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Cataluña: Hora Zulú
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Libro electrónico384 páginas5 horas

Cataluña: Hora Zulú

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Sumergido en el intrincado laberinto que ofrece el proceso independentista de Cataluña estoy sentado en uno de esos...

La agente especial Helen Smith y su ayudante, el también agente Jack Smith, son enviados a Cataluña para proteger los intereses americanos ante el proceso de autodeterminación vía referéndum. Un proceso que se define a sí mismo pacifista, democrático y defensor de los derechos humanos.

Sin embargo, la radicalización del independentismo intentando convencer a la opinión pública internacional del totalitarismo del Estado español y ante la dura respuesta de este con las cargas policiales del 1 de octubre de 2017, Helen y Jack desplegarán un plan de mediación ajustado a sus intereses. Su objetivo no será otro que asegurar la hegemonía de los Estados Unidos a partir de las aspiraciones económicas tanto del unionismo catalán como del catalanismo moderado en detrimento del independentismo radical o revolucionario.Y sin dejar de vigilar los movimientos del servicio secreto ruso merodeando en lo que para ellos es su intocable Mediterráneo Occidental.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788418310607
Cataluña: Hora Zulú

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    Cataluña - Andrew W. Thompson

    Prólogo

    Ante un conflicto en plena erupción, primero llegan los libros de ensayo; los artículos periodísticos; los debates televisivos y radiofónicos; los diarios de cárcel; las autobiografías cuyos autores necesitan explicar y justificar su compromiso con los acontecimientos; y las primeras novelas relato que, respetando el contexto histórico, ofrecen una obligada mixtura entre el argumento ficticio y la vorágine real.

    Más tarde, llegan los libros de historia. Y mucho más tarde, y conviviendo con estos últimos, surgen las auténticas novelas del género histórico con sus correspondientes subgéneros. La novela que el lector tiene en sus manos pertenece, obviamente, a las primeras. Las coetáneas de los acontecimientos. Cataluña: Hora Zulú quizá sea la primera novela del procés independentista catalán que ve la luz.

    Quiero subrayar también que los personajes reales que aparecen en esta ficción se limitan a conformar el contexto histórico. Las opiniones positivas o negativas que de ellos tienen los protagonistas están circunscritas exclusivamente a los espacios interiores de la propia novela. En cualquier caso, la libertad de expresión a la que también tienen derecho es sagrada en un país democrático.

    Finalmente, y ejerciendo más de advertencia que de prólogo, las palabras o frases escritas en catalán, inglés, francés e italiano van en cursiva o en comillas. En los diálogos largos, y para evitar constantes consultas de traducción a pie de página, dar más sensación de realidad o para no herir los sentimientos de algunos de los protagonistas, se ha optado por respetar cuando ha sido necesario el uso de su lengua materna. Dicha decisión agilizará, sin lugar a duda, la lectura. Estoy convencido de ello.

    Parte I

    Mi estancia en Cataluña

    1

    Sumergido en el intrincado laberinto que ofrece el proceso independentista de Cataluña, estoy sentado en uno de esos bancos metálicos de color rojo que ofrecen los andenes de la estación de Calafell. Espero el tren de cercanías que, procedente de San Vicente de Calders, debe llevarme a la estación del paseo de Gracia de Barcelona. Miro instintivamente mi Tissot Chrono de esfera negra y cadena plateada. Las ocho y media. Faltan unos seis minutos para que asome por la curva que me queda a mi izquierda. A mi derecha, las vías, configurando unas bien definidas rectas paralelas, me permiten distinguir cómo los trenes en sentido contrario parten de la estación siguiente, Segur de Calafell. Y así es. No tardo en avistar en la lejanía la presencia de un potente foco que parece no avanzar; y, sin embargo, ¡de qué manera se ha precipitado sobre la vía del andén opuesto! Es un Euromed, el hermano limitado del AVE. Por el ruidoso temblor que ha provocado y por el remolino de polvo que ha levantado, calculo que ha superado los ciento veinte kilómetros por hora. Todo un peligro para los viajeros ensimismados o todavía adormilados que se pasean junto al vacío que ofrecen las vías. El poder de succión de su masa y volumen puede ser letal si no hay megafonía que alerte previamente. Y juraría que hoy no la ha habido. Entre bostezo y bostezo no he prestado la debida atención. En el caso de que se hubiera producido un desgraciado accidente no lo habría podido jurar ante un juez.

    Continúo bostezando y dudo si seguir sentado o estirar las piernas hasta alcanzar uno de los extremos del andén. A esta hora de la mañana y despidiéndome del mes de marzo, noto la todavía húmeda y fresca brisa del mar. Diría que hoy, 31 de marzo de 2018, el viento sopla con más fuerza de lo acostumbrado y, dado que hace poco tiempo que resido en Calafell, todavía no distingo cuáles son esos vientos primaverales de los que tanto hablan los viejos pescadores. Si la tramontana, el gregal, el levante o el mistral. Y digo viejos pescadores porque Calafell hace muchos años que sustituyó sus barcas y redes varadas en la playa por el turismo familiar. Me atrevería a decir que de su pasado pescador solo queda la casa museo del ya fallecido escritor Carlos Barral y el bote salvavidas cuidadosamente protegido en un cubículo junto a la Cofradía de Pescadores. Sus espectaculares vuelcos manejados por expertos remeros solo sirven para amenizar las fiestas o para deleite de los visitantes. En cualquier caso, mejor así. Antes la fiesta que los rescates de náufragos con las incertidumbres y tragedias que en su tiempo debieron de provocar.

    Mi equipaje no puede ser más ligero. Si no hay ningún contratiempo regresaré de Barcelona pasada la media tarde. Solo me acompañan la billetera con el pasaporte, la Visa y algo de papel moneda; un monedero con las llaves del chalé y unas monedas sueltas; mi iPhone; unos clínex y un libro. Siempre me acompaña un libro cuando viajo. Hoy he escogido el último que he comprado, El legado de los espías de John le Carré. Cuando lo vi ayer en la librería Papiol, situada en el paseo marítimo, me sentí en la obligación de leerlo por afinidad profesional. Además, su grosor es más que razonable. Trescientas sesenta y tres páginas no son muchas. Teniendo en cuenta que hasta las nueve y treinta y ocho no llego a Barcelona más la hora que ocupará mi regreso y mi capacidad de leer tanto si voy sentado como de pie, me permitirán devorar un respetable número de páginas.

    Y cuando me refiero a mi capacidad de leer de pie no es un detalle banal. A lo largo de mi vida profesional en el servicio secreto, el hacinamiento humano en cualquier lugar o situación nunca ha sido un obstáculo para mí. Al contrario, a veces me ha servido de perfecto camuflaje tanto para no perder de vista a alguien como cuando he necesitado zafarme de mis perseguidores. En ocasiones, la multitud también me ha servido para entregar o recibir con meticulosa precisión y a una velocidad endiablada, un pendrive sin ser descubierto. Y en otras, he dejado en algún punto a mis espaldas un anónimo reguero de sangre. Un reguero que a veces no ha sido tan anónimo, pues ha sido el mío.

    Y al desplomarte, la gente te rodea hasta convertirse en aglomeración. Pide la presencia de una ambulancia, aunque la que llegue se haya tenido que abrir paso entre ruinas y solo lleve conductor, un enfermero con suero intravenoso y el estridente sonido de su sirena. Pero ese acto de ayuda humanitaria, aun siendo importante, no es el más decisivo. El más decisivo es el que, al conformar un espeso muro, la cada vez más crecida afluencia de curiosos impide que tu verdugo vuelva sobre sus pasos para cerciorarse de si realmente te ha eliminado. De lo contrario, te remata. Pero gracias a ese muro humano, generalmente desiste; y si sobrevives, tus superiores dirán que has muerto en acto de servicio. Si el enemigo da por buena la información incrementarás tu capacidad operativa. Tu caché como agente secreto alcanzará más prestigio del que tal vez tienes. Todo dependerá de los golpes sorpresa que lleves a cabo con éxito hasta que caigan en la cuenta de que reviviste. Entonces, no dudarán en poner un alto precio a tu cabeza e incluso tu frustrado ejecutor rogará que le den una segunda oportunidad para corregir su ineptitud y poder limpiar su hoja de servicios.

    No exagero si digo que, al recuperarme en cierta ocasión del filo curvo de un cuchillo árabe clavado en la espalda, me convertí durante un tiempo en un referente entre los cachorros recién llegados a Langley. Esos cachorros que llegan con sus currículos cargados de másteres universitarios e idiomas y con ese patriótico espíritu de servicio que les lleva a pedir su ingreso en la Agencia así que han alcanzado la edad reglamentaria. Mi dominio del árabe y del kurdo que mi padre me invitó a estudiar guiado por el presentimiento de que algún día los necesitaría profesionalmente, me convirtieron en un experimentado agente sin necesidad de pasar por ningún rodaje previo. Como de costumbre, al estallar la guerra de Irak en 2003, la Agencia iba escasa de personal propio capaz de desenvolverse fluidamente sobre el terreno. Y depender de los colaboradores autóctonos no siempre es una estrategia segura. Y el porqué me convertí en un referente para algunos de aquellos jóvenes aspirantes recién ingresados creo, sinceramente, que ahora no viene a cuento. Aquella hazaña nada tiene que ver con la nueva etapa de mi vida que acabo de iniciar. Hace algo más de un año y medio que decidí retirarme y el destino me llevó a Barcelona. No sé el tiempo que me quedaré en esta maravillosa ciudad, ya lo veré. En cualquier caso, mi última escala serán los Estados Unidos. El país del que me siento orgulloso de haber nacido en él.

    Ahí está mi tren de cercanías. Tomando la curva. Llega a su hora y he tenido suerte. Es de doble composición y de dos pisos. Me gusta viajar en el piso superior y, dado que entre San Vicente de Calders, su estación de origen, y Calafell no media parada alguna, puedo elegir sin ningún problema un asiento de ventanilla lado mar. Nada hay más relajante que observar el Mediterráneo con la mirada perdida o todavía algo somnolienta. Diría que ambas miradas incrementan su efecto balsámico. Y pese a que hoy el Mediterráneo está algo picado a causa del viento sigue dando la sensación de siempre. La de un mar sereno y sosegado. Me desprendo de mi cazadora de cuero negro Balenciaga y de mis inseparables gafas de sol Ray-Ban Aviator que, cuando me interesa, me permiten pasar lo más desapercibido posible. Observo a los pocos viajeros que se han sentado diseminados, me siento sin prisas, abro el libro y utilizo mi billete de ida y vuelta como punto de lectura.

    Sin embargo, no tardo en hacerme la misma pregunta que me hice anoche cuando me telefoneó Jaume Reynolds, el servicial auxiliar de la Agencia en Barcelona, y me hizo saber que una agente responsable de misión reclamaba urgentemente mi presencia. No tengo el gusto de conocerla, aunque todos sabemos que el empleo de espía no se agota nunca. Si te necesitan, te encargan una misión ajustada a tu edad o a tus conocimientos. Si te niegas, te amenazan con sacar a relucir algunos de tus trapos sucios. No hay ni un solo espía que no los tenga. Por eso no he tenido ningún interés hasta la fecha de contactar con nadie que me pueda complicar la vida. Según Jaume Reynolds, la susodicha agente llegó a Barcelona en septiembre de 2016 procedente de nuestra embajada en Madrid.

    Hace solo un año que conozco a Jaume Reynolds. De padre americano que un día fue turista y pintor paisajístico en la Costa Brava, y de madre catalana, natural de Calella de Palafrugell, y botánica de profesión, actualmente es un satisfecho vecino del paseo de San Juan situado en el Ensanche derecho de Barcelona o de la dreta de l’Eixample tal y como él la denomina en su lengua catalana. Y el apellido auténtico de la agente que me ha tocado en suerte es Smith. Helen Smith. ¡Qué casualidad! Yo también me apellido Smith. Jack Smith. Me pregunto cuántos Smith debemos de dar vida a los Estados Unidos. En fin, tampoco me voy a perder en disquisiciones de este tipo. ¡Y qué diablos querrán ahora ella y la Agencia y encima en un sábado!

    Hay profesiones como la mía que no resisten el paso del tiempo. Sobre todo si has estado destinado desde el primer día de tu vida profesional en primera línea y atrapado generalmente por los tentáculos de una guerra civil. En mi caso, por las guerras de Oriente Medio. Poco a poco los reflejos fallan. En otras palabras, debes saberte retirar a tiempo antes de que te liquide una bala; seas víctima de un secuestro por exceso de confianza; o que la propia Agencia, temerosa de que ya seas demasiado conocido, te ofrezca un empleo en sus oficinas de Langley agradeciéndote los servicios prestados. De haber ocurrido esto último habría sido muy decepcionante para mí, lo que no quiere decir que menoscabe el trabajo que se hace en las diferentes secciones de esa área virginiana no incorporada del condado de Fairfax. Por eso preferí adelantarme a la suerte y pedí el retiro. Me consta que hubo cierta resistencia en concedérmelo, pero debieron pensar que no valía la pena mantener en activo a un agente sin el suficiente estímulo para llevar a cabo su trabajo.

    E igualmente debes estar atento de que en algún momento de tu vida profesional no se te desarrolle el gusanillo de experimentar lo que sienten los agentes dobles o de convertirte, sobre todo al alcanzar el retiro, en un incombustible lobo solitario dispuesto a venderse al mejor postor por una respetable cantidad de dinero. Cierto que nunca he caído en las redes de estos dos supuestos. Palabra de patriota americano. Un término quizá en desuso para algunos, aunque no para mí ni para la Agencia. Y que quede claro. Ser un buen patriota no quiere decir ser un ultraconservador, un neoliberal, un proteccionista o un supremacista. No discrimino a nadie por sexo, color, religión o lengua. Soy un cosmopolita. Un cosmopolita de Nueva York, pero americano, eso sí. Todo el mundo que me conoce y por mi forma de entender la vida está seguro de que voto al partido demócrata. ¡Qué sabrán ellos de mis contradicciones! De todas formas, es cierto, lo voto.

    Todos los espías de la Agencia conocemos la diferencia entre ciudadano y patriota. Un buen ciudadano americano es amar y disfrutar de nuestro país. Ser un patriota significa pertenecer a una categoría superior. Es estar dispuesto a dar la vida para que el resto de tus compatriotas puedan vivir lo más seguros posible. Y aunque en la Agencia ocurren cosas oscuras que afectan tanto a nuestra política exterior como interior, ¿en qué servicio secreto no ocurren esas cosas oscuras? He estado demasiadas veces cerca de la muerte para que esas cosas negras, sean rumores o realidades, me hagan abandonar la defensa de los Estados Unidos en cualquier lugar del planeta donde me encuentre. Respecto al «America first» no me convence. En el servicio secreto, y aunque parezca una contradicción, necesitamos aliados que se sientan seguros de nosotros. Que puedan decir: «Los Estados Unidos como país y como pueblo nunca nos abandonarán por muchos intereses políticos, económicos y militares que se entremezclen».

    En cualquier caso, y respecto a esas cosas negras que suceden en todos los servicios secretos, hay algo que siempre me ha molestado y mucho. Los medios de comunicación occidentales son, por regla general, menos indulgentes con nosotros que con los rusos. ¿Se habrían olvidado ya del asesinato en Londres de Alexander Litvinenko si la orden hubiera partido de la Casa Blanca? ¿Y cuánta información darán del reciente intento de envenenamiento de Serguéi Skripal y de su hija Yulia? Estoy seguro de que más bien poca. La izquierda en Occidente nunca se ha perdonado el estrepitoso fracaso del comunismo y los sufrimientos que ha provocado a los disidentes o incluso al pueblo sencillo. Suerte ha tenido de los estudiantes de familias ricas que, para hacerse perdonar la fortuna de sus padres, han identificado sagazmente izquierda con progreso. A algunos, su ego llega tan lejos que no les importa todavía hoy ejercer de comisarios políticos y seguir llenándose los bolsillos desde sus eternos cargos públicos. Y si ven peligrar sus taimados privilegios ante cualquier crítica negativa agitan su palabra mágica: ¡fascistas! La expresión más contundente y exitosa que tienen en su repertorio.

    En cambio, las derechas políticas todavía no han encontrado la suya: ¿estalinistas?, ¿trotskistas?, ¿bolivarianos? Unas expresiones que no producen el efecto deseado. Es verdad que el exaltado término «¡populistas!» ha cuajado. Sin embargo, tampoco han tenido suerte con él. Desde hace un tiempo y con motivo de la subida de la extrema derecha tanto en los Estados Unidos como en Europa ya no hay quien se aclare con la palabrita. Tan pronto el populismo es de izquierdas como de derechas. En cualquier caso, ha sido la izquierda la que se ha llevado el gato al agua. Se ha apropiado del vocablo «progresista» a fuer de repetirlo hasta la saciedad. En cambio, ni siquiera la derecha más moderada se ha esforzado en reclamar su pequeña ración. Y la extrema derecha ha definido el progresismo como una antigualla o, peor todavía, como algo despreciable por ser patrimonio de los hipócritas.

    Sobre mi retiro y como acabo de insinuar, debo decir que a la Agencia le supo mal que lo adelantara, pero diecisiete años de servicio más los años que llevaba acumulados en el Cuerpo de Marines hasta alcanzar el empleo de mayor me parecieron más que suficientes. La directora adjunta, Gina Haspel, dio luz verde a mi pase a la reserva y desde que llegué a Barcelona el 14 de febrero del año pasado con un regalo y una postal de San Valentín para Esmeralda, mi nueva pareja, solo he asistido a un acto oficial del Gobierno de mi país. El de la recepción del 4 de julio en los jardines del Consulado General de los Estados Unidos, situado en el residencial barrio de Pedralbes. Por cierto, una buena inversión inmobiliaria.

    Barcelona, como tantas otras ciudades, no se queda atrás a la hora de subir los precios de venta y alquileres de sus viviendas, mande quien mande en su Ayuntamiento. Según me comenta Esmeralda, y a pesar de tener una alcaldesa de profesión activista, okupa, azote de la banca al haber encabezado la plataforma de los afectados por las hipotecas y defensora de las campañas que en su día se hicieron contra los Estados Unidos por nuestra invasión de Irak, la ciudad asiste a su primera gran burbuja especulativa de alquileres. Parece ser que los llamados alquileres sociales se retrasan y con los pisos de protección oficial ya construidos sus propietarios especulan sin el menor retraimiento. Según dicen, la ley está de su parte. El boom inmobiliario, y siempre de acuerdo con la opinión de Esmeralda, hace años que se instaló y ahí sigue a pesar del ahogo económico al que somete al país y a las familias en particular. Claro que, en mi caso, todavía no me perdono no haber comprado aquel apartamento que a mi primera esposa y a mí nos ofrecieron en Washington. Ella y yo éramos demasiado perfeccionistas. Nos pareció pequeño, sin vistas… Si lo hubiéramos comprado, su precio hoy en día se habría cuadriplicado. Nos habríamos enriquecido simplemente contemplando el paso del tiempo.

    Dandy, mi leal y ya difunto husky siberiano, siempre supo que era él el que envejecía y no el tiempo. Con su vivaracha y triste mirada me lo transmitió aquella mañana que caminábamos con las cabezas gachas hacia la clínica veterinaria donde lo iban a sacrificar. Con sus dieciséis años y una enfermedad irreversible, le había llegado su hora. No quise ver su ejecución. Me limité a darle unas palmaditas en la cabeza y él me ofreció su pata delantera derecha en señal de despedida. Esperé en el pasillo, pagué el servicio, pero no me llevé sus cenizas. Con mi conciencia limpia por haberlo querido y cuidado en vida tuve más que suficiente. No me gusta el culto a los muertos. Prefiero querer y ayudar a los vivos.

    También me atrevería a decir que, al hacer balance de mi trayectoria en la Agencia, no siento excesiva nostalgia de todo el tiempo que estuve en activo. Demasiadas cosas dudosas en el deber y en el haber de mi conciencia a pesar de que las volvería a hacer. ¿Por qué cargárselas a otros si estaba capacitado física y mentalmente para llevarlas a buen puerto? Al fin y al cabo, nací el mismo año que entró en funcionamiento el teléfono rojo entre Washington y Moscú y que asesinaron a John F. Kennedy. Diría que mi destino estaba escrito. Mamé la Guerra Fría a través del trabajo secreto de mi padre, criptógrafo civil en el Pentágono. Tal vez por ello, cada noche y mientras cenábamos en nuestro apartamento del condado de Arlington, el buen hombre no podía evitar de maldecir a la Unión Soviética de Nikita Kruschov o de mantener la ingenua esperanza de que la China de Mao Tse Tung se hundiría a causa de sus hambrunas o por su tentación de violar la larga frontera con la Unión Soviética. La guerra entre las dos potencias comunistas acabaría con el comunismo. Poca cosa podrían hacer la Cuba de Fidel Castro, el Vietnam de Ho Chi Minh, la Camboya de Pol Pot o la Corea del Norte de Kim Il-sung que no fuera hacer pasar estrecheces económicas a sus súbditos o robarles esa libertad política individual que nos convierte en personas y en ciudadanos. Esa libertad que a veces, todo hay que decirlo, nos hace ser algo o muy egoístas.

    Y qué decir del Che por tierras africanas o por Bolivia donde encontraría la muerte. Puede sorprender lo que voy a decir. Siendo mi pensamiento diametralmente opuesto al suyo, siempre lo admiré en silencio por ser leal a su ideario hasta la muerte y todavía hoy no me importa escuchar la canción Hasta siempre, comandante Che Guevara. Una canción cuya letra la escucho con respeto. Casi con envidia. Pero que nadie se llame a engaño. Si en 1967 hubiera tenido la edad reglamentaria para formar parte de la Agencia y esta me hubiera ordenado capturarlo habría salido en su búsqueda. Y él o yo, uno de los dos, habríamos caído. El Che nunca habría aceptado la humillación de una captura. Si yo lo hubiera liquidado, él habría continuado siendo el icono de la revolución después de muerto como así fue y yo, un desgraciado contrarrevolucionario. De haberme liquidado él nadie habría llorado mi muerte. Cierto que, para cualquier agente secreto esa es nuestra grandeza. Solo te llora tu familia tanto si sabe como no cuál es tu auténtica profesión y, obviamente, no faltan algunos amigos y vecinos que durante el funeral comentan: «Siempre fue un hombre de pocas palabras».

    De mi madre, profesora de Lengua Española en la Universidad George Washington, me viene el conocimiento del español. Le regañaba a mi padre por hablar delante de mí de los conflictos del mundo, incluidos los de los países de Oriente Medio. Unos países en los que mi padre descubría un inacabable filón para el futuro de los servicios secretos. Mi madre opinaba que era todavía demasiado niño para oír aquellas conversaciones. Cuando murió Nikita Kruschev yo solo tenía ocho años, pero comprendía perfectamente a mi padre. Los comunistas, fueran del país que fueran, eran los malos y nosotros, los americanos, los buenos, salvo alguna manzana podrida marxista. Quizá, miles y miles de ciudadanos de la Europa del Este de aquellos años también opinaban lo mismo que opinaban mis ocho años si nos atenemos a todo cuanto ocurrió en las décadas de los ochenta y noventa del siglo pasado. Cuando se liberaron de una vez por todas del yugo soviético y consiguieron por fin ser libres. Pero… ¿desapareció el miedo? Mi padre siempre sostuvo que nunca se liberarían de él. El comunismo marxista como todas las religiones es apostólico e incansable. Y superadas las clásicas purgas internas de sus partidos, todos consiguen darse a sí mismos un tirano hecho a su medida. Objetivo: ejercer de potencia militar, mantener el culto a la personalidad del líder, exhibir grandes paradas militares acompañadas de una gran colección de medallas, permitir alguna que otra colección de coches de lujo a lo Brézhnev o disfrutar de las célebres dachas de los dirigentes. Y cuando yo le preguntaba a mi padre si algún día desaparecería de la faz de la Tierra el comunismo soviético, me respondía con una malévola sonrisa: «Tal vez, pero siempre quedará Rusia, mande quien mande en ella».

    Es posible que la opinión de mi padre fuera exagerada. No lo sé. Lo que sí sé es que, lamentablemente, esta maldita crisis económica por la que hace demasiado tiempo que transitamos ha sido provocada por el egoísmo sin límites de los plutócratas, por las desacertadas políticas de austeridad de muchos Gobiernos que no han tenido en cuenta ni a las nuevas generaciones ni a la tercera edad y por los nuevos comunistas que han jaleado a las masas. Y toda crisis económica genera la subida tanto de la extrema izquierda como de la extrema derecha. En definitiva, una locura política que no nos permite regresar a esa edad dorada que unos la llaman la edad de la razón y otros, la de la cordura.

    Y pese a que la globalización actual con su economía a escala mundial dé la sensación de que ha liquidado la Guerra Fría todo el mundo sabe que no es verdad. Donald Trump, Vladímir Putin, Kim Jong-un, Xi Jinping y algunos otros más nos la recuerdan cada día. Y si a esta cadena de líderes le sumo el hecho de que mis dos últimos años en la Agencia los he pasado en Siria, ¿quién me puede convencer de lo contrario? Toda guerra fría y por muy solapada que esté engendra guerras calientes en regiones concretas. Todo consiste en que cada potencia dé apoyo a uno de los dos o más bandos enfrentados sin entrar prácticamente en colisión directa. Como mucho, episodios de ciberguerra, bloqueos comerciales o algún que otro intercambio de espías por haber metido las narices en espacios prohibidos.

    Respecto a los ataques del islamismo radical, debo reconocer que he conocido a mucha gente buena y hospitalaria entre los creyentes del islam. Nada que ver con el odio, el fanatismo y el rencor de los islamistas que nos destruyeron a traición las Torres Gemelas de Nueva York y la fachada occidental del Pentágono.

    Siempre he sostenido que las Torres debían de haber sido reconstruidas exactamente tal y como eran y hoy y junto al memorial de las víctimas del 11S seguiríamos viendo el World Trade Center 1 y el World Trade Center 2. En otras palabras, Nueva York no habría dado su brazo a torcer. Además, a mí me gustaban. Las echo de menos. Siempre las echaré de menos. Tan esbeltas y sencillas al mismo tiempo. Me atrevería a decir que la estatua de la Libertad y ellas ayudaban a Nueva York a dar la bienvenida a cualquier ciudadano del mundo. Por eso las derribaron. O quizá no. Les debió de parecer que eran dos dianas perfectas para simbolizar el hundimiento de la economía americana por la gran cantidad de empresas que allí se concentraban. No les importó conocer a qué países pertenecían ni qué personas trabajaban en ellas. Su acción criminal fue un rotundo fiasco. Solo provocó un inmenso dolor a miles de inocentes y desencadenó en numerosos países islámicos terribles guerras civiles que perdurarán hasta el fin de los tiempos.

    No sé si he mentido cuando he dicho que no siento una excesiva nostalgia de mi trayectoria profesional. Opino que no la siento, pero cada noche abro el ordenador y rastreo mi correo electrónico por si hubiera algo. Sé que no encontraré nada, ningún aviso en clave de la Agencia, pero por abrirlo no pierdo nada. Era mi costumbre y sigue siéndola. Y mientras ceno con Esmeralda seguimos las tertulias políticas de las diferentes cadenas televisivas, sobre todo las de las catalanas TV3, 3/24, 8tv, Betevé y sin olvidar el resto de las cadenas españolas de alcance estatal. La Trece e Intereconomía están por decisión de Esmeralda terminantemente prohibidas debido a su anticatalanismo. Y La Sexta la seguimos bastante, aunque la maldice por haber introducido en España la revolución bolivariana al dar apoyo a un partido político llamado Podemos. En cuanto a la radio, solo escuchamos Catalunya Ràdio y RAC1 cuando nos desplazamos en coche. Lo que no quiere decir que no las escuche Esmeralda cuando está en su trabajo.

    Sobre las tertulias televisivas debo decir que me aburren soberanamente pese a que, gracias a ellas, he hecho grandes progresos tanto en la comprensión de la lengua catalana como del actual conflicto político catalán. Por supuesto que no tardé en darme cuenta de que TV3 y 3/24, los dos canales de la televisión pública catalana, y la privada 8tv estaban al servicio del independentismo. Los tuits que aparecían y siguen apareciendo en la parte inferior de las pantallas son cada día más separatistas y radicales. Acabarán que no aparecerá ninguno de unionista. Y 8tv primero y TV3 después y con la ayuda de una periodista llamada Pilar Rahola, se han convertido, a mi entender, en el altavoz impetuoso y apasionado para transmitir al pueblo lo bien que viviría en una República Catalana independiente.

    Respecto a mi aprendizaje del catalán soy de los que sostienen que cuando entiendes una lengua no tardas en hablarla. Creo que estoy a punto de echar por la borda la timidez que precede al gran día. Ese día en el que eres consciente de que la hablas razonablemente bien y no te importa lanzarte a la piscina sea cual sea la condición social o cultural de tu interlocutor. Incluso si un día la uso en ambientes catalanistas, quién sabe si no la utilizaré al servicio de mi interés personal. De momento, no tengo ningún proyecto en mente. Digamos que no soy alguien que busca montar un negocio o encontrar un trabajo con el apoyo de las instituciones o asociaciones independentistas. Por ahora, solo soy un bon vivant, pero, como dice bromeando mi pareja, en cualquier instante puedo catalanizarme bajo el lema «La pela es la pela». Claro que ese lema me lo he encontrado en todas partes. Si surgió en Cataluña, cosa que lo dudo mucho, se olvidaron de registrar la

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