La Falda de Huesos de Rosamunda Sandyman. No todos los huesos sirven.
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LA FALDA DE HUESOS DE ROSAMUNDA SANDYMAN
HISTORIA FICCIÓN/THRILLER/PARANORMAL
«Las alumnas del instituto religioso Santa Catalina de Chicago están de viaje de fin de curso por Italia. Rachel, su profesora y responsable de las jóvenes, se encuentra con una situación que nunca hubiera imaginado: al conductor del autobús en el que viajaban le da un infarto.
En medio de la nada son rescatadas por un apuesto conductor en el que Rachel, desesperada por la ayuda, confía. La ayuda llega mediante un misterioso ciclista que las lleva en el autobús a través de la frondosidad del bosque hasta una aldea aparentemente abandonada.
A pesar de los continuos ánimos de la profesora a sus alumnas, ella misma se verá poseída por el mismo miedo después de la primera noche.
A partir de ahí, el grupo de chicas se verá sometido a una persecución que nunca hubieran imaginado. El mal en su estado más puro se presentará frente a ellas mediante un ser que lleva siglos modelando su macabro vestido: Rosamunda Sandyman.»
***
¿Qué soy? Para muchos he sido una amante traicionera, para otros una falsa amiga, para la mayoría… una bruja.
Pero para mí soy una diseñadora, la mejor de todos los tiempos.
Mi nombre es Rosamunda Sandyman y llevo siglos mejorando y mejorando mi vestido.
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La Falda de Huesos de Rosamunda Sandyman. No todos los huesos sirven. - José Perea Del Pino
LA RUTA SERPENTEANTE por la que circulaba el autobús no impedía que todas las jovencitas que había en su interior gozando de sus vacaciones pasaran el tiempo entre risas, gritos y cuchicheos. Rachel, la profesora, permanecía relajada en el asiento delantero junto al conductor. Aunque, de vez en cuando, se asustaba con alguna curva más peligrosa que otra y tenía que distraerse: cogía el micro y animaba a las treinta y dos alumnas que disfrutaban del viaje de fin de curso.
Inesperadamente, el vehículo fue disminuyendo la velocidad y comenzó a dar tumbos. Circulaba por una estrecha carretera de Italia entre bosques espesos y altas montañas. Rachel, asustada, miró a George, el conductor. El chófer respondió a su mirada con unos ojos que reflejaban dolor y angustia. Abrió la boca con la intención de decir algo, pero su rostro se torció súbitamente y su cuerpo cayó sobre el volante.
—George, ¿qué ocurre? —le preguntó Rachel en tono bajo para no alarmar a las chicas.
George, con un esfuerzo sobrehumano, logró detener el autocar a un lado de la estrecha carretera y colocar el freno de mano antes de volver a caer sobre el volante.
—George, George...
Rachel se asustó. No sabía qué le estaba pasando.
—¿Ocurre algo, profesora? —preguntó una de las jovencitas.
—¡Rápido, le está dando un infarto!
La profesora tendió al conductor en el suelo con la ayuda de un par de alumnas mientras se producía un gran revuelo. Casi todas las chicas tenían conocimientos en primeros auxilios.
—Hay que hacerle respiración artificial y masaje cardíaco —ordenó la profesora.
Dos muchachas movían los brazos del hombre, le abrían la camisa y le quitaban la corbata mientras Rachel le hacía el boca a boca. Una oleada de optimismo sobrevoló el ambiente cuando el conductor dio señales de vida. Lo tuvieron que sacar entre todas fuera del autobús, era un hombre pesado.
—Vamos, chicas, hay que hacerle otra vez la respiración artificial.
Rachel procuraba no demostrar el estado de nerviosismo y miedo en el que se encontraba, podía contagiar a las chicas y se transformaría todo en un caos. El esfuerzo tuvo su recompensa: el hombre abrió los ojos. A pesar de traerlo de nuevo a la vida, el conductor daba muestras de un estado de salud bastante grave.
—No teman, George se pondrá bien —calmaba la profesora—. Chicas, chicas, tenemos que parar un coche, hemos de pedir ayuda.
Las muchachas atendían a cada orden de su profesora que, después de todo, apenas era siete u ocho años mayor que ellas. Algunas salieron a la carretera. Era un sitio apartado y solitario. Rachel intentaba no desesperar, pero el estado de George la ponía al límite. Miró al autobús como si fuera un vehículo venido del espacio exterior; nunca se atrevería a conducirlo.
Una algarabía de gritos femeninos la abstrajo de sus pensamientos: apareció un auto. Pronto quedó rodeado por las jóvenes chicas. Rachel se abrió paso.
—Por favor, dejadme pasar.
—¿Qué ocurre? —preguntó una voz varonil.
—¡Dios! —exclamó la profesora, espontánea—. Menos mal que habla usted nuestro idioma.
— ¿Son americanas? ¿Qué hacéis por aquí? —respondió el desconocido.
Incluso viviendo aquella situación, Rachel se encontró ligeramente sorprendida por el físico de aquel hombre: sus ojos verdes y penetrantes, su media melena morena, sus dientes blancos relucientes que no hacían otra cosa que divinizar el rostro masculino que poseía.
—Así es, ha acertado usted —respondió la profesora entrecortada—. Por favor, al conductor le ha dado un ataque al corazón y tiene que ir a un hospital, tiene que ayudarnos.
—Yo no conozco mucho estos parajes, también soy americano. Veré lo que puedo hacer. —Se bajó del coche y preguntó— ¿Dónde está?
Las muchachas comenzaron a olvidarse del ataque cardíaco del pobre George cuando el viajero se apeó del auto. Los cuchicheos y las risitas comenzaron sin que los siseos de la profesora pudieran silenciarlos.
—Me llamo Izan.
—Ah, sí, Izan. Yo, yo, soy Rachel... Ya no sé lo que digo... —suspiró—. Viajábamos y, de pronto, tuvo el ataque.
—Menos mal que se detuvo —Miró hacia la pendiente; abajo, la corriente de un río era amenazante—. Os ha salvado la vida.
—Es cierto —admitió Rachel. En aquel momento se dio cuenta del grave peligro que habían corrido.
Izan se arrodilló al lado del conductor.
—Tienes razón, tiene todo el aspecto de un infarto, menos mal que sobrevivió.
—Es que le hemos hecho respiración artificial y masaje cardíaco —explicó una de las chicas.
—Y la señorita Rachel le ha hecho el boca a boca; lo hace muy bien, le pone mucho entusiasmo —dijo otra, burlona.
—Por favor, chicas —dijo Rachel, ruborizada—. ¿Es que no sois capaces de tomaros nada en serio? George está muy enfermo. —En ese instante la culpa fue la protagonista.
Izan levantó el cuerpo del conductor. Tal demostración de fuerza hizo que, por un momento, se olvidaran de la situación en la que se encontraban y atrajo todavía más la atención de las jovencitas que seguían muy atentas cada uno de sus movimientos. Lo llevó al coche y lo acomodó en el asiento del copiloto.
—¿Viene conmigo? —preguntó a la profesora.
—No, no puedo dejarlas solas, soy responsable de ellas. Lleve a George al hospital y avise a la policía para que venga a ayudarnos. Esperaremos aquí. Los móviles no tienen cobertura, pero en cuanto encuentre un teléfono llamaré a Chicago para que se hagan cargo de esta situación.
—Bien, haré lo que pueda. Lo más importante, por el momento, es llevar a este hombre al hospital.
Izan se marchó en medio de gritos por parte de las jovencitas.
—Chicas, ahora todas arriba.
—¡No! —protestaron.
—¿Por qué no vigilamos la carretera por si viene algún policía? —opinó una de las chicas, algo que la profesora vio bastante factible.
—Está bien. Lo haréis en grupos de tres y serán relevadas cada media hora. Las demás, adentro, no quiero que tengáis ningún accidente.
Las horas transcurrían y solo pasaron dos coches a gran velocidad. La policía no llegó. Rachel buscaba mil formas de mantenerlas entretenidas.
—¡Queremos música, queremos música! —gritó una.
—¡Queremos música! —corearon otras hasta que el clamor fue unánime.
—Está bien, está bien, a ver si con música calmamos los estómagos vacíos —suspiró Rachel. El hambre apretaba. Tenían previsto almorzar en el hostal al llegar, pero aquel altercado trastocó todos los planes y hacía rato que acabaron con las escasas chocolatinas y paquetes de patatas que llevaban para el viaje. Puso el MP3 con música de Maroon5 y miró el reloj por enésima vez.
La noche no tardaría en llegar. Rachel estaba más que preocupada, se sintió muy sola ante el peso de la responsabilidad. Había tan pocas opciones, por no decir ninguna, que se sentía totalmente absorbida por la desesperación. No se alejaría del autocar y dejaría a las chicas allí solas y, mucho menos, enviaría a alguna de ellas a buscar ayuda. Las quejas y lamentos comenzaron. A la que no le dolía el estómago, le dolía la cabeza o se sentía mareada.
—¡Profesora, viene un hombre en bicicleta!
—¡Subid ahora mismo! —ordenó Rachel, lo único que le faltaba era algún tipo baboso que se pusiera nervioso al ver tanta chica joven.
Las primeras sombras de la noche empezaban a adueñarse del paisaje. El ciclista se detuvo junto al autocar y dejó la bicicleta. Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada. Golpeó el cristal para que abrieran. Rachel bajó el cristal y se asomó.
—Hola, ¿quién es usted?
El