado de progreso con la llegada de la electricidad, la pavimentación de algunas calles y las construcciones más sólidas de ladrillo, sobre todo, en el centro de la ciudad. Finalmente, en 1918, con la creación de la Segunda República Polaca, Wlodawa se libera del control ruso y comienza a regirse por las leyes polacas. En medio de todos estos cambios, desde 1820 los judíos comienzan a dominar la estructura demográfica de la ciudad, al constituir el 59,5% del total de sus habitantes. La población judía aumenta paulatinamente, manteniéndose la proporción mayoritaria con respecto a los polacos y otras minorías. En 1939, Wlodawa tenía nueve mil quinientos habitantes, de los cuales cinco mil seiscientos —el 60%— eran judíos.
¹ Wlodawa, considerada un shtetl por algunos historiadores, formaba parte de los pequeños pueblos de Europa oriental y central con una mayoritaria población de judíos que hablaba idish.
² Para facilitar la lectura, me voy a referir a mis padres por el nombre que cada uno de ellos adoptó después de la guerra. Adicionalmente, para ellos y todos mis familiares, cito los nombres que aparecen en los registros civiles de Polonia.
Capítulo III
Los Grunhaus
Mi abuelo paterno, Jacobo Grunhaus —Jankiel Gersz Gryngauz o Gringauz—, llegó a Wlodawa en 1895 para casarse con Rosa —Rejzla— Beckerman. Jacobo había nacido en 1875 en Zelechow, otra pequeña ciudad situada a ciento cuarenta y tres kilómetros al oeste de Wlodawa. ¿Qué lo trajo hasta aquí? ¿Un matrimonio concertado a la antigua usanza? ¿Mejores oportunidades económicas? Contaba papá que sus antepasados habían llegado a Polonia desde Silesia a mediados del siglo XVII y que siempre se habían dedicado a trabajar la madera; quizás por ello mi abuelo decidió establecerse en Wlodawa, donde la industria más importante era, desde finales del siglo XIX, la explotación de la madera, tanto para uso local como para la exportación. El apellido Grunhaus, Gryngauz o Gringauz no era común en la ciudad, solamente aparece relacionado con nuestra familia y con una hermana del abuelo Jacobo llamada Feige, que también se casó y se asentó allí. Jacobo tenía tres hermanos que se instalaron en Varsovia.
Mi abuela Rosa Beckerman nació en Wlodawa en 1875. Su padre, Shmuel Gersz Beckerman, nació en 1839, en Biala Podlaska, a setenta y seis kilómetros al noroeste de Wlodawa, y en 1861 vino a esta ciudad para casarse con Chana Hudesa Epsztejn y se radicó allí. Rosa tenía seis hermanos, que aparentemente vivían también en la ciudad. Beckerman o Bekierman era un apellido relativamente común en esta región, y algunos Beckerman ocuparon cargos importantes tanto en la Kehilá como en el gobierno civil de Wlodawa.
Jacobo y Rosa tuvieron seis hijos. No se encontró ningún registro civil del mayor, Shmuel Arie. Además de los recuerdos de papá, solamente hay dos fotos, donde aparece muy serio. Luego, nacieron Moszko Icko en 1901, Helena —Malka Rachel— en 1902, Hil — Chil Mejer—, mi padre, en 1904, Leo —Zelic Lejzor— en 1906 y Lola —Ita Lea— en 1914. Todos ellos crecieron en el seno de una acomodada familia ortodoxa, pero relativamente moderna en sus costumbres. En 1925, Shmuel Arie falleció de tuberculosis antes de cumplir los treinta años. Estaba casado con Masha, una prima del rabino de Radzyn, y dejó un hijo llamado Akiva, que continuó viviendo con sus abuelos Grunhaus.
El abuelo Jacobo era un hombre de mediana estatura, rubio, con bigote y barba corta arreglada, de expresión jovial; casi todos sus hijos heredaron sus colores. La abuela Rosa, en cambio, era de expresión adusta y usaba una peluca corta de pelo oscuro. Era muy observante y vigilaba que sus hijos cumplieran diariamente con sus rezos matutinos antes de salir al colegio. Los viernes y los días de fiestas religiosas, prendía las velas y preparaba la casa para la celebración del shabat. Rosa tenía un puesto fijo en la sinagoga, ya que era la gabete —la persona que se ocupaba de mantener el orden en la sección donde rezaban las mujeres— y, por ser tan piadosa, la buscaban para que elevara sus oraciones en el cementerio y pidiera por aquellos que estaban enfermos. Los Grunhaus vivieron siempre en el número cuarenta y seis de la calle Wyrykowska, en una casa grande y cómoda, hecha de madera y de un solo nivel, con ocho habitaciones, un depósito y un cobertizo para almacenar la madera y mil ochocientos metros cuadrados de jardín. Ya en 1932 tenían teléfono, registrado bajo el número cincuenta y cuatro.
Abuelo Jacobo (A.F.) Abuela Rosa (A.F.)
Shmuel (A.F.) Akiva (A.F.)
Hasta 1918, Wlodawa formó parte de la Zona de Asentamiento en el Imperio ruso y, bajo su control, los judíos estuvieron muy limitados económica y socialmente. Con la creación de la Segunda República Polaca la vida comenzó a cambiar, abriéndose para todos un panorama alentador. El abuelo Jacobo, que era muy emprendedor, supo vislumbrar las posibilidades que surgían ante él en la nueva Polonia. A partir de 1919 aparecen varias referencias sobre sus actividades en los registros polacos de negocios, todas relacionadas con la madera. En 1921, alquiló por seis años unos terrenos en Tomaszowka, al otro lado del río Bug, en lo que hoy es Bielorrusia y, entre 1928 y 1930, los fue adquiriendo para establecer allí un aserradero importante. También está registrado en un anuario de 1928 en la categoría de negocios de la madera; en 1930, en un directorio industrial de Wlodawa-Domaczewo como industrial de la madera, y en la guía telefónica de Wlodawa de 1931-1932 como «comerciante de bosques». En esta última publicación el apellido aparece como Grünhaus, tal como lo seguiría escribiendo posteriormente mi padre, pero sin la diéresis.
La vida en Wlodawa estaba claramente influenciada por la mayoría judía que vivía, sobre todo, en el centro de la ciudad, alrededor de la plaza del mercado o rynek. Las tiendas y los abastos también estaban ubicados allí, agrupados según el tipo de mercancía que vendían. Los no judíos residían más hacia las afueras. En general, los judíos eran pequeños comerciantes y artesanos y algunos, no muchos, poseían granjas. Aunque el 85% de las pequeñas industrias —los molinos, la compañía de electricidad y las