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Una borrasca sobre el mar
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Una borrasca sobre el mar
Libro electrónico623 páginas8 horas

Una borrasca sobre el mar

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600 millones de personas están a punto de desparecer... Dos hombres harán lo imposible por evitarlo.

En aquel verano de 2017, desde mi ventana, alcancé a ver algunas islas, lo que parecían como un pequeño alfombrado de algas marinas, que flotaban desiertas, las que veía yo como una especie de borrasca sobre el mar, mientras la nave se alejaba hacia las costasneoyorquinas. Era el mes de julio, cuando volaba desde Madrid con destino a Santo Domingo, haciendo escala en el Aeropuerto John F.Kennedy. De regreso a Madrid, con apenas unos días de haber contraído nupcias con mi joven esposa en la ciudad de La Habana; volví aver aquellas islas que habían acaparado mi atención de una forma tan especial. Me preguntaba entonces que si la naturaleza era capaz de darnos todo un archipiélago de islas vacías, colocándolas oportunamente bajo mi vista, bien podría la imaginación llenarla de personajes y de acontecimientos crudos, de viajes a otros territorios, de crear la incertidumbre y el miedo, el pánico y la huida, laambición, la riqueza y la mentira, que bien reflejan la propia acción del hombre en su destino. Para ello había que crear las situaciones de calamidad extrema, necesarias para lograr la ficción que exige una novela de investigación y de aventura, creando fenómenos naturales devastadores, basados en viejas leyendas. Y, sobre todo, provocar el hundimiento bajo el océano de un buque cargado, buscando un punto de referencia para poder crear una bonita historia que tocara por un costado la sensibilidad y arrojo de dos personajes, cuya acción heroica enmarca la acción natural del héroe americano, motivando desde un principio a toda la sociedad de Los Ángeles. Por el otro lado, en su arrojo, se aventuran a salvar una realidad que hoy sacude todo un continente, pero para lograr algo realy sorprendente debía ocurrir. Comencé entonces escribiendo algunas líneas sobre una servilleta.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 oct 2019
ISBN9788417483708
Una borrasca sobre el mar
Autor

Daniel F. Contreras

Daniel Francisco Contreras Núñez nace en la ciudad de Santo Domingo, capital de la República Dominicana. El segundo de doñaJulia Núñez Lima, oriunda de la comunidad de Yabanal (La Vega Real) y de don Marcelo Contreras, de la región de Santa Cruz del Seibo (Región este). Aprendió las primeras letras de su tía Carmen Contreras y cursó sus primeros estudios en la Escuela Primaria Honduras. Su formación secundaria en el mismo plantel, liceo nocturno General Antonio Duvergé. Egresado de la Facultad de Informática de la Universidad Eugenio María de Hostos. Diplomado en Gerencia Pública por la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Graduado de Locución en 2004, Instituto Nacional de Locución de Santo Domingo.Curso de Periodismo y Comunicación en el Instituto Hispano Centroamericano de Madrid, donde emigra en el año 2005. Publica su primera obra, Memorias de un inmigrante dominicano, en el mes septiembre de 2016 en el Centro Cultural Espacio Ronda de Madrid.

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    Una borrasca sobre el mar - Daniel F. Contreras

    Una borrasca sobre el mar

    Daniel F. Contreras

    Una borrasca sobre el mar

    Daniel F. Contreras

    Una borrasca sobre el mar

    Primera edición: abril 2019

    ISBN: 9788417234195

    ISBN eBook: 9788417483708

    © del texto:

    Daniel F. Contreras

    © fotos de contraportada:

    Miguel Omedes

    makingvisuals@gmail.com

    © de esta edición:

    , 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Agradecimientos

    Al doctor Roberto Marcallé Abreu.

    Especial dedicatoria

    A mi adorable madre:

    Julia Núñez, por quien luché toda la vida

    A doña Carmen Contreras. ¡Madre incondicional y mía!

    A mi progenitor. Marcelo Contreras (Madrid)

    A Julio y Francia (Inglaterra)

    A David Cabral Tavarez, a su esposa:

    Yasmín Guzmán (N.Y.)

    A Don Fabio Padilla Paredes, al Corl. Fabio A, Padilla R.

    Al oficial José Andrés Pineda.

    En póstumo: a mi querido hermano Frank (Quico)

    Daniel F. Contreras

    Prólogo

    Don Quijote de la Mancha, dialogando con Sancho, su fiel escudero, se lamenta de no haberse llevado de su consejo en una determinada aunque inusual situación. Y le confiesa, atribulado: «Siempre, Sancho, lo he oído decir: que hacer bien a villanos es echar agua a la mar. Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera excusado esta pesadumbre; pero ya está hecho: paciencia y escarmentar para desde aquí en adelante».

    Sancho, positivamente conmovido, responde: «Así escarmentará vuestra merced», aunque no faltan las advertencias: «Créame ahora y se excusará otro mayor». Este libro de Daniel Contreras, «Una borrasca sobre el mar» es, en similar sentido, una aleccionadora amonestación que nos llega antecedida por una profunda y pormenorizada reflexión sobre nuestros destinos probables como seres humanos de carne y hueso y como humanidad en su totalidad. Se valida y recuerda el precepto bíblico de quien tenga oídos para escuchar…

    Seguir a Daniel Contreras en el extenso periplo de esta novela, puede transformarse en una tarea en verdad compleja. El autor reniega de la facilidad, lo espontáneo, lo fortuito. Cada frase es evidencia de que posee una visión de las complejas realidades que agobian esa humanidad y de los peligrosos destinos hacia los cuales, al parecer, consciente o inconscientemente, muchas veces nos encauzamos.

    El mensaje que se deriva de esta lectura, e insistimos en ese aspecto, ha sido objeto de una minuciosa reflexión de su autor. La imaginación, rica, heterogénea, desbordante, es la argamasa con la que el escritor conforma la estructura, la rambla en la que vierte las graves preocupaciones de gente lúcida o de simples sobrevivientes o de quien sea que piense en lo que calificamos como el devenir, el futuro, su pesada carga de expectativas, de probables realizaciones, o de amargos padecimientos.

    Pese a la formalidad de este trasfondo, Contreras posee la disciplina de quien está habituado al trabajo de largo aliento, como un texto anterior suyo, definitivamente ejemplar, en el que nos narra las peripecias de un migrante en estos tiempos impredecibles y de escenarios cambiantes y poco auspiciosos.

    Sus propias vivencias, múltiples e incansables lecturas, su presencia en circunstancias conflictivas, han resultado invaluables para conformar esta fábula tan maravillosa como instructiva. La trama se inicia con el hundimiento del buque bautizado con el nombre «Marttian» (un nombre definitivamente simbólico y el misterioso deceso que insinúa, sus circunstancias inexplicables) y en el cual pierden la vida todos sus integrantes.

    Esta calamidad se inscribe en lo enigmático, lo profético. Daniel apunta sus variables en circunstancias casi mágicas, como lo abrupto e insólito de la tormenta, los miedos y presagios que suscita en los testigos de la costa estadounidense y mexicana que califican a una sola voz dicha catástrofe como «infernal», o sea, un vaticinio de un mal tiempo universal tan devastador que afectará gravemente la vida sobre la tierra.

    En un hotel de las cercanías confluye el presidente norteamericano, que se apresta a evaluar los daños provocados por el fenómeno, y dos espectadores comprometidos: el doctor James Stward, catedrático universitario de relevancia mayor y el periodista Steak Warner, de quien se afirma «es descendiente de italianos» y «quien en una ocasión estuvo a punto de morir a manos de un grupo terrorista».

    Con la presencia omnisciente del narrador de por medio y los diálogos de estos personajes, caracterizados al extremo de que, desde siempre nos resultan familiares, se discuten las eventualidades de un mundo cada vez más airado, complejo y estremecido por una inestabilidad creciente. ¿Se gesta, acaso, una gran tragedia?

    Ciertamente: La idea del autor, presumimos, es la de aquella profecía de que la humanidad se dirige hacia una tremenda debacle en que las situaciones desbordan los marcos nacionales de los diversos países y se entroncan en una compleja tormenta (el hundimiento del Marttian) que, por el vigor de las circunstancias, provocarán una violenta metamorfosis del mundo tal y como lo conocemos hasta ahora y como se adelantaba en el apocalipsis.

    Señalemos, en boca del autor, cuanto se deriva de estas aseveraciones: «El doctor Stward está convencido que habrá una masiva emigración por hambruna hacia Estados Unidos» que «llenará de cadáveres el Continente», provocando el colapso de esa nación, y «una crisis jamás vista».

    Como medida precautoria, en el marco de la previsión civilizada, se sugiere implementar acciones y medidas encaminadas a ponerle un freno al desastre: nuevas leyes «que castiguen a los políticos», conformar «un auténtico régimen de consecuencias para quienes estimulan, participan o son beneficiarios o responsables directos e indirectos de estas crisis».

    En su desesperado y apretado periplo, el renombrado y visionario profesor viaja a Bruselas donde interviene con varias propuestas que se discuten en los organismos multinacionales para incorporar aspectos esenciales de control en los desembolsos, cooperación, supervisión y ejecución de proyectos que se ejecutan en países en desarrollo. Hay que centrarse, abandonar la dejadez, la apatía. Ningún esfuerzo, por minúsculo que aparente, deja de ser relevante. Todo es trascendente en tales circunstancias.

    Como parte de su viaje incluye a la República Dominicana y Brasil y consigna, entre numerosos aspectos, lo acontecido con las prácticas truculentas e insidiosas de la empresa constructora Odebrecht. Es en Dominicana donde tiene lugar parte del entramado del libro cuando, en el ámbito de la crisis, se produce una petición de asilo «de un primer mandatario» en tanto que «altos ministros son procesados» por lo que al autor denomina como «un tribunal popular».

    Este extenso libro de Daniel Contreras posee una trama compleja, diversa, minuciosa. Su visión de las eventualidades futuras que nos miran con ojos enrojecidos obliga a una necesaria meditación sobre los peligros presentes y futuros que asoman en el horizonte.

    En el trasfondo de la acción incesante, los diálogos, las magnificas descripciones y una visión abarcadora no solo de las eventualidades futuras sino del escabroso proceso que conduce a éstas, Daniel nos concede un texto documentado, interesante, de escenas acabadas que no solo nos obligan a pensar, sino que poseen una estructura literaria seductora y persuasiva.

    Gabriel Jackson, autor renombrado de «Civilización y barbarie en la Europa del siglo XX» se muestra incrédulo frente al hecho de que «ninguna cultura intelectual ni artística de verdadera categoría puede sobrevivir si esta clase de oportunismo y amoralidad se va a convertir en norma general de conducta».

    Añade que «el problema fundamental es, pues, encontrar nuevas bases para preservar el concepto de que la vida humana es sagrada». Creo que esa es la pretensión definitiva de Daniel Contreras y de esta obra. En un ámbito de abismales situaciones, este libro es un canto a la esperanza, al sueño y al milagro.

    Roberto Marcallé Abreu

    Premio Nacional de Literatura, 2015

    Premio Nacional de Novela, 1978,1979

    R.D.

    Introducción

    Hasta finales del siglo pasado, los fenómenos atmosféricos continuaron siendo un gran misterio en el pensamiento de la raza humana, que se mantuvo viviendo arrabalizada por muchos años en la creencia de que algo divino observaba en la inmensidad a través de ellos, muchas veces al margen de la agitada vida de las metrópolis y de la propia ciencia, que dentro de su recorrido obró por cotejarlos, enmarcándolos con el propósito de darles un lugar en el plano científico a través de un contexto de prolongados estudios que, con el paso de los años, se han ido eslabonando como teorías aceptables que produjeron los grandes experimentos del mundo actual. Vitales acontecimientos, a veces accidentalmente inesperados, para alcanzar el gran desarrollo de toda la humanidad. En la actualidad, existen otros fenómenos, fuera de esos contextos, por enmarcar, donde todavía los tentáculos de la ciencia no alcanzan lo suficiente para develar el gran paradigma de los misterios que aún quedan ocultos, lo que conlleva la inquietud del mundo científico. En la madrugada de un día del mes de agosto del año 2017, el descanso vacacional de un gran sociólogo de la Universidad de Harvaland, parecía troncharse por uno de esos fenómenos, mientras este descansaba en la suite de un hotel, en la costa del Pacífico, en California.

    El destacado Periodista del The Universal Time Steack Warner, uno de sus mejores amigos, compartió tal experiencia en el mismo hotel, en un encuentro poco casual, donde acudía para cubrir una fuente noticiosa de importancia nacional, que por una casualidad del destino le hizo volver al terreno de la investigación cuando, al tropezar de manera accidental ante la muchedumbre reunida allí, en el gran salón de conferencias, se encontraba con la sorpresa de un gran amigo, el prominente sociólogo James Stward. Sus cátedras habían llegado a un grupo de personas influyentes en la política americana, logrando así constituir el más sólido grupo representativo y social de Los Ángeles, prolífero y preocupado por los temas sociales y políticos que afectan a la gran Latinoamérica del siglo

    xxi

    . Pocas horas le bastaron como catedrático, en su intento de convencer al periodista, para formar parte de su gran proyecto. Esta decisión los llevaría a emprender a ambos una gran aventura investigativa para la historia del periodismo mundial. El anunciado viaje de Stward por la Europa moderna busca cambiar la visión de los Gobiernos de Europa y los Estados Unidos acerca de una posible estampida humana. Tal aventura lo conducirá a una de las pesadillas más terribles que jamás imaginara un norteamericano, colocándole en la boca de un aterrador infierno. ¿Logrará sobrevivir? ¿Quién podría ocupar su lugar para llegar a la cumbre en la que busca conseguir la llave que podría vencer todos los males que se ha propuesto? ¿Lograrán sus teorías alcanzar una propuesta convincente ante la Unión Europea que pudiera cambiar totalmente el destino de un continente?

    Una parte de la novela está basada en hechos reales, acontecidos recientemente, y que tientan la cruda realidad latinoamericana en los extremos más sensibles de su escaso desarrollo; pero existe también en ella, como complemento, una parte de ficción emocionante en todo su trayecto que la llena de un dramatismo que se oculta al otro lado del mar, al sur del continente americano, rodeando las pequeñas islas del Caribe.

    Seiscientos millones de personas están a punto de desaparecer. Dos hombres harán lo imposible por evitarlo.

    Otros se marcharon antes de allí, hace muchos años.

    Primera parte

    Assault

    En los rocosos acantilados de California, el viento caluroso soplaba con ráfagas de furia desde algún lugar aún no especificado en la costa del Pacífico, quizás a muchas millas de la zona oeste, donde las nubes, en gruesas columnas, se agolpaban cargadas de agua, cubriendo todo el litoral poco a poco con intensos tonos grises y claros que espejeaban sobre la gran masa geográfica, aclarada a veces con los brillantes rayos de sol que se debilitaban hasta desaparecer en el horizonte de la gran ruta marítima del puerto de San Diego. Las luces del viejo carguero Marttian Ocean, de matrícula americana, con ciento sesenta y siete tripulantes a bordo, se encienden parpadeando repetidas veces a veinte millas de la costa. Las violentas mareas impiden cualquier maniobra marítima, provocando su desbalance a contraviento y marea, desequilibrando la carga en los depósitos y, con ello, cientos de contenedores caen resbalando por la borda hacia las profundidades del inmenso océano revuelto. La gran tormenta amenaza con engullirlos, alcanzando la embarcación con enormes olas que penetran por la proa como monstruos marinos agitados por la marea, inundando camarotes y compartimientos de la embarcación; enormes trombas que alcanzan el cuarto de maquinarias, provocando el pánico de la tripulación. De repente, las luces se apagan por completo y la embarcación se detiene lentamente en su marcha, reduciendo su velocidad tan solo a dos nudos.

    —¡Capitán Smith! Deberíamos habernos ido a estribor para intentar alcanzar el puerto de Tijuana o el de Ensenada desde los primeros avisos del vigía.

    —¡No podemos irnos a estribor bajo ninguna condición, oficial! Sería un suicidio. La zona nubosa es más amplia y turbulenta de lo que hemos calculado, y los vientos son aterradores; parecen voces ancestrales que vienen desde lejos. Al principio no ofrecía riesgo, pero ahora esto se ha convertido en un verdadero infierno inexplicable.

    »Un giro de dos grados nos llevaría a cualquiera de los puertos de México, y si nos vamos a babor, si llegan a paralizarse las maquinarias, podríamos llegar a mar abierto debido a que la caldera ha sufrido graves daños, oficial. Cavaríamos nuestra propia tumba, no llegaríamos a puerto nunca. Es un huracán repentino de gran categoría.

    A pedidos del capitán, el oficial Emille insiste en llamar a la base para que acudan al rescate lo antes posible. Cada minuto que transcurre se convierte en un angustiante latido de muerte.

    —¡Mi capitán, la radio no funciona! Parece ser que ha sido dañada por la tormenta eléctrica.

    El navío lentamente comienza a escorar.

    —¡Insista, insista, a ver si le reciben en puerto! —dijo el capitán, quien, a pesar de sus largos años de experiencia en la navegación sobre los siete mares, lucía una especie de nerviosismo que a duras apenas podía controlar—. Avise por megafonía a toda la tripulación, que suban a cubierta, que lancen luces de bengalas y que suelten las amarras de los botes. ¡Vamos a desalojar el barco! Oficial Scoth... —gritó el capitán, dirigiéndose a uno de sus oficiales.

    —¡Ordene, capitán!

    —¡Apaguen los motores! Y lancen anclas. Vamos a fondear. Que comience la evacuación de inmediato.

    —De acuerdo, señor.

    El capitán acaba de tomar la decisión final ante los graves daños sufridos por la embarcación, adelantándose a los crudos acontecimientos que presagian un final sombrío e inesperado de la travesía. Desde el centro de mando, se dirige a toda la tripulación por megafonía.

    —¡Atención! ¡Atención a toda la tripulación! ¡Estamos en alerta máxima! Soy su capitán, Smith Norton. Toda la tripulación debe subir a cubierta de inmediato. Repito, toda la tripulación debe subir a cubierta. Vamos a desalojar la embarcación.

    Ante el pánico y la incertidumbre, el capitán Smith luce preocupado, y su estado de nervios le hace pensar que no sobrevivirán en medio de las sacudidas del viejo navío, que se resiste ante las violentas ráfagas de la tempestad. Poco después de impartir las últimas órdenes, el comandante asciende por la escotilla cuando escucha un gigantesco estruendo desordenado que perfora parte de la cubierta, provocando un agujero de grueso espesor; el agua no se hace esperar y penetra a chorros hacia el interior.

    El capitán observa con asombro en medio de la impotencia.

    —¡Los contenedores se han descarrilado y han roto la cubierta! ¡¡Dios!! ¡¡Dios!!

    Hace vanos intentos de observar con el prismático que cuelga de su cuello. En el último esfuerzo, un ventarrón repentino se abalanza sobre la cubierta mientras otro chorro de viento hace peligrar la embarcación, ladeándola con violencia sobre la cresta. Las inmensas ondulaciones hacen desaparecer repentinamente la embarcación como una inmensa garganta que traga un juguete bajo sus aguas, produciendo un profundo vacío de vértigo aterrador que paraliza la respiración en cada uno de los tripulantes, provocando el pánico colectivo. Pero el viejo carguero se resiste, marcando rumbos equivocados ante la tempestad, como una pequeña brújula fuera de control. El capitán rueda varios metros tras ser alcanzado por las atronadoras ráfagas, derribándolo contra el suelo aparatosamente. El quepis se desliza de un lado a otro, arrastrado por una lengua marina, cayendo a las profundas aguas. Por su lado, el capitán hace vanos intentos, asiéndose a uno de los contenedores derribados, logrando incorporarse pesarosamente, pero cae de nuevo vapuleado por la magnitud de los vientos, que aumentan sin piedad. De su cabeza mana un hilillo de sangre abundante que en pocos segundos cubre parte de su cara, manchando rápidamente su elegante uniforme blanco con un color rojizo. Ayudado por uno de los marinos de proa, se aferra a uno de los barandales hasta alcanzarlo.

    —¡Dios, mi capitán! Tiene una gran herida en la cabeza. ¿Se siente bien?

    —Sí, estoy bien, oficial, un poco mareado. Me he golpeado con uno de los casquillos de un contenedor cuando me derribó el fuerte golpe de los vientos. ¡Es un huracán terrible! Tiene una fuerza descomunal, oficial.

    —Sí, lo ha arruinado todo. ¡Enfermero! —gritó el oficial—. Traiga el botiquín, ¡rápido!

    —¡Sí, señor, de inmediato! —respondió aquel marino mientras el oficial colocaba sus dedos presionando sobre la herida, viendo la incontenible hemorragia que teñía de rojo sus manos.

    A pesar de la gran cortadura sufrida, el capitán intenta nuevamente observar mientras aquel ayudante sostiene su cabeza, pero los fuertes vientos, la intensa bruma y la lluvia parecen impedirlo una vez más. El cielo se ilumina con el resplandor de las descargas eléctricas, dejando ver el gigantesco buque a la deriva, rodeado de contenedores que flotan sobre las aguas como diminutas cajas de juguetes que se alejan lentamente con el vaivén de las violentas mareas en la plenitud de la oscuridad, escorando como un gigante que agoniza en aquellas aguas convertidas en un infierno de vientos descomunales, tras lo que parece ser su última travesía.

    —¡Bien, hemos terminado, capitán! —dijo el enfermero con pasmosa dificultad—. Le hemos suturado la herida.

    —¿Es muy grande? —preguntó el capitán.

    —Sí, es profusa, pero sanará en tres o cuatro semanas —respondió el enfermero mientras lavaba la zona de sutura con suero.

    A quince millas de ahí, una debilucha lluvia aparecía batida en las tinieblas y repentinamente se precipitaba sobre otras zonas apartadas de aquel infinito océano, volviendo a desaparecer suspendida tras las ráfagas de viento, en medio de los relámpagos, que retornaban a las profundidades de la oscuridad convertidos en finas raíces incandescentes que dibujaban fantasmales espectros tras un ruido enloquecedor. La violenta marea agitaba las gigantescas olas, capaces de recorrer cientos de metros tierra adentro, rompiendo sobre la costa como poderosas trombas devoradoras que, unas tras otras, se abalanzaban sobre los arrecifes, anegándolo todo, dejando el estruendo de un sonido de presagiados peligros en aquella noche tan oscura, donde la tempestad parecía reinar y la sombra de la muerte alargaba sus pasos. Infinitos marullos de gruesas espumas parecían jugar, girando sobre el inquieto vaivén de las aguas hacia todos lados, a pocos metros de las rocas. Atrapaban en sus pequeños huecos continuos sorbos que se dejaban escurrir en el lomo resbaladizo de las algas, escapando otra vez hacia las aguas del océano.

    Se despedía el mes más caluroso del calendario, era finales de agosto del año 2017. Aquella pesada noche dejaba una extraña ola de calor que rozaba casi los cuarenta grados centígrados, causando una inusual alarma en la población, que, en la colectividad, era despertada por aquella sensación de calor insoportable e inaudita. El grito de los ancianos, con sus ojos maltrechos y arrugados, se iba apoderando de los poblados más pequeños y lejanos a lo largo de la frontera; era como un susurro de agonía delirante, haciendo despertar a los animales en los corrales de la franja. El relincho nervioso de los caballos se mezclaba con el inoportuno canto de los gallos en una oda incesante de malos presagios. El grito de la desesperación en apergaminados alaridos de sed se dejaba escuchar en los pequeños poblados cercanos a la franja.

    —¡Agua, agua! ¡Quiero agua, por favor! ¡Esto es un infierno, quiero agua! ¡Voy a morir!

    Solo el viento seco respondía ululando con ecos de furia huracanada cada vez más intensos, amenazando con arrancar los caseríos, que afloraban como puntos oscuros bajo la penumbra. Comenzaban a desprenderse algunas de las tejas de los techos cuando la oscuridad lo envolvía casi todo por completo. Con ello, el estupor de los lugareños en muchos lugares de la costa del Pacífico como Santa Bárbara, Long Beach y San Diego se extendía hasta Tijuana y Baja California, en México. Estaban acostumbrados a los terremotos en la falla de San Francisco y a las viejas leyendas de los ovnis, que nos vigilan desde muy cerca desde hace ya muchos años. Cotidianamente, se hablaba de boca en boca como una realidad ancestral sobre aquellas visitas misteriosas de seres alienígenas con cabezas deformes, que aparecían emitiendo sonidos extraños repentinamente en zonas rurales y montañosas, despobladas y distantes, en lo más alto del cerro de Tijuana o en las montañas más brumosas de California. Cada vez que alguien veía aparecer luces fugaces que se desplazaban por el espacio a velocidades meteóricas y que extrañamente desaparecían al pestañear como puntos luminosos detrás de las montañas en el desierto de Colorado, se pensaba en la posibilidad de que ellos estaban dotados de una supertecnología más rápida que la hasta ahora descubierta por el hombre. Desde aquellos años, en la década de los años 70, centenares de viejas leyendas colocaban a diminutos seres extraños sobre naves planas rodeadas de luces espectrales, visitando nuestro planeta desde puntos desconocidos en el espacio hasta el fondo de los océanos. De ahí que algunos lugareños no alcanzaran a comprender la existencia de aquel fenómeno, que los dejaba ya varios días sin conciliar el sueño, sometidos a la sensación de un calor vaporizante y angustioso. Mientras, algunos de ellos daban testimonio de que, días antes, el sol mostraba un círculo muy extraño a su alrededor, reflectando un espectro de luz brillante de tonos multicolores que asomaba con mucho más intensidad al caer la tarde. Los curiosos pensaban que la ira de Dios estaba cerca, afirmando con tonalidad presagiada que esas eran las señales consagradas bajo las sagradas escrituras. La llegada de grupos paganos y peregrinos era frecuente, abarrotando las iglesias de aquellos poblados de California, Illinois y al otro lado de la frontera, pidiendo su perdón a voces, rogando, arrodillados, por la protección suplicada a la Virgen de Guadalupe. Aquellos extraños objetos, cuya naturaleza no se lograba colocar en el mundo de las explicaciones ante los avances de la astronomía moderna, mostraban una legítima razón para creer en aquellos seres de otro mundo. Mientras, el pánico se expandía hacia los demás pueblos como una epidemia desconocida, apoderándose de todo ser mortal. Eran aproximadamente las 4:15 de la madrugada del viernes 6 de septiembre; la intensidad del resplandor refulgía cada vez con mayor fuerza cuando el cielo nublado de tinieblas mostraba una oscuridad casi absoluta. La ligera llovizna, que reaparecía seguida de truenos y abrumadores relámpagos, iluminando los confines, continuaba castigando con la furia del viento. Tres días más habían pasado bajo la brumosa tempestad, golpeando con rudeza todo el litoral del Pacífico. Las incesantes tormentas eléctricas iban en aumento, arrastrando una amplia zona nubosa y todo lo que encontrara a su paso, acentuándose aquel miedo colectivo en el retumbar intenso de los truenos, que parecían partir en mil pedazos el cielo gris oscuro de la ciudad de Los Ángeles bajo el espectacular espectro de los relámpagos, que provenían de avalanchas llegadas desde lo más profundo del infinito. Desde un extremo de la ciudad, a orillas del Pacífico, se vislumbraba desde lo alto aquel hotel, que parecía una pequeña acrópolis milenaria de la arquitectura bizantina, que sobresalía como brotado de la tierra en medio de la oscuridad. Era iluminado, a veces, repentinamente con majestuosas serpentinas celestiales que apartaban las tinieblas de las cinco cúpulas, reverenciando la majestuosidad de su cúpula mayor, que sobresale a lo lejos, dando la impresión de un gran trébol bajo la intensidad de la lluvia, aspectos que daban una vista maravillosamente deslumbrante hacia la playa de Long Beach, que lucía agitada y deshabitada, abatida por el fuerte oleaje de grandes dimensiones que penetraba sobre la arena con fiereza devoradora, como si gigantescas lenguas marinas reaparecieran envolventes, una y otra vez, batiendo los mares, queriendo arrasar todo cuanto encontrase a su paso para regresarlo a las profundidades del mar. El ulular de los fuertes vientos estremecía la naturalidad paradisíaca en aquel lugar del Pacífico, sometido al castigo inclemente de aquel vendaval inesperado, donde el profesor James Stward observaba inquieto la trayectoria de aquel fenómeno desde su habitación del octavo piso. El personal de Emergencias estaba desplegado en toda la zona desde hacía ya varios días, tomando todas las medidas de seguridad de prevención de riesgos y de posibles accidentes que pudieran acarrear vidas humanas debido a la intensidad devastadora de aquella tormenta, cuyos silbidos estremecedores caracterizaban el meteoro, que impactaba ya a más de doscientos kilómetros por hora, alcanzando una categoría huracanada de peligrosidades impredecibles que iba en aumento cada vez. Aquellos vientos parecían rondar como fantasmas gregorianos que giraban con una tempestuosidad nunca avizorada por ojos humanos, dejando una terrible sensación de espantos envueltos en las gruesas cortinas que cubrían el ventanal, amenazando en ocasiones repetidas con desplomar los cristales que vibraban constantemente, a punto de ceder en cualquier momento. Al sentir el retumbar del torbellino de los fuertes vientos, el doctor Stward, un tanto temeroso, exclamó para sí entre sus labios, retrocediendo con la mirada clavada detrás de los cristales, observando sin perder un solo detalle, sintiendo un resplandor extraño que penetraba con fuerza por la pequeña ranura, debajo de la puerta: «¡Ohh, santo Dios! ¡Está destruyendo todo cuanto toca! ¡Parece que tomará mucho tiempo para calmarse!».

    Los objetos arrancados por la furia del viento iban de un lugar a otro, amontonados por todas partes en las afueras. Los techos desvencijados eran arrastrados y volaban como pájaros sin rumbo; los botes anclados en el puerto y los letreros de las gasolineras eran desprendidos y rodaban mar adentro. Vehículos abandonados eran desplazados con suma facilidad, como pequeños juguetes amasijados entre los árboles despedazados, que caían junto al tendido eléctrico derribado en algunos tramos, provocando grandes explosiones eléctricas en su derribo. El ojo de la extraña tormenta, identificada ya como Assault, probablemente la última de la temporada de huracanes, se hallaba localizado, según imágenes de satélites proporcionadas por el Centro de Huracanes de Miami, a las 00.00 GMT, en la latitud 38º, 32’, 37.12», norte, longitud 146º, 3’, 35.2», oeste, cerca de las costas de Los Ángeles, arrastrando consigo una amplia zona nubosa que producía tales extremos, extendiéndose hasta San Diego, al norte de México, recorriendo Tijuana y Baja California a una velocidad muy lenta, pero tan letal como para terminar borrándolo todo a su paso. Las fuertes ráfagas en desbandada azotan sin piedad todo el litoral de la franja californiana. Ante la gran desolación que parece pronosticar la continuidad sin límites de aquel cataclismo, la marea golpea con bravura implacable la majestuosidad de aquellas playas cercanas al hotel.

    Los noticieros anuncian, ante los presagios, que el fenómeno se alejará en las próximas horas con rumbo hacia el Pacífico sur, por lo que se esperan cambios progresivos en las condiciones del tiempo para las próximas horas. Ello levanta un halo de esperanzas que, como poco, despierta una alegría en los pueblerinos de la zona, todavía recogidos en refugios y lugares seguros, donde reciben la ayuda de los servicios de Emergencias, que les suministran agua y alimentos fuera de los percances de aquel vendaval. A la mañana siguiente, aunque todo parece volver lentamente a la normalidad, la intensidad de la lluvia y los chorros de viento aún golpean de repente con inusitada crueldad. Mientras transcurren las horas, sus efectos disminuyen paulatinamente, transformándose en apenas una ligera llovizna que cambia de rumbo levemente, emergiendo desde los cielos como salpiques esporádicos que comenzaban a despejarse tras un ligero rayo de luz, cuya timidez abría la claridad de aquella mañana de nieblas espesas que se abruman bajo los cielos sobre una gran ciudad sepultada bajo los escombros y la desolación.

    En el interior del hotel, el gran murmullo atemoriza desde la planta superior hasta los pasillos, desvaneciéndose en el nerviosismo de turistas y empleados, que comentan entre sí la ocurrencia de aquel terrible fenómeno atmosférico. Todavía sin salir del asombro, la mayoría de los visitantes, que bajan tímidamente desde sus habitaciones para observar los daños en las instalaciones, causados durante el recorrido de aquel vendaval, no dan crédito a tanto desastre. Cristales y ventanales que fueron destrozados y arrojados por todas partes por las ráfagas constantes de aquel fenómeno son reinstalados por los diferentes equipos de servicios. En las afueras del complejo turístico, restos de madera, escaparates volcados y árboles derribados son retirados y amontonados de manera cautelosa por el personal de limpieza, mientras una pequeña grúa los coloca en un vagón que luego retira en un camión de cargas. Al mismo tiempo, el equipo de limpieza, formando largas filas humanas, avanza paso a paso, peinando las suaves arenas en el litoral de la playa, retirando escombros y objetos de menor tamaño esparcidos sobre la arena a todo lo largo. Al avanzar las horas penosamente, aquel panorama de desolación comienza a recuperar parte de su belleza exuberante bajo la agitación de un oleaje salpicado de espumas. Todo comienza a cambiar paulatinamente mientras la gente se anima y la mañana va recobrando poco a poco nueva vida.

    A más de dos mil setecientas millas de ahí, el imponente Air Force One reposaba como un gigantesco dinosaurio blanco, mostrando en el exterior sus franjas de color azul celeste a lo largo de su estructura metálica. Resguardado por un sistema de seguridad único en su género, continúa en su hangar secreto de la Base General Andrews de Maryland, tan solo a la espera de la llegada del presidente para trasladarlo a las costas californianas.

    En el interior del hotel Cambright Mirah, el más lujoso de Los Ángeles, enclavado a orillas del Pacífico, reporteros de todas partes abarrotaban el lobby, disputándose cada espacio para tomar las mejores vistas. Los truenos incesantes de aquel diluvio de agua y la oscuridad parecían infinitos el día anterior, quedando olas de vientos huracanados de menor intensidad que vapuleaban sin dar tregua. La seguridad en torno a las instalaciones del hotel era extremadamente exigente. En el espacio aéreo, todo ha sido despejado en su totalidad; solo los helicópteros Apaches de la Air Force floretean desde tempranas horas como luciérnagas negras. A veces, a ras de suelo, drones murciélagos de última generación, del modelo US21, no tripulados y capacitados para volar contra vientos de tormentas, dotados de cámaras láser de visión ultranocturna y preparados con armas ligeras, listos para entrar en acción, vigilan cada pulgada dentro y fuera del perímetro. Mientras, perros sabuesos adiestrados debidamente para la detección de artefactos explosivos y gases venenosos rastrean con animosa insistencia cada rincón de aquellas instalaciones. En las afueras de aquel perímetro, un equipo élite de seguridad vigila cada espacio en coordinación con el equipo Topo a Tierra, mejor conocido como el grupo Élite R29, que permanece en posición de máxima alerta ante las circunstancias. Nada se mueve sin ser revisado meticulosamente antes de acceder a cualquier parte del hotel: mercancías de cargas, empleados. La prohibición de circulación de cualquier vehículo se preserva hasta nueva orden. Mientras, en la base naval, la comitiva presidencial llega con dos horas de retraso debido a la gran tormenta, que desprende locos espectros sobre la ciudad, asolando aún con desbandados vientos. El daño causado a simple vista era abrumador y cuantificable en millones de dólares, visible sobre toda la ciudad, que lucía desordenada, boca abajo, como si el diluvio universal se hubiese posicionado allí para destruirlo todo, inundando la ciudad con desperdicios y destrozos. La prensa reseñaba algunas fotografías que destacaban la gravedad de los daños al paso de la tormenta, definiendo un panorama de desolación total con seis muertos en Baja California. Los equipos de Emergencias y de limpieza trabajaban de manera incansable, a contra reloj, en la remoción de escombros y despeje de las vías de acceso a la ciudad; mientras, los equipos de ingenieros y obreros, cubiertos con cascos y chalecos reflectantes anaranjados y amarillos, trabajaban a toda prisa en el restablecimiento del servicio eléctrico. Los Servicios de Protección Civil de la Cruz Roja americana llevaban alimentos a los distintos refugios, donde miles de personas aguardaban protegidas. Aquel panorama iba recobrando poco a poco el esplendor de aquellas playas, que lucían turbias y llenas de pequeños trozos de madera que flotaban tambaleantes, que, a su vez, eran atrapados por las numerosas lanchas de la unidad marítima de protección de la guardia costera, encargadas de limpiar las costas con enormes redes que arrastraban todos los remanentes rescatados del mar hasta una barcaza. Despejando así el litoral de la playa, que apenas comenzaba tímidamente a recibir a algunos bañistas aventurados bajo los primeros rayos de un sol que a veces se esfumaba tras la bruma sobre aquellas arenas blancas, que dejaban ya algunas huellas de pisadas estampadas en las orillas de un mar a punto de calmarse. Eran todavía visibles las banderillas rojas de advertencias, que comenzaban a ser retiradas paulatinamente de la arena por las brigadas de Protección Civil. Los grandes desprendimientos causados por el paso de la tormenta eran removidos por los buldóceres, que limpiaban las calles con precisión absoluta, seguidos por la cuadrilla de máquinas barredoras.

    En Westchester, a las afueras de la ciudad, bajo los cielos cubiertos aún por una gran nube grisácea que dejaba humedecida toda la zona, bajo una intensa sensación de lluvia y vientos, estremeciendo los árboles, que hacían sonar sus hojas como flequillos deformados a punto de desprenderse, repentinamente, en el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, aparece la imponente figura del Air Force One, como un pequeño punto distante que flota como blanca sombra sobre las nubes, cada vez más grande; va acercándose a la pista de aterrizaje.

    Todos los equipos de seguridad en tierra trabajan aceleradamente en perfecta coordinación, tomando todas las precauciones detalladamente, de manera sistemática. En el interior del hotel, turistas y apretujados camarógrafos se abren paso a empujones, tratando de disputarse la primicia del día. Pero antes deben atravesar los escáneres tras una larga fila ordenada por los agentes apostados allí para la verificación de cada bolso o maletines, además de sus credenciales de identidad. La revisión física corresponde a un celoso cuerpo de seguridad que revisa físicamente a cada uno de los convocados al salón y luego coteja la lista de invitados con meticulosidad absoluta.

    Periodistas de todos los medios nacionales se encuentran allí desde tempranas horas, así como unidades vía satélite de las grandes cadenas de noticias, para la cobertura total de la visita del presidente de los Estados Unidos.

    Uno de los primeros en llegar desde la Casa Blanca es el periodista del periódico The Universal Time de Los Ángeles, Steack Warner.

    —Disculpen, señores colegas. Perdón, permítanme pasar. Señorita, ¡ay, cuidado! Permítame pasar, por favor.

    En su presuroso avance, Steack ha tropezado sin proponérselo con una de los agentes de seguridad apostados allí. Ella le clava la mirada fijamente a los ojos, con furia contenida, y le ordena con voz seca que debe esperar su turno sin más detalles.

    Caballero, debe esperar. Coloque su bolso aquí.

    Le señala las bandejas disponibles, donde debe colocar todo lo que lleva.

    Steack obedece con animosidad y coloca todos sus objetos dentro de la bandeja.

    Se quita los zapatos y su reloj de pulsera, su chaqueta y también su billetera. Toma por la hebilla la correa de su pantalón y la coloca junto a sus pertenencias, dentro de la bandeja. Luego la coloca en la banda corrediza hacia el escáner.

    —Pase por acá, señor —dijo la agente, indicándole con frialdad.

    Los agentes a cargo de revisar al otro lado del scan magnético le ordenan pasar.

    —¡Pase usted!

    Steack no articula más que un gesto sencillo, afirmando con la cabeza.

    —Suba los brazos como está dibujado en el scan.

    —Sí, señorita —dijo Steack serenamente.

    —Pase por aquí.

    La agente vestida de falda y chaqueta azul señala con precisión hacia una línea blanca trazada sobre los mosaicos de mármol negro de aquel salón. Steack avanza unos pasos más adelante, mientras uno de los agentes, sosteniendo un scan entre sus manos, le ordena abrir los brazos en forma horizontal para realizar la última revisión física. Steack extiende sus brazos hacia los lados.

    —Ahora gire, señor —le dijo el agente.

    Aquella sala parecía reventar por momentos con la animosidad de periodistas y visitantes, mientras los agentes allí concentrados se posicionaban y trabajaban contra reloj para tratar de revisar e identificar a cada uno de los convocados a la conferencia.

    Steack da la espalda con las manos alineadas aún.

    —Está bien, puede recoger sus pertenencias.

    —¡Gracias, señor!

    —Siguiente de la fila —continuó el agente llamando y señalando con su dedo, mientras Steack se retiraba hacia una de las zonas preferentes del salón, que lucen apretujadas de personas.

    Todos los reporteros de las diferentes cadenas se prestan a recibir al presidente de los Estados Unidos en el gran salón. El momento es de máxima tensión y nerviosismo. Los equipos de cámaras y de la televisión, con reporteros y camarógrafos, están listos y a la espera de la figura más importante; no existen dudas, visto el gran despliegue en la seguridad del hotel, de que la conferencia comenzará en algunos instantes.

    Steack sigue avanzando lentamente, a tropiezos, como lo permite la ocasión, intentando colocarse, de acuerdo a su experiencia, en un punto donde pueda estar cerca de la figura presidencial, pero aquello parece una mole inamovible de personas y miembros de la prensa, que se entrecruzan para posicionarse frente al podio, desde donde el presidente dirigirá su discurso.

    —Con permiso, por favor. ¡Ah! Disculpe, señor. —Steack volvía a tropezar en aquel hervidero humano.

    —¡¡Sí, usted no debe empujar, señor!! ¿No ve usted que hay poco espacio aquí? —dijo, con gesto de enfado, un señor de baja estatura y corpulenta anatomía, de piel morena y lentes gruesos, que trataba de salir de aquel apretujadero.

    Steack comprende que ha golpeado a alguien de manera involuntaria con la esquina de su bolso, que cuelga en su hombro izquierdo. Voltea el rostro sobre su hombro derecho y mira el rostro de la persona que le llama la atención de manera altisonante para disculparse otra vez, pero...

    —¡Perdone! ¡Perdone! Eh, Doctor James. ¿Qué tal?

    —¡Hola, Steack! ¿Qué tal? Sentí un fuerte empujón a mis espaldas y casi echo rayos.

    —Disculpe, doctor. Me empujaron por detrás y lo empujé de resorte, pero no era mi intención.

    —Tus disculpas son bienvenidas, viejo amigo. ¡Je, je, je! ¿Dónde estabas al paso de la tormenta?

    —En mi habitación, doctor. Estaba en la quinientos dos del quinto piso. Bastante asustado, por cierto; llegué a pensar que todo se derrumbaría en cualquier momento. Los nervios me traicionaron cuando vi desprenderse primero las tejas y luego los techos de varias casas, que saltaron por los aires como cajas de cartón.

    »Apenas acabo de bajar de la habitación; todo lo que hay ahí fuera es espantoso. Ese fenómeno prácticamente lo ha borrado todo.

    —Yo estaba a punto de entrar en pánico cuando sentía las vibraciones desde mi alcoba, mirando toda la destrucción que iba dejando a su paso. En realidad, ha sido un fenómeno asombroso; ha dejado todo en ruinas.

    —Doctor, todavía tiemblo ante los rugidos de los vientos. Yo tenía temor hasta de salir de la habitación; allí instalé la cámara e hice una grabación de alrededor de una hora más o menos. Pude captar algunas escenas bastante terribles. Vi que se desprendía una de las barandas del puente viejo; se lo tragó el mar como un mosquito.

    »Se puede apreciar cómo la fuerza del viento levanta los carros estacionados y los amontona como si jugara con pequeños escarabajos. Y los árboles se desprendían de raíz y luego rodaban hacia todos lados.

    —¡Ah, sí! ¿Pudiste tomar esas imágenes?

    —Sí, doctor. Son realmente devastadoras, nunca había visto algo parecido. Se notan muchos de los destrozos que ha causado, sobre todo al otro lado del puerto. Lo único es que no pude grabar desde otro ángulo para ofrecer una panorámica más amplia de lo ocurrido, porque en realidad no estaba preparado para ello. Esto me ha tomado por sorpresa, ha sido de manera repentina.

    —Yo tampoco lo esperaba, Steack, pero había escuchado News 65 y habían hablado de la detección de una depresión tropical localizada cerca de aquí, pero me apresuré a cambiar de canal, buscando las noticias sobre la economía latinoamericana. En eso perdí el hilo de lo que podría ocurrir. Pensaba que se trataba de alguna de esas lloviznas que se pasean por el Caribe en estos meses.

    »No dudes que esta tormenta se deba a la misma situación de calentamiento del fenómeno El Niño.

    —Yo me quedé sorprendido, doctor, cuando vi tanto destrozo detrás del cristal de la ventana. Aquello parecía el fin de California.

    —Tal parece que sí, Steack; puedes que tengas razón, ese fenómeno siempre se presenta así en el Pacífico. Me imagino la gente observando esas imágenes impactantes desde sus casas. Estarán horrorizados. En realidad, ha sido un momento muy difícil, y lo más importante de ello es que ya se ha alejado de aquí.

    —Sí, eso creo, doctor.

    —Querido amigo, ¿a qué has venido a este reperpero humano? Me imagino que algo muy importante va a ocurrir aquí.

    —He venido para cubrir la conferencia del presidente en Los Ángeles, a ver si logro su opinión sobre la OTAN.

    —¡No me digas que viene el presidente!

    —Sí, lo esperábamos para el día de ayer, pero debido a este imprevisto, supongo que vendrá hoy, como lo han anunciado ya. Creo que vendrá si no hay mayores inconvenientes.

    —Pero… ¿en esas condiciones, Steack? —dijo el doctor con gesto de sorpresa.

    —La Casa Blanca así lo ha anunciado y no han hecho ninguna otra publicación, a menos que lo pospongan para otro momento en las próximas horas; pero no hay nada extraoficial hasta el momento.

    —¡Ah, sí! Escuché hablar de ello, pero no pensé que era tan pronto. Sí que es interesante. No me imaginaba que el presidente Bradley venía a dictar una conferencia a este lugar. Aunque he visto abarrotado todo el hotel, llegué a pensar que estaban cubriendo la tormenta, Steack.

    —Resulta una paradoja, doctor. Yo, más bien concentrado en la rueda de prensa del presidente, en los primeros momentos no me pude percatar de nada sobre la tormenta. Sí, doctor —afirmó Steack—, es hoy mismo. ¿A usted no le avisaron?

    —¡No, Steack! Me acabo de enterar ahora a través de la prensa. Mira lo que dice la portada.

    Sosteniendo entre las manos un ejemplar del diario… se podía leer con claridad el titular del Universal: «¡¡Tormenta Assault siembra el pánico en California!!». El presidente visitará la zona.

    —Sí, doctor, fue lo primero que observé con mucha lástima. Ha sido un fenómeno tan terrible y devastador... Y son muy lamentables las pérdidas humanas al otro lado de la frontera.

    —Nunca vi algo parecido, Steack. Aunque la mayoría de los huracanes son impredecibles, creo que este solo ha sido superado por la tragedia de Nueva Orleans, cuando el temible huracán Katrina arrasó toda la ciudad.

    —Muy terrible, doctor, y sorprendente porque tomó a muchos pueblos de forma desprevenida casi en su totalidad.

    —Yo mismo no pensaba que algo así podía ocurrir; era lo que menos podía imaginar, pero de repente comencé a sentir un calor extraño y todo se tornó gris oscuro allá en el mar. Pude verlo desde mi habitación, Steack, pero lo más doloroso de todo esto es el hundimiento del Marttian —dijo con voz resquebrajada el doctor James—. Ha sido una gran tragedia, todos estamos consternados.

    —Es una gran pérdida, doctor. Toda la tripulación ha desaparecido bajo las aguas; sin duda ha sido lo peor de la tormenta.

    El doctor James y Steack meditan brevemente sobre lo acontecido, mostrando su inconsolada preocupación.

    —Llevo aquí varios días de vacaciones —resaltó el doctor James—. Bajé de mi habitación tan solo para echar un vistazo a los destrozos y vi esto repleto de gente, pero

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